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Estoy en el aeropuerto O'Hare, esperando la salida de un avión. Llevo el mismo traje que ahora. Hace de esto sólo dos semanas y, sin embargo, mi actitud y estado de ánimo son muy diferentes. Me siento feliz, lleno de energía y con la sensación de que todo marcha o, al menos, puede marchar algo mejor, tan sólo con un poco de esfuerzo. Me sobra tiempo, así que aprovecho para ir al bar. Está abarrotado de directivos como yo. Busco un asiento. Mi vista se pasea por los tresillos a rayas del local, las manos gesticulantes de los que hablan, los trajes de perfecto corte, las lámparas bajas que intentan dar un toque íntimo a un sitio tan de paso... Mi vista se detiene sobre la cabeza de un hombre. Está sentado al lado de una lámpara, leyendo, con el libro en una mano y el puro en la otra. A su lado hay un sitio vacío. Me abro camino hacia allí. Cuando me dispongo a sentarme, caigo en la cuenta de que le conozco de algo.

Encontrarte a alguien que crees reconocer en uno de los aeropuertos con mayor tráfico del mundo te produce un cierto sobresalto. Al principio no estoy muy seguro de si es él o no, pero se parece demasiado a Jonah, un profesor de Física que tuve. Cuando me siento, levanta la vista del libro y veo que está pensando lo mismo que yo. «¿De qué conoceré yo a éste?»

— ¿Jonah?

— ¿Sí?

— Soy Alex Rogo. ¿Me recuerda? Su gesto me dice que no mucho.

— Es que hace bastante tiempo... Yo era estudiante y tenía una beca para aprender unos modelos matemáticos sobre los que usted estaba trabajando entonces. ¿No se acuerda? Yo llevaba bar ba —le digo gesticulando con las manos alrededor de la cara.

Por fin cae e inicia un pensativo y largo:

— Por supueeesto. Ya le recuerdo, se llama Alex, ¿no?

— ¡Exacto! —asiento.

Una camarera me pregunta que qué quiero tomar. Encargo un whisky con soda e invito a Jonah a que tome también algo. Me responde que no, que los altavoces están a punto de anunciar su vuelo.

— Bueno, ¿cómo le va?

— Pues bien, pero con demasiado trabajo. ¿Y usted?

— Me temo que también estoy demasiado ocupado. Ahora voy a Houston. ¿A dónde va usted?

— A Nueva York.

Esta charla intrascendente parece aburrirle y da la impresión de querer terminar cuanto antes. Hay un momento de embarazoso silencio entre los dos. Para bien o para mal, no puedo soportar los silencios cuando ya se ha iniciado una conversación. Siempre me sorprendo rellenándolos a toda prisa con mi propio monólogo. Esto es algo que todavía no he aprendido a controlar.

— Es curioso —digo—, después de tantos proyectos como hice para dedicarme a la investigación, he terminado en la ges tión industrial. Ahora dirijo una fábrica de la UniCo.

Jonah asiente. Parece más interesado. Da una chupada a su puro, mientras yo continúo hablando, cosa para la que no necesito que me animen mucho.

— De hecho —sigo—, esa es la razón por la que me dirijo a Houston; pertenecemos a una asociación de fabricantes que celebra su convención anual y ha invitado a UniCo a dar unas charlas sobre robótica. Yo voy porque mi fábrica tiene una gran experiencia err robots.

— Comprendo. Se trata de discusiones técnicas.

— Con un enfoque más bien comercial, no exactamente técnico — le digo, abriendo el portafolios, del que extraigo el programa que nos ha enviado la asociación.

— Aquí está —y le leo el enunciado—. «Robótica: la solución de los ochenta para la crisis productiva americana...» Un grupo de usuarios —añado— y expertos, analiza el inminente impacto de los robots en la industria americana.

Cuando levanto la vista del programa, Jonah no parece muy impresionado. Supongo que, como buen investigador, desconoce por completo el mundo de los negocios.

— ¿Me dice que su fábrica utiliza robots?

— Sí. En varias secciones.

— Y, realmente, ¿han conseguido aumentar su productividad?

— Por supuesto. Tuvimos un aumento... —digo mirando al techo, para concentrarme mejor—, creo que fue del treinta y seis por ciento.

