17
Al llegar a casa esa noche, los niños me esperan en la puerta. Mi madre está detrás, entre murmullos de hervor de pucheros en la cocina. Parece tener todo bajo control. A Sharon le brillan los ojos.
— ¿Adivina qué?
— Me rindo.
— Mamá ha llamado por teléfono.
— Por fin.
— Miro a mi madre, que niega con la cabeza.
— Yo no hablé con ella. Fue Dave quien cogió el teléfono.
— ¿Y qué es lo que dijo mamá? —pregunto a mi hija.
— Dijo que nos queria mucho a Dave y a mi.
— Y que estaria fiaera un tiempo, pero que no debíamos preocupamos por ella —añade Dave.
— ¿No dijo cuándo regresaria?
— Se lo pregunté —sigue Dave—. Pero dijo que todavía no sabia. —Dave, ¿te dio el número de teléfono donde localizarla? Mi
hijo baja la vista.
— Te dije que si llamaba le pidieses el número de teléfono.
— Yo lo hice..., pero ella no me lo quiso dar.
— Está bien, Dave. Gracias.
Mi madre intenta animar la situación.
— Por qué no nos sentamos a la mesa.
Esta vez la comida no resulta silenciosa. Mi madre procura alegrar el ambiente contando sus historias sobre la Gran Depresión y la suerte que tenemos ahora de disponer de alimentos y comodidades.
La mañana del martes ya es un poco más cercana a la normalidad. Uniendo nuestros esfiaerzos, mi madre y yo conseguimos lievar a los niños a la escuela a tiempo, y yo puedo llegar mejor al trabajo.
A las ocho y media, Bob, Stacey, Lou y Ralph están en mi oficina para discutir lo ocurrido ayer. Hoy los encuentro mucho más atentos. Supongo que porque han visto cómo la teoría ha cobrado vida en el mundo real.
— Esa combinación de dependencias y fluctuaciones es a la que tenemos que hacer frente diariamente. Y es la causa de nuestros retrasos.
Lou y Ralph estudian los dos registros que tomamos ayer.
— Y si la segunda operación no hubiera sido realizada por un robot sino por un equipo humano, ¿qué hubiera pasado?
— Complicaríamos las cosas con una nueva serie de fluctuaciones estadísticas. No hay que olvidar que en este caso sólo hemos tenido dos operaciones. Imaginaros lo que pasará con las dependencias cuando se trate de una sucesión de diez o quince operaciones, cada una con sus propias variaciones. Y eso sólo para una pieza de un producto. Tenemos, como sabéis, productos con cientos de piezas.
A Stacey le parece demasiado complicado.
— Entonces, ¿cómo vamos a poder controlar lo de ahí fiaera?
— Esa es la pregunta que vale una millonada. Cómo controlar las cincuenta mil, o los cincuenta millones, de variables que hay en la fábrica.
Ralph lo ve desde su punto de vista.
— Haria falta un gran ordenador para seguirles la pista.
— Ni eso siquiera —les aseguro—. La informática no nos va a sacar del lío. Los datos, por sí mismos, no van a proporcionamos más control.
A Bob se le ocurre que podríamos aumentar los plazos de entrega.
— ¿Tú crees que eso nos hubiera permitido servir a tiempo el pedido de Hilton Smyth? ¿Desde cuándo hace que está ese pedido pendiente?
— Bueno, yo sólo decía que habria que hacer alguna chapuza para evitar que sigan las demoras.
Stacey le explica:
— A mayores ciclos de fabricación, más aumentan los inventa rios, y ésa no es la meta.
— Está bien. Lo que quiero es saber qué se puede hacer. Todos se vuelven para mirarme.
— Esto es lo que tengo claro por el momento. Hay que cambiar las ideas que tenemos sobre capacidad de producción. No se puede medir la capacidad de un recurso sin relacionarla con otros recursos. Su capacidad de producción depende del lugar que ocupe en la cadena productiva. Intentar equilibrar la capacidad con la demanda para reducir los costes nos está perjudicando, en realidad. Ni siquiera deberiamos intentarlo más.
— Pero eso es lo que todo el mundo hace.
— Efectivamente, eso es lo que todos hacen, o al menos dicen que lo hacen. Pero acabamos de ver que es una estupidez intentarlo.
— Entonces, ¿qué hacen otras empresas para sobrevivir?
