Retrato de mi madre por las mañanas
Está mi madre. No veía lo que me pasaba en el colegio. A veces me preguntaba con tono aséptico y distante cómo me había ido el día. No era frecuente, no entraba en sus costumbres. Era madre casi a su pesar, una de esas madres que han sido madres excesivamente pronto. Se quedó embarazada a los diecisiete años. Sus padres le dijeron que no era un comportamiento ni muy prudente ni muy adulto Ya podrías haber tenido cuidado. Tuvo que dejar a medias la formación profesional de cocina y dejar los estudios sin ningún título Tuve que dejar de estudiar, y eso que tenía dotes, era muy inteligente y podría haber hecho estudios muy avanzados, sacarme el título de formación profesional y hacer luego más cosas.
Todo sucede como si en este pueblo las mujeres se quedasen preñadas para llegar a mujeres y, si no, no lo son de verdad. Las consideran unas lesbianas, unas frígidas.
Las otras mujeres lo comentan a la salida de la escuela. Ésa sigue sin tener hijos a su edad, será porque no es normal. Debe de ser tortillera. O frígida o malfollada.
Más adelante caí en la cuenta de que, fuera de aquí, una mujer hecha y derecha es una mujer que piensa en sí misma y en su carrera, que no se queda preñada demasiado pronto, demasiado joven. Tiene incluso derecho a ser lesbiana en la adolescencia, no por mucho tiempo, sino unas semanas, unos cuantos días, para divertirse, sencillamente.
Mi hermana, incisiva, de carácter muy duro (por tener que ser, como mi madre, una mujer de carácter para sobrevivir en un mundo masculino), se quejaba de que mi madre no hubiera ejercido ese papel de madre y le reprochaba que nunca hubieran hecho nada las dos juntas, que nunca hubieran compartido nada, ir de compras y todas esas cosas que deberían hacer juntas todas las madres y las hijas. Y mi madre, que cuando pasaba vergüenza se enfadaba, se negaba a mantener esa conversación Deja de incordiarme o se quedaba callada ante los comentarios de su hija antes de decirme, aparte, que no entendía por qué mi hermana era tan mala con ella, que le habría gustado ir con su hija de shopping, como ella decía, pero que —y tu hermana ya lo ve, vivimos bajo el mismo techo, digo yo, y no tiene un pelo de tonta— se lo impedía el cansancio, todo lo que tenía que hacer en casa, cuidar al hermanito y a la hermanita, hacer la comida y limpiar y, de todas formas, de nada le habría valido pasarse los días de tiendas, porque no habría podido comprar nada.
Mi madre fumaba mucho por las mañanas. Yo tenía asma y me daban unos ataques terribles a veces, que me ponían en un estado más próximo a la muerte que a la vida. Algunos días no podía dormirme sin que me diera la impresión de que no me iba a volver a despertar, necesitaba poner en marcha esfuerzos colosales e indescriptibles para llenarme los pulmones de un poco de oxígeno. Mi madre, cuando le decía que con los cigarrillos tenía más dificultades aún para respirar, ponía el grito en el cielo Quieren que dejemos de fumar, pero todas las mierdas y todo el humo que sale de la fábrica y que nos tragamos no puede decirse que sea mejor, así que el fumeque no es lo peor, y con dejarlo no van a cambiar las cosas. Se pasaba la vida enfadándose e irritándose.
Era una mujer que se enfadaba con mucha frecuencia. En cuanto se le presentaba una oportunidad protestaba, estaba todo el día quejándose de los políticos; de las reformas que recortan las ayudas sociales; del poder, que aborrece en lo más hondo. Sin embargo, ese poder que aborrece, clama por él cuando de lo que se trata es de meter en cintura a alguien: meter en cintura a los árabes, el alcohol, la droga, los comportamientos sexuales que le parecen escandalosos. Suele decir En este país habría que poner un poco de orden.
Años después, leyendo la biografía de María Antonieta de Stefan Zweig, me acordé de los vecinos del pueblo de mi infancia y, sobre todo, de mi madre cuando Zweig habla de esas mujeres rabiosas, que se morían de hambre y de miseria, y en 1789 van a Versalles para protestar; al ver al monarca exclaman espontáneamente: ¡Viva el rey!: sus cuerpos, divididos entre la sumisión más absoluta al poder y la rebelión permanente, tomaron la palabra en su lugar.
Es una mujer airada, pero sin embargo no sabe qué hacer con esa ira que nunca la abandona. Rezonga a solas delante de la televisión o con las otras madres a la salida de la escuela.