— ¿Así que su compañía ha aumentado beneficios en un treinta y seis por ciento con la instalación de algunos robots? ¡Increíble!

Me resulta imposible esbozar una sonrisa.

— Bueno, no exactamente. Ojalá fuese así de fácil, pero es algo más complicado que eso; en realidad sólo fue en una sección don de conseguimos el incremento del treinta y seis por ciento.

Jonah mira su puro y lo apaga contra el cenicero.

— Entonces, ustedes no aumentaron en realidad su producti vidad.

Jonah se inclina hacia mí en ademán de complicidad y me dice en tono bajo, pero seguro:

— Permítame que le pregunte algo, pero que quede entre nosotros.. . ¿Ha sido su fábrica capaz de terminar un solo producto más al día, por el mero hecho y consecuencia de los cambios producidos con la instalación de los robots?

— Bueno... tendría que repasar las cifras —respondo pensativo.

— ¿Despidieron a alguien?

Me echo hacia atrás, y le observo con una cierta inquietud. ¿A dónde querrá ir a parar?

— ¿Quiere usted decir que a cuántas personas despedimos por instalar los robots? Si es eso lo que desea saber, le diré que a nadie; tenemos un acuerdo con el sindicato de no despedir a ningún trabajador por razones de aumento de la productividad, así es que lo único que hacemos es que los reciclamos. Por supuesto que cuando se produce una caída en las ventas ponemos a gente en la calle.

— O sea, que los robots no redujeron los costes de personal.

— No —tengo que admitir.

— Entonces, dígame, ¿redujeron sus inventarios? Me río, nervioso...

— Bueno, Jonah, ¿qué significa todo esto?

— Contésteme —insiste—, ¿se redujeron sus inventarios?

— Sinceramente, creo que no, pero tendría que confirmar los datos.

— Compruebe sus datos si quiere..., pero si sus inventarios no se han reducido, ni han bajado los gastos de personal... Y si su compañía tampoco ha logrado vender más, lo que es obvio por que no ha conseguido servir más pedidos, entonces no puede usted decirme que esos robots hayan aumentado la productividad de su planta.

Siento una peculiar sensación en la boca del estómago, algo así como si viajara en ascensor y de repente se hubiera descolgado del cable.

— Sí, entiendo. Pero hemos aumentado los rendimientos y disminuido los costes.

— ¿De verdad? —pregunta Jonah, cerrando el libro.

— Por supuesto. De hecho, los rendimientos superan por término medio el noventa por ciento. Y los costes por unidad han disminuido considerablemente. Permítame decirle que para seguir siendo competitivo hoy en día hay que aumentar como sea los rendimientos y disminuir los costes.

Mi bebida acaba de llegar. La camarera la coloca sobre la mesa. Le entrego un billete y espero el cambio.

— Con esas cifras de rendimientos tendrán que mantener constantemente en funcionamiento sus robots, ¿no?

— Desde luego. Si no perderiamos todo lo que conseguimos ahorrar por unidad. El rendimiento también bajaría. Pero eso no ocurre sólo con los robots, sino con cualquier otro recurso de producción. Tenemos que seguir produciendo para ser eficientes y tener costes ventajosos.

— ¿De verdad?

— Claro. ¡Hombre, eso no quiere decir que no tengamos problemas!

— Ya veo —afirma Jonah sonriendo—. Vamos, sea sincero. Sus inventarios se encuentran por las nubes, ¿verdad?

Me quedo mirándole. ¿Cómo lo habrá averiguado?

— Si se refiere al material en curso.

— Sus inventarios completos.

— Bueno, depende. En algunas partes sí he de admitir que son altos.

— Y siempre hay retrasos. Son incapaces de servir los pedidos a tiempo.

— Reconozco que ése es uno de nuestros mayores problemas; nos las vemos y nos las deseamos para cumplir nuestros compromisos. Jonah asiente, como si lo hubiese predicho.

— Un momento..., ¿cómo sabe estas cosas? Sonríe.

— Una corazonada. Además, he observado los mismos problemas en un montón de fábricas. No son ustedes los únicos.

— ¿Pero usted no es físico?

