10

Una hora y media después nos hemos metido a fondo en el tema. Estamos en la sala de conferencias. Hemos ido alli porque es el único lugar donde hay una pizarra. Sobre ella he dibujado un esquema de la meta y acabo de escribir las defmiciones de los tres parámetros. Es Lou quien rompe el silencio para preguntar:

— Bueno, ¿y de dónde has sacado esas defmiciones?

— Me las ha dado mi antiguo profesor de Física.

— ¿Quién? —pregunta Bob.

— ¿Tu antiguo profesor de Física? —insiste Lou.

— Si, ¿qué pasa? —digo, defendiéndome.

— ¿Y cómo se llama? —pregunta Bob.

— Se llama Jonah. Es israelita.

Hay un pequeño silencio que, esta vez, rompe Bob.

— Lo que me gustaria saber —afirma— es por qué habla de ingresos en lugar de producción. Somos fabricantes. No tenemos que ver con la sección de ventas. Eso es de marketing.

Me encojo de hombros. Yo hice la misma pregunta por teléfono. Jonah afirmó que las defmiciones eran precisas, pero eso no responde a la pregunta de Bob. Voy hacia la ventana. Entonces, casualmente, veo la forma de explicárselo.

— Ven aqui.

Bob se acerca trabajosamente. Apoyo una mano en su hombro y señalo hacia la ventana.

— ¿Qué es aquello? —le pregunto.

— Son los almacenes.

— ¿Para qué?

— Pues, para almacenar productos terminados.

— ¿Seguiria la compañía en el mercado si todo lo que hiciese fiaeran productos con los que llenar almacenes?

— Vale, vale —responde Bob, avergonzado y viendo ahora la explicación de manera evidente—, tenemos que vender todo eso para ganar dinero.

Lou sigue mirando la pizarra.

Es curioso. Cada definición de esas contiene la palabra dinero. Ingresos es el dinero que entra. Inventario es el dinero que está actualmente dentro del sistema. Y los gastos de operación es el dinero que hay que pagar para que se produzcan los ingresos. Un parámetro para el dinero ingresado, otro para el retenido dentro, y un tercero para el dinero que sale.

Stacey me dice:

— Bueno, si piensas en toda la inversión que representa lo que tenemos en la fábrica, puedes comprender que los inventarios son dinero. Pero lo que me preocupa es que no llego a entender dónde incluyes el valor añadido.

— Yo también me lo pregunto, y sólo te puedo contar lo que él me ha contado.

— ¿Y qué es?

— El afirma que es mejor no tener en cuenta el valor añadido. Asegura que con eso se acaba la confiasión entre lo que es inversión y lo que son los gastos.

— Tal vez entienda Jonah —dice Stacey— que el trabajo no debe formar parte del inventario, porque no vendemos en realidad el tiempo de los empleados. Nosotros «compramos» ese tiempo, en cierto sentido, pero no revendemos ese tiempo al cliente, salvo en el caso de un servicio...

— Oye, un momento —interrumpe Bob—. Si vendemos el producto, ¿no estamos vendiendo igualmente el tiempo de mano de obra invertido en ese producto?

— Sí, pero ¿y los tiempos muertos? —pregunto. Lou interviene para intentar clarificar las cosas.

— Si entiendo bien, todo esto son diversas maneras de llevar las cuentas. Todo el tiempo empleado, directa o indirectamente, productivo o improductivo o lo que se quiera, son gastos de opera ción, según Jonah. El también lo tiene en cuenta, lo que pasa es que su método es más sencillo y no hay que andar jugando con tantos números.

Bob resopla.

— ¿Jugar? Los de fabricación trabajamos duro y no tenemos tiempo para juegos.

— Seguro, estáis ocupadisimos convirtiendo los tiempos muertos en tiempos de proceso de un plumazo —ironiza Lou.

— O los tiempos de proceso en toneladas de inventarios —afirma Stacey.

Siguen con bromas parecidas durante un minuto. Mientras tanto, pienso que ha de haber algo más detrás de esas defmiciones. Jonah mencionó la confusión entre inversión y gastos. Y nosotros, ¿no estamos lo suficientemente confiandidos como para hacer algo que no debemos?... Vuelvo a la conversación cuando habla Stacey.

— ¿Y cómo conocemos el valor de los productos terminados?

— Es el mercado quien determina el valor de los productos —dice Lou—. Y para que la compañía gane dinero, el valor del producto ha de ser mayor que la combinación de la inversión en inventarios y los gastos totales de operación por unidad vendida.