La escena cotidiana que hay que imaginarse: una plaza pequeña (recién asfaltada), un monumento a los muertos de la Primera Guerra Mundial igual que el de muchos otros pueblos, con el pedestal cubierto de musgo o de hiedra. La iglesia, el ayuntamiento y la escuela que están alrededor la plaza. La plaza, casi siempre desierta. Allí se encuentran las mujeres a eso de las doce de la mañana para recoger a los niños que salen de clase. No trabajan. Algunas trabajan, pero casi siempre cuidan a los niños Yo cuido a los niños, y los hombres trabajan, curran en la fábrica o en otro sitio, la mayoría de las veces en la fábrica que daba trabajo a muchos vecinos, la fábrica de latón donde había trabajado mi padre y que marcaba la pauta de la vida de todo el pueblo.
Mi madre ponía la televisión todas las mañanas. Todas las mañanas eran iguales. Cuando me despertaba, la primera imagen que se me venía a la cabeza era la de los dos chicos. Sus caras se me dibujaban en el pensamiento y, de forma inexorable, cuanto más me concentraba en esas caras, más se me escabullían los detalles: la nariz, la boca, la mirada. De ellos sólo me quedaba el miedo.
Yo no era capaz de concentrarme y mi madre no podía concebir —quiero decir que de verdad no estaba en condiciones de hacerlo— que fuera posible prescindir de la televisión. La televisión había formado toda la vida parte de su paisaje. Teníamos cuatro en una casa pequeña, una por dormitorio y otra en la única habitación común, y a nadie se le ocurría siquiera pensar si a alguien le gustaba o no. La televisión, como la lengua y los hábitos en el vestir, le había venido impuesta. No comprábamos los televisores, mi padre los cogía de la basura y los arreglaba. Más adelante, cuando iba al liceo y vivía solo en la ciudad, mi madre, al darse cuenta de que no tenía televisión, pensó que estaba loco; había efectivamente en su tono de voz esa angustia y ese aturullamiento que se les nota a quienes se topan de pronto con la locura Pero entonces ¿qué haces en todo el santo día si no tienes televisión?
Me insistía para que viese la televisión igual que mis hermanos. Mira los dibujos animados, te sentará bien, te relaja antes de ir al colegio. No sé por qué te hace ese efecto el colegio, no sirve de nada. Tranquilízate.
A mi madre acabaron por preocuparla mis sofocos de estrés matutino y llamó al médico.
Quedó decidido que tomase unas gotas varias veces al día para tranquilizarme (mi padre lo tomaba a guasa Como en los manicomios). Mi madre contestaba, cuando alguien le preguntaba algo, que yo siempre había sido nervioso. E incluso hiperactivo si a mano venía. Era por culpa del colegio, no entendía por qué le daba yo tanta importancia. Me decía que a fuerza de angustiarme tanto y de rebullir en la silla, le entraba la angustia a ella y entonces fumaba aún más en la salita mientras yo intentaba concentrarme en los dibujos animados. Tosía cada vez más, Como esto siga así, acabaré por estirar la pata. Te digo que huele ya a caja de pino.
A veces me entraban temblores, escalofríos que me corrían desde la parte baja de la espalda hasta la nuca, imperceptibles para mi madre aunque a mí me daba la impresión de que me sacudían convulsiones que no podía reprimir. Creía que iba a poder amaestrar el tiempo. Llevaba a cabo todos los gestos de por la mañana (ir al retrete, preparar una taza de chocolate —con agua cuando no había leche—, lavarme los dientes —no siempre—, lavarme y no ducharme, mi madre me llamaba la atención. Me repetía No puede uno lavarse a diario ni ducharse, no tenemos bastante agua caliente. Sólo tenemos un termo pequeño y una familia de siete son muchas personas para una birria de termo. Y no empieces a abrir la bocaza, a querer decirme algo, a contestarme. A una madre no se le contesta, se hace lo que dice. Y punto. No me vengas con que basta con volver a enchufar el termo cuando te hayas bañado, que ya te veo abrir la boca para decirlo y hacerte el listillo. Que te conozco. Sabes perfectamente lo que cuestan el agua y la luz, no estamos en condiciones de gastar dinero a lo tonto; y luego esa broma que mi madre no puede por menos de hacer siempre: Yo tengo que pagar las facturas, no tengo un amante en la compañía de electricidad. Los días en que tocaba bañarse, mi madre no nos dejaba quitar el tapón de la bañera cuando salíamos, para que los cinco hijos de la familia pudieran lavarse uno detrás de otro sin gastar más agua ni más luz. Al último —y yo hacía cuanto estaba en mi mano para no ser el último— le tocaba un agua marrón y mugrienta).
Hacía todos esos gestos cotidianos lo más despacio posible. Retrasar artificialmente el momento de llegar al patio del centro escolar y, luego, al pasillo. La esperanza, renovada todas las mañanas, sin creer en ello en realidad, de perder el autobús que nos llevaba al colegio. Me mentía a mí mismo.
