LA MUERTE DE UN LEÓN
La situación de San Juan era nuevamente tirante, a consecuencia de la lucha ardiente en que se habían dividido los dos grandes partidos de aquella provincia.
Cansado de la vida agitada de la política, el general Benavídez se había retirado de ella, rechazando el gobierno que sus amigos se empeñaban en hacerle aceptar.
—Quiero descansar —decía—, quiero descansar por lo menos un poco de tiempo; yo pondré mi influencia para que triunfe un hombre del partido liberal —decía—, y será lo mismo para mis amigos.
Y así se convino, convencidos los amigos que era preciso dar una tregua a aquel hombre que tanto había luchado, que tanto había batallado por la felicidad de su provincia, sin haber dejado tras sí ningún odio justificado.
Las elecciones se produjeron, y aquellos que no tenían confianza en la candidatura que sostenía Benavídez, levantaron la de Gómez, hombre también del partido liberal, valiéndose del nombre del mismo general. Requerida la influencia del general Urquiza, porque la situación se hacía tirante y amenazadora, éste mandó de interventor al doctor Molina, quien dio absoluta libertad electoral para que cada cual pudiera votar por quien le diese la gana.
Buenos y risueños tiempos en que una provincia argentina podía elegir libremente su gobernador, sin que un solo voto falso viniera a manchar los registros electorales. Ya no queda de ellos sino el buen recuerdo y el mayor deseo de verlos volver.
El general Benavídez concurrió a los atrios, pero su candidato fue vencido, aunque por escasa mayoría, pues el partido Unitario tenía más confianza en Gómez que en el candidato de su gran caudillo. Si Benavídez había prestigiado a su candidato, no había hecho fuego sobre Gómez, dejando que sus amigos votaran con entera libertad. Si él les hubiera exigido que abandonaran a Gómez, éste no habría triunfado, pero no viendo en él más que un hombre del partido liberal, los había dejado en libertad absoluta, al extremo que cuando a última hora fueron muchos a pedirle su palabra de orden, les contestó sonriendo:
—Los dos son buenos, los dos pertenecen al partido liberal, voten por aquel que más confianza les merezca, yo no puedo dar un consejo en este caso, porque soy susceptible de equivocarme y no quiero que se me culpe mañana de cualquier cosa que pudiera suceder.
Así se explica cómo triunfara Gómez, aunque otro era el candidato de Benavídez y cómo la conducta que éste observó en aquella elección lo elevó ante la consideración de sus comprovincianos, que tuvieron una ocasión más de apreciar cuánta era la firmeza de aquel carácter. Recibido Gómez del gobierno y una vez que el comisionado del general Urquiza se retiró, Benavídez no volvió más a mezclarse en los asuntos del gobierno, entregado a sus negocios particulares y al descanso apacible del hogar. Aficionado famoso a las riñas de gallos, se entretenía en la cría y compostura de los que había de llevar al reñidero, donde pasaba sus días en la mayor distracción.
El indio Ruarte, como llamaban a Domingo, se había hecho un famoso compositor de gallos y era, como siempre, quien acompañaba al general en sus diversiones galleras y quien conocía perfectamente el árbol genealógico de sus más famosos gallos. Cuando le iban a hablar de política y de luchas, respondía chuscamente:
—Yo no me ocupo de más peleas que las de mis gallos, si tienen pareja vamos a pelear y verán qué magníficos soldados de pluma tengo, ¡me río del más valeroso del ejército!
Y era verdad, sus gallos eran de primer orden, al extremo de que una pelea perdida por Benavídez era un acontecimiento.
El reñidero de gallos era la diversión favorita de la gente más distinguida de San Juan, como que no había otra manera de matar el tiempo. Todos tenían gallos, ¡y qué gallos! Los llevaban a reñir y el reñidero era pequeño para contener la numerosa concurrencia que acudía, sobre todo cuando se anunciaba alguna riña entre famosos gallos.
Como era público y sabido que el general Benavídez no se mezclaba a la política, el gobierno no se preocupaba de él, aunque sabía que era un caudillo a cuya palabra se levantaban las masas.
Pero el gobernador Gómez empezó a cometer sus desaciertos, empezó a hacer persecuciones odiosas y el partido liberal, alarmado, fue a ver a Benavídez para que los guiara en la empresa de derrocarlo. Benavídez los escuchó y les dijo que estaba firmemente resuelto a no mezclarse en ningún movimiento revolucionario.
—El gobierno es legal, ustedes lo han elegido libremente y no seré yo quien lo derroque, cargando con la tremenda responsabilidad de haber provocado una situación de sangre. Suframos hasta que concluya su período y veamos de reemplazarlo de una manera conveniente; esto es lo único a que yo puedo ayudarlos. Y desligándose así de toda participación en cualquier movimiento que pudiera sobrevenir, siguió entregado a sus gallos.
Pero el gobierno, que se había apercibido del descontento general y que temía que Benavídez pudiera encabezar una revolución, tomó sus medidas precaucionales llamando la Guardia Nacional a ejercicios doctrinales y se previno para sofocar a tiempo cualquier movimiento sedicioso. Los descontentos, con aquella medida de fuerza, se enconaron más, y empezaron a reunirse en casa de Benavídez para comprometerlo, y hacerlo entrar de esta manera en la revolución que ya seriamente proyectaban. Si el gobierno desconfiaba de Benavídez, tomaría contra él medidas enérgicas, el general se enojaría y entonces, forzado por el mismo gobierno, entraría de lleno en la revolución y el triunfo sería seguro, fuera de toda duda. Así, lo más espectable de San Juan se reunía en casa del general, haciendo gala de sus antipatías contra el gobierno.
Gómez creyó que Benavídez era el que encabezaba la revolución, y lo hizo llamar a su casa para tener con él una conferencia, llamado a que acudió bien pronto el general, convenciendo al gobierno del error en que estaba.
—Es cierto que mis amigos no están conformes con la marcha del gobierno, es cierto que son capaces de ir a la revolución si el gobierno sigue haciendo una política de fuerza, pero no es cierto que yo dirija ni apoye esas ideas. Por el contrario se las combato y hago valer sobre ellos toda mi influencia para que no provoquen una situación de sangre. El gobierno puede estar seguro que no omitiré esfuerzo por mantener la paz en lo que de mí dependa, como puede estarlo también de que bajo ningún motivo sería yo el director o cooperador de un movimiento revolucionario.
Gómez conocía perfectamente a Benavídez, hacía justicia a su carácter, y después de aquella conferencia, se persuadió de que el general no tenía parte en los enjuagues revolucionarios en que andaban sus partidarios. Y se resolvió a no incomodarlo, seguro que él sería el opositor más decidido a toda revolución. Sin embargo, tenía todas sus medidas tomadas, y una buena cantidad de fuerzas prontas a entrar en pelea en cualquier momento. Los amigos de Benavídez siguieron en su táctica de comprometerlo con reuniones en su casa. Los enemigos del gobierno que encabezaban la oposición siguieron este propósito, y el coronel Icasate, su cuñado, Rojo, y otros hombres prestigiosos no salían de allí, donde entraban con aire misterioso, para comprometer más al general.
