NUEVAS HAZAÑAS

El Chacho fue recibido en La Rioja con muestras del mayor regocijo. Como a su solo llamado todos se apresurarían a acudir, inmediatamente de llegar dio permiso a todos los soldados para que fuesen a visitar a sus familias, quedándose únicamente con aquellos que vivían en la ciudad o sus alrededores.

Sandes, según todos sus cálculos, no había quedado en condiciones de seguir adelante, y algún tiempo había de pasar antes que juntara las caballadas necesarias para ponerse en marcha con ciertas probabilidades de éxito. Durante este tiempo podía dejar descansar a sus tropas y descansar él mismo, que harto lo necesitaba.

Con lo tomado al enemigo en sus diversos encuentros y lo sacado de Córdoba, los montoneros habían vuelto relativamente ricos, ellos que estaban acostumbrados a no tener más capital que su miseria y su hambre.

El Chacho era el único que nada tenía, porque nada había guardado para sí. Algunos cargueros de víveres y géneros que había reservado, y que los soldados creyeron era su parte, fue para repartirlos entre las familias de aquellos que no volvían porque habían muerto o habían caído prisioneros.

El pueblo se aglomeraba a las puertas del noble caudillo para saludarlo y vitorearlo, y las serenatas se sucedían unas a otras, de modo que aquello era una eterna música. Un par de meses duró para el Chacho aquella vida apacible y calma, gozando al lado de su mujer que amaba con delirio, todo aquello que puede hacer amar la vida.

La provincia de La Rioja estaba justamente orgullosa. Con sus solos elementos y sin más amparo que su misma miseria había resistido heroicamente lo que ella llamaba la invasión del ejército nacional, que en vano había aglomerado para vencerla y extenuarla, todos sus elementos y todas sus riquezas. Tenía en su contra todas las demás provincias, aunque de todas ellas acudían voluntarios a combatir bajo su simpática bandera, huyendo de los horrores de la tropa de línea, y en sus filas ingresaban insensiblemente, a pesar de todo y sin más aliciente que la fatiga y la batalla. Es que las enormidades de los jefes nacionales habían hecho más simpática la causa del Chacho, empujando a sus filas a muchos que jamás hubieran tomado las armas ni por unos ni por otros. Si se quedaban en sus casas para no servir al Chacho, y que el gobierno nacional no tuviera cargo que hacerle, al fin y al cabo caían en manos de Sandes, que, por lo menos, los destinaba al ejército de línea por tiempo indeterminado, tratándolos siempre como a enemigos.

—Siquiera con el Chacho no nos han de agarrar a dos tirones —decían—, y como de todos modos nos martirizan, siquiera tendremos el consuelo de vernos maltratados con algún motivo y por alguna razón.

Y todos abandonaban sus hogares para marchar con el Chacho, que era el amigo de todos y a cuyo lado no se sufrían torturas ni castigos. Esta era la razón principal de por qué el Chacho tenía siempre un ejército numeroso, a pesar de todas las miserias y necesidades que con él tenían que pasar.

Si el ejército nacional hubiera procedido de otra manera, si los hijos de aquellas provincias no hubieran sido tratados como bestias feroces y sólo como altas de línea, la guerra con el Chacho no habría durado tanto tiempo. Pero los montoneros se veían obligados a pelear de una manera heroica, porque sabían que sólo así podrían vencer a un enemigo que venía a esclavizarles y a arrebatarles su hogar, sus hijos y sus esposas.

—¿Y por qué razón, por qué causa? Por la misma que fusilaban los prisioneros de guerra y martirizaban hasta la muerte a los que no sabían dónde había agua o dónde andaba el Chacho.

Y pudiendo ellos responder de la misma manera, pudiendo contener todos aquellos atropellos con la misma vida de sus prisioneros, nunca habían querido hacer uso de esta arma cobarde e inicua.

—Los soldados no pueden ser castigados por las faltas que cometan sus jefes —había dicho el Chacho—, porque ellos son inocentes. —Y los prisioneros seguían siendo tratados como hermanos y atendiéndose a todas sus necesidades, cuidando de que jamás tuvieran el menor motivo de queja. Así es que los mismos prisioneros concluían por simpatizar con la causa del Chacho, recordando con horror la manera inicua con que las fuerzas nacionales trataban a los chachistas.

Como los prisioneros reincorporados al ejército, por la completa libertad de que gozaban, referían en el ejército el cariño y respeto con que se les había tratado en La Rioja, Sandes había prohibido estas conversaciones bajo las más severas penas. Y ya sabían todos que el que fuera tomado o acusado del delito de ponderar al Chacho, recibía por lo menos doscientos azotes.

Por estas crueldades y tiranías inaguantables el coronel Sandes había concluido por ser odiado de sus mismas tropas, que si seguían a su lado era por el terror que les inspiraba el terrible jefe, terror que ni siquiera les permitía atreverse a pensar en una conspiración. Es que en el ejército nacional pasaban entonces horrores del que no hay la menor idea.