— Soy un científico. Además, justamente ahora puede decirse que estoy haciendo estudios científicos sobre organizaciones, organizaciones de fabricación, especialmente.

— No sabía que existiesen esos estudios.

— Son nuevos.

— Bueno, sea por lo que sea, usted acaba de poner el dedo en la llaga de uno de mis mayores problemas. Estoy sorprendido...

Dejo la frase en el aire porque Jonah exclama algo en hebreo. Se mete una mano en el bolsillo, de donde saca un viejo reloj.

— Tendrá que perdonarme, Alex, pero pierdo el avión si no me doy prisa.

Se levanta y coge su abrigo.

— ¡Qué pena! Estoy intrigado por un par de cosas que ha dicho.

Jonah se detiene.

— Pues mire, si es usted capaz de darle vueltas a lo que hemos hablado sacará a su fábrica del atolladero.

— Bueno, a lo mejor le he dado una falsa impresión. En realidad, yo no creo que estemos en un atolladero. y

Me mira a los ojos, directamente, sin contemplaciones. Sabe lo que está pasando, evidentemente.

De pronto, me encuentro diciéndole si le importa que le acompañe hasta el avión, a lo que él responde amablemente que no.

Me levanto y recojo mi abrigo y mi cartera. La bebida está intacta. Bebo un sorbo y la dejo. Jonah se encuentra ya de camino hacia la puerta de embarque. Va tan deprisa por el pasillo que me cuesta seguirle. El camino está abarrotado de pasajeros que van y vienen.

— Tengo curiosidad —le digo— por saber qué es lo que le hizo sospechar que algo no funcionaba bien en mi fabrica.

— Fue usted mismo el que lo dijo.

— ¿Yo?

— Alex, deduje claramente de sus propias palabras que usted no está dirigiendo una fábrica tan eficiente como cree. Creo que lo que ocurre es justamente lo contrario. Está usted dirigiendo una planta muy poco eficiente.

— Bueno, mis datos no dicen eso. ¿Quiere decirme que mis empleados se equivocan con las cifras, que me están mintiendo, o qué?

— No, no. Estoy seguro de que la gente que está a su servicio no le miente. Lo que le mienten son sus cifras.

— Bueno, a veces redondeamos aquí o allí. Pero, vamos, eso lo hacen todas las empresas.

— No, no es eso, Alex. Usted cree que está dirigiendo una fábrica eficiente y se equivoca.

— ¿En qué me equivoco? Pienso como muchos otros directores.

— Justamente!

— ¿Qué quiere usted decir? —empiezo a sentirme incómodo y ofendido.

— Alex, si es usted «como muchos otros» —dice recalcando mis propias palabras— es que ha aceptado un montón de cosas sin preguntarse si son correctas o no. Luego, realmente, usted no está usando la cabeza, sino la rutina.

— Jonah..., yo siempre estoy dándole a la cabeza —digo un tanto airado—. ¡Es parte de mis obligaciones!

Niega con el gesto, tranquilamente.

— Repítame, Alex, ¿por qué piensa que sus robots representan un gran avance?

— Pues, simplemente, porque han aumentado la productividad.

— Pero, ¿qué es la productividad? Reflexiono un momento, antes de responder.

— Según dice mi empresa, existe una fórmula; algo así como que el valor añadido por trabajador es igual a...

Jonah vuelve a negar con la cabeza.

— Al margen de cómo lo quiera definir su empresa, la pro ductividad, y perdóneme, no es eso. Olvídese de fórmulas por un momento y dígame con sus propias palabras..., ¿qué quiere decir «ser productivo»?

Doblamos rápidamente una esquina. Delante de nosotros se ve ya el paso para detectar metales y los guardias de seguridad. Querria haberme detenido aquí para decirle adiós, pero él no aminora la marcha.

— Vamos, dígame, ¿qué significa ser productivo? —me pre gunta de nuevo mientras se somete al detector de metales. Desde el otro lado del aparato me dice—: Para usted, en particular, ¿qué significa?

Pongo mi maletín sobre la cinta transportadora y le sigo. ¿Qué querrá que le diga?

Al otro extremo le contesto:

— Bueno..., supongo que realizar algo adecuadamente.