Eso mismo me pregunto yo. Sospecho que a medida que una fábrica está próxima al equilibrio, gracias al esfuerzo de ingenieros y directivos, la cruda realidad se impone en forma de una crisis que provoca nuevamente el desequilibrio, en forma de movilidad de trabajadores, horas extraordinarias, readmisión de despedidos y cosas parecidas. El instinto de supervivencia se impone sobre las falsas ideas.
En cualquier caso, la pregunta sigue siendo ¿qué podemos hacer? Bob intenta ir a lo práctico:
— No podemos contratar más gente sin la aprobación de la división. Y tenemos una directriz contra el aumento de las horas extras.
Stacey busca ayuda.
— Tal vez sea hora de volver a consultar a Jonah. Estoy de acuerdo con ella.
Fran tarda media hora en localizar el punto del Globo en el que actualmente se encuentra Jonah, y una hora más en conseguir que el propio Jonah se ponga al aparato. Mientras, he cuidado de que una secretaria me reúna al equipo y lo encierre en mi oficina, en donde asisten a la conversación. He comenzado por contar a Jonah el descubrimiento que hice durante la excursión con mi hijo, acerca de la relación entre los dos fenómenos y cómo hemos tenido ya un ejemplo de ello en la fábrica.
— Hemos aprendido que no podemos fijamos en una sola sec ción, ni tampoco intentar ajustaria a la demanda. Es el sistema completo el que hay que optimizar. Ciertos recursos han de tener mayor capacidad que otros. En concreto, los del final de la cadena deben tener más que los del principio. ¿Estoy en lo cierto?
— Estás comenzando a oler el dinero.
— Estupendo. Me alegra oír que estamos sobre la buena pista. Lo que ahora nos pasa es que no sabemos cómo seguir.
— El siguiente paso que tienes que dar, Alex, es distinguir en tu fábrica entre dos tipos de recursos. A uno de ellos yo le llamo «cuello de botella», y el otro es, sencillamente, un recurso «no cuello de botella».
Les susurro que empiecen a tomar nota de las palabras de Jonah.
— Un cuello de botella es un recurso cuya capacidad es igual o inferior a la demanda ejercida sobre él. Y un no cuello de botella es aquel en el que la capacidad es superior a la demanda requerida de él. ¿Lo has entendido? En cuanto asimiles estos dos nuevos con ceptos, verás abrirse un amplio panorama ante ti.
Stacey desea alguna explicación más.
— Jonah, en este esquema, ¿en dónde encaja la demanda del mercado? Tendrá que haber alguna relación entre capacidad y demanda.
— Efectivamente, pero usted debería saber ya que no se puede equilibrar capacidad y demanda del mercado. Lo acertado es equilibrar el flujo de materiales de la fábrica con la demanda de mercado. Esta es la primera de nueve reglas que expresan la relación entre cuellos de botella y los demás recursos, y cómo gestionar correctamente una fábrica. Repito: «Equilibrar el flujo, no la capacidad».
Stacey no parece aún muy convencida.
— No estoy segura de haberle comprendido. ¿A qué viene ahora el considerar cuellos de botella y no cuellos de botella?
— Contésteme a esto. ¿Cuál de estos dos tipos de recursos determina la capacidad real de la fábrica?
— Tienen que ser los cuellos de botella. Intervengo:
— Así es. Como en el caso del chico en la excursión del otro día. Herbie era el de menor capacidad y el que determinaba la velocidad a la que podía moverse todo el grupo.
Entonces Jonah pregunta dónde se debe equilibrar el flujo, según esto.
— Ah— ya veo —reconoce Stacey—. La idea es hacer coincidir el flujo por el cuello de botella con la demanda del mercado.
— Básicamente es eso. Aunque, en realidad, hay que hacer el flujo un poquito menor que la demanda.
— ¿Y eso? —pregunta Lou.
— Porque si no perderá dinero en cuanto la demanda del mercado descienda un poco. De todas formas, eso ya es aflnar. Hablando en términos generales, el flujo del cuello de botella ha de ser equivalente a la demanda.
Bob Donovan intenta entrar en la conversación.
— Discúlpeme, pero yo pensé que los cuellos de botella eran negativos y que debían ser eliminados en lo posible. ¿No?
— ¡Se equivoca! Los cuellos de botella no tienen que ser necesariamente malos... o buenos. Son una realidad. Lo que sugiero es que, alli donde existen, los aprovechemos para controlar el flujo de materiales.