Este vio que todo esfuerzo sería inútil para disuadir a sus amigos que preparaban a gran prisa la revolución y no quiso contradecirles más, aunque les declaró que él no tomaba parte en el movimiento, puesto que así lo había declarado al gobierno.
Gómez no se daba cuenta de la conducta de Benavídez que permitía reunirse en su casa a enemigos declarados del gobierno, que se sabía conspiraban contra él, y empezó a desconfiar nuevamente, aunque a Benavídez no podía hacérsele otro cargo que el de tolerar aquellas reuniones. Los leales del gobierno, que no figuraban entre la gente de más valor, empezaron a
intrigarle con Benavídez, asegurando que tenían pruebas palpables de que el general estaba con la revolución y que era preciso proceder contra él. Sabían que Benavídez era un enemigo poderoso, invencible al frente de una revolución, y querían deshacerse de él a toda costa.
Pero el gobierno tenía miedo de proceder contra el general, porque sabía que el menor acto del gobierno, hostil al caudillo, sublevaría la opinión pública y provocaría entonces una revolución formidable.
—Es que la revolución va a estallar de todos modos —le decían—, y sin el apoyo de Benavídez será mucho menos difícil vencerla. Si el general se pone a su frente, no tendremos elementos para contrarrestarla, y tal vez preso él, sus partidarios no se animen a lanzarse al motín.
Pero el gobierno no se atrevió a proceder abiertamente, limitándose solamente a hacer vigilar de cerca al general, de manera de poder caer sobre él en cualquier momento. Acuarteló todas las fuerzas de que disponía y se preparó a salir al encuentro de cualquier movimiento armado. Y si no se atrevió a proceder contra Benavídez, resolvió hacerlo contra los hombres que indudablemente hacían trabajos revolucionarios. Estos, que estaban al cabo de las medidas del gobierno, se pusieron a salvo, Rojo se fue para Mendoza, e Icasate se escondió, decidido a no mostrarse sino en el momento de obrar.
Con estos sucesos el pueblo sanjuanino se mostró tan hostil y amenazador contra el gobierno que Gómez comprendió que era el momento de proceder contra Benavídez, siquiera para privar a la revolución de su más importante elemento. Y Benavídez entonces estaba con la revolución, aunque la demoraba para ver las medidas que tomaba el gobierno. Con la persecución a sus amigos se había irritado y comprendido que era preciso tomar una actitud amenazadora que contuviera los avances del gobierno.
Los amigos de Benavídez escribieron al general Urquiza que salvase a San Juan del abismo a que se derrumbaba, y a la señora de Benavídez que aconsejase al general se pusiera en salvo o cuidara su persona, pero los acontecimientos se habían ya precipitado demasiado.
El gobernador Gómez, convencido por sus amigos, había resuelto prender a Benavídez y había dado ya la orden de prisión contra éste y los hombres principales de la revolución. Aquellas órdenes habían sido dadas al coronel Yufre y al comandante Rodríguez, jefe que merecía toda la confianza de Gómez. Pero la prisión de Benavídez era un acontecimiento al cual no se podía aventurar sin estar perfectamente preparado a repeler todo movimiento agresivo, pues había de contar de antemano con que el pueblo podía oponerse a la prisión de su caudillo y libertarlo antes de llegar a la policía. Con la prisión de Benavídez se iba a provocar al pueblo y era necesario entonces ir preparado a todo, que una vez preso el general su vida misma serviría de garantía contra toda tentativa revolucionaria.
El día aquel en que debía efectuarse la prisión de Benavídez, era un domingo, día de riñas y en que el general, por consiguiente, debía hallarse en el reñidero de gallos. Al primer batallón de guardia nacional que hacía ejercicios en la plaza, batallón compuesto de la más distinguida sociedad sanjuanina, se le mandó colocar las armas en pabellón y no moverse de la plaza para nada. Rodríguez y Yufre, llevando dos compañías de línea, se dirigían al reñidero a cumplir la orden de prisión contra el
general, y la ciudad entera, por su agitación, parecía prever los acontecimientos sangrientos que iban a tener lugar. Nadie sabía a qué iban aquellas dos compañías municionadas como para entrar en pelea, y sin embargo, no faltaba quien aseguraba que iban a prender al general.
La manzana del reñidero fue rodeada por los soldados, para evitar que la presa fuera a escapárseles, quedando Rodríguez con unos veinte hombres a la puerta del reñidero, como si le costara resolverse a entrar. Y tanto le costaba realmente, que envió a un oficial dijera al general Benavídez que saliera un momento, que tenía que hablarle en nombre del gobernador.
En aquel momento tenía lugar una riña interesantísima, en la que Benavídez peleaba su mejor gallo y jugaba una buena suma de dinero. Así es que sin distraer la atención del circo donde se despedazaban los dos gallos, respondió alegremente:
—Diga que en este momento no puedo atenderle, que en cuanto termine la riña estoy a sus órdenes. ¡Mil pesos más a mi gallo!
Como se ve, Benavídez no podía pensar que se le buscaba para nada malo, cuando ni siquiera lo preocupaba el llamado.
El oficial volvió con la respuesta, y Rodríguez volvió a mandar decir a Benavídez que era necesario saliese en el acto porque él no podía esperar.
—Es inútil —contestó el general—; hasta que no concluya esta riña no me muevo de aquí.
—Es inútil —respondió el indio Ruarte, como si hubiera sido un fonógrafo—, el general no se mueve de aquí hasta que no se termine la riña. Si no puede esperarlo, que vuelva.
Aquella insistencia del oficial, y cierta grosería del modo con que se retiró, alarmó a los amigos de Benavídez, muchos de los cuales salieron a ver qué sucedía, encontrándose con que la puerta del reñidero estaba tomada y rodeada la manzana de soldados para que nadie pudiera salir. Y entraron nuevamente al circo, en momentos en que la riña terminaba victoriosamente para el gallo del general, que había acribillado a puñaladas a su adversario.
—El reñidero está rodeado de fuerzas —dijeron—, que sin duda esperan a usted, y en la calle hay un gran tumulto de gente.
—Pero supongo que ese lujo de fuerzas no será para prenderme a mí —dijo el general—, porque ya sabe el gobierno que para que yo me presente, no tiene más que mandarme llamar. —Y se dirigió al patio acompañado de sus amigos y seguido del indio Domingo.
