IV
—¿Volviste a emborracharte anoche? —masculló con fiereza la señora Conner a su hijo, que iba bastante desarreglado. De haber estado en su casa no estaría susurrando, sino gritando. Pero no se atrevía a alzar la voz en ese momento, no mientras estuvieran en Blackwell Hall. No se podía permitir que el señor Heydon oyera una disputa familiar. «No puedo consentir que ese hombre maravilloso piense que no somos más que unos paletos del culo del mundo», se dijo.
Así que prefirió enfrentarse fuera a Jervis cuando lo vio llegar una hora tarde para empezar a cortar el césped. Tenía muy mal aspecto, con un chichón en la cabeza, un corte en la cara y oscuras ojeras bajo los párpados. Parecía agotado.
—No te’stoy mintiendo, ma —suplicó—. Anoche no bebí, te lo juro. —Se frotó la parte posterior del cráneo—. Debo d’haberme caído de la cama y me habré dao un golpe en la cabeza. Y, rediela, he tenido unos sueños de verdá raros.
«Sueños raros», pensó la señora Conner. También ella había tenido alguno, aunque más que extraños eran salvajes. Se sonrojó un poco al recordarlo entonces. «He soñado que hacía guarradas con el señor Heydon».
Para ella fue una maravillosa experiencia onírica.
—Ponte al día con tus tareas y estírate, muchacho —le ordenó—. Contamos con muy buenos trabajos en esta casa y no voy a dejar que lo arruines todo llegando tarde y con pinta de haberte quedado dormido dentro de una hormigonera. ¡Así que ponte manos a la obra! Y trata de evitar que te vea el señor Heydon. Sinceramente, chico, pareces un auténtico pueblerino.
Jervis tiró de la cuerda con lentitud, puso en marcha la segadora y con la misma parsimonia empezó a cortar el césped del jardín delantero.
La señora Conner regresó con discreción a la casa, proceso en el que su formidable busto botó arriba y abajo. Retomó tan rápido como pudo la labor de limpiar las ventanas en arco de la fachada, sacudiendo la escobilla y entrecerrando los ojos para protegerlos del sol de la mañana. Aunque se esforzaba por parecer normal, tuvo que reconocer que se sentía un tanto descolocada. «Esos sí que han sido sueños», pensó. Traviesamente eróticos, excitantemente sucios. Su deseo por el señor Heydon se manifestaba por sí solo, y hacer el amor con él en su subconsciente había sido realista hasta un extremo terrible.
De hecho, no le importaría tener más sueños como ese.
Pero lo que más la preocupaba eran los recuerdos. Pesadillas aparte, había algo innegablemente extraño en la noche pasada. No podía acordarse de nada desde las once de la noche hasta las cuatro de la mañana, cuando se despertó en la cama de su caravana, desnuda. La señora Conner nunca dormía desnuda. Y sus ropas estaban tiradas por el suelo como si las hubieran arrojado allí. Ese no era en absoluto su estilo.
«No soy tan vieja como para estar volviéndome senil», pensó.
Se puso de puntillas sobre el taburete para alcanzar uno de los paneles de arriba.
—Buenos días.
La señora Conner casi se cayó de la banqueta. Bill Heydon estaba detrás, mirándola. No supo precisar por qué, pero tuvo la extraña sensación de que quizá llevara ahí un rato espiándola. La idea la halagó, pero sabía que solo era su imaginación.
—Días, señor Heydon. Una mañana estupenda, ¿verdad?
—Y tanto que sí. Es un buen día para estar vivo.
Ella se tranquilizó y bajó la mirada. Era apuesto, aunque algo gordo. Pero a la señora Conner le gustaban los hombres con carne en los huesos. «Aunque no fuera rico, caviló, le saltaría encima sin dudarlo». Y entonces se reprendió: «Dios, ¿qué me hace pensar cosas así?»
—¿Cómo se encuentra hoy, señor Heydon?
Bill Heydon arqueó la espalda como si se sintiera dolorido y después se frotó los ojos. Parecía muy agotado.
—Para serle sincero, me noto bastante apaleado. No he dormido muy bien. —Frunció el ceño para sí, como si recordara algo disparatado—. Anoche tuve sueños rarísimos.
La señora Conner soltó una risita ahogada. «No solo usted». Pero no pudo creerse lo que dijo a continuación:
—A veces, explicar en voz alta lo que se ha soñado ayuda a comprenderse uno mejor. ¿Con qué soñó?
¿Se rio él entre dientes?
—No, si…, er…, no importa, señora Conner.
Ella se sonrojó de nuevo al pensar en sus propios sueños, así que trató de cambiar de tema.
—¿Cómo se encuentra la señorita Cassie? Estos últimos días parecía algo pachucha.
—Sigue en la cama, acabo de verla. Creo que simplemente le ha dado mucho el sol. Se encontrará bien en muy poco tiempo.
—Dios lo quiera, señor Heydon. Es una chica muy agradable, y tanto que sí. —Frotó los cristales mientras buscaba desesperada algo que añadir. No quería que se marchara—. Ah, solo para que usted lo sepa, Jervis está fuera segando la hierba y yo terminaré con las ventanas en una hora o así. Después creo que me pondré a fregar los suelos de algunas de las habitaciones de arriba. Es decir, si a usted le parece bien.
Bill miró nervioso su reloj.
—No se moleste, no me preocupan esas viejas habitaciones. —Se detuvo y la miró—. Verá, me preguntaba…
—¿Sí, señor Heydon?
—Estaba pensando en acercarme con el coche a Pulaski. ¿Le gustaría acompañarme? Podríamos comer en algún sitio.
La señora Conner estuvo una vez más a punto de caerse del taburete.
—Vaya…, pues…, claro que sí, señor Heydon. Será estupendo…
—Olvídese de las ventanas, salgamos ya mismo.
La señora Conner apenas podía articular palabra.
—Yo…, er…, estaré lista cuando usted quiera, señor Heydon.
—Vuelvo enseguida, déjeme ir a por las llaves. Ah, y llámeme Bill.