UNA CARNADURA DE BRUJO
La carnadura de Sandes era tan proverbial como su valor soberbio y crueldad misma. Una puñalada en el cuerpo de Sandes era lo que un alfilerazo en cualquier otro. El cerraba sus heridas no haciendo caso de ellas, vendándolas y consintiendo que le pusieran algunos medicamentos muy sencillos, solamente para librarse de los empeños de los médicos, que querían curarlo a todo trance, porque conocían bien las consecuencias de una herida abandonada.
El cuerpo del coronel Sandes era un tejido horrible de cicatrices formidables, causadas por heridas, muchas de las cuales fueron clasificadas como necesariamente mortales. Pero las heridas duraban muy poco en aquel cuerpo privilegiado; cicatrizando con una rapidez asombrosa y sin ofrecer el menor de los peligros que acompañan siempre a las heridas de cierta consideración. En aquel cuerpo se veían profundas cicatrices de lanza, de sable, de bala y de puñal, pareciendo imposible que pudiera vivir un hombre que había recibido semejantes heridas.
Bravo como un león, en la batalla de Pavón, Sandes quedó por muerto en el campo de batalla, acribillado de heridas, entre las que se contaba un tremendo hachazo que le dividía el cráneo. Sus compañeros que lo estimaban por sus bellas prendas militares, lamentaron profundamente su muerte, aquella noche, imaginándose cuán bárbaras habrían sido aquellas heridas, que habían concluido con aquella naturaleza de bronce. Dos días después, Sandes los alcanzaba en la marcha, llevando ya cicatrizada la mayor parte de aquellas heridas monstruosas, que ni siquiera habían supurado.
Las graves, como un lanzazo sobre la tetilla izquierda, habían sido envueltas por él mismo en una tira de poncho, después de habérselas cosido con una aguja e hilo que le facilitó un soldado. Y Sandes, con aquellas heridas frescas, había pasado toda la noche sobre el campo de batalla, donde cayó, recibiendo todo el rocío de la noche porque recién al día siguiente volvió en sí y pudo examinar sus heridas, poniendo las más graves en condiciones de marcha, como él decía. Todas aquellas heridas en quince días más estaban perfectamente cerradas, y Sandes en condiciones de entrar en una nueva campaña. Y tan seguro estaba Sandes de la pronta curación de sus heridas, que jamás se preocupó de ellas.
Había en Sandes otra cosa tan asombrosa como sus heridas mismas. Esta era la resistencia pasmosa de Sandes para soportarlas. O el dolor era ajeno a aquella naturaleza de bronce, o su resistencia era tal que aparentaba no sentirlo.
Conservamos en la memoria una anécdota, que oímos una vez a un soldado y que puede dar una idea de lo que era aquel hombre extraordinario. Conversaban una tarde en el fogón de Sandes algunos soldados, asistentes todos del coronel. Como en aquellos momentos hacían la comida, había muchísimo fuego, preparándose uno de ellos a ensartar el asado en el asador. Los milicos conversaban con esa alegría que caracteriza al soldado criollo, aún en sus momentos más apurados y reían estrepitosamente de la cara de un trompa que habían azotado aquella diana. Las ocurrencias más saladas y originales salían de aquellas bocas, cuando se apareció de pronto entre ellos el coronel Sandes, demudado y con un semblante endiablado.
Los milicos callaron como si les hubieran metido un corcho en la garganta y se echaron a temblar, creyendo que a Sandes no le habría gustado la conversación que tenían y les iría a dar algún castigazo de aquellos inaguantables. Sandes, sin decir una sola palabra, tomó el asador de manos del que lo limpiaba, quien hizo un quite soberano, persuadido que aquello no podía ser sino para cimbrárselo por el lomo. El coronel se acercó al fogón y metió entre las brasas el asador, hasta la mitad. En seguida se sentó en el suelo y pidió al negro Pancho un cuchillo bien afilado. Todo aquello había sido hecho con una rapidez asombrosa y sin dar tiempo a pensar lo que podía ser.