Allí, con un grupo de soldados, estaban Yufre y Rodríguez, que consultaban en ese momento si debían o no entrar a tomar a Benavídez en el circo de las riñas. Grande debía ser el tumulto de la calle, porque hasta allí se sentían las voces y palabras con que se comentaba la prisión del caudillo sanjuanino. La noticia había circulado por toda la ciudad con rapidez pasmosa, y de todas partes acudían al reñidero, no creyendo que la noticia fuera cierta. ¿Cómo habían de atreverse a prender al general Benavídez?
Los mismos grupos de guardia nacional que habían hecho pabellones en la plaza, acudían, aunque sin armas, a salir de la curiosidad. Otros habían acudido apresuradamente a los centros revolucionarios, buscando a sus jefes para lanzarse a la lucha, pues no podían consentir semejante prisión.
Alarmado Rodríguez, que dicen no era de los más valientes, con la actitud del pueblo, mandó despejar la cuadra con los soldados, y en nombre del gobierno, intimó al general Benavídez se entregara preso. Y el indio Ruarte, como una pantera, saltó entre el general y Rodríguez, a quien amenazó con los puños, diciendo:
—Pobre del que ponga la mano sobre el general, al mismo gobierno lo aplasto yo si pretende hacerle daño.
Benavídez, sonriente, apartó al indio con ademán cariñoso y respondió a Rodríguez:
—Amigo mío, al general Benavídez no se le puede prender como a cualquier bandido, basta que el gobierno me mande a llamar para que yo me presente. Pero este atropello no es justificable, ni aceptable por mí; eso, en primer lugar, que en segundo, yo no acepto una orden verbal de prisión.
—La traigo escrita —respondió Rodríguez, que estaba completamente dominado por la actitud y aspecto del general. Y sacando un pliego del bolsillo lo entregó al general, quien en alta voz leyó una orden de prisión contra el coronel Icasate—. No es ésa —exclamó Rodríguez cada vez más turbado y mirando a Yufre para que acudiera en su auxilio—; he equivocado la orden. Aquí está la suya. —Estiró a Benavídez un nuevo pliego.
Aquella era efectivamente la orden por la cual se mandaba a Rodríguez que, acompañado de la fuerza que creyera necesaria, procediese a la prisión del general Benavídez, allanando si era preciso la casa donde se encontrara.
—Es una orden terminante —respondió Benavídez devolviéndola sonriente— y soy el primero en acatarla, pero rechazo terminantemente la manera de cumplirla, no quiero ser preso como cualquier criminal. Haga usted retirar toda esta fuerza, que no quede ni un soldado, y yo mismo iré a presentarme en la policía. —Y se cruzó de brazos, esperando que los soldados desalojaran el recinto del reñidero.
Pero Rodríguez temía que aquello no fuera más que una estratagema para escaparse y aunque temiendo el conflicto que empezaba a producirse, se negó a hacer retirar la fuerza.
—Entonces todo es inútil, pues por la fuerza no me prenderá usted, amigo mío. —Y con una altivez y una tranquilidad enorme, se dirigió a la puerta de la calle para retirarse, como si contara de antemano que nadie había de moverse para detenerlo.
¿Quién se atrevería a poner la mano sobre el general, desafiando las iras de un pueblo idólatra, que a la primer palabra de su caudillo acometería ciegamente?
El oficial, sin embargo, el mismo oficial que se había llevado los mensajes de Rodríguez, saltó de entre el grupo de soldados que mandaba, y lo detuvo, poniéndole una mano en el hombro. Pero aquel oficial cayó a los pies de Benavídez, como herido por un rayo. Es que el puño de Ruarte, cayendo sobre la cabeza como una masa de armas, le había fracturado el cráneo.
Benavídez siguió su marcha mirando cariñosamente al indio, y Rodríguez y Yufre siguieron a su lado, sin poder ver lo que pasaba con Ruarte que había quedado un poco atrás, tratando de abrirse paso por entre los grupos compactos. Ocho o diez soldados se habían lanzado contra él, acometiéndolo a bayonetazos. El indio no atendía tanto a su defensa, como a abrirse paso para seguir al general, y fue entonces cuando los soldados pudieron clavarle las bayonetas a mansalva. Ruarte peleó algunos instantes como un verdadero león, alcanzando a deshacer la cara a un soldado, de un solo puñetazo, pero acosado por las heridas que recibía constantemente, cayó por fin, para no levantarse más, sobre el mismo cuerpo del oficial que había postrado.
—¡Asesinos! —gritó entonces el general Benavídez, apercibiéndose de lo que pasaba, y ya sobre la vereda—; de ese asesinato cobarde sabré hacerles responsables. Señor Rodríguez, si usted quiere que yo vaya a la policía en cumplimiento de la orden que usted trae, haga usted retirar inmediatamente a toda la fuerza; de lo contrario, pueden mandar hacerme fuego en el acto, porque no me muevo de aquí. —Y se abrió la ropa sobre el pecho como indicando el paraje donde habían de tirarle.
Un movimiento de oleaje se produjo entonces entre aquella multitud, que rugió de una manera amenazadora.
—Pido a mis amigos y a mi pueblo la mayor calma posible —dijo—; ahora es preciso proceder sin violencia, que si el movimiento de la lucha llegara, yo seré el primero en pedir su ayuda al pueblo sanjuanino.
Estas palabras contuvieron un movimiento agresivo que empezaba a pronunciarse en los mismos soldados, cuya mayoría era afecta y leal al caudillo.
Rodríguez vio la situación sumamente difícil, tuvo miedo y conferenciando con Yufre decidieron hacer retirar la tropa a una corta distancia, para que pudiese protegerlos en un momento de apuro, y mientras Yufre se retiraba con los soldados, Rodríguez se acercó al general ofreciéndole su brazo, brazo que el general rechazó con ademán del más profundo desprecio.
Y creyendo que los soldados se retiraban efectivamente y tranquilizando a los grupos con un ademán, se puso en marcha en dirección a la policía acompañado de Rodríguez que empezó a caminar a su lado.
Los grupos de pueblo se pusieron en marcha, en número bastante reducido, pues la mayoría, comprendiendo que todo no podía terminar allí, se había retirado en busca de sus armas y caudillos, porque en la conciencia de todos había la seguridad de que la revolución no podría tardar en estallar, desde que era preciso libertar a Benavídez.
No bien habían caminado un par de cuadras cuando se produjo una escena cínica que daba la medida de lo que eran los hombres del gobierno. El general Benavídez se había detenido, llevando la mano derecha al bolsillo del pecho de la levita. Rodríguez, pensando sin duda que lo que el general iba a sacar era alguna pistola, para matarlo, dio un salto prodigioso al medio de la calle, quedando lívido como un cadáver. Benavídez sonrió fríamente y retiró la mano del bolsillo, armada de una pastilla que se echó a la boca y siguió andando. Entre los grupos estalló entonces una rechifla espantosa; y Rodríguez, avergonzado del papel sumamente ridículo que acababa de hacer, volvió a colocarse al lado del general, bajando la cabeza para ocultar la expresión del semblante.
