LA PUÑALADA DE MUERTE

Muchas veces se había tratado de asesinar a Sandes, pero el mismo Chacho había sido el primero en disuadir a los que tal empeño tenían.

—Sandes tiene siete vidas como los gatos —repetía con frecuencia—, y el que vaya a asesinarle no sólo no logrará su propósito, sino que morirá a sus manos. El diablo le ha prestado su cuero a ese hombre, y no hay arma que le venga bien.

Estas palabras habían desanimado a muchos que tenían aquel empeño, reconociendo toda la razón que asistía al Chacho, después de aquella última e inútil tentativa. Sin embargo, si algunos renunciaban a este propósito, otros se contentaban con aplazarlo hasta hallar la oportunidad conveniente.

Ya Sandes conocía a los montoneros en el pelo de la ropa, desconfiaba de todo el mundo, y era muy difícil acercarse a él sin exponerse a ser conocido y a sufrir las consecuencias de su propósito sin haber logrado siquiera ponerlo en práctica.

El proceder violento y cruel muchas veces del coronel Sandes había hecho nacer deseos de venganza que sólo la muerte podía borrar. Los deudos de tanto infeliz muerto entre las estacas y las lanzas, los parientes de tanta mujer robada al hogar y sumida en la mayor vergüenza, eran otras tantas voces de muerte que se levantaban contra Sandes y que sólo la muerte podría acallar. Y había hombres que habían quedado solos y en el mayor desamparo, que no hacían sino seguir los pasos del ejército, espiando el momento de poder saciar su venganza.

El coronel Sandes, por su parte, que sabía aquellos deseos de muerte que se tenía contra él y escamado con la última tentativa, tomaba sus precauciones de manera a poder burlar cualquiera de estas tentativas.

Fiado siempre en su valor asombroso, Sandes no usaba más armas que un lujoso arreador de cabo de plata, con lo que tenía bastante para repeler cualquier agresión. Como andaba siempre en provincias llenas de enemigos donde cada hombre era para él una amenaza de muerte, sus amigos le aconsejaban siempre que aunque sólo fuera por precaución, usara una cota de malla que garantiera su vida de cualquier agresión alevosa. Pero Sandes mostraba entonces el pesado cabo de su arreador, y decía:

—Esta es la mejor cota que puedo usar. El que me acometa tiene que pegarme muy firme, para librarse de mí, porque ya saben que tengo el cuero muy duro y que en última instancia se encontrarían con mi arreador; no son muchos los que así nomás han de querer jugar la partida.

A este respecto el coronel Sandes no se equivocaba, muchos hombres que se habían acercado a él, con el propósito de darle muerte, al encontrarse con su mirada severa y brava se habían sentido dominados, y no se habían atrevido a cumplirlo. El coronel Sandes era un hombre que imponía, aún con su palabra más bondadosa. En aquella fisonomía aguda y enérgicamente cortada, saltaba toda la elocuente expresión de su carácter soberbio y de una firmeza inaudita. Los más decididos temblaban ante su mirada de águila y sentían decaer toda la firmeza de sus propósitos.

El empeño de sus amigos porque Sandes cuidara su vida, llegó al extremo de que una vez le regalaran una espléndida cota de malla, que él tuvo que aceptar por no hacer un desaire, pero dos días después la regalaba él a otro amigo diciéndole: "Se la regalo aunque no creo que sirva de nada; la mejor cota es un brazo fuerte y valiente y dos ojos que no se duerman."

Esta misma manera de proceder era lo que lo hacía más temible, pues nada se impone como el valor natural y espontáneo.

Respecto a que la traición partiera de los mismos cuerpos a sus órdenes, Sandes reía buenamente de semejante sospecha, diciendo:

—Estoy convencido que aunque se buscara con todo el dinero del mundo, no se hallaría en las filas del ejército un solo hombre que se prestara a asesinarme. Y si esto no es cierto —concluía—, déjenme por lo menos tener esta buena ilusión.

—Es que en el ejército hay muchos destinados —se le observaba—, destinados que pueden ser movidos por un sentimiento de venganza o de libertad.

—A esos mismos destinados, al llegar a mí —replicaba—, les temblaría la mano y se les caería el cuchillo. No es lo mismo querer matar un hombre que ir a matarlo y hallarse frente al rayo de sus ojos.