Es preciso haber servido en sus filas, para tener idea de ciertas monstruosidades en cuya narración no se puede creer, porque a ello se resisten los sentimientos menos humanos.

Pero el lector que dude de lo que narramos, puede hablar con cualquier oficial o cualquier soldado que haya hecho las campañas contra el Chacho, y se convencerá que no sólo no hemos exagerado sino que no hemos narrado los episodios más tremendos. Los médicos del ejército, por ejemplo, estaban constantemente ocupados en la cura de los heridos que llenaban los pequeños hospitales de sangre. Aquellos heridos no eran de la batalla, puesto que pasaban meses enteros sin que tuviera lugar un solo combate.

¿De qué provenían aquellos heridos que entraban diariamente al hospital para ser curados por el cirujano? Aquellos eran soldados mutilados horriblemente por las estacas o despedazados por los azotes que se aplicaban de a miles, al extremo de dejar descubiertos los huesos.

Y no era un sentimiento de piedad lo que hacía remitirlos a los hospitales para su curación, sino por el contrario un sentimiento de la más refinada y cobarde barbarie. Aquellos infelices, que pedían a gritos que se les despenara, no iban al hospital sino para que el cirujano los pusiera en condiciones de poder recibir al día siguiente igual castigo al que los dejara en tal estado. Porque ya no se condenaba a un soldado a recibir quinientos o mil azotes de una vez. Se le mandaba suministrar esas dosis "hasta que muera" o durante nueve días, lo que se llamaba un "novenario de azotes", o todos los días hasta que respondiera a la pregunta que se le había dirigido, supiera o no supiera. Aquélla era una inquisición, pero una inquisición monstruosa.

Los segundos o terceros mil azotes los recibía el soldado, no ya sobre sus carnes que habían desaparecido despedazadas por la vara del castigo, sino sobre los huesos que saltaban también en pequeños átomos. Pocos eran los soldados que resistían tres días este horrible castigo, y muy contados los que lo resistían cuatro.

Pero como era preciso cumplir el castigo para escarmiento de los demás, se seguía azotando el cadáver que volvía a ser llevado al hospital hasta enterar el novenario. En los últimos días era preciso llevarlo al castigo en mantas, porque el cadáver se despedazaba entre las manos.

Más de una vez fue necesario suspender un novenario de estacas, no porque la muerte de la víctima hubiera satisfecho a los verdugos, sino porque el cuerpo no ofrecía ya parte donde poder atar las correas o maneadores. Los brazos y las piernas habían desaparecido en las anteriores estaqueaduras, al extremo de no quedar más que el tronco solo. Y de esto jamás se daba cuenta al jefe, porque había que cumplir la pena marcada, aunque el último día sólo se aplicara sobre un pedazo de algo que de todo podía tener menos de ser humano.

Así los hospitales ofrecían un espectáculo incomprensible al primer golpe de vista, que sólo se puede explicar en la narración que hacía un médico polaco, Sadowski, cuando entró a formar parte del cuerpo médico de aquel ejército.

"-Entré al hospital —decía— y me llamó la atención ver a todos los enfermos tendidos boca abajo, sobre las tarimas o simplemente en el suelo.

"-¿Qué significa esto? —pregunté al oficial de guardia—. ¿Por qué todos los enfermos están tendidos de barriga? ¿Obedece esto a alguna medida disciplinaria?

"El oficial me dio una respuesta muda, pero formidablemente elocuente. Se acercó a una de las tarimas y levantó la manta que cubría al soldado.

"Yo no pude contener un movimiento de horror, aunque en el primer momento no comprendí la dramática explicación. Aquel hombre tenía la espalda destrozada de tal manera, que se veían asomar los huesos. Eran soldados que habían recibido una dosis de azotes que nunca baja de quinientos, lo que explicaba su posición en la cama.

"Mi horror llegó a su colmo, cuando al otro día vi que muchos de aquellos soldados eran llevados nuevamente al castigo.

"-Pero esto es tremendo —exclamé—, ese infeliz va a morir al décimo azote.

"-No importa —me contestaron—; se seguirá castigando el cadáver. Así se ha mandado y no hay más que obedecer...

"Y estos infelices no eran sólo montoneros, pues a éstos se castigaba a estacas o a lanzas, eran soldados del propio ejército del gobierno a quienes se castigaba de aquella manera por faltas en el servicio; por simples faltas en el servicio que se castigan con uno o dos días de arresto.

"El azote era el único castigo que se aplicaba.

"-Señor, tal soldado ha faltado a la lista, o se ha embriagado, o ha salido del campamento sin permiso.

"-Péguenle tantos azotes —era la respuesta de orden, azotes que según la falta, variaban entre cien y un novenario de dos mil, al que no sobrevivió un solo soldado."