Al llegar a la policía, Benavídez estaba perfectamente tranquilo, pues pensaba que todo se reducía a hacer una averiguación para aclarar los temores de revolución que tenía el gobierno y ponerlo en libertad una vez averiguados los hechos. El gobernador no podía proceder de otro modo con una persona de su rango. Pero en la policía se había preparado todo para asegurarlo y garantirse con su persona de la revolución que había de estallar de un momento a otro.
La agitación del pueblo era inmensa, todos condenaban el proceder del gobierno, que tenía miedo de seguir adelante porque provocaba el estallido de un movimiento cuyo fin no podía preverse, pero que también tenía miedo de retroceder, porque con la prisión del general quitaba a la revolución su más precioso elemento, y tenía como arma para que la revolución se deshiciera, la amenaza contra la vida del general. Así es que se había reforzado al cuerpo de guardia con la mejor tropa, y tomado todas las medidas de seguridad posible para que en caso de un motín, el general no pudiese ser libertado. Es que Gómez no pensaba ni quería matar a Benavídez, sino desarmar en su persona una revolución poderosa.
En cuanto Benavídez entró, se cerraron las puertas, se reforzó la guardia, cuyo comandante era el mismo Rodríguez, cerrándose las pesadas puertas de madera dura. Benavídez no había perdido un átomo de su serenidad, a pesar de todo aquel aparato, y se dirigía tranquilamente al despacho del jefe de policía, quien le manifestó que tenía orden del gobierno de detenerlo hasta que se aclarasen ciertas dudas fundadas en hechos que el gobierno conocía.
Y como Benavídez manifestó que acataba los actos del gobierno, en la seguridad de que esas dudas serían pronto desvanecidas, fue conducido por el mismo Rodríguez al alojamiento que se le había preparado. Este era una pieza situada en los altos de la policía, en los mismos altos donde hemos visto afeitar a Sarmiento, y que ofrecía buenas garantías de seguridad. La entrada de la pieza era estrecha, con fuertes refuerzos de madera dura, y cerca de la escalera por donde se subía a aquel departamento, cuya galería, y vestíbulo eran también en madera dura, de esa madera que parece fierro, y que es imposible romper porque resiste al hacha mejor templada.
Allí había también otro cuerpo de guardia bastante fuerte, a las órdenes del capitán Godoy, pero el comandante superior de todas aquellas fuerzas era el mismo Rodríguez que acompañaba al general.
A medida que avanzaban, el paso era cerrado por centinelas que se iban colocando al efecto, para impedir que nadie, con excepción del comandante de la guardia, llegara hasta donde estaba el general. En la misma puerta del estrecho calabozo se colocó el último centinela, cuya consigna dada por el mismo capitán Godoy, fue más rigurosa aún que la de los demás.
No se sabe si por orden del gobierno, o por simple precaución del jefe de policía, en cuanto Benavídez estuvo en el calabozo, acudieron dos herreros con una enorme barra de grillos. El general no opuso la menor resistencia, sonrió como siempre y se dejó colocar los grillos, bárbaros grillos cuyo peso era de cincuenta libras, calculando que con ellas Benavídez no podía dar un solo paso. Recién entonces se retiró el comandante Rodríguez, a quien pidió el general mandara tranquilizar a su señora, que estaría alarmada.
La señora, en cuanto supo la prisión del general, se vino a ver al gobernador impugnándole valientemente su proceder infame. Pero el gobierno la tranquilizó diciéndole que aquello no era más que una medida preventiva que cesaría pronto, en cuanto los amigos del general salieran de San Juan, renunciando a sus proyectos de revolución.
La señora manifestó deseos de hablar al general, pero le dijeron que hasta el día siguiente no era posible, pero que en cambio podía mandarle todo aquello que creyese podía necesitar. Ya aquello siquiera era un consuelo; la señora se retiró a prepararle una cama, y lo más necesario para que pasara aquella noche lo más cómodamente, no sospechándose que el general estaba con grillos de cincuenta libras. Efectivamente, antes de obscurecer, la señora le mandó un catre lleno de ricas cobijas, comida y un par de sillas, todo lo que recibieron en la policía, mandándolo al calabozo del general.
Entretanto la agitación del pueblo crecía por momentos. En el cuartel situado a dos cuadras de la plaza el gobierno tenía sus mejores tropas de infantería bien municionadas, y a unas ocho cuadras de la misma, estaban también listos para acudir al combate unos 300 hombres de caballería. La plaza estaba llena de grupos armados que la policía no se animaba a disolver, mientras el coronel Icasate reunía apresuradamente todos sus elementos para atacar esa misma noche a la policía y libertar a su cuñado.
Los gritos de: "¡Abajo el Gobierno! ¡Viva el General Benavídez! ¡Que lo pongan en libertad!", empezaron a sonar en la plaza, la multitud a agitarse, y el jefe de policía, Rodríguez y Yufre, a temer un descalabro. Querían consultar al gobernador, pero no se atrevían a salir de la policía, temiendo que el público de la plaza fuera a avanzarlos y desquitarse con ellos la prisión del general.
Pero el gobernador Gómez, por consejo de su ministro Laspiur, envió un pliego de sus instrucciones a la policía, diciendo que era preciso decir al mismo Benavídez, que era necesario saliera al balcón a tranquilizar y hacer retirar las masas, pues de otro modo el gobierno tendría que hacerlas retirar por medio de la fuerza, lo que causaría enormes desgracias. Benavídez escuchó sonriendo aquel pedido y manifestó que mal podía tranquilizar al pueblo, pues si alguno le veía la barra de grillos, lo más probable era que aquella fuera la señal de ataque.
—Y hablando en plata —añadió— ustedes no quieren que yo haga retirar al pueblo, para evitar esas desgracias consiguientes del choque entre el ejército y el pueblo. Ustedes quieren que el pueblo desaloje la plaza porque le tienen miedo, porque saben que así no más no lo habían de arrollar, y porque saben que el pueblo sanjuanino no se detendría hasta no haber llegado aquí y haber hecho mil escarmientos. Ustedes tienen miedo, porque sienten que la razón no está de su parte, porque han cometido una iniquidad, porque no tienen seguridad en las tropas y creen que en un momento de conflicto me han de seguir. Eso es lo único que los detiene, que si no ya hubieran despejado la plaza a balazos.
Al escuchar al general Benavídez tanto el jefe de policía como Rodríguez estaban anonadados. Sentían la verdad de aquellas palabras y tenían miedo de la situación que ellos mismos habían provocado.