Para mi sus palabras tienen sentido. Recuerdo cómo utilicé a Herbie para controlar al grupo durante la excursión.
— Siento tener que dejarles, pero me han cogido durante un pequeño descanso de diez minutos en una conferencia.
— Jonah, antes de que cuelgues... —intento una última información—. ¿Cuál es nuestro siguiente paso?
— Lo primero de todo, ¿tu fábrica tiene cuellos de botella?
— No lo sé.
— Pues ese será tu próximo cometido. Tienes que averiguarlo; porque ello implica cambiar completamente la forma de administrar tus recursos.
— ¿Y cómo damos con ellos?
— Es muy fácil, pero necesitarla unos minutos para explicártelo. Inténtalo por tu cuenta. Es fácil de descubrir, si lo piensas un poco.
— Si, pero...
— Hasta luego, Alex. Llámame en cuanto creas que has encontrado cuellos de botella.
Se escucha un clic y la comunicación se interrumpe. Lou se interesa por saber qué hacer ahora.
— Creo que debemos repasar todos nuestros recursos y compa rarlos con la demanda del mercado. Si encontramos uno en el que la demanda sea mayor que su capacidad, tendremos un cuello de botella.
— ¿Y si lo encontramos?
— Lo mejor sería hacer lo que hice con los scouts. Ajustar nuestra capacidad de forma que el cuello de botella se encuentre al principio del proceso productivo.
Lou tiene una pregunta.
— ¿T si nuestro recurso con menor capacidad tiene más que la demanda del mercado?
— En ese caso tendríamos algo parecido a una botella sin cuello.
— Aun así tendriamos limitaciones. La botella seguiria teniendo paredes. Lo que pasa es que estas limitaciones serian menores que las que impone la demanda —apunta Stacey.
— ¿Yen ese caso?
— No tengo ni idea. Creo que, en cualquier caso, tenemos que tratar de descubrir nuestros cuellos de botella, si los tenemos.
Ralph no pierde el humor:
— Así que nos vamos en busca de Herbie, que estará no se sabe dónde.
— Sí, será lo mejor, antes de que se nos vaya la fuerza por la boca.
Unos días después, un cambio radical ha ocurrido en la sala de conferencias. La mesa está cubierta de listados de ordenador, — cuyo terminal se encuentra instalado en una esquina. Y la impresora sigue escupiendo. Las papeleras están repletas, así como los ceniceros. Por el suelo, envoltorios de caramelos, chocolatinas y bocadillos, junto a numerosos vasitos de plástico para el café. Estamos en plena busca de Herbie, algo agotados por el esfuerzo.
Sentado al extremo más alejado de la mesa está Ralph Naka-mura. Él y su equipo de proceso de datos son los ejes de la búsqueda. Ralph no parece muy contento. Recorre con sus huesudos dedos su escaso cabello negro.
— No vamos por el buen camino —dice a Stacey y Bob. Cuando se da cuenta de mi presencia, se dirige a mí.
— ¿Sabes qué acabamos de hacer?
— Habéis dado con Herbie.
— No. Nos hemos pasado dos horas y media calculando la demanda para unas máquinas que ni siquiera existen.
— ¿Cómo ha sido?
Ralph empieza a despotricar, hasta que Bob le interrumpe.
— Espera, espera, déjame explicarlo a mi. Lo que ha sucedido es que hemos dado con algunas rutas que todavía incluían unas viejas máquinas-herramienta como parte del proceso, pero ya no las usamos.
Ralph puntualiza.
— No sólo hemos dejado de usarlas, sino que las hemos vendi do hace un año.
Seguimos adelante. Tratamos de calcular la demanda para cada uno de nuestros recursos, cada máquina de la fábrica. Jonah ha dicho que un cuello de botella es un recurso con capacidad igual o inferior a la demanda de mercado ejercida sobre él. Para saber si tenemos alguno, decidimos que debíamos empezar por saber la demanda total de cada uno de los productos que salen de la fábrica. Y después descubrir cuánto tiempo requiere cada recurso para satisfacer esa demanda. Si el número de horas de producción disponibles para ese recurso, descontando mantenimiento de máquinas, descansos de personal, horas de almuerzo, etc., es igual o inferior a las horas que demanda ese recurso, habremos dado con nuestro Herbie.
