II
Cassie cargó con la pala mientras descendían la ladera de la colina sin más luz que la de luna. Aquella era, sin duda, la misión más extraña que nunca le hubieran encomendado.
«Me dirijo a exhumar los huesos de un psicópata…»
Pero claro, no tenía ni idea de dónde habían enterrado a Blackwell tras su ejecución. Y solo conocía una persona a la que preguntárselo.
—¿A qué distancia está ese lugar? —preguntó Via—. Si hay más de tres kilómetros, Susurro y yo tendremos que detenernos. La energía del paso de los muertos no llega tan lejos.
—Sí, está a unos tres kilómetros, pero si atajamos por la siguiente colina el trayecto será mucho más corto. —Las conducía al pueblo, solo quedaba confiar en que el bar siguiera abierto.
El cerro resultó escarpado y densamente arbolado. Cassie apenas podía ver por dónde pisaba. Pero al fin lograron abrirse paso hasta la base y se encontraron en la calle Mayor, en pleno centro de Ryan’s Córner.
—¿Qué clase de pozo de mierda es este? —preguntó Via.
—Un pozo de mierda lleno de paletos. Pero estamos de suerte.
Señaló al otro lado de la calle, donde había una destartalada taberna cuyo letrero de neón decía: «THE CROSSROADS. ¡BILLARES! ¡DARDOS! ¡CERVEZA!».
—He estado en letrinas con mejor aspecto. ¿Para qué nos vamos a meter en ese antro?
—Ahí está el chico al que conozco —explicó Cassie—. Esa camioneta de ahí parece la suya, y me dijo que solía pasarse por el bar. Y lo sabe todo acerca del asunto Blackwell, fue él quien me contó la historia.
Via se encogió de hombros.
—De acuerdo, comprobémoslo.
Cassie no se sorprendió cuando los escasos tarugos que había en el bar, todos con pinta de vaquero, se quedaron mirándola. El local era alargado y oscuro, y en la máquina de discos sonaba nasal una deprimente canción de las Judds.
—Toda una meca intelectual —proclamó Via.
Cassie empezó a reírse, pero se contuvo. Hubo de recordarse que nadie más podía ver ni oír a Via o a Susurro.
—¡Guau guau! —exclamó un pueblerino desde la barra—. ¡Mira lo que tenemos aquí!
—¡Una ge-nui-na hippie de la ciudad! —gritó otro.
—No hay hippie desde los setenta, Tex —dijo Cassie—. Por cierto, bonito peto. ¿Es que haces todas tus compras en el K-Mart?
El tipo no pilló el chiste.
—Pues… sí.
Cassie se sintió desnudada por sus miradas, pero no les hizo caso. Fue directa a la barra e interpeló a un camarero que tenía el pecho como un barril y llevaba una gorra de Red Man.
—¿Conoces a un tipo llamado Roy?
—¿Roy el manco? Claro —dijo el camarero—. Está ahí detrás, jugando al billar. —Su mirada se derramó por el escaso atuendo negro de Cassie—. Pero… ¿quién demonios eres tú?
—El hada madrina —respondió ella. Miró a su alrededor—. Tienes un local bien majo.
El camarero pareció desconcertado.
—Vaya, gracias…
Cassie siguió atrayendo las miradas mientras chancleteaba hacia la parte posterior del bar. Una fila de mujeres subidas a los taburetes de la barra le hicieron muecas. Era obvio que se trataba de las novias de diversos parroquianos, y no tenían precisamente aspecto de pertenecer a la alta sociedad. Todas llevaban tejanos cortos, botas de vaquero y top desgastados, y a todas se les veían raíces negras en el pelo, teñido de rubio platino. «¿Dónde es el rodeo, chicas?»
Cassie alcanzó a ver a Roy, que se inclinaba con torpeza sobre la bien iluminada mesa de billar. Otro tipo con peto soltó una risita mientras entizaba su taco.
—Si fallas este golpe —dijo—, pierdes otra vé la partida. M’has dejao la bola ocho mu abierta.
—Lo sé, Chester —respondió Roy. Cogió el taco con su única mano y lo pasó por el borde interior del tapete para tratar de realizar un complicado tiro pegado a la banda.
—¿Ese es tu amigo? —preguntó Via—. ¿El tipo de un solo brazo?
Cassie asintió.
Chester se reía como un bobo.
—¿Sabes, Roy? Deberías probá con algo que se te diera mejor. Como el tiro con arco.
Todo el bar se rio.
»Una pena, ya ves tú. Primero te jode el Sadán ese, y ahora te jodo yo.
—No te vi en Kuwait, Chester.
—No, claro que no me viste. Y tampoco viste cómo me arrancaba el brazo un puñao de moracos. Mierda, Roy, no vas a logra ese tiro, así que ¿qué te paece si me pagas mis cincuenta pavos ya mismito?
—De eso nada. Lo voy a conseguir.
—Mierda, Roy. Cincuenta má a que no. Eso si tienes pelotas para cubrir mi apuesta. Pero m’han dicho que Sadán también te las voló.
—No, vamos solo a la partida, como al empezar —dijo Roy, no demasiado confiado en sus posibilidades.