—Sin embargo —siguió diciendo el general—, yo quiero ser todo lo generoso que me sea posible, no por consideración a ustedes ni al gobierno que tan villanamente se porta conmigo, sino porque no quiero que por mí se produzca una situación sangrienta que haga caer muchas cabezas más de ustedes que de ellos. Yo voy a tranquilizar al pueblo, voy a ver si lo hago retirar, pero prevengo que si mañana no se me ha colocado en condiciones naturales, si no se me ha puesto en libertad o se me ha entregado a mis jueces naturales, dejo al pueblo proceda y me haga justicia, suceda lo que suceda y caiga quien caiga. Yo no puedo moverme con esta estúpida barra de grillos que me han puesto como si se tratara de algún gran criminal, yo debía poner por condición previa que me la sacaran, pero no quiero valerme del miedo que les estoy viendo en el semblante, porque tengo conmigo la fuerza de la razón.
El jefe de policía dio orden a Rodríguez que mandara buscar al herrero para que sacara los grillos al general, pero le guiñó el ojo indicándole que aquella orden era sólo para engañar al preso y hacerlo hablar al pueblo en el sentido que querían. Cuatro soldados vinieron entonces, y ayudaron a Benavídez a pasar a la sala de la calle, desde cuyo balcón podía ser visto por todos.
La plaza presentaba entonces un aspecto imponente, porque el pueblo allí aglomerado, amenazaba de muerte a la autoridad, y pedía de una manera terminante la libertad de Benavídez. Cuando éste se asomó al balcón, un inmenso clamoreo se levantó en la plaza, clamoreo que cesó al momento que aquél hizo una seña indicando que iba a hablar. Fue tal entonces el silencio que reinó en la plaza, que se hubiera oído sin dificultad alguna la palabra más débil.
—Amigos míos —dijo el general sonriendo—, vengo a pedirles un servicio que espero no me han de negar. Es necesario que se retiren tranquilos a sus casas, para evitar desgracias que más tarde serían lamentadas por todos.
—No, no —gritaron de todas partes—. ¡Queremos que se ponga en libertad a nuestro general! ¡Abajo el gobierno!
—Amigos míos —siguió diciendo Benavídez, con un ligero acento de amargura—, a mí se me respeta y se me trata bien por ahora; el gobierno ha creído que debía prenderme, por un exceso de precaución, pero no tardarán en ponerme en libertad.
—¡Que lo pongan ya en libertad! —volvieron a gritar de todas partes—. Que lo pongan ya en libertad, si no quieren que vayamos nosotros a sacarlo.
El pueblo estaba indignado y desconfiaba del gobierno, temían por la vida del general y querían sacarlo de allí a toda costa.
—¡Amigos míos! —volvió a gritar el general—. En nombre del cariño que me tienen, yo les vuelvo a pedir que se retiren, y les aseguro que pueden hacerlo tranquilamente respecto a mi persona; es preciso evitar en lo posible las desgracias que traería para San Juan un estallido popular. Yo les aseguro que no tienen nada que temer respecto a mi persona, y en todo caso, si mañana a estas horas no se me ha puesto en libertad, podrán entonces proceder como quieran.
—¡Somos fuertes! —gritaron de todas partes—. Tenemos con nosotros el derecho y la fuerza, y nada tememos. ¡Que se le ponga en libertad sobre tablas!
—¡Amigos míos! —dijo por fin el general tentando el último esfuerzo—. Yo les pido que se retiren, porque esa actitud amenazadora, esta noche, me compromete ante toda la República. Así, en nombre de mi crédito y reputación comprometidos, yo les pido que se retiren, mañana será otra cosa y si no se procede con justicia, el movimiento de ustedes sería justo y legítimo. Retírense, amigos míos, y mañana podremos vernos juntos, por la razón y el derecho o por la más autorizada violencia. Estas últimas palabras produjeron en el ánimo del pueblo el mejor efecto.
Todos rompieron en estruendosos vivas al general, amenazas al gobierno, y
empezaron a retirarse de la plaza, resueltos a venir al otro día, a exigir con las armas en la mano la libertad de su caudillo. Y era tal el movimiento del pueblo en las calles y tan amenazadora su actitud, que el gobierno empezó a vacilar, pensando que tal vez lo más conveniente fuera poner en libertad a Benavídez, exigiéndole palabra de honor de que no atentaría contra la paz pública, disuadiendo a sus amigos comprometidos en la revolución. Pero este pensamiento prudente encontró gran resistencia, porque la libertad de Benavídez, pensaban, era el triunfo de la revolución, y a pesar de toda promesa, ellos quedaban expuestos a ser barridos en el momento menos pensado.
El pueblo, entretanto, a pesar de lo prometido a Benavídez, seguía sumamente agitado, no tenía confianza en el gobierno y temía una iniquidad. Así es que, en cuanto Benavídez se retiró del balcón para ser llevado de nuevo a su calabozo, los grupos que se habían ido ya empezaron a volver a la plaza, siempre amenazadores. No querían separarse de la policía por temor que fueran a sacar de allí al general y estaban ya arrepentidos de haber prometido esperar hasta el día siguiente. El pueblo comprendía que se le tenía miedo, desde que la autoridad no intentaba desalojarlo, y quería aprovechar ese miedo en beneficio del general.
En aquel momento, y estando la noche completamente cerrada, llegó a la plaza un gran grupo, más entusiasta y más marcial que los otros, pidiendo a gritos la inmediata libertad del general Benavídez. Estos, eran los hombres reunidos por el coronel Icasate, que acudían mandados por éste en persona, a libertar al general. Allí supo Icasate lo que en el balcón había dicho su cuñado, y desde aquel momento, en vez de tranquilizarse, fue mayor su desconfianza. Conociendo íntimamente a Benavídez, sabía que era capaz de llevar su generosidad hasta el sacrificio de su vida en bien de la tranquilidad pública. Y ese mismo empeño en convencerlos que nada tenían que temer era lo que más lo alarmaba.
—Se quiere ganar tiempo —dijo— para traer sin duda mayores elementos de fuerza y para que la revolución se debilitara en la inacción, perdiendo los más preciosos momentos de obrar.
Los hombres que él había llevado estaban bien armados, y con munición suficiente para pelear una hora. Eran en su mayor parte antiguos soldados, avezados al combate, y con los que se podía operar sobre la mejor tropa sin temor de un rechazo.
—Con ellos yo atacaré el cuartel de la infantería —dijo— hasta rendirlo, y de allí podremos sacar armas y municiones suficientes para todos, mientras ustedes luchan con la policía, tratando de tomarla, o resistiéndose tan sólo, hasta que yo pueda venir a prestarles protección. No se han de atrever a salir, yo los conozco, porque tienen miedo y se creen más seguros estando adentro, pero veremos a ver si resisten un asalto bien llevado.
