El cobertizo

Ocurrió poco después de los golpes de los dos chicos. Unos meses después como mucho.

Todo empezó uno de esos días que pasábamos en el cobertizo donde guardaban la leña los vecinos. Esa tarde Bruno nos propuso que entrásemos en su casa: sus padres no estaban. Propuso que fuéramos a su cuarto a ver una película, e insistía Tengo algo que enseñaros, una pasada. Como teníamos cinco o seis años menos que él siempre cedíamos a sus deseos y él se hacía llamar el jefe de la pandilla.

Nos hizo sentarnos en su cama, un colchón que había sido blanco o de color crudo y con la suciedad se había vuelto marrón y naranja; torbellinos de polvo cuando nos sentamos en él, olor a cerrado y a alacena húmeda. Se fue unos segundos. Cuando volvió llevaba en la mano una cinta de vídeo, una película porno Una película de chochos que le he robado a mi padre, no se ha enterado, porque si se enterase seguro que me mataba. Nos propuso que los amigos la viéramos juntos. A los otros dos, mi primo Stéphane y Fabien, el otro vecino de Bruno, les pareció bien. Pero yo no quería. Dije que no podía ser, que eso no podíamos hacerlo. Añadí que me parecía sospechoso e incluso bastante retorcido que unos chicos viesen juntos una película porno. Mi primo propuso, poniendo cara de estarse divirtiendo mucho, con la jovialidad precisa en la voz para decir, si nos lo tomábamos mal, que era sólo una broma, que nunca se le habría ocurrido algo así en serio, pero también con el tono de seriedad y autoridad preciso para que pudiéramos darnos cuenta de que en realidad sí estaba proponiendo algo, propuso que nos masturbásemos juntos mientras veíamos la película. Hubo un breve silencio. Todos nos mirábamos para captar en los ojos de los otros cómo había que reaccionar. No arriesgarse a contestar algo que pudiera convertirse en un factor de aislamiento y de burlas.

No sé ya quién fue el primero en arriesgarse a aceptar la propuesta de mi primo, lo cual trajo consigo la aprobación general. Yo no podía aceptarlo Pero a mí no me apetece veros la polla, no soy un marica asqueroso.

Me mantenía apartado de todo lo que tuviera que ver de cerca o de lejos con la homosexualidad. Una noche estábamos en el campo de fútbol municipal —en realidad por entonces, y antes de las obras que vinieron luego, era más bien algo así como una amplia extensión de hierba verde de la que salían, como si brotasen de las profundidades de la tierra, unos postes de acero oxidados que hacían las veces de porterías—, en ese campo de fútbol donde entrábamos de tapadillo por las noches trepando por las tapias. Íbamos allí a tomarnos las cervezas que llevábamos desde la parada del autobús. Esa noche, mi primo Stéphane, que había bebido, se puso a decir insensateces sobre sí mismo y su fuerza física Yo soy un animal, tíos, soy un animal, quien me ponga la mano encima está muerto. Se había ido quitando la ropa, prenda a prenda, con la intención, precisamente, de exhibir esa potencia de su cuerpo a la que se refería, hasta quedarse completamente en cueros. Era algo que hacían con regularidad los hombres del pueblo cuando estaban borrachos, como lo hacía mi tío paralítico antes del accidente, o Arnaud y Jean que, todos los años, durante las fiestas municipales, acababan desnudos, de pie delante de las filas de mesas montadas para que los vecinos pudieran comulgar alrededor de las raciones de patatas fritas y las parrilladas. Las parrilladas las preparaba el padre de Fabien, Merguez, a quien apodaban así porque era el que se encargaba de la barbacoa en las fiestas municipales y los mercadillos de segunda mano. También Fabien tenía ese mote, Merguez: los apodos eran hereditarios.

Los demás se reían. Ése tiene una buena mierda, está completamente pedo, menuda curda lleva. Mi primo corría de una punta a otra del campo de fútbol exhibiendo el sexo, cuyo tamaño imponente me intimidaba. Entonces, los demás chicos, muertos de risa, empezaron a imitarlo y a quitarse la ropa. Corrían, se tocaban el sexo y también se lo tocaban a los demás. Esos sexos que, con el movimiento del cuerpo, iban lanzados de un muslo a otro, golpeando una pierna, luego la otra y luego el bajo vientre. Se restregaban unos con otros, desnudos, para fingir el acto sexual. A los chicos les hacen mucha gracia esas cosas.