— ¡Exacto! ¿Qué quiere decir «adecuadamente»?

— De acuerdo a una meta.

— ¡Correcto!

Se hurga por debajo del jersey y saca un puro del bolsillo. Me lo da.

— ¡Enhorabuena! Cuando se actúa de forma productiva, se logra algo de acuerdo a una meta. ¿No es cierto?

— Sí —digo recogiendo mi maletín.

Volamos, más que andamos, de puerta en puerta. A duras penas puedo mantener el paso. Jonah continúa diciendo:

— Alex he llegado a la conclusión de que «productividad» significa hacer las cosas de tal manera que, en el caso de la empresa, ésta se aproxime lo más posible a su meta. Todo aquello que lleve a una compañía más cerca de su meta es productivo; todo aquello que no la lleve es improductivo. ¿Me sigue?

— Sí, pero... en realidad, Jonah, eso es de sentido común.

— Simple lógica, más bien.

Nos detenemos. Observo que entrega el billete en el mostrador.

— Pero es simplificar demasiado las cosas. No me aclara nada. O sea, que si voy en dirección a mi meta obro de manera productiva; si no, no. Bueno, ¿y qué?

— Lo que le quiero decir es que es inútil producir si no sabe cuál es su meta.

Recoge su billete y se dirige a la puerta de embarque.

— Ah, bien, digamos que uno de los objetivos de mi compañía es el aumento de rendimientos así que, si se mira así, siempre que aumento los rendimientos estoy siendo productivo. Es lógico.

Jonah se detiene en seco y me mira.

— ¿Sabe cuál es su problema?

— Sí, necesito aumentar mis rendimientos.

— No, ése no es su problema. Su problema es que no sabe cuál es la meta. Por cierto, sólo hay una meta, no importa de qué empresa se trate.

Me quedo mirándole confuso. La azafata, un tanto impaciente, se viene hacia la puerta. El resto de los pasajeros ya ha subido a bordo. Sólo quedamos nosotros dos en la sala de espera. Voy detrás de él, que ya se dirige al avión.

— Espere, espere, ¿qué quiere decir con que yo no sé cuál es la meta? Sí lo sé.

En ese momento estamos ante la entrada del avión. Jonah se vuelve hacia mí. La azafata nos mira desde dentro del aparato.

— ¿De verdad?... Entonces dígame cuál es la meta de su organización.

— La meta es elaborar productos de la manera más eficiente que podamos.

— Falso. Esa no es la meta. ¿Cuál es la meta de verdad?

Me quedo mirándole confiaso. La azafata, un tanto impaciente, se asoma por la puerta y dice con algo de soma:

— ¿Alguno de ustedes ha venido hasta aquí para tomar el avión?

— Un momento, por favor —responde Jonah, mientras se vuelve hacia mí—. Vamos, Alex, rápido, contésteme de una vez.

Ya no sé qué decir.

— ¿El poder?—sugiero tímidamente. Parece sorprendido.

— Bueno, no está mal, Alex. Pero por el mero hecho de fabri car algo no se obtiene poder.

La azafata está enfadadísima de no poder hacerse con nosotros.

— Caballero —dice casi a modo de insulto—, ¡si no va a subir al avión debe volver a la terminal!

Jonah la ignora.

— Alex —dice pacientemente—, nunca podrá comprender el significado de la productividad si no sabe cuál es la meta. Hasta que no lo sepa seguirá haciendo juegos de palabras y números... —Su voz parece una súplica. Intenta hacerme entender. Me azu za, me vapulea con la mirada.

— ¡Alcanzar, conquistar una tasa de mercado! Esa es la meta.

— ¿Seguro? Entra en el avión.

— Oiga, ¿por qué no me lo dice ya de una vez? —le grito.

— Piense. Piense en ello, Alex. Usted puede encontrar la res puesta por sí mismo.

Entrega su tarjeta a la azafata, me mira y se despide con la mano. Voy a levantar la mía para despedirme también y descubro que sujeto en ella, todavía, el puro que me dio. Lo meto en el bolsillo de mi americana. Cuando levanto la vista ya se ha ido. Un empleado me advierte secamente que va a cerrar la puerta del avión.