En la cara de Bob veo un cierto escepticismo. Le pregunto qué es lo que le preocupa.

— Hombre, es de locos.

— ¿Por qué? —pregunta Lou.

— Porque eso no vale, ¿cómo puedes evaluar todo el sistema con sólo tres parámetros?

— Bueno —dice Lou, mientras examina la pizarra—, dime algo que no encaje en uno de estos tres.

— Herramientas, máquinas... —cuenta Bob con los dedos—, el edificio, la fábrica entera...

— Están considerados.

— ¿Dónde?

— Pues mira, si tienes una máquina, su amortización son gastos de operación. La parte de inversión que todavía queda en la máquina y que, por tanto, puede ser recuperada si se vende, es inventario.

— ¿Inventario? Yo crei que el inventario eran las mercancías, las piezas y... bueno, ya sabes, las cosas que se venden...

Lou sonrie.

— Bob, la fábrica entera es una inversión que puede ser vendida en su momento, y a su justo precio.

— Entonces, inversión es lo mismo que inventario —afirma Stacey.

— ¿Y el lubricante de las máquinas? —insiste Bob.

— Gastos de operación; no vamos a vender el aceite al cliente.

— ¿Y los rechazos?

— Gastos de operación, también.

— ¿Sí? ¿Y los rechazos que vendemos?

— De acuerdo, eso es lo mismo que vender una máquina —responde Lou—. Todo el dinero que perdamos son gastos de operación; toda inversión que se pueda vender es inventario.

— Los costes del inventario son igualmente gastos de operación, ¿no? —pregunta Stacey.

Lou y yo asentimos.

Entonces recuerdo los «intangibles» de un negocio; cosas como el know-how, los asesores, la investigación. Se lo expongo, para ver cómo lo clasifican.

El dinero destinado a I + D nos tiene atascados por un tiempo. Luego decidimos que depende, sencillamente, del destino que se les dé a esos conocimientos; si los utilizamos, por ejemplo, para diseñar un nuevo proceso de fabricación, algo que nos facilite transformar el inventario en ingresos, entonces el I + D es un gasto de operación. Si pretendemos vender ese know-how, como en el caso de una patente o una licencia tecnológica, entonces será inventario. Pero si el know-how forma parte de un producto que la UniCo desea fabricar, entonces es como otra máquina: una inversión para hacer dinero cuyo valor se depreciará con el tiempo. Y, de nuevo, la inversión factible de venta es inventario; la depreciación, gastos de operación.

— Hay algo que no encaja en el esquema —dice Bob—: el chófer de Granby.

— Es un gasto de operación —afirma Lou.

— Sí, hombre, ¿me vais a decir que el chófer de Granby convierte el inventario en ingresos?

Intervengo.

— No necesitas tocar el producto con la mano para convertir el inventario en ingresos. Bob, todos los días, tú mismo estás ayudando a transformar el inventario en ingresos. A los hombres de la planta, probablemente les parecerá que lo único que haces es pasearte de arriba abajo para complicarles la vida.

— Sí, eso es verdad, nadie reconoce mi trabajo. Pero todavía no me habéis dicho cómo encaja el chófer.

— Bueno, a lo mejor, el chófer permite a Granby tener más tiempo para pensar y tratar con los clientes mientras viaja de un lado a otro —sugiero.

— ¿Por qué no se lo preguntas a él mismo la próxima vez que comáis juntos? —señala Stacey.

— Pues no creas que va a pasar tanto tiempo —añado—. Esta mañana he sabido que Granby puede aparecer por aqui para rodar un video sobre robots.

— ¿Va a venir Granby? —pregunta Bob.

— Si viene Granby, seguro que aparecerán detrás Bill Peach y los otros —añade Stacey.

— Pues si, lo que nos faltaba —refunfuña Bob. Stacey se dirige a Bob:

— ¿Ves ahora por qué Al está tan interesado en la cuestión de los robots? Tenemos que quedar bien cuando venga Granby.

— Ya estamos quedando bien —asegura Lou—. Esas máquinas tienen un rendimiento bastante aceptable. Granby no se sentirá avergonzado de salir junto a los robots.

— ¡Maldita sea! —me exalto—. Me importa un bledo lo de Granby y su video. Incluso podria apostaros que no se va a rodar aqui ese video nunca. Pero eso es aparte. El problema es que todos hemos creído, incluyéndome a mi, hasta hace unos momentos, que los robots han aumentado de forma importante nuestra productividad. Y acabamos de descubrir que no son pro ductivos con vistas a nuestra meta. En realidad, son antiproducti vos, según los hemos venido usando hasta ahora.