—Sin embargo ya ve usted que ha habido quien lo haya intentado, librando usted de una manera providencial.

—El fiasco de ese mismo y la manera casual como se me ha escapado disuadirá a los que tengan igual idea, desde que aquél con todo su valor, toda su astucia y su paciencia apenas pudo causarme un rasguño que ni siquiera me privó de montar a caballo.

No había cómo convencer a Sandes de la posibilidad de que le asesinaran y sus amigos renunciaron a ello limitándose a cuidarlo ellos, ya que él no se quería cuidar.

El coronel Segovia, aquel noble y bravo militar, jefe entonces del 1° de caballería, y que tenía por él una amistad franca y verdadera, era quien más velaba por él. Cuando Sandes salía a pasear solo por alguna de aquellas poblaciones enemigas, Segovia mandaba siempre dos soldados que lo siguieran a una distancia conveniente, para evitar cualquier tentativa de agresión. Pero Sandes se apercibió de aquella compañía inesperada y prohibió a Segovia que volviera a hacerle cuidar las espaldas.

—Pero mi coronel —le decía éste—, es necesario hacer esto, usted pasea solo, entre enemigos que lo odian, déjeme siquiera hacerle cuidar la espalda para evitar una desgracia.

—Estoy muy agradecido a sus cuidados, amigo mío, pero no lo haga más. No quiero que nadie crea que yo puedo tener miedo, porque con esto se alentarían los asesinos y se animarían a lo que por ahora no es posible.

Quiero andar solo, completamente solo y bajo la única salvaguardia de mi arreador; créame que ésta es una buena garantía y que así no más no han de poder con él.

Así Segovia tuvo que renunciar a sus cuidados que sólo iban a servir para hacerle tener un serio disgusto con su coronel y amigo.

Estando en San Luis, la vigilancia de sus amigos oficiales mismos se producía sin que Sandes pudiera apercibirse de ello, pues era precisamente allí donde más terror abrigaban. En aquella provincia se habían ejercido muchos actos de crueldad y de violencia y debía haber muchas personas interesadas en la muerte de Sandes y muy capaces de intentar dársela. Los puntanos son asombrosamente valientes y audaces y era San Luis precisamente la provincia donde se refugiaba la crema de los montoneros más bravos y chachistas más decididos. De aquella provincia se habían destinado muchos hombres a las tropas de línea de los que nada bueno se podía esperar. El regimiento 1° se hallaba en el único cuartel que había en la ciudad de San Luis, cuartel que aún existe tal cual era entonces.

Sandes vivía en una casita a pocas cuadras de allí, teniendo en su compañía dos de sus ayudantes, para mandar con ellos las órdenes que pudieran ocurrirse a altas horas de la noche. El coronel Sandes no se acostaba nunca, sin haber hecho una visita al cuartel del regimiento 1°, para cerciorarse que todo estaba en orden y que su jefe estaba en su puesto. Las poblaciones de aquellas capitales ofrecían siempre halagos y Sandes no se conformaba con que Segovia durmiera fuera del cuerpo. Podría suceder algo durante la noche, ser sorprendido y atacado el cuartel mismo, y no estando allí su jefe, podía muy bien ocurrir algún contratiempo serio.

Así, después del toque de silencio, el coronel Sandes salía de su casa e iba al cuartel del I° a tomar un par de mates. A veces salía acompañado de Segovia, que había venido a buscarlo; pero generalmente iba solo.

La vuelta la hacía siempre solo, a pesar de las críticas de su amigo que le decía:

—Una noche le va a suceder un chasco, de puro terco y caprichoso. ¿Qué le cuesta hacerse acompañar por un soldado? Mire que aquí hay muchos bandidos, muchos enemigos suyos y la ocasión hace al ladrón.

Sandes mostraba a Segovia su grueso arreador de cabo de plata y soltaba una alegre carcajada.

—Siempre andan ustedes viendo visiones y asesinos —le respondía—, y no piensan que en el camino que yo hago, es imposible la menor tentativa de asesinato. De casa o del cuartel sentirían mi voz, sin contar con que mi arreador anda siempre de vanguardia y no sabe dormirse.

Ya Segovia se había convencido que Sandes no consentiría nunca en ser acompañado, y no había vuelto a decir una palabra al respecto.