Uno me preguntó por qué no me sumaba a ellos. Contesté lo bastante alto para que me oyesen todos que yo no me dedicaba a ejercicios de esa clase, dije otra vez, como con lo de la película que había traído Bruno, que me parecía para echar la pota y que cuando los veía ahí a todos con el cuerpo al aire me decía que la verdad era que se estaban portando como unos verdaderos maricas. Era cierto que esos pedazos de carne me daban mareos. Usaba las palabras marica, loca y sarasa para alejarlas de mí. Decírselas a los demás para que dejasen de invadir mi espacio.

Me quedé sentado en la hierba y condené su forma de comportarse. Para ellos jugar a los homosexuales era una forma de mostrar que no lo eran. No había que ser marica para poder jugar a serlo lo que duraba una velada sin arriesgarse a los insultos.

Mi opinión contaba bastante poco. Las decisiones, como en todo lo demás, pertenecían al ámbito masculino, del que estaba excluido yo. Las deliberaciones estaban en manos de Bruno y de los otros. No sé si me condenaban conscientemente al silencio o si ese mecanismo funcionaba sin que se diesen cuenta. No me habían hecho caso y habían metido la cinta en el vídeo. Cuando aparecieron las primeras imágenes bromearon, luego esa animación fue cambiando progresivamente de categoría. Las respiraciones eran más jadeantes. Cuerpos húmedos de sudor, ojos clavados en la pantalla, ansiedad perceptible en los labios algo trémulos, trémulos sobre todo en las comisuras. Se sacaron el sexo y se acariciaron. Todavía estoy oyendo los gemidos, auténticos gemidos de placer. Todavía veo los sexos húmedos.

Dije que me tenía que ir y que no quería presenciar ese juego, muy turbado. No dije que estaba turbado, intenté disimularlo, adoptar una expresión serena. Según volvía a mi casa iba llorando, desgarrado entre el deseo que habían hecho nacer en mí esos chicos y el asco que me inspiraba a mí mismo, asco de mi cuerpo deseoso.

Volví al día siguiente, a pasar el rato con ellos. Tardó en salir lo de la película.

Nos reunimos en el cobertizo como los demás días para fabricar armas de madera tallando leños. Ese día, mi primo interrumpió el ruido de los martillos y las sierras diciendo Joder, sí que estaba bien la película esa (me palpita el corazón tan fuerte al oír esas palabras que me da la impresión de que cada palpitación me va a resultar fatal, que el corazón no podrá aguantar mucho más esas sacudidas); añadió Qué lástima que no podamos hacer lo mismo que los actores de la película. Esperó unos cuantos segundos y luego volvió a la tarea (el leño), y luego De todas formas no hay chicas bastantes para hacer eso y las chicas de aquí son demasiado estrechas (martillazo, palpitación, martillazo, palpitación; las dos cosas se conciertan para formar una sinfonía infernal).

Cuando, a continuación, preguntó aquello, se le había ocurrido espontáneamente. Mi madre habría dicho Se le ocurrió como a quien le entran ganas de mear. Mi primo preguntó ¿Podríamos hacer lo de la película, las mismas cosas? Las reacciones fueron menos tímidas de lo que habría podido esperarse en unos niños que aborrecían, según sus propias palabras, y ya a los diez años, a los maricones y eso que habían debido de cruzarse con pocos, o incluso con ninguno. Sería la leche de divertido, menudo despelote. Bruno preguntó que dónde podríamos jugar a ese juego, hacerlo, antes de proponer que nos quedásemos en el cobertizo. El hecho de que no se les borrase la sonrisa de la cara demostraba su seguridad de poder convertir en cualquier momento aquel frágil proyecto en un bromazo. Hablaban en voz baja, como si las palabras fueran explosivos con los que había que andar con muchísimo cuidado y que habrían podido, si hubieran subido el tono de voz, destruirlos en el acto. Mi primo se tranquilizaba a sí mismo y nos tranquilizaba a nosotros: era sólo un juego al que íbamos a jugar y por una tarde nada más Podríamos hacerlo exactamente igual, para divertirnos. Me sugirió que fuese a robarle unas joyas a mi hermana mayor Eddy, tú podrías hacerlo, estaría aún mejor porque quedaría más propio, tú podrías ir a robarle unas sortijas a tu hermana y así el que se pusiera la sortija haría de mujer, sería al que se lo follan, sólo de cachondeo, si no, sin las sortijas, nos íbamos a liar, quedará más de verdad. Con las sortijas sabremos quiénes somos.