Chester volvió a soltar su risita.
—Mieerda. Si ganas, podrías salí po’ la puerta con el dinero sufisiente para comprate uno de esos brazos de plástico, ¿sabes? Entonces no tendríamos que seguir viéndote má ese flacucho muñón. Aunque claro, si no ties huevos para hacer la apuesta, no me sorprendería…
—De acuerdo, acepto —cedió Roy.
—Mira esto —dijo Via, y chupó un poco más de sangre de la mano de Cassie.
Roy hizo su lanzamiento y la bola blanca partió…
—¡Mierda…!
… pero cuando golpeó la siete, Via la desvió al agujero con su dedo sin que nadie lo viera.
El bar lo celebró con un rugido.
Roy arqueó la ceja, incrédulo.
—Qué jodía suerte —rumió Chester.
—Afloja la pasta —respondió Roy, pero entonces vio que Cassie le hacía gestos—. Ah, hola, Cassie —dijo, y se acercó.
—Buen tiro —saludó Cassie.
Roy se agachó y susurró:
—Tiene razón, ha sido un golpe de suerte. Deja que te invite a una cerveza… Ah, es verdad, no bebes. ¿Y qué tal una Coca-Cola?
—Claro, Roy. Gracias.
—¿Y qué te trae por este antro de mala muerte?
—He venido a verte —dijo—. Quería preguntarte algo…
—¡Eh, Roy! —los interrumpió Chester—. ¿Quién es esa muchachita de precioso culito con la que te sientas? ¿Tu hermana?
—No le hagas ni caso —dijo Roy—. Es el mayor capullo del pueblo.
Cassie lo creyó. Chester siguió provocándolo:
—¡Eh, Roy! ¿Cuántas mujeres consigues con ese muñón? Apuesto a que lo meneas cuando tas follando, ¿a que sí?
—Cierra la boca, Chester.
—Vaya, mieeerda, Roy, ¿sabes qué? No te vi’a dar tu dinero. Me paece que me tendrás que patear el trasero para conseguirlo. ¿Ties pelotas, manquito?
Cassie sintió lástima.
—No te pelees con él. No merece la pena.
—No soy ningún cobarde, pero…
—No le des más vueltas.
—¡Eh, Roy! —insistió Chester, y en esta ocasión dio un empellón al taburete donde se sentaba este—. ¿Po’ qué no te vas ya pa casa y te llevas tu muñón? Yo le daré a esa pequeña atonta de pelo amariyo la clase de amor que de verdá nesesita.
—Hasta aquí hemos llegado —dijo Roy mientras se ponía de pie.
«Oh, mierda», pensó Cassie.
Los dos hombres empezaron a pelear, aunque Roy se encontraba en clara desventaja. Por cada golpe que lograba acertar con su único puño, se llevaba otros dos más fuertes. La multitud del bar se congregó a su alrededor, silbando y riendo.
A Roy le estaban dando una paliza.
—Mira esto —repitió Via, y fue esta vez Susurro la que lamió algo de sangre de la mano de Cassie.
Roy ya tenía el rostro ensangrentado. Lanzó un débil puñetazo, pero Susurro golpeó a Chester en el ojo al mismo tiempo.
—¡Auuu! ¡Cabrón!
Entonces Roy encajó otro golpe a Chester y, simultáneamente, Susurro le soltó una patada en el plexo solar que lo tiró de costado.
—Joder —murmuró Roy.
—¡Mardito manco hijoputa! —rugió Chester. Se puso en pie y se abalanzó sobre él.
Ahora Susurro se había subido encima de la mesa de billar y sonreía. El puño de Roy salió disparado, impactó, y Susurro lanzó la suela de su bota directa contra el rostro de Chester, tan fuerte como pudo. Chester chocó contra una mesa y cayó.
—Es una chiquilla muy violenta, ¿verdad? —dijo Via, sonriendo siniestramente.
La multitud estaba entusiasmada.
—Qué mierda, tío —balbució Chester cuando logró ponerse en pie. Tenía los dos ojos morados y la nariz rota. Cuando logró salir tambaleándose del bar, Susurro le dio una última patada invisible por detrás de la rodilla y lo dejó tendido boca abajo sobre la gravilla del aparcamiento.
—¡Ya era hora de que alguien le diera a Chester su merecido! —gritó alguien. Varias de las chicas sonreían ya a Roy.
—Joder —dijo este cuando regresó a su taburete—. Supongo que no controlo mi propia fuerza.
Via y Susurro se reían como hienas.
—No creo que ese tipo vaya a molestarte más —comentó Cassie. Cuando el local recobró la tranquilidad, prosiguió—. Quería pedirte algo. ¿Recuerdas el otro día, cuando me hablaste de Fenton Blackwell?
—Claro —dijo Roy—. Y no mentía cuando te aseguré que había visto su fantasma en tu casa.
—Te creo.
—¿De… de veras?
—Claro, y tengo que pedirte un favor.
Roy se encogió de hombros y bebió un trago de cerveza.
—Lo que quieras.
Cassie le susurró al oído su petición.
Roy se echó hacia atrás y la miró con ojos incrédulos.
—¿Que quieres que te ayude a QUÉ?