Último intento amoroso: Sabrina
Luego Laura rompió por carta. Ya no podía soportar compartir la vergüenza y seguramente la hacía sufrir la distancia que ponía yo entre nosotros a mi pesar, incluso aunque no pudiera explicarla del todo. Pocas semanas después conoció a otro chico. Un chico de la ciudad donde vivía su madre, a quien iba a ver varias veces al año, durante las vacaciones del colegio. Me contó las veladas con ese nuevo amante, las películas que veían juntos antes de repetir ellos algunas secuencias, los días desenfrenados en que lo hacían cinco o seis veces seguidas, porque se veían en pocas ocasiones, las hazañas guerreras del tal Kevin, que le había partido la nariz a otro chico El tío fue y me silbó; me dijo que estaba buena; entonces Kevin fue a verlo y le dijo No le hables así a mi tía, no tienes por qué faltarle al respeto. El tío fue y le contestó y entonces Kevin le partió la cabeza delante de montones de personas que estaban mirando por la ventana.
Sin pretenderlo me estaba haciendo saber —o quizá de forma más intencionada de lo que yo creía— lo que yo nunca había sido capaz de hacer por ella ni con ella. Nunca nos habíamos acostado juntos, nunca me había peleado por ella. Yo era la persona a quien le caían los golpes, no quien los daba.
Mi hermana mayor tomó la decisión de presentarme a una de sus amigas. Me decía Estás en la edad en que hay que tener una amiguita y yo tenía efectivamente la edad en que la mayoría de los chicos del pueblo salían con las chicas del pueblo e incluso, muchas veces, se afincaban en una relación de pareja que iba a durar toda la vida y no tardaría en contar con el refuerzo del nacimiento de un hijo, o de más, con lo que se verían obligados a dejar de estudiar. Así que conocí a la tal Sabrina en una cena que organizó mi hermana. Con sus flamantes dieciocho años, Sabrina me llevaba cinco y tenía, por lo tanto, un cuerpo mucho más desarrollado que las chicas a las que trataba yo en el colegio. Además, insistía mi hermana, así te lo vas a pasar bien. Yo le contestaba que me gustaban las chicas mayores que yo y especificaba con buen tipo y, mientras le daba esa respuesta, tenía la seguridad de que me estaba encaminando hacia una situación imposible en que me vería obligado, cuando estuviera frente a Sabrina, a cumplir con esa imagen que les estaba presentando a mi hermana y los demás.
La cena de marras se había montado especialmente con la finalidad de organizar el encuentro. La madre de Sabrina —Jasmine— asistió. Jasmine era una mujer que aborrecía a su marido y esperaba su muerte con impaciencia manifiesta No sé cuándo se va a morir éste, pero me cago en la leche lo que está tardando. Iba todas las semanas a una vidente que le aseguraba que lo mataría en breve una enfermedad fulminante. La traté a lo largo de dos años y, en esos dos años, todas las semanas anunciaba con tono solemne Hala, ya está, mi marido ya está en las últimas, no le queda mucho, para el mes que viene la habrá espichado ya. Llamaba por teléfono a mi hermana para decirle Prepárate para ponerte de luto la semana que viene, vengo de casa de la vidente y le quedan setenta y dos horas de vida. La mayoría de las conversaciones, cuando cenaba con nosotros, giraban en torno a la muerte cercana e irremediable de su marido y, en particular, acerca del reparto de su raquítica herencia.
Mi hermana mayor le había hablado de mí a Jasmine con las mismas frases que decía mi padre de mí cuando yo no estaba delante. Le había dicho que haría estudios muy importantes y que sería rico. Jasmine, que quería dejar bien colocada a su hija, le dio el visto bueno enseguida al asunto.
Se celebró la ceremonia de las presentaciones. Me enfrentaba a mi hermana, a Jasmine, a Sabrina y a una de sus amigas, que tenían los ojos clavados en mí, y a mi angustia al imaginar —las ideas absurdas que surgen en momentos así— que Sabrina podía echárseme en los brazos de un momento a otro para intentar besarme. La exaltación palpable que se desprendía de esas cuatro mujeres era proporcional a mi apuro, un apuro que intentaba disimular fingiendo seguridad. Le sonreía a Sabrina y llamaba la atención de todas las formas posibles, hablando de todos los temas que dominaba más o menos, entre ellos la Primera Guerra Mundial, que acababa de estudiar en el colegio, cosa que no desagradaba a Jasmine, que le comentaba mis palabras a mi hermana Está bien tu hermano pequeño, me gusta, es diferente.