Varias veces al mes, mi madre me dejaba no ir a clase para que la sustituyera en las tareas del hogar Mañana no vas al colegio y me ayudas a limpiar la casa, porque estoy harta de pasarme el tiempo frotando y de hacerlo todo yo. Estoy harta de ser una esclava en este cuchitril. Me dejaba no ir al colegio si ayudaba a mi padre a cortar leña para el invierno y a meterla en un cobertizo que habían ideado mi tío y él para ese cometido específico —los inviernos del norte, largos y difíciles, que requieren varias semanas de preparación porque las casas están mal aisladas y se calientan con leña—, o si cuidaba a mis hermanitos Rudy y Vanessa, mientras ella pasaba la velada en casa de la vecina. La vecina y ella volvían borrachas, gastándose bromas lesbianas. Te voy a comer el coño, so guarra. Faltar a clase era un premio.
Otra vecina, Anaïs, que quería demostrarme que le caía bien, venía a buscarme para ir juntos a la parada del autobús. Yo no sabía cómo decirle que aborrecía esa amabilidad. Me obligaba a apretar el paso aunque yo habría querido andar lo más despacio posible e ir dando rodeos. Como era chica, Anaïs estaba en mejores condiciones para concederme su amistad. A las chicas se les perdona más que hablen con los maricas. En aquella época, mis pocos amigos eran, de hecho, amigas, Amélie o Anaïs, coincidía con ellas en la parada del autobús o en los campos que había alrededor del pueblo, para pasar unas cuantas horas jugando. Mi madre, a quien incomodaban esas amistades (los niños deberían tener amigos para jugar al fútbol, y no amigas), intentaba tranquilizarse y tranquilizar a quienes teníamos alrededor. Sin embargo, yo, más que incertidumbre, lo que notaba era una especie de malestar cuando hablaba del tema. Les decía a las demás mujeres, como para descartar, para eliminar lo que solía decir en privado el resto del tiempo Eddy es un auténtico donjuán, lo verás siempre con chicas y nunca con chicos. Todas lo buscan. Éste seguro que no va a ser marica. Anaïs, en cualquier caso, era una chica un tanto peculiar, a quien le importaba un bledo lo que dijeran los demás. Había aprendido a que le importase un bledo a fuerza de oír lo que decían de su madre las mujeres en la plaza A tu madre se la follan todos, engaña a tu padre, todo el mundo la ha visto acostarse con los trabajadores de las obras del ayuntamiento. Es una puta.
Anaïs y yo pasábamos delante de la fábrica, delante de los obreros que fumaban un cigarrillo antes de empezar la jornada o durante el descanso si habían empezado a trabajar a media noche.
Fumaban continuamente, entre esa niebla tan característica del norte o bajo la lluvia. Los que no habían empezado aún de verdad la jornada tenían ya las caras —las jetas—, tenían ya las jetas chupadas y arrasadas de cansancio y eso que aún no se habían puesto a trabajar. Sin embargo, reían los chistes de mujeres o de árabes, que son los que más les gustan. Yo los miraba, me ponía en su lugar, impaciente por dejar el colegio lo antes posible, contando varias veces por semana, varias veces al día, la cantidad de años que me separaban de mi decimosexto cumpleaños, ese en que por fin podría no recorrer el camino del colegio, pensando en que estaría ahí, en la fábrica, ganaría dinero y ya no iría más al colegio. No volvería a ver a los dos chicos. Mi madre no podía disimular la irritación cuando le comunicaba mi deseo de dejar los estudios a los dieciséis años Te advierto que al colegio no vas a dejar de ir, porque si dejas de ir, me van a quitar las ayudas familiares y eso sí que no me lo puedo permitir.
En aquellos días, lo acuciante de la vida cotidiana (la falta de dinero) era el motor de sus reacciones más espontáneas, pero también manifestaba regularmente el deseo de que yo estudiase, de que llegase a más que ella, pidiéndomelo casi por favor No quiero que te pases la vida currando como un desgraciado igual que yo, que me equivoqué de medio a medio y lo lamento y me quedé preñada a los diecisiete años. Y luego he currado como una desgraciada y ahí me quedé y no he hecho nada en la vida. Ni viajar ni nada. Me he pasado la vida fregando en casa y limpiando la mierda de mis niños o la mierda de los viejos a los que cuido. He metido mucho la pata. Creía que había cometido errores, que se había cerrado el camino, sin pretenderlo de verdad, a un destino mejor, a una vida más fácil y más cómoda, lejos de la fábrica y de las preocupaciones continuas (o más bien de la angustia permanente) por no administrar bien el presupuesto familiar; un único paso en falso podía significar que no se pudiera comer a fin de mes. No se percataba de que, por el contrario, su trayectoria, lo que ella llamaba sus errores, encajaba en un conjunto de mecanismos completamente lógicos, casi dispuestos de antemano, implacables. No se daba cuenta de que su familia, sus padres, sus hermanos y hermanas, e incluso sus hijos, y casi todos los vecinos del pueblo, habían tenido los mismos problemas, que lo que ella llamaba errores no eran, en realidad, sino la más acabada expresión del desarrollo normal de las cosas.