Convertirse
Recuerdo menos el olor de los campos de colza que el olor a quemado que se extendía por todas las calles del pueblo cuando los agricultores dejaban que el estiércol se secase despacio al sol. Tosía mucho, por el asma. Se me ponía un depósito en el fondo de la garganta y en el paladar, como si el estiércol se evaporase para luego volver a formárseme en la boca, cubriéndola con una fina película gris.
Recuerdo no tanto la leche, tibia aún por estar recién salida de la ubre de la vaca y que mi madre iba a buscar a la granja que había enfrente de casa, cuanto las noches en que no había nada de comer y mi madre decía la siguiente frase Esta noche se come leche, neologismo de la miseria.
No creo que a los demás —mis hermanos y hermanas, mis colegas— los hiciera padecer tanto como a mí la vida en el pueblo. Yo, que no conseguía ser uno de ellos, de ese mundo tenía que rechazarlo todo. El humo era irrespirable por los golpes; el hambre era insoportable por el odio de mi padre.
Había que salir huyendo.
Pero de entrada a uno no se le ocurre espontáneamente huir porque no sabe que existen otros sitios. No sabe que la huida es una posibilidad. Al principio intenta ser como los demás, y yo intenté ser como todo el mundo.
Cuando cumplí doce años, los dos chicos se marcharon del colegio. El pelirrojo alto empezó la formación profesional de pintor y el bajito encorvado dejó de estudiar. Había esperado hasta cumplir los dieciséis años para dejar de ir a clase sin que sus padres corrieran el riesgo de quedarse sin las ayudas familiares. Su desaparición me proporcionaba la oportunidad de empezar de cero. Los insultos y las burlas seguían, pero la vida en el colegio no tenía ni punto de comparación desde que ya no estaban ellos (una obsesión nueva: no ir al liceo que me correspondía para no encontrarme con ellos allí).
No tenía que seguir portándome como me portaba y como siempre me había portado hasta entonces. Tenía que vigilar los ademanes cuando hablaba, aprender a tener una voz más grave, dedicarme a actividades exclusivamente masculinas. Jugar al fútbol con mayor frecuencia, dejar de ver los programas de televisión que veía, dejar de oír los discos que oía. Todas las mañanas, mientras me arreglaba en el cuarto de baño, me repetía continuamente esta frase, tantas veces que acababa por no querer decir nada, por no ser ya sino una sucesión de sílabas, de sonidos. Me paraba y volvía a empezar Hoy voy a ser un tío duro. Me acuerdo porque me repetía exactamente esa frase, igual que se repite una oración, con estas palabras y precisamente con estas palabras Hoy voy a ser un tío duro (y lloro al escribir estas líneas; lloro porque me parece una frase ridícula y repugnante, esa frase que me acompañó varios años y estuvo como quien dice, me parece que no exagero, en el centro de mi existencia).
Todos los días eran una desgarradura; no es tan fácil cambiar. Yo no era el tío duro que quería ser. Había caído en la cuenta, sin embargo, de que la mentira era la única posibilidad de advenimiento de una verdad nueva. Convertirse en otro quería decir tomarme por otro, creer que era lo que no era para, progresivamente, paso a paso, convertirme en él (las llamadas al orden que vendrán más adelante ¿Quién se cree que es?).