Obedecí. Ya no era capaz de negarme. No conseguía ya hacer como que era reacio o que me daba asco. El cuerpo no me dejaba ya más elección que la de hacer todo lo que se disponían a pedirme. Fui corriendo a mi habitación para llevarme las sortijas que mi hermana escondía en un joyerito morado. Cuando volví todavía estaban en el cobertizo; dije Las he traído. A verlas me ordenó Bruno. Me dio una a mí y otra a Fabien. Vosotros dos seréis las mujeres y Stéphane y yo, los hombres. No parecían ansiosos. Más bien dispuestos a jugar a un juego infrecuente, arriesgado, pero sólo un juego de niños, igual que los días en que Bruno se entretenía torturando a las gallinas de su madre. Me acuerdo de cómo las ahorcaba con hilo de pescar, las gallinas espantadas soltaban chillidos indecibles, inimitables; me acuerdo de gallinas achicharradas vivas o incluso de una gallina que hizo las veces de balón en cierto partido de fútbol. Yo me daba cuenta de que los que me arrastraban hacia esa situación eran mi persona por entero y mi deseo por entero, reprimido de toda la vida. La excitación me abrasaba.

Me tumbé boca abajo, con la cara pegada a la tierra, o más bien al serrín que formaba una alfombra gruesa en el cobertizo y se me metía en la boca porque al respirar la aspiraba. Mi primo me bajó los pantalones y me dio una de las sortijas que había llevado yo Ah, toma, ponte la sortija, que, si no, no vale de nada.

Sentí su sexo caliente pegado a mis nalgas y, luego dentro de mí. Me daba indicaciones Abre, Levanta un poco el culo. Yo obedecía todas sus exigencias con la impresión de estar cumpliendo con lo que era y de, por fin, llegar a serlo. Con cada impulso de las caderas con que me golpeaba se me ponía algo más duro el miembro y, como cuando vieron la película la primera vez, a las risas de los primeros impulsos de cadera no tardaron en sustituirlas la imitación de los suspiros de los actores porno, las expresiones que me parecían en ese momento las frases más hermosas que nunca me hubiera sido dado oír Toma mi polla, La notas bien. Mientras mi primo poseía mi cuerpo, Bruno hacía otro tanto con Fabien a pocos centímetros de nosotros. Me llegaba el olor de los cuerpos desnudos y habría querido convertir ese olor en algo palpable, poder comérmelo para convertirlo en algo más real. Habría querido que fuera un veneno que me emborrachase y me hiciera desaparecer, llevándome como recuerdo postrero el del olor de esos cuerpos, que llevaban ya la marca de su clase social, que dejaban ya que se transparentase, bajo una piel fina y lechosa de niño, una musculatura de adultos en ciernes, así de desarrollada a fuerza de ayudar a los padres a cortar y almacenar leña, a fuerza de actividad física, de los partidos de fútbol interminables y repetidos todos los días. El sexo de Bruno, mayor que nosotros, que tenía por entonces alrededor de quince años mientras que nosotros sólo teníamos nueve o diez, era mucho mayor que el nuestro y salpicado de vello negro. Tenía ya un cuerpo de hombre. Al mirar cómo penetraba a Fabien me entró la envidia. Soñaba con matar a Fabien y a mi primo Stéphane para tener el cuerpo de Bruno para mí solo, sus brazos robustos, sus piernas de músculos abultados. Incluso soñaba muerto a Bruno para que no pudiera escapárseme nunca, para que su cuerpo me perteneciera para siempre.

Fue el principio de una prolongada serie de tardes en que nos reunimos para remedar las escenas de la película y, a no mucho tardar, las escenas de otras películas que íbamos viendo. Había que andar con ojo para que no nos pillasen nuestras madres, que salían al patio varias veces al día para arrancar las malas hierbas del jardín, coger unas hortalizas o ir a buscar leños al cobertizo. Cuando llegaba una de ellas, siempre nos apañábamos para que nos diera tiempo a volver a vestirnos y hacer como que estábamos jugando a otra cosa.