Todos callan, hasta que Stacey se atreve a decir:

— ¿Asi que, de alguna manera, debemos hacerlos productivos en función de nuestra meta?

— Tenemos que hacer más que eso —me vuelvo hacia Stacey y Bob—. Atended. Ya se lo he dicho a Lou y creo que también os lo voy a decir a vosotros. Total, lo vais a saber antes o después...

— ¿Saber qué?

— Nos han dado un ultimátum. Tenemos tres meses de plazo para cambiar o nos cierran la fábrica para siempre.

Los dos se quedan de piedra. Una vez superada la sorpresa, empiezan a acribillarme a preguntas. En pocos minutos les pongo al corriente de lo que sé, salvo lo referente a la división. Tampoco quiero que cunda el pánico.

— Sé que no es mucho tiempo, pero hasta que no me den la

patada, no me voy a rendir. Si vosotros queréis libraros de lo que se avecina, ahora es el mejor momento, porque en los próximos tres meses voy a pediros todo lo que deis de sí. Si podemos mostrar algún progreso en este tiempo voy a intentar conseguir que Peach nos dé una moratoria.

— ¿Crees de verdad que se puede hacer algo? —pregunta Lou.

— No lo sé, sinceramente, pero por lo menos, ahora sabemos que hay algo que estamos haciendo mal.

— ¿Qué más podemos hacer? —pregunta Bob.

— Podriamos dejar de alimentar los robots con material, y reducir así nuestro inventario —sugiere Stacey.

— Un momento —interrumpe Bob—, de acuerdo en lo de reducir inventario, pero no a costa de bajar los rendimientos. Estaremos donde estábamos.

— Peach no nos va a dar otra oportunidad si todo lo que le mostramos es una reducción de rendimientos. Lo que él quiere es justamente todo lo contrario —dice Lou.

Me paso la mano por la cabeza, despacio.

— Deberiamos llamar de nuevo a ese Jonah —sugiere Stacey.

— Sí. Por lo menos sabriamos su opinión respecto a todo esto.

— Bueno, hablé con él la noche pasada. Entonces fue cuando me dijo todo lo que os he contado. Suponía que iba a llamarme esta mañana.

Veo sus caras consternadas.

— Bueno, voy a llamarle de nuevo. —Busco en el portafolios el número de Londres.

Consigo hablar con su secretaria.

— Ah, ¿es usted, señor Rogo? Jonah intentó hablar con usted antes de salir de Londres, pero su secretaria le dijo que estaba en una reunión. Me temo que no le va a poder localizar.

— ¿A dónde ha ido?

— Cogió el Concorde a Nueva York. A lo mejor le encuentra en el hotel.

Apunto el nombre del hotel y el número de teléfono. Quiero, al menos, dejarle un mensaje para cuando llegue. La centralita me pone con su habitación.

¿Süi? —me contesta una voz adormilada.

— ¿Jonah? Soy Alex. ¿Le he despertado?

— Pues... sí, ya lo ves. —Los vapores del sueño parece que le hacen olvidar formalismos, porque me está tuteando. Aprovecho la ocasión para hacer lo mismo.

— Oye, lo siento. Intentaré no despabilarte mucho. Necesito hablar más tranquilamente lo que discutimos anoche.

— ¿Anoche? Claro, para ti fue la noche pasada.

— ¿ Podríamos arreglarlo para que te trasladases a la fábrica y te entrevistaras con mi equipo y conmigo?

— El problema está en que tengo comprometidas las tres próximas semanas y luego me vuelvo a Israel.

— Comprende que no puedo perder tanto tiempo. He asimilado lo que hablamos, pero necesito dar el siguiente paso.

— Alex, me encantaría ayudarte, pero también necesito dormir. Estoy agotado... Bueno —dice tras una pausa—, puedo proponerte algo. ¿Por qué no vienes mañana a las siete a mi hotel y desayunamos juntos?

— ¿Mañana?

— Eso es..., tendríamos una hora para hablar.

— De acuerdo, alli estaré.

— Estupendo —dice Jonah con alivio—. Hasta entonces, buenas noches.

Al regresar a mi despacho, Fran levanta la vista sorprendida. —¿Ah, pero está usted aqui? Le llamó...

—Tengo una tarea para usted. Olvídese de lo demás y búsque me la forma de ir a Nueva York esta noche.