El coronel Icasate era un militar bravo y práctico, sumamente sereno en medio del peligro, y habituado a dominarse en las más difíciles situaciones. Tenía confianza en la gente que llevaba, y más confianza aún en aquel movimiento eminentemente popular.
El alboroto empezó entonces a crecer imponentemente, algunos tiros sonaron en las calles y el pueblo se lanzó a la revolución de una manera resuelta.
Y mientras Icasate atacaba el cuartel donde estaban los infantes, con el
doble propósito de tomarlo y de impedir que pudieran acudir en protección de la policía, otros grupos, seguidos del pueblo armado, atacaron allí, trabándose un reñido combate.
En la policía estaban asustados, se habían enviado dos oficiales a pedir auxilio al cuartel, pero allí combatían con Icasate, siendo pocos para resistir al brioso ataque. Los oficiales no pudieron llegar al cuartel ni regresar a la policía, poniéndose de parte del pueblo como única manera de salvarse. Los soldados de policía resistían y respondían al fuego que les hacían de la calle, pero con muy poca gana. Tenían mayores simpatías por el general Benavídez y la conciencia de que la revolución, dirigida por el coronel Icasate, tenía que triunfar antes del amanecer.
Los centinelas que se colocaban en la puerta del calabozo de Benavídez tenían la consigna recibida del capitán Godoy, comandante de la guardia, de no dejar pasar a nadie, absolutamente a nadie, consigna que tenían que cumplir bajo la pena de la vida. Yufre, Rodríguez y otros, bastante asustados porque no venía el refuerzo pedido, opinaban que la única manera de sofocar la revolución o de imponerse a ella era de matar a Benavídez, porque así ya no tenían razón de seguir el ataque. Y el peligro crecía, era preciso decidirse pronto, porque la guardia del patio, fuerte de dos compañías, había empezado a perder hombres y terreno, y si los revolucionarios entraban a la policía y libertaban a Benavídez, todo se perdía para ellos, que serían las primeras víctimas.
En el patio de la policía sucedía, además de esto, lo que nadie había previsto, y es que los soldados no queriendo pelear contra la revolución, e imposibilitados en plegarse a ella, saliendo por el zaguán, abandonaban su puesto, y dejando o llevando sus fusiles, subían a las azoteas, no sólo huyendo por allí, sino enseñando a los revolucionarios un camino más seguro y más rápido. La acción en la policía empezaba a perderse, los soldados que no caían heridos o muertos, desertaban por las azoteas, al extremo de que en aquel patio apenas quedaría una docena de hombres, que hacían fuego de muy poca gana.
Rodríguez se dirigió entonces rápido y resueltamente al calabozo de Benavídez, seguido de su asistente y armado de una pistola de dos tiros. Como medida extrema de salvación iba a asesinar al general, que no podía moverse bajo el peso de sus enormes grillos. Subió la escalerita de madera dura y quiso seguir adelante, cuando se encontró detenido por el centinela de la puerta. Este era un veterano viejo, que había servido muchos años con el general, y que bajo el pretexto de cumplir la consigna, se había propuesto defenderlo hasta donde pudiera.
—Atrás, comandante —dijo—, no se puede pasar.
—Soy el comandante de las fuerzas —gritó Rodríguez furioso, queriendo intimidar al centinela.
—Pero usted no es el capitán de guardia, y de él he recibido la consigna de no dejar pasar a nadie. ¡Atrás pues, mi comandante! —Y se puso en actitud de agresión.
Benavídez, de pie, en el centro del calabozo, sin poder dar un solo paso por el peso enorme de los grillos, contemplaba aquella escena salvadora, pues desde que vio llegar a Rodríguez comprendió que lo venía a matar. Y él no tenía para defenderse ni siquiera la posibilidad de sus movimientos. Por las detonaciones y la precipitada huida de los soldados comprendía que la revolución triunfaba y que pronto estaría en libertad. Pero al ver de pronto que podía ser asesinado a mansalva y que era indudablemente el proyecto de sus titulados guardianes, se resolvió a morir de la manera más brava que le fuera posible, puesto que no había otro remedio. Y a pesar de la situación angustiosa por que atravesaba no pudo menos de sonreír ante la actitud de aquel centinela.
—Déjame pasar o te mato —gritó Rodríguez fuera de sí, sacando su espada.
—Yo no puedo dejar pasar a nadie si el capitán no me lo manda por intermedio del cabo de cuarto. Atrás, entonces, comandante, o soy yo quien mata a usted.
Ciego Rodríguez y creyendo que el centinela retrocedería ante su enojo, lo acometió con la espada levantada.
El centinela echó entonces un pie atrás, bajó su fusil y sepultó la bayoneta en el cuerpo de Rodríguez. A las voces y estruendo de la lucha, había acudido el sargento de guardia, que unido a otros soldados, al ver al comandante de las fuerzas herido en el suelo, acometieron al centinela, trabándose una lucha tremenda y desigual. El centinela, viendo que al fin lo ultimarían y no pudiendo hacer más para defenderse, arrojó al suelo el fusil y disparando a las piezas de la calle, saltó a la plaza por aquel mismo balcón por donde se había salvado Sarmiento en aquel trance peliagudo que conocen nuestros lectores. Y antes de huir tuvo tiempo de gritar a Benavídez:
—Ya lo ve, general, he hecho lo que he podido.
El capitán Godoy, que acudía en ese momento, atraído por el estruendo de la lucha, oyó las palabras del soldado, vio a Rodríguez sobre un charco de sangre y se lanzó allí, creyendo se trataba de una conspiración.
De pie, sujeto por los grillos, con los brazos cruzados sobre el pecho y siempre sonriente, estaba el general Benavídez siguiendo con mirada tranquila aquellas escenas. En aquel momento las detonaciones eran menos, porque la revolución triunfaba decididamente.
Al ver a Benavídez en aquella actitud, Godoy lo creyó autor de una sublevación en el cuerpo de guardia, y de la muerte de Rodríguez. Sabe Dios lo que cruzó por la cabeza del capitán, el hecho es que arrebatando el fusil a un soldado, lo volcó sobre el general e hizo fuego. El general Benavídez, con una serenidad incalculable, esquivó el cuerpo y tomó el fusil por el cañón, tirándolo a sí tan fuertemente, que el capitán Godoy entró al calabozo dando traspiés, donde un segundo y más fuerte tirón le hizo soltar el fusil, que quedó en manos de Benavídez como una masa de armas.
Los demás soldados y oficiales que acudían y habían acudido rodeaban al comandante Rodríguez que gritaba espantosamente. Así nadie se sospechó el peligro que pudiera correr Godoy, puesto que Benavídez, con los grillos, no podía dar ni un paso para acometerlo. Ya se sentían las pisadas de los que habían entrado a la policía, y daban voces por los patios y pasillos llamando al general Benavídez.