Llegar al total de la demanda del mercado es cuestión de reunir datos que, de hecho, tenemos a mano, como los ficheros de pedidos de nuestros clientes y las previsiones sobre nuevas ventas, tanto de productos como de repuestos. Es decir, e¡product mix de la planta incluyendo lo que «vendemos» a otras fábricas de la compañía.
Una vez reunida esta información, estamos en el momento de calcular las horas con que contribuye cada «unidad productiva». Hemos definido como unidad productiva a cada grupo de recursos semejantes. Diez soldadores que hacen lo mismo forman una unidad productiva, o un grupo de máquinas iguales. Los operadores de esas máquinas son otra unidad, y asi sucesivamente. Dividiendo el total de horas necesarias en cada unidad por el número de recursos de dicha unidad, obtenemos el esfiaerzo relativo por recurso, un parámetro con el que podemos realizar comparaciones.
Ayer, por ejemplo, vimos que la demanda sobre las máquinas de inyección es de unas 260 horas al mes. El tiempo de producción disponible para esas máquinas es de unas 280 horas mensuales por recurso. Eso significa que aún tenemos una capacidad de reserva en esas máquinas.
Según nos metemos más en esta búsqueda, vamos descubriendo la poca fiabilidad de alguno de nuestros datos. Listas de materiales que no casan con las rutas, rutas que no tienen al día los tiempos de proceso o con máquinas que no están realmente allí...
— Hemos estado tanto tiempo presionados, que no se han actualizado muchas cosas —opina Stacey.
— Sólo con seguir el ritmo de cambios que impone ingenieria, la movilidad del personal y cosas así, ya tendriamos todo el tiempo ocupado —se queja Bob.
Ralph se siente también impotente.
— Comprobar los datos y actualizarlos nos puede llevar meses.
— O años —murmura Bob.
Me siento y cierro los ojos unos instantes. Cuando los abro, todos me miran.
— Resulta evidente que no tenemos tiempo para hacer eso. Sólo nos quedan diez semanas antes de que Peach haga sonar la sirena. Y en ese tiempo tenemos que conseguir resultados. Sé que estamos en el buen camino, pero parece que, más bien, nos arrastramos por él. Hay que aceptar el hecho de que no vamos a poder tener datos más exactos.
— Ojo —avisa Ralph—. Recuerda un aforismo que utilizamos los informáticos: «Si metes basura, sale basura».
— Un momento —digo—, puede que estemos siendo demasiado metódicos. Una base de datos no es la única forma de buscar soluciones. Debe haber algún método de localizar los cuellos de botella, o por lo menos, los presuntos. Volviendo al modelo de la excursión, resultaba obvio, desde un principio, que Herbie era el más lento. ¿No se os ocurre a nadie algún Herbie en la fábrica?
— Pero si ni siquiera sabemos si tenemos uno —replica Stacey. Sin embargo, Bob parece tener ganas de decimos algo. Al final
lo hace.
— Llevo quince años en esta fábrica y creo tener una idea de por dónde empiezan los problemas. Podriamos hacer una lista de las secciones en las que me figuro existen problemas de capaci dad, con lo que, al menos, concentrariamos la búsqueda.
La propuesta de Bob ha inspirado también a Stacey.
— Me has dado una idea. Tenemos que hablar con los super visores. Ellos nos podrán informar sobre qué piezas son las que
normalmente echan en falta en los momentos de urgencia y dónde se encuentran estancadas.
— ¿Y de qué nos puede servir? —pregunta Ralph.
— Pues que es muy probable que esas piezas pasen por un cuello de botella y que encontremos a nuestro Herbie en el lugar donde están atascadas cuando faltan.
Ambas propuestas me parecen bastante razonables. Yo también tengo algo que decir:
— Recuerdo que, en la excursión, los huecos más importantes se producían delante de los chicos más lentos. Y que, en términos de mi analogía, esos huecos se correspondían con el inventario. Está claro, ¿no? Si damos con un Herbie, es bastante seguro que encontremos un montón de inventario delante de él.
Bob no se deja convencer fácilmente.
— Claro, pero en la fábrica tenemos bastantes montones de inventarios.
— Entonces, a por el más grande.
— Exacto, ésa será otra de las claras señales —indica Stacey.
— ¿Y tú que opinas, Ralph?
— Creo que merece la pena intentarlo. Una vez que hayamos conseguido reducir a unas cuantas las unidades de trabajo que son presuntos cuellos de botella, no tardaremos en poder comprobar estas presunciones con datos.