Mientras duró la luna, no hubo por qué tener el menor recelo, pero cuando las noches empezaron a ser oscuras, volvieron los temores de Segovia; pero ya no quiso decir nada al coronel, en la seguridad que todo cuanto dijera sería perfectamente inútil.

Frente a la casa ocupada por Sandes, y sobre el cordón de la vereda, había una fila de ladrillos que ocupaba una extensión como de ocho varas, y que dejaba entre la pila y la pared un claro suficiente para el paso de un hombre. Sandes tenía la costumbre de atravesar a la acera de enfrente, y pasar por aquel espacio, sin ocurrírsele jamás que allí podían tenderle una emboscada. Estaba muy cerca de su casa, donde siempre había dos o más oficiales y algunos soldados que acudirían a la menor palabra alta.

Para una emboscada, en el camino que había que recorrer, había muchos puntos solitarios donde podría tener mucho mejor éxito. Y ni en estos mismos sitios andaba Sandes con el menor cuidado. Tenía la confianza de que nadie se había de atrever a atacarlo, y esto bastaba.

Una de estas oscuras noches, salió de su casa y, como siempre, atravesó a la acera de enfrente, para pasar por entre los ladrillos. Algo se veía, porque la oscuridad no era muy intensa y el coronel Sandes pudo observar el bulto de un hombre, que estaba metido en el hueco formado por una puerta de calle cerrada ya. Se detuvo a un par de varas del bulto y le intimó le dejara franco el paso. Sandes no tuvo desconfianza de ningún género, pero en el punto donde se hallaba el bulto aquel, el paso era muy estrecho y probablemente iba a tener que hacerlo refregándose con él. Esta fue la única razón que tuvo para decirle: "A ver, amigo, déjeme franco el paso."

El individuo aquel salió inmediatamente del hueco de la puerta y subió a la pila de ladrillos, para dejar libre todo el espacio comprendido entre ésta y la pared. Sandes pasó tranquilamente, pero al llegar adonde se hallaba el prójimo, sintió un gran golpe en el costado izquierdo. Dio vuelta rápidamente y envolvió de un latigazo el semblante del hombre aquel en el chicote de su arreador. El hombre, mascando un quejido doloroso, echó a disparar, y Sandes siguió su camino pensando que se trataría de algún ladrón que no lo había conocido por la oscuridad de la noche. Sin embargo, y sin dejar de caminar, llevó la mano al paraje donde había sentido el golpe, tropezando con el mango de un cuchillo que cayó en cuanto lo hubo tocado.

"Vaya, pensó Sandes, puñalada que no ha entrado, felizmente; si a estos villanos les tiembla la mano cuando tienen que herir a un hombre que saben que si no le pegan bien les ha de romper el alma."

Y convencido que el cuchillo no había entrado sino en la ropa por la facilidad con que cayó siguió hasta el cuartel decidido a no decir nada a Segovia, para que su amigo no empezara a embromarlo nuevamente con la necesidad de hacerse acompañar. Sandes estuvo conversando un largo rato y tomando mate con los oficiales de servicio, y Segovia mismo, que aquella noche estaba de mal humor porque le habían robado su mejor caballo.

El golpe recibido empezaba a causarle alguna molestia, y resolvió retirarse pensando que aquél no era más que el dolor del golpe producido por el cuchillo que no había entrado a causa de la ropa o a causa de no tener bastante punta. Se despidió de todos recomendándoles como siempre la mayor vigilancia, y pidiendo a Segovia que al otro día después de diana fuese a visitarlo y que quería decirle algo referente al servicio.

Cuando Sandes se retiró, Segovia quedó pensativo un momento, pasado el cual dijo al comandante de cuartel:

—No estoy tranquilo porque me parece haber notado algo extraño en el semblante del coronel; no ha estado tan conversador como otras veces y se ha retirado más temprano. Si no me equivoco algo lo preocupa y tal vez sea esto lo que me quiere decir mañana.

Sandes, sintiendo cada vez más molestia en el costado, entró a su casa, y llamando a su aposento a uno de sus ayudantes, le pidió que le registrara el costado, porque un gaucho le había dado una puñalada y no se explicaba lo que podía estar haciéndole el efecto de un pinchazo.