El frenesí se iba apoderando de nosotros. No pasaba ya día sin que me reuniese con Bruno, con mi primo Stéphane o con Fabien, no ya sólo en el cobertizo, sino en todos los sitios en que fuera posible, para jugar, como decíamos, al hombre y a la mujer, detrás de los árboles, al fondo del patio, en el desván de Bruno, por la calle. Dejaba de lavarme las manos cuando las tenía impregnadas del olor de sus sexos, me pasaba horas olfateándolas, como un animal. Olían a lo que yo era.

En aquella temporada, la idea de que en realidad era una chica en un cuerpo de chico, como siempre me habían dicho, me parecía cada vez más real. Me había ido convirtiendo progresivamente en un invertido. La confusión reinaba en mí. Quedar con los chicos a diario en el cobertizo para desnudarlos, penetrarlos o dejar que me penetrasen me inclinaba a decirme que había una equivocación; sabía que existían equivocaciones de ésas. Oía por todas partes, y siempre lo había oído, que a las chicas les gustaban los chicos. Si me gustaban, sólo podía ser una chica. Soñaba con que me cambiase el cuerpo, con comprobar un día que, por sorpresa, me había desaparecido el pene. Me lo imaginaba marchitándose por la noche para ceder el sitio, por la mañana, a un sexo de chica. No pasaba ya ninguna estrella fugaz sin que yo formulase el deseo de dejar de ser un chico. No había ya página de mi diario en que no aludiera a mi voluntad secreta de convertirme en una chica; y también temor, siempre presente, de que mi madre encontrase el diario.

Un día todo se acabó.

Fue mi madre. No sabía que iba a contribuir indirectamente a que se multiplicasen en el colegio los insultos y los golpes. Estaba en el cobertizo con los otros tres. Stéphane estaba tendido sobre mi cuerpo, que la sortija que llevaba en el índice marcaba con el sello de la feminidad. Bruno estaba penetrando a Fabien. No la habíamos visto, llegaba con un recipiente de cristal en la mano, lleno de grano para dar de comer a las gallinas. Cuando me la encontré allí, delante de nosotros —demasiado tarde para presenciar la ruptura, ese segundo en que tuvo que pasar del estado de la mujer que da de comer a las gallinas, gesto maquinal y cotidiano, al de la madre que ve que a su hijo de apenas diez años lo está sodomizando su propio primo, ella, mi madre, que compartía las opiniones de mi padre acerca de la homosexualidad, aunque no lo mencionase con tanta frecuencia—, cuando la vi estaba ya petrificada, le era imposible emitir el mínimo sonido o hacer el mínimo gesto. Tenía la vista clavada en mí, como es lógico imaginar en una situación así, trivial en última instancia, la situación de la persona que descubre cuando menos se lo espera una escena tan inconcebible que no se siente capaz de reaccionar, con la boca abierta a medias y los ojos saliéndosele de las órbitas.

Ni ella ni yo pudimos hacer nada por unos segundos. Luego, soltó la fuente de cristal, que se rompió al chocar con la pila de leños. No la miró, no bajó la vista hacia el recipiente roto como solemos hacer cuando rompemos algo. No apartaba la mirada de la mía, esa mirada que no sé ya qué expresaba. Quizá el asco, o el desconcierto, ya no lo sé. Me tenían demasiado cegado mi propia vergüenza y la idea que se me ocurrió de que podría contárselo todo a los demás, a mi padre, a sus amigos, a las mujeres del pueblo, a las que ya estaba oyendo yo Si siempre lo hemos dicho que era un poco raro el chico de los Bellegueule, que no era como los otros, esos gestos que hacía al hablar y todo lo demás, si ya lo sabíamos que era marica.

Mi madre se fue sin decir ni una palabra. Me volví a vestir corriendo. Quería volver a mi casa a toda prisa, una acción a la desesperada para convencerla de que no les dijera nada a los demás. Para suplicárselo si fuera menester.

Era demasiado tarde.

Cuando abrí la puerta, allí estaba mi madre. Tenía clavada en la cara la misma expresión que cinco minutos antes, como si se le hubiera quedado paralizada para el resto de su vida, como si el choque la hubiera desfigurado para siempre. A su lado estaba mi padre, y una expresión igual le moldeaba los rasgos. Lo sabía todo. Se me acercó despacio, y luego la bofetada, muy fuerte; la otra mano, con la que me agarra la camiseta con tanta fuerza que se rompe; la segunda bofetada; la tercera. Y otra y otra más, siempre sin decir palabra. De pronto No lo hagas más. No vuelvas a hacerlo nunca más en la vida o esto acabará muy mal.