Este, rápido como el pensamiento, y para evitar que el capitán Godoy se le pusiera fuera de tiro, mientras buscaba una pistola en la cintura, levantó el fusil que le había quitado y con toda la fuerza de sus brazos, le descargó en la cabeza un tremendo fusilazo. El golpe fue de muerte, las llaves del fusil se enterraron en el cráneo del capitán destrozándolo de una manera terrible, y el capitán cayó pesadamente arrastrando el fusil que Benavídez no pudo arrancar de la herida.
Entonces se produjo una escena repugnante. Los que rodeaban a Rodríguez, apercibidos de lo que había pasado, se lanzaron sobre el general, armados de fusiles, espada y hasta de cuchillos, a las voces de Yufre que gritaba:
—¡Mátenlo, mátenlo, a ese canalla!
La revolución estaba triunfante y no había tiempo que perder, porque dentro de un momento estarían allí los revolucionarios incitados por la voz del general.
Este vio aquella cantidad de asesinos que se le venía encima, pero no por esto perdió su serenidad ni apagó la sonrisa de su boca expresiva. En un esfuerzo violento arrancó el fusil del cráneo de Godoy y se dispuso a parar con él los golpes que le dirigieran, sirviéndose como una maza para repetir el golpe dado a Godoy, siempre que alguno se le pusiera a tiro. Exageradamente bravo como era, y sumamente ágil, Benavídez se hubiera defendido bien, mientras los amigos triunfantes llegaban en su socorro.
Pero estaba clavado en el suelo por el peso de los grillos, sin poder hacer el menor movimiento, pudiendo apenas defenderse por su frente. Y mientras unos le hacían fuego y amenazaban su pecho con las bayonetas, otros lo cargaron por la espalda y los flancos, tratando de ultimarlo a toda costa. Benavídez logró tomar a tiro uno de los soldados y le descargó el segundo fusilazo, cuyos efectos fueron tan tremendos como el primero. Pero en aquel momento y aprovechando la pérdida del fusil calzado en el cráneo del soldado, uno de ellos se le acercó por el costado izquierdo, sepultándole en él la bayoneta. La impresión de la herida y el brusco movimiento por evitarla, hizo que perdiera el equilibrio, cayendo enredado en los grillos, de espalda, sin poder moverse. Y aquellos miserables se le fueron encima, hiriéndole de todos modos y en todas partes. Quien un rechazo, quien un bayonetazo, quien una puñalada, todos trataban de hacer su herida y ultimar al noble general, cuyos brazos estaban ya despedazados por las heridas recibidas en ellos tratando de evitar los golpes.
Esta escena fue rápida y sangrienta. Sin pronunciar una palabra, sin dejar sentir la menor queja, acribillado a heridas de todo género, el general Benavídez rindió por fin la vida como un héroe. Y como ya los revolucionarios triunfantes se sentían en la escalera, los asesinos se alejaron precipitadamente, ya huyendo por las azoteas, ya dejándose caer por los balcones y mezclándose al general tumulto.
¡Terrible fue la impresión recibida por los primeros que entraron al calabozo, viendo el cadáver del general! Un momento después la dolorosa noticia de que el general Benavídez había sido asesinado recorría todos los grupos produciendo la pena y el espanto consiguientes. Muerto el general, la revolución quedaba sofocada. ¿Quién los guiaría en aquel caos? ¿Quién los encabezaría y tomaría todas las medidas tendientes a la salvación? Y huyeron a la plaza llevando la triste nueva, matando al paso cuanto empleado de policía hallaron.
La triste nueva se extendió por toda la plaza hasta que llego al coronel Icasate, que desde aquel momento lo consideró todo perdido, puesto que él no se atrevía a arrostrar la responsabilidad de la situación que pudiera producirse. El gobierno, aprovechando la desmoralización de los revolucionarios, mandó sus órdenes al cuartel de la caballería, situado en la Chacarita, para que aquellas fuerzas vinieran en el acto en protección de la policía. Icasate, que comprendió la confusión y desmoralización que se apoderaría del pueblo, al conocer la triste nueva, se retiró del combate, para evitar que sus leales fueran deshechos y acuchillados por las tropas del gobierno, que pocos momentos después quedaban triunfantes en toda la línea.
Rehechas las fuerzas del gobierno, volvió a ser ocupada por ellas la policía, que era el punto donde más se había luchado. El patio estaba sembrado de cadáveres de una y otra parte, cadáveres que se veían en todo el trayecto que conducía al calabozo que había ocupado el general. El cadáver de éste se hallaba allí, entre el de Godoy y el del soldado. Y mientras unos colocaban al del capitán en el catre de Benavídez, otros tomaban el cadáver de éste y lo bajaban al patio, donde le sacaron los grillos para ocultar en lo posible toda la cobardía de que había sido rodeado aquel asesinato infame. Y se le dejó en una de las oficinas de la calle en el suelo, para que el público saciara bien su curiosidad.
Tan monstruoso era aquel crimen, que el mismo gobierno fue el primero en condenarlo de la manera más severa, pues el general Benavídez era un hombre benemérito, cuyo servicio nadie podrá atreverse a desconocer. Fue aquél un verdadero día de luto para toda la sociedad sanjuanina, que veía con la muerte de aquel hombre extraordinario el caos a que rodaría la provincia en manos de los hombres que se levantaban sobre su sangre generosa.
La esposa de Benavídez quedó aturdida ante aquella noticia tremenda, que en vano sus amigos habían tratado de ocultarle. En el primer momento el estupor producido por la terrible noticia que se le daba la privó de toda acción, pero recobrando bien pronto el ánimo, enjugó aquellas lágrimas desesperantes que arrancaba el dolor y salió a la calle en dirección de la policía. La señora de Benavídez era una dama enérgica y valiente, familiarizada con el peligro. ¿Qué podía temer cuando se trataba de ir en socorro del compañero de toda su vida? Y alentando una esperanza de que hubiera exageración en la fatal noticia, andaba con una rapidez vertiginosa, tratando de llegar cuanto antes a la policía.
Pero a pesar del temple de su carácter, a medida que se acercaba a la policía su ánimo iba decayendo y, mujer al fin y mujer amante, el llanto se agolpaba a sus bellos ojos, y rodaba por sus mejillas pálidas. Ella llegó a la policía ahogada por los sollozos y entró, a pesar del centinela que le cerró el paso y a quien apartó con un ademán enérgico y vigoroso. Y aquel soldado bajó la cabeza, conmovido por el dolor que acusaba aquel semblante, y le dejó libre el paso. La señora, vacilante en el andar, se dirigió al primer grupo que vio a la derecha, que era precisamente un grupo de curiosos empleados y oficiales, que rodeaban el cuerpo exánime del general. Y ellos se apartaron respetuosamente, dominados por aquella actitud de dolor supremo, dejándole libre el paso. Y ella pasó sin mirar a nadie y se detuvo delante de aquel cadáver, y sin decir una palabra, se oprimió la cabeza en un ademán desesperado, como si hubiera querido deshacerla entre sus manos bellas.
