III
El ardiente beso arrastró a Bill Heydon a una nube de acuciante placer. La lengua de su misteriosa nueva amante le dejó en la boca una saliva que se fundió como humo de opio. Aspiró su aroma y se dejó ir en la cálida y lujuriosa oscuridad del dormitorio. Al volver a la cama, atormentado por la macabra alucinación de Lissa sonriente y sin pechos, se había encontrado con una extraña figura.
El susto inicial casi detuvo su ya deteriorado corazón. La desconocida se inclinó sobre el lecho, le quitó con dulzura la camiseta y acarició su tórax con las manos. La sensación lo cautivó.
Cuando sus ojos volvieron a adaptarse a la oscuridad, vio de quién se trataba.
La señora Conner, el ama de llaves.
Su desnudez demostraba lo que él ya había sospechado, que era una mujer vigorosa y atractiva, con un busto firme y poderoso que no se había hundido con la edad.
Todo resto de raciocinio lo abandonó, pues si hubiera sido capaz de dedicarle el menor pensamiento lógico, habría comprendido lo peligroso que resultaba aquello. La máquina bien engrasada de sus sentidos de abogado le habrían recordado que la señora Conner era una empleada sin contrato, una mujer de las colinas que carecía de educación formal. Al tribunal no le iba a importar que se hubiera colado en la cama de Bill por voluntad propia. A la mañana siguiente podría acusarlo de violación y demandarlo por varios millones. Y ningún jurado rural se pondría jamás del lado de un abogado de la gran ciudad en un caso de violación o de explotación sexual, en especial cuando la demandante era de los suyos.
No pensó en ponerle fin en ese mismo instante, sino que yació sobre el colchón y sus ojos devoraron aquella belleza natural expuesta, con ese deseo sureño en la mirada y esa pasión lasciva de mujer trabajadora.
Bill la dejó hacer.
También él tenía necesidades, necesidades que había ignorado durante demasiado tiempo.
Ella no dijo ni una palabra, la cálida sonrisa de su rostro ya era lo bastante expresiva. Lo besó con fervor; sus labios compartían su respiración y le sorbían la lengua. Él pasó los brazos alrededor de su espalda desnuda y la apretó contra su pecho. Gimió en su boca.
La cálida mano de la mujer se deslizó hacia abajo y fue entonces cuando cualquier posible resistencia por parte de Bill se fue por el retrete. El ímpetu de la señora Conner era evidente, lo podía notar en su respiración y verlo en el brillo de sus ojos.
Entonces ella se incorporó, pasó una pierna por encima de su cadera y montó sobre él a horcajadas.