Primer intento de huir
Había fracasado, con Sabrina, en el combate entre mi voluntad de convertirme en un tío duro y esa otra voluntad del cuerpo que me empujaba hacia los hombres, es decir contra mi familia, contra el pueblo entero. Sin embargo, no quería tirar la toalla y seguía repitiéndome esta frase obsesiva: Hoy voy a ser un tío duro. Mi fracaso con Sabrina me impulsaba a incrementar los esfuerzos. Me cuidaba mucho de tener la voz más grave, cada vez más grave. Me impedía a mí mismo mover las manos al hablar, me las metía en los bolsillos para inmovilizarlas. Después de esa noche, que me reveló más que nunca la imposibilidad de alterarme por un cuerpo femenino, me tomé más interés por el fútbol del que había mostrado antes. Lo veía por televisión y me aprendía de memoria el nombre de los jugadores de la selección francesa. También veía catch, igual que mis hermanos y mi padre. Seguía haciendo gala cada vez más de aborrecimiento por los homosexuales para apartar las sospechas.
Debía de estar en cuarto curso, a punto de terminar el primer ciclo de bachillerato en ese centro. Había otro chico, más afeminado aún que yo, cuyo mote era el Tenca. Lo odiaba porque no compartía mi sufrimiento ni intentaba compartir el suyo, porque no intentaba entrar en contacto conmigo. Con ese odio se mezclaba, sin embargo, una sensación de proximidad, de tener por fin cerca de mí a alguien que se me parecía. Lo miraba fascinado y varias veces intenté abordarlo (únicamente cuando estaba solo en la biblioteca, porque no tenían que verme hablando con él). Él seguía distante.
Un día en que estaba metiendo ruido en el pasillo, donde se había agolpado una gran cantidad de alumnos, grité Cierra esa bocaza, maricón. Todos los alumnos se rieron. Todo el mundo lo miró y me miró. Conseguí, en el momento de ese insulto en el pasillo, cargarle la vergüenza a él.
Según iban pasando los meses, después de irse los dos chicos al liceo y desaparecer de mi colegio, y merced a la energía que le echaba a ser un tío duro, iban siendo menos frecuentes los insultos, tanto en el colegio como en mi casa. Pero cuanto más escaseaban, más violentos eran los que persistían y más difíciles de soportar y la melancolía resultante duraba más, días y semanas. Esos insultos, aunque menos frecuentes, siguieron durante mucho tiempo, pese a mi encarnizado empeño en masculinizarme, ya que se basaban no en mi comportamiento en el momento en que me insultaban, sino en una percepción de mi persona que llevaba mucho tiempo afincada en las mentalidades.
Huir era la única posibilidad que se me brindaba, la única a la que me veía reducido.
He querido mostrar aquí que mi huida no fue el resultado de un proyecto presente en mí de toda la vida, como si fuera un animal enamorado de la libertad, como si hubiera querido escapar desde siempre, sino, antes bien, que la huida fue la última solución concebible tras una serie de derrotas ante mí mismo. Que la huida la viví de entrada como un fracaso, como una resignación. A esa edad, vencer habría supuesto ser como los demás. Lo había intentado todo.
No sabía cómo proceder. Tuve que aprender. Se dice que la huida la dificultan la nostalgia o las personas, factores que nos atan, pero no se habla del desconocimiento de las técnicas para huir. Al principio fui torpe y ridículo.
Mis padres estaban preparando una parrillada en el jardín poco después de mi ruptura con Laura. Me fui a mi habitación con el proyecto de marcharme. Mi padre acababa de llamarme la atención porque me negaba a cuidar de la lumbre de la barbacoa por temor a quemarme. La verdad es que eres una tía. En mi habitación, junté unas cuantas cosas y las metí en una mochila. Había tomado la decisión de irme para siempre. Y no volver.
Llegó mi hermanito. Era pequeño: cinco años, menos quizá. Me preguntó qué estaba haciendo y le contesté que me iba para siempre, con la esperanza de que fuera, como solía hacer, a chivarse a mis padres. No se movió; se quedó donde estaba, quieto. Lo volví a intentar, lo repetí en otro tono de voz, para intentar que entendiera que lo que estaba haciendo era algo prohibido. Me marcho, me marcho para siempre. No lo entendía. Otro intento. Seguía sin reaccionar. Acabé por proponerle algo que sabía que iba a ser decisivo. Le propuse un premio, unas golosinas (decía chuches) a cambio de que se chivase. Salió de la habitación. Oí alejarse sus pasos y, enseguida, cómo llamaba Papá, papá. Me fui corriendo y dando un portazo para que mi padre lo oyera y se diera cuenta de que mi hermanito estaba diciendo la verdad.
Iba corriendo por las calles del pueblo, llevando la mochila, siempre a una velocidad prudencial para que mi padre pudiera seguirme, notando su presencia detrás de mí, a unas cuantas decenas de metros. Gritó mi nombre y luego se calló para no organizar un escándalo que, al día siguiente, podría haber proporcionado tema de conversación a las mujeres delante de la escuela, dar que hablar. Busqué refugio detrás de un matorral; mi padre pasó por delante de mí sin verme. No me vio. Yo estaba aterrado de pronto al pensar que podría perder el rastro, dejarme donde estaba. ¿Iba a tener que pasar la noche a la intemperie? ¿Con aquel frío? ¿Y qué iba a comer? ¿Qué iba a ser de mí? Tosí muy alto para que me oyese.
Se dio la vuelta y me vio. Me agarró por los pelos Está visto que eres un mierda, so ceporro, ¿por qué estás haciendo esto, soplapollas? Me zarandeaba tan fuerte por las mangas de la camiseta que me la rasgó.
Más adelante, mi madre contaba esta historia riéndose Me cago en la puta, ese día no dijiste ni pío, y tu padre te dio una buena somanta.
Me volvió a llevar a casa agarrándome del brazo y apretándomelo muy fuerte. Me mandó a mi cuarto, donde lloré y seguía llorando cuando entró pocas horas después. Se sentó en la cama de abajo. Olía a alcohol (mi madre al día siguiente: Y con eso de tu huida se le subió a la cabeza más deprisa que de costumbre, tu padre se quedó muy preocupado). Él también lloró No tienes que hacer cosas así, nosotros te queremos ¿sabes?, no tienes que intentar escaparte.