Y así permaneció un momento con la vista fija en el cadáver y el semblante bañado en lágrimas. Y sus rodillas se fueron doblando, y sus manos, desprendidas de la cabeza como por su propio peso, cayeron hasta el semblante lívido y ensangrentado del cadáver, como si hubieran querido darle la vida bajo una caricia suprema. El dolor, el dolor inmenso producido por la tremenda pérdida, estalló por fin en el corazón de la mujer, con toda la desesperación poderosa de su cariño huérfano.
Y entregándose por completo a su desesperación rompió a llorar de una manera imponente, mientras acariciaba el cadáver con la misma pasión que puede acariciarse a un vivo.
—¡Pobre de mí! —exclamó—. ¡Ya nada me queda en el mundo!
Conmovidos por dolor tan intenso, algunas personas se le acercaron tratando de apartarla del cadáver. Pero ella se puso de pie como movida por un resorte, y envolviéndolos a todos en una mirada tremenda, les gritó:
—¡Asesinos! ¡Cobardes asesinos! Uno solo de sus cabellos valía más que todos ustedes. —Y altiva y sollozante preguntó por la oficina del jefe de policía, donde se entró una vez que se la indicaron.
Allí estaba el gobernador tomando las últimas medidas de seguridad y con él se encaró la dama, diciéndole:
—Vengo a buscar el cadáver del general Benavídez, tirado en el suelo como el de un animal, ¿hay algún inconveniente para entregarlo a su viuda?
El gobernador se puso de pie en el acto como las demás personas que lo rodeaban y quiso dar a la viuda el pésame más sentido, manifestando cuánto lamentaba la desgracia sucedida.
—¡Silencio! —gritó entonces la señora con ademán solemne—. ¡Siquiera tengan la franqueza cínica que debe caracterizar a todo asesino! Señor gobernador Gómez, hágame usted entregar el cadáver de mi esposo para honrarlo como se debe, y sacarlo siquiera de entre sus asesinos, para que no lo insulten con su mirada de alegría, alegría estúpida, pues con su muerte San Juan ha perdido a su hijo más ilustre. —La indignación que hacía temblar su palabra, había secado sus lágrimas y borrado el dolor de su semblante, que sólo expresaba odio y desprecio.
El gobernador, dominado por las justas palabras de la dama, mandó que se le entregara el cuerpo del general, y se le atendiera en todo cuanto necesitara. De esta manera se libraba pronto de aquella mujer, cuya presencia lo avergonzaba y empequeñecía.
Obtenida la orden, la señora de Benavídez volvió a su casa, y regresó a la policía, acompañada de cuatro hombres que traían un catre para llevar el cadáver. Al dirigir la triste operación, el dolor volvió a dominarla, y lloró amargamente, sin dejar de acariciar un momento el pálido cadáver. El general Benavídez fue llevado así hasta su casa, escoltado por lo más distinguido de la sociedad sanjuanina y colocado en el salón, donde todos podían entrar a verlo.
El pueblo, el buen pueblo, llenó la casa y la cuadra donde ésta estaba situada, rindiendo así el último tributo a su noble caudillo.
Pero la señora de Benavídez pudo constatar con un dolor profundo la ausencia de aquellas personas a quienes más había servido su esposo, librándolos de las persecuciones de la autoridad y de la muerte misma. Muerto Benavídez, ellos no sólo se habían considerado desligados de su viuda, sino que habían rodeado al gobierno que lo asesinara, para seguir medrando con éste, aunque aquello importara un aplauso por el asesinato de su bienhechor.
Si la muerte de Benavídez había hecho fracasar la revolución, no por esto sus jefes habían renunciado a hacerla en mejores condiciones. Icasate, por cuya prisión el gobierno había hecho todo género de esfuerzos, salía de San Juan, acompañado de los caudillos más prestigiosos, para plegarse a Rojo, que estaba en Mendoza, hombre prestigioso e inteligente a quien levantaban ellos como candidato para suceder a Gómez.
Como lo había previsto Benavídez y los principales hombres de San Juan, aquella provincia rodaba de una manera positiva al abismo del caos y de la guerra civil. El partido liberal se levantaba de una manera amenazadora, mientras los liberales se dividían en revolucionarios los más, y en sostenedores del gobierno los menos, puesto que de aquel lado estaba el poder y la fuerza. El egoísmo de los que olvidaban quién había sido el general Benavídez y cuánto le debían, venía a robustecer al gobierno asesino a quien rodearon, no sólo para evitar persecuciones, sino para medrar con él, que necesitaba el mayor apoyo posible.
Si el gobierno no intervenía, San Juan iba a caer bajo una situación sangrienta, cuyas consecuencias nadie podría prever. Y el gobierno del general Urquiza intervino entonces, para tomar estrecha cuenta a los asesinos del general Benavídez, su aliado, a quien tanto debía y que tanto le había ayudado en la organización de su gobierno. Es que Urquiza, hombre de una previsión extraordinaria, había comprendido que, siendo indiferente al asesinato de Gómez, se desprestigiaba ante el Chacho y demás caudillos prestigiosos con cuya poderosa alianza contaba. Mientras que enjuiciando a sus asesinos, aquéllos verían que Urquiza no abandonaba a sus amigos ni aun después de muertos, tratando de vengarlos por lo menos. E intervino de una manera decisiva en la situación de San Juan, salvándola de la guerra civil y salvando para la viuda de Benavídez gran parte de la fortuna de éste, sobre el cual se habían echado sus asesinos.
El general Peñaloza, el leal caudillo riojano, indignado con el asesinato de su amigo, el general Benavídez, había preparado un ejército para lanzarse sobre San Juan, y reponer en el gobierno a los amigos de aquél; pero el general Urquiza lo disuadió de esta empresa, asegurándole que él vengaría al general asesinado, y sabría castigar a sus verdugos, de tal manera, que el asesinato político cometido en San Juan no tendría imitadores en el resto de la confederación. Y como éste era el resultado que buscaba el Chacho, desarmó su ejército y esperó el resultado de aquella intervención poderosa, puesto que nadie en la República se atrevería a levantarse contra el gran caudillo entrerriano.
Como ésta es sólo la historia del noble Chacho, no seguiremos en la narración de los sucesos producidos por aquel asesinato. Sólo quisimos referir la muerte del caudillo sanjuanino que tanto figuró en nuestro primer libro, mezclado a la historia de Peñaloza. Sigamos entonces al caudillo de La Rioja, cuya vida entra ahora a su época más interesante, empujado por los sucesos a una situación brillante y espectable. Aquí puede decirse que empieza recién la parte interesante de aquella vida tan rica de episodios.