Mi hermana, dispuesta a lo que fuera para que intimase con su amiga, me propuso, mientras bebíamos algo de aperitivo, que fuera a dar un paseíto con Sabrina. Me lanzó una mirada de complicidad, como si lo que se estaba desarrollando exactamente como debía fuera un plan que hubiéramos urdido los dos. Contesté con una mirada de la misma categoría y una sonrisa en la comisura de los labios.
Fuimos al parque municipal y anduvimos. Tenía la garganta tan seca y tan oprimida que me dolía. Se me desbocaba el corazón al pensar en la decepción de mi hermana cuando Sabrina le dijera que no había sido capaz de lanzarme, de portarme como un muchacho de verdad, de conquistarla, que me había quedado quieto e inerte, pasivo igual que —una expresión de mi hermana que yo repetía continuamente— un cojón en un pantano de alquitrán.
Antes de que pudiera decir lo que fuera, Sabrina tomó la palabra para animarme a que le expusiera las razones que me habían movido a querer conocerla. No lo había querido, era una mentira de mi hermana. Disimulé mi asombro cuando me hizo la pregunta, conseguí decirle trivialidades, que me parecía guapa, que era mi tipo; un coraje cuyo motivo era la seguridad de que este cruce de palabras se lo contaría Sabrina en sus mínimos detalles a las demás chicas, que así podrían considerarme un tío duro. Me besó. Tenía que agacharse un poco para que nuestros labios pudieran encontrarse. Estuvieron unidos un tiempo excesivo, yo notaba que me asfixiaba, que me tambaleaba. Mientras nos besábamos, el esfuerzo para no salir huyendo, para no soltar un grito de asco se me hacía cada vez más penoso. No dejar que se me notasen los deseos de acabar cuanto antes, porque Sabrina habría podido contárselo a mi hermana.
Volvimos cogidos de la mano para convertir en oficial nuestra relación incipiente ante las demás invitadas. Mi hermana nos saludó, encantada de la vida ¿Qué tal, tortolitos?, y las demás aplaudieron. Me pareció una vulgaridad. Costumbres, formas de comportarse en las que me había educado y que, sin embargo, me parecían ya fuera de lugar, como también me lo parecían las costumbres de mi familia: andar en cueros por casa, eructar en la mesa, no lavarse las manos antes de comer. El hecho de que me gustasen los chicos cambiaba toda mi sintonía con el mundo y me movía a identificarme con valores que no eran los de mi familia.
Era como si todos esos aplausos volvieran más prietas las cadenas que nos unían a Sabrina y a mí nada más empezar aquella relación.
Había quedado decidido (no sé ya muy bien quién había tomado esa decisión) que teníamos que vernos todos los fines de semana en casa de mi hermana, quien, el sábado por la noche, nos llevaba a la discoteca. Allí yo ponía mucho empeño en llevar siempre a Sabrina, mi nueva conquista, cogida de la cintura. Quería que los demás vieran, y ver también yo, porque me contemplaba a mí mismo y era con mucho el espectador más asiduo de mi hazaña, no sólo cuánto me gustaban las mujeres, sino también qué capacidad tenía para conquistar a chicas mucho mayores que yo.
Jasmine llevaba a Sabrina a casa de mi hermana antes de la hora de ir a la discoteca. Vivían en un pueblo próximo. Al llegar, Jasmine empezaba siempre por elogiarme por todo lo alto. Afirmaba que yo era alguien aparte, inteligente, que animaría a su hija para que estudiara y ganase mucho dinero. Sabrina quería ser comadrona. Se diferenciaba de las otras chicas del pueblo, que en la mayoría de los casos querían ser peluqueras, secretarias médicas, dependientas y las más ambiciosas, maestras, o si no amas de casa.
Ese deseo de Sabrina de estudiar medicina causaba tanta hilaridad como desprecio.
La Sabrina que se lo tiene muy creído, que se hace la señora y quiere ser más que las otras. Según pasaba el tiempo iba bajando en sus ambiciones, igual que mi hermana, y quería ser cirujana, médico de cabecera, enfermera, practicante y, por fin, cuidadora a domicilio (administrar las medicinas y lavarles el culo a los viejos, el oficio de mi madre).