Bob se siente con ánimos de fastidiar un poco a Ralph.
— Ya hemos visto tu gran labor.
— Escuchad, yo no he podido hacer nada mejor con los datos que tengo —parece realmente avergonzado.
— Está bien, lo importante es que tenemos algo nuevo en lo que trabajar. Vamos a dejar de perder tiempo discutiendo sobre datos y manos a la obra.
Alimentados por la energía de las nuevas ideas, nos ponemos a trabajar. La búsqueda, de hecho, progresa tan rápido que llego a pensar que nos vamos a estrellar.
Bob anda de buen humor.
— Este es. ¿Qué tal, Herbie? Ante nosotros está la NCX-10.
— ¿Estás seguro de que éste es un cuello de botella? —pregunto.
— Tenemos pruebas —y señala un montón de piezas almacenadas ante la máquina esperando su tumo. Un montón de material en curso. Semanas enteras, según los datos recogidos por Ralph y Stacey hace menos de una hora.
— Hablamos con los supervisores. Y nos han contado que siempre tienen problemas con las piezas de esta máquina. Los encargados lo han confirmado y el operario que maneja la máquina ha tenido que comprarse orejeras para poder soportar las quejas que le llegan por todos lados.
— Pero se supone que es una de nuestras máquinas más eficientes.
— Y probablemente lo sea. Es la que produce estas piezas que ves en mayor número y al menor coste.
— ¿Y cómo es que resulta un cuello de botella?
— Es la única de su clase que tenemos.
— Eso ya lo sé. —Me quedo mirándole, inquiriendo más explicaciones.
— Pues mira, instalamos esta máquina hace unos dos años. Hasta entonces, usábamos varias de otro tipo, pero ésta hace, sola, lo que antes hacían tres máquinas distintas.
Bob me explica cómo solían trabajar antes las tres máquinas. La primera tardaba dos minutos en procesar la pieza, la segunda ocho y la tercera cuatro. En total, catorce minutos para terminar la pieza. La NCX-10 puede realizar el mismo trabajo en diez minutos.
— Me estás diciendo que nos ahorramos cuatro minutos por pieza. ¿Y eso significa que producimos más piezas por hora que antes? ¿Cómo es que tenemos ese montón esperando?
— Antes teníamos más máquinas. Dos del primer tipo, cinco del segundo y tres del tercero.
Ahora entiendo.
— Total, que podíamos sacar más piezas antes que ahora, aunque tardásemos más en cada pieza. Entonces, ¿por qué la compramos?
— Bueno, cada una de las antiguas necesitaba un operario. La NCX-10 requiere sólo dos para hacer las preparaciones. Tal y como te digo, es la forma menos costosa de hacer esas piezas.
— Esta máquina fianciona los tres tumos, ¿verdad?
— Ahora hemos vuelto a hacerlo. Tardamos un tiempo en sustituir a Tony, el sujeto que se despidió.
— Ah, sí, ya recuerdo —Peach sí que nos la jugó aquel día, pienso—. Bob, ¿cuánto tiempo se tarda en entrenar a la gente para manejar la NCX-10?
— Cerca de seis meses.
No puedo evitar mostrar mi disgusto con un gesto de la cabeza.
— Ese es parte del problema, Al. Seis meses entrenando a un operario, que a los dos años nos abandona para sacarse unos dólares más en otro sitio. Y nos vemos impotentes de atraer a más gente con estos salarios.
— Entonces, ¿por qué no subís los sueldos de los que trabajan en este equipo?
— Cosas del sindicato. No nos deja que subamos sólo el sueldo de estos operarios, tiene que ser el de todos los de la misma categoria.
Una última mirada a la máquina.
— Bueno, así está la cosa.
Sin embargo, no hemos terminado aún. Caminamos hasta el otro extremo de la nave, donde Bob me hace una nueva presentación.
— Este es Herbie Segundo: la sección de tratamiento térmico. Esta última da mucho mejor imagen de un Herbie industrial.
Está sucia, caliente, fea y negruzca, pero indispensable. El tratamiento en caliente consiste, fundamentalmente, en dos hornos, unas cajas de acero mugrientas y sucias, revestidas interiormente de cerámica. Los quemadores de gas suben la temperatura hasta los 1.500 grados centígrados.