—No es ardor de herida —decía—, porque el puñal ha entrado muy poco, debe ser tal vez algún pedazo de trapo que se ha metido ahí.

El oficial registró el costado del coronel y vio en el acto una ancha herida por cuyos labios asomaba un pedazo de acero, que no podía ser otra cosa que el cuchillo que se había quebrado, dejando dentro del cuerpo la

mitad de la hoja. Como la puñalada había sido dada por la espalda y recibida en un sitio que Sandes no podía verse, pidió al oficial le extrajera aquel pedazo de cuchillo.

—Yo creí que el cuchillo no había entrado, por la facilidad con que cayó —decía—, pero ahora veo que es porque se había roto—. Y refirió al oficial cómo le habían inferido la herida, y cómo no había dicho nada en el cuartel creyendo que lo que tenía era tan sólo la incomodidad del golpe. Aturdido el oficial porque la herida le pareció muy peligrosa y porque Sandes quería que él le arrancara el pedazo del cuchillo, corrió en el acto a llamar al comandante Segovia, recomendándole que se apurara porque el coronel había sido herido de gravedad.

—Con razón notaba yo algo en el semblante de Sandes —exclamó Segovia saliendo precipitadamente—; estoy seguro que cuando vino aquí ya estaba herido.

Cuando llegó al aposento del coronel, ya éste se hallaba en la cama, haciéndose sacar con el oficial el pedazo del cuchillo, quien hacía todo el aparato posible para dar tiempo a que llegase Segovia y viera lo que había de hacerse. El caso era muy apurado; en San Luis no había médico alguno que inspirara confianza, y ante todo era preciso curar la herida, para evitar una complicación o un tétano.

Sandes estaba empeñado que, entre su ayudante y Segovia, le sacaran el pedazo del cuchillo; o si no les decía: "Llamen a mi asistente y me lo hago sacar con él."

—Un momento —dijo Segovia, para que Sandes no fuera a hacer lo que decía, pues ya sabemos que trataba su propia carne como si fuera madera—, un momento que voy a traer una pinza porque está muy adentro y no se puede sacar con los dedos. —Y recordando que al lado de la casa de Sandes vivía un boticario, fue a buscarlo y lo trajo para que dragoneara de cirujano, ya que no era posible otra cosa.

El boticario, salvando su responsabilidad, procedió a la extracción del pedazo de cuchillo que medía la friolera de siete centímetros. El acero no era muy famoso, y la violencia del golpe dado un poco de arriba a abajo, había hecho romper la hoja, tocándole entre las dos costillas.

¡Fuerte y segura, a no dudarlo, debía ser la mano que había inferido aquella herida! Felizmente, en aquella carnadura sobrenatural, parecía que no tendría mayores consecuencias. Sin embargo, el coronel Sandes se sentía muy mortificado, cosa que no le había sucedido con las heridas más peligrosas que había recibido.

El boticario, salvando siempre su responsabilidad y diciendo que era preciso ver a un médico lo más pronto que le fuera posible, porque le parecía que aquella herida era de la mayor gravedad, lavó y vendó la herida del mejor modo que le fue posible. Concluida la operación, Segovia trató de tomar a Sandes todos los datos posibles para tratar de tomar al asesino, pero Sandes no pudo dar otros que los que ya conocemos.

Se mandó buscar el mango del cuchillo en el paraje que el coronel indicaba, donde se encontró efectivamente. Era una cuchilla ancha y poco aguda por tener algo redondeada la punta, de la que faltaba efectivamente el pedazo que había sido extraído de la ancha herida.

Toda aquella noche se empleó en explorar todos los alrededores hacia el lado que el coronel indicaba había huido el asesino, pero no pudo conseguirse nada. Nadie lo había visto y nadie podía dar de él la menor seña. El mismo Sandes no podía decir nada a este respecto, pues con la oscuridad de la noche apenas había visto el bulto, pudiendo darse cuenta de que aquel hombre era un gaucho; éste era pues el único dato que se tenía.

Aunque poco podía hacerse con esto solo, Segovia puso en campaña sus más prácticos y competentes oficiales, pero nada se pudo lograr. El asesino no había dejado el más leve rastro, ni se tenía la menor idea del paraje donde se le podía hallar.

Al día siguiente todos los oficiales habían regresado al cuartel, siendo inútiles todas las pesquisas hechas.

