Después del cobertizo

Estuve varias semanas sin oír hablar del asunto del cobertizo. Tenía la esperanza de que se esfumara. Sin embargo su omnipresencia me aplastaba: todas las miradas que me dirigían mis padres eran una advertencia; todas sus entonaciones, todos sus gestos me avisaban de que había que guardar silencio. Intimación a callarse. No volver a citar ese asunto, nunca; volver a hablar de él habría sido una forma de que se repitiera.

Así que cuando volvió a aparecer, nunca se había ido. Pero yo no me esperaba que surgiera otra vez. Pensaba que esa vergüenza que compartía con mis padres y mis colegas era demasiado potente, que a todos les impediría hablar y que me protegería. Estaba equivocado.

Los dos chicos vinieron al pasillo a encontrarse conmigo. No lo hacían todas las mañanas. Había días en que no venían: faltaban a clase muchas veces, como yo y como los demás; cualquier pretexto es bueno para no ir al colegio. Otras veces me ocurría que, aterrado y, sobre todo, harto de ese juego interminable, como si todo aquello no hubiera sido sino un juego, no quería ya implicarme en aquello. No ir al pasillo, no volver a esperarlos allí, dejar de ir a recibir golpes, de la misma forma que esas personas que un día lo dejan todo, la familia, los amigos, el trabajo, que eligen no seguir creyendo en el sentido de la vida que llevan. No seguir creyendo en una existencia que sólo se apoya en el hecho de creer en esa existencia. Entonces me iba a la biblioteca, con, pese a todo, el temor de verlos aparecer y la preocupación por las represalias del día siguiente.

Parecían especialmente nerviosos. Había aprendido a leerles la cara. Los conocía mejor que nadie después de haber estado con ellos todos los días en ese mismo pasillo durante dos años. Podía identificar los días en que estaban cansados y los días en que no lo estaban tanto. Juro que algunas veces, cuando uno de los dos parecía disgustado, me compadecía de él hasta cierto punto, me preocupaba. Me pasaba el día haciéndome preguntas para intentar adivinar las causas de aquel estado de ánimo. Cuando me escupían a la cara, habría estado en condiciones de decir qué habían comido. Ya los conocía bien.

Sonreían y querían saber si era cierto ese nuevo rumor que andaba circulando. Eso de lo que todo el mundo hablaba, que se había convertido en el tema de conversación más presente entre los niños del pueblo. Querían saber —y apenas si podían creérselo, de tan inesperada como les resultaba aquella información, de tanto como habían deseado siempre algo así— si mi propio primo, sí, mi propio primo, me había hecho lo que decía que me había hecho. Ha sido tu primo el que se ha chivado, el que se lo ha contado a todo el mundo. Había contado que una tarde, en el cobertizo, cuando se había apartado para mear, yo me había acercado a él y le había rozado el sexo con la yema de los dedos. En ese relato que me estaban contando los dos chicos me había bajado yo también los pantalones para refregarme contra él antes de arrodillarme para meterme su sexo en la boca. Había contado que, por fin, me dio por el culo y que a mí me gustó y había gritado como una tía y que me había llevado una sortija para hacer de chica.

El pelirrojo alto me apretaba el cuello para obligarme a contestar enseguida. Sus dedos fríos en la nuca, mi sonrisa, el miedo, la espera de la confesión. Ésas son gilipolleces que cuenta mi primo, está un poco loco, la prueba es que en el colegio va a la clase de los anormales. Yo no soy un cagueta. No resultaba convincente. De todas formas, habría sido imposible calmarlos, aunque la historia hubiera sido mentira. Lo que había contado mi primo encajaba demasiado bien con la imagen que tenían de mí. Irritación Deja ya de mentir maricón que sabemos que es verdad.

No me escupió a la cara. Esa mañana me escupió en la manga de la chaqueta, un lapo verdoso, tan espeso que parecía rígido. El bajito encorvado me hizo lo mismo en la misma manga (una chaqueta de chándal fina, azul con rayas negras, que llevaba en invierno; había perdido el abrigo y mis padres no habían podido comprarme otro Apáñatelas; te está bien empleado por perder tus cosas). Se reían. Yo miraba los lapos solidificados en la chaqueta, pensando que habían sido muy considerados al escupirme ahí y no en la cara. Y luego el pelirrojo alto me dijo Cómete los lapos maricón. Sonreí, una vez más, como siempre. No porque pensase que me estaban gastando una broma, sino porque tenía la esperanza de que si sonreía la situación daría un vuelco que se convertiría en una broma nada más. Repitió Cómete los lapos, maricón, date prisa. Me negué; era algo que no solía hacer, casi nunca lo había hecho, pero no quería comerme los lapos, habría vomitado. Dije que no quería. Uno me cogió el brazo; y el otro, la cabeza. Me aplastaron la cara contra los lapos y exigieron Lame, maricón, lame. Saqué la lengua despacio y lamí los escupitajos cuyo olor me colonizaba la boca. Con cada lengüetazo me daban ánimos con voz suave, paternal (las manos me sujetaban fuertemente la cabeza). Muy bien, sigue, adelante, vas bien. Seguí lamiendo la chaqueta mientras me lo ordenaron, hasta que desaparecieron los lapos. Se fueron.

A partir de ese día, los primeros minutos después de despertarme se volvieron cada vez más irreales. Cuando me despertaba me sentía como si estuviera borracho. Se había difundido el rumor y las miradas, en el colegio, se volvían cada vez más insistentes. Iban a más los marica por los pasillos, las notitas que me encontraba en la cartera Muérete mariquita. En el pueblo, donde hasta entonces los adultos me habían dejado más o menos en paz, aparecieron por primera vez los insultos.

Una tarde de verano, a última hora, estaba jugando al fútbol con unos cuantos chicos en la carretera: camisetas empapadas de sudor y esa tensión que reinaba durante aquellos partidos improvisados para los que marcábamos los límites de un campo imaginario con mochilas y jerséis que colocábamos directamente en el suelo. Estaba con Stéphane y unos cuantos más.

Mi torpeza irritaba a Fabien, a Kevin, a Steven, a Jordan, los colegas, que perdían los nervios a la mínima. Nos tienes hasta los huevos, perdemos por tu culpa, no vales para nada. La próxima vez no te cogemos en el equipo. No era el único a quien le decían esas cosas. La irritación y las groserías formaban parte del fútbol.

Esa tarde, sin embargo, pocas semanas después de que Stéphane hubiera hecho correr esa historia al tiempo que se inventaba una parte importante de ella, las cosas ocurrieron de forma diferente. Uno de ellos me dijo —frases que le gustaría a uno poder olvidar y, más aún, olvidar el gesto del olvido para hacer que desaparezcan para siempre— que más me valdría entrenarme para jugar al fútbol que follar con mi primo Más te valdría entrenar al fútbol que dejar que Stéphane te dé por culo. Incluso mi primo se reía, cosa que yo no conseguía explicarme. ¿Por qué había contado Stéphane aquella historia? ¿Por qué no había temido la vergüenza y las burlas? ¿Por qué aquella tarde, cuando estábamos jugando juntos al fútbol, pero también las demás tardes, en que volvían los insultos, por qué a él no lo odiaban ni lo insultaban?

Éramos dos, cuatro en realidad contando a Bruno y a Fabien. Pero nunca se mencionó su participación en las citas del cobertizo. Yo no podía decir nada por temor a las consecuencias, y sabía que esa delación habría sido inútil, que ellos habrían quedado a salvo, igual que Stéphane. Lo lógico habría sido que también lo llamasen marica a él. El crimen no es hacerlo, sino serlo. Y sobre todo que se note.