Los arrestos, plantones y demás castigos leves estaban abolidos en el ejército como hoy lo están los azotes y el cepo colombiano. El desertor era estaqueado o azotado "hasta que muera" como única y eficaz medida de evitar la deserción, medida que no la evitaba en nada, pues para muchos era preferible aquella muerte bárbara que semejante vida. Y muchos soldados, soldados viejos y leales, desertaron pasándose a las filas de los montoneros por no tener fuerzas ya para resistir ni aún al espectáculo diario que ofrecían los diversos batallones y regimientos.

Y ésta fue la causa de que algunos cuerpos se sublevaran, buscando como medio de salvación, o la muerte en el combate, o la libertad absoluta entre el enemigo, siéndoles todo preferible a semejante vida de horrores, expuestos a que por cualquier casualidad o desgracia, de perder una prenda del uniforme por ejemplo, les rompieran las carnes a varazos.

Si esto se hacía con los mismos soldados del ejército, fácil será calcular lo que se haría con los prisioneros de la batalla o con los que eran tomados en las poblaciones, escondidos para no servir al gobierno nacional; pues el que no quería servir con Peñaloza, nadie lo obligaba a hacerlo a la fuerza. Los soldados habían llegado al extremo de preferir la derrota al triunfo mismo, porque siquiera en la derrota se evitaban el horror de concluir con los prisioneros de maneras tremendas.

Era en la escolta de Sandes donde se cometían las mayores iniquidades, pues aquellos hombres, reclutados entre todos los bandidos que ingresaban al ejército por condena del juez del crimen, eran capaces de crueldades que el mismo Sandes no hubiera sido capaz de imaginar. Así es que cuando se decía de un soldado "que lo lleven a la escolta del coronel", ya se sabía que éste estaba condenado a una muerte horrible y lenta, que era el entretenimiento de aquellos desalmados.

Así el ejército de línea, que debía haber sido la confianza de aquella gente, garantiéndole contra los desmanes del caudillaje, era el terror de las poblaciones porque era su verdugo a quien nada movía a piedad. Y cuando el ejército marchaba apurado, ya por la presencia del Chacho, ya porque les decían que estaba campado cerca de allí, los infelices mutilados por el azote y la estaca quedaban abandonados en los hospitales sin el menor recurso ni auxilio. Era entonces el enemigo el que iba a buscarlos y a llevarlos a sus casas para asistirlos con todo esmero y cariño. Muchos salvaron así de una muerte horrible, aunque la mayor parte pereció por falta de medicamentos y de médico, porque el estado de la mayoría no era para curarse con remedios caseros.

La campaña se hacía cada vez más penosa, porque mientras más se internaba en La Rioja en busca del Chacho, más difícil se hacía la marcha porque las aguadas estaban inutilizadas en su mayor parte; y esperando los proveedores, se veían obligados a comer carne de burro, un poco más pasable siquiera que la de caballo flaco.

Como el Chacho era una especie de fantasma que se aparecía precisamente en aquel paraje del que se le creía más lejos, los comisarios pagadores no se atrevían a hacer la cruzada y el ejército hacía un semestre que no veía un centavo. Y aunque lo hubiera tenido habría sido lo mismo, porque la mayor parte de los negocios que vendían por vales al ejército de Sandes, porque no tenían más remedio y fiaban a los montoneros con garantía del Chacho, no tenían cómo renovar sus surtidos y cerraban sus casas muchos, por falta de artículos, hasta poder traer lo más necesario. Así es que la miseria era espantosa en el ejército y en las poblaciones.

El Chacho se hallaba en mejores condiciones que Sandes, porque con lo que había tomado de los proveedores aprisionados y lo que había comprado y cambiado en San Juan y Mendoza, tenía cómo alimentar sus muchachos, que se contentaban con bien poca cosa, habituados a todo género de privaciones. Cuando Sandes reunió nuevos elementos de movilidad, se puso en marcha nuevamente en busca del Chacho, con un cuerpo de baqueanos y rastreadores que había organizado, con los que ya le diera el cura Campos y otros que sacó de Santiago y de Catamarca. Pero éstos no podían compararse con los que llevaba el Chacho, los más famosos de los Llanos de La Rioja, capaces no sólo de hallar el rastro de un pájaro en el espacio, sino de despistar al más hábil, haciéndole perder el rastro de la montonera, con diferentes combinaciones de contramarchas.

Inmediatamente que se movió Sandes en dirección de La Rioja, lo supo el Chacho y salió a hostilizarlo, con una división de dos mil hombres, en la que también iba la Victoria, que no había querido quedarse en la ciudad, no sólo para compartir con su marido los peligros de la nueva campaña, sino que, siendo ya conocida por Sandes, éste pondría todo su empeño en ver si la tomaba prisionera, para con esto obligar al Chacho a someterse o a entregarse como prisionero de guerra.