—Yo lo encontraré, sin embargo —decía Segovia—, y en menos tiempo del que se precisa. —Y mandó buscar a Rufino Natel, el más famoso rastreador que existía en la provincia de San Luis y a quien Segovia conocía por diversos servicios que otras veces le había prestado.

Como el estado del coronel Sandes se agravara de una manera sensible, manifestando éste que le parecía que algún cuerpo extraño había quedado dentro de la herida, se mandó un chasque a Mendoza en busca del doctor Edmundo Day, famoso cirujano en quien se tenía la mayor confianza, quien llegó apresuradamente con todos los instrumentos necesarios y un botiquín bien provisto. El doctor Day reconoció la herida que fue preciso reabrir, para extraer un pedazo de hueso roto por la misma puñalada, lo que sin duda había ocasionado la rotura del cuchillo. Extraído el hueso, fue curada nuevamente, pero el peligro no disminuyó por esto, declarando Day que la herida era muy grave, habiéndose agravado más, por la presencia de aquel hueso durante tantos días, hueso que el pobre boticario no había sospechado siquiera porque no había sondeado la herida, ni se pensó que la puñalada hubiera sido tan violenta y vigorosa que hubiera roto un hueso.

El doctor Day aseguró que Sandes necesitaba el cuidado más prolijo e inteligente; pero que él no podía permanecer más tiempo en San Luis porque para venir había abandonado su numerosa clientela en Mendoza entre la que tenía enfermos del mayor interés.

En San Luis había médicos capaces de seguirlo curando, una vez que él había colocado la herida en buenas condiciones; pero éstos no inspiraban la menor confianza a Segovia, porque sabía que eran chachistas y capaces tal vez de dejarlo morir. El doctor Day dijo entonces que, para que él pudiera seguir atendiéndolo, era necesario llevarlo a Mendoza, que el viaje no le haría ningún daño, que muy pronto estaría bueno. Sandes se opuso a aquel viaje, diciendo que lo curara cualquier mediquete de allí; pero Segovia y sus amigos lograron convencerlo, hasta que le arrancaron su palabra de que se dejaría llevar.

Aquí hubo una nueva lucha porque Sandes pretendía hacer el viaje a caballo, sosteniendo que la herida no tenía nada que ver con el resto del cuerpo; pero ya colocado en el terreno de las concesiones tuvo que consentir que lo llevaran en una especie de galera que había para el uso del ejército, la que se arregló de manera que el herido pudiera viajar con entera comodidad. El mismo Segovia arregló la escolta que debía llevar al coronel de manera que pudieran emprender el viaje con entera seguridad.

Era la primera vez que el coronel Sandes se mostraba tan mortificado por una herida, y la primera vez que tardaba tanto en curarse de una manera definitiva.

—Es que es una herida espantosa —decía el doctor Day—, y de las que se clasifican como necesariamente mortales. Cualquier hombre —añadía—, que hubiera recibido semejante herida, habría muerto antes de que yo hubiera llegado a San Luis. Lo que hay es que ese hombre tiene una organización poderosísima y de carnadura excepcional.

Si se consigue someterlo a la obediencia en el régimen curativo, cuya base es la tranquilidad, no sería difícil que se le pueda curar de una manera completa, sin que tenga que temer consecuencias posteriores. Pero si no quiere obedecer las prescripciones médicas, si antes de estar curado quiere andar a caballo y seguir las fatigas de esta campaña tan llena de penurias y de agitaciones, no digo que muera inmediatamente, pero sí que esta herida, por sí sola, es capaz de determinar la muerte, por más curada que parezca.

Sandes prometió a su amigo Segovia no moverse hasta que el doctor Day no se lo permitiera, y ambos jefes se separaron con el más fraternal de los abrazos, prometiéndole Segovia írsele a reunir la Mendoza, si su curación tardaba. Segovia se quedaba en San Luis, no sólo porque así convenía para hostilizar al Chacho y no dejarlo entrar a la ciudad, sino para seguir aquella pesquisa en la que se había comprometido y en la que había empeñado todo su amor propio.

—Es una vergüenza que el asesino se escape —decía—, por menos que sean los datos existentes sobre su persona y por más tiempo que haya pasado desde que se cometió el crimen.

FIN