Algunas piezas, tras su paso por tomos, prensas, fresadoras y demás, a temperatura ambiental, tienen que ser sometidas a un periodo, más o menos prolongado, de tratamiento térmico, para poder seguir el proceso. Necesitamos eliminar del metal la fragilidad que ha adquirido durante el trabajo de mecanizado.
El operador del homo coloca las piezas en su interior, a veces media docena, otras por cientos, y las calienta por espacio de varias horas. Después las piezas tienen que pasar por un proceso de enfriamiento hasta la temperatura del aire. Toda la operación nos cuesta un montón de tiempo.
— Y aquí, ¿cuál es el problema? ¿Es que necesitamos un hor no más grande?
— Bueno, sí y no. La mayor parte de las veces el homo trabaja medio vacío.
— ¿Y eso?
— Las urgencias son las responsables del problema —dice Bob—. Nos piden que metamos cinco piezas de una clase o diez de otra, a toda prisa, para poder completar un pedido. Terminamos teniendo un montón esperando el tumo de entrar en el homo, mientras éste trabaja sólo con un puñado. Aquí se funciona como en las tiendas, coges un número y esperas tumo.
— O sea, que no trabajamos por lotes completos.
— Bueno, algunas veces sí. Pero aun así el número de piezas de un lote completo tampoco llena el homo.
— ¿Los lotes son demasiado cortos?
— O muy grandes, con lo que tenemos que hacer una segunda homada para las que no entraron en la primera. Al parecer no terminamos nunca de adaptarlo a nuestras necesidades. Hace un par de años se estuvo pensando en la construcción de un tercer homo para resolver este problema.
— ¿Y qué pasó?
— La división nos rechazó la propuesta. No dieron su autorización a los gastos necesarios por considerarlo poco eficiente. Nos aconsejaron agotar la capacidad de las instalaciones antes de volver sobre el tema. Además, hubo bastante debate sobre el consumo de energía. Afirmaron que un tercer homo duplicaria ese consumo.
— En el caso de llenar el homo en cada ocasión, ¿resultaria su capacidad suficiente para la demanda?
— Pues, no lo sé —Bob se echa a reír—. Nunca se ha intentado anteriormente.
Una vez yo había tenido la feliz idea de organizar la fábrica como llegué a hacerlo con el gmpo de scouts. Creí que seria suficiente con situar el recurso de menor capacidad al principio del proceso de fabricación. Todos los demás recursos presentarian incrementos graduales de capacidad para compensar las variaciones estadísticas en una cadena de dependencias.
Bien, el equipo se ha vuelto a reunir nada más llegar Bob y yo a la oficina. Nos resulta obvio, como pronto hemos tenido que reconocer, dolorosamente, que mi plan para organizar una fábrica perfectamente desequilibrada, con Herbie delante, no va a ser factible.
Stacey lo define así:
— Desde el punto de vista de producción, es inviable. No hay forma de poner un solo Herbie siquiera al frente del sistema. Mucho menos dos. El orden de las operaciones ha de seguir tal y como está. No hay nada que hacer.
— Ya me doy cuenta.
Lou también comparte estas conclusiones.
— Estamos atascados con un conjunto de sucesos dependien
tes.
Sus palabras no contribuyen a levantarme el ánimo. Empiezo a tener la sensación de que me voy desinflando como un neumático pinchado.
— Bien, atended —les digo—. Si no podemos variar el orden de las operaciones, sí que podemos intentar aumentar la capaci dad de alguna de ellas. Podemos hacer que dejen de ser cuellos de botella.
Stacey pregunta qué va a pasar, entonces, con lo de colocar recursos en orden creciente de capacidad en la dirección del flujo.
— Reorganizaremos el sistema..., empezaremos por reducir la capacidad en la cabeza y aumentarla gradualmente, a lo largo del proceso.
— Pero Al, no se trata de mover a unas cuantas personas de una sección a otra. ¿Cómo vamos a aumentar la capacidad sin incrementar el equipamiento? Y en ese punto, ya hay que empezar a hablar de considerables sumas de dinero... Tal vez un segundo homo y varias máquinas más. Compañeros, eso supone unos cuantos millones.
Lou está de acuerdo con Bob.
— El problema es el dinero. Y no podemos ir a Peach a pedir le que nos financie un exceso de capacidad en un momento en que la fábrica no gana dinero, en medio de uno de los peores años de la historia de la compañía. Bien, perdonad, compañeros, pero hemos llegado a un callejón sin salida.