El pedido del cuchillo, sobre todo, concluyó de aterrar a los milicos, pues Sandes era muy capaz de hacerlos degollar uno con otro. Mientras le entregaban el cuchillo pedido, el coronel Sandes había desnudado hasta la rodilla su pierna izquierda. La pantorrilla de aquella pierna estaba cubierta de sangre, que salía en gotas negras y espesas, de algo como una mordedura o heridas de clavo. Sandes tomó el cuchillo y como quien corta en carne muerta, hizo en aquella pantorrilla tres tajos; pero tres tajos horribles, por entre cuyos labios se veía la blanca tibia.
—Alcanza el asador —dijo a Pancho con voz breve y sin que un solo músculo de su semblante varonil se hubiera contraído.
El milico sacó del fuego el asador, completamente rojo en su parte inferior, y se acercó a Sandes, quien le dijo con una naturalidad asombrosa:
—Quemáme ahí, dentro del tajo, pero hasta el hueso.
El soldado no se atrevió a acercar el asador a pesar de lo terminante de la orden; no sabían si el coronel estaba loco o si quería hacer alguna prueba de lealtad con ello. Vaciló y no resolvió.
Entonces Sandes, con la misma tranquilidad que había hecho las demás cosas, sacó de su cintura el revólver y apuntando a la cabeza de Pancho le dijo brevemente:
—O hacés lo que te mando, o te reviento la cabeza; pronto. —Y montó el revólver.
Pancho no vaciló ya, comprendió que Sandes no jugaba, y resuelto a aguantarlo todo, acercó el asador a la herida. Una columna de humo les envolvió el semblante, y el chirrido de la carne al contacto del hierro candente, los hizo estremecer a ellos, habituados a todos los horrores. Es que aquello era tremendo y rayaba en los límites de todo sufrimiento humano. Y Sandes no parecía actor sino simple testigo de aquella escena formidable, que había impuesto al mismo Pancho, el negro más bandido y desalmado de todo el ejército.
Cuando cesó el humo por haberse enfriado el asador, y pudieron verse las caras, los milicos se encontraron con el semblante inalterable del coronel
Sandes, que miraba su pierna con curiosidad interrogante. Aquella pantorrilla no era más que un churrasco horrible y humeante que no podía mirarse con serenidad, sin un sentimiento de horror.
—Tráiganme un poco de aceite —dijo Sandes— para echarle a la pierna porque se ha resecado mucho.
Acababa Pancho de echar el aceite y se preparaba a hacer un vendaje a su manera, cuando se sintió un gran alboroto de voces, carreras y golpes que sonaban a corta distancia.
—Vaya uno a ver qué es eso —ordenó el coronel—, y que no me obliguen de salir de aquí.
Dos o tres de los milicos, que lo que querían era salir de delante de Sandes, se apresuraron a cumplir la orden dada. El bochinche era formado por unos cincuenta hombres que perseguían un perro rabioso que acababa de morder a un oficial. Cuando los milicos indagaban la cosa, el perro ya había sido baleado y muerto a puñaladas y lanzazos, en medio de una gritería infernal.
Fueron los asistentes a dar cuenta a Sandes de lo que aquello significaba, y recién por la respuesta del coronel comprendieron lo que éste había hecho.
—Es el mismo que me mordió —contestó Sandes—, pero mi mordedura no tendrá consecuencias.
Sandes había sido mordido efectivamente por aquel perro rabioso y sin pérdida de tiempo había tratado de hacerse el remedio que creyó más eficaz y ya hemos visto de qué manera se lo aplicó.
El cuento corrió inmediatamente con sus menores detalles por todo el ejército, acudiendo en el acto los dos cirujanos a curar al coronel, pensando que había gran exageración de lo que habían escuchado. Pero la verdad de lo sucedido, el estado de la pantorrilla churrasqueada, era superior a todo cuanto habían oído; no se explicaban cómo un hombre podía haber tenido la resistencia necesaria para soportar aquella operación tremenda. A pesar de su resistencia y su empeño de ir por sus propios pies, los milicos lograron que Sandes se dejara conducir hasta su cama y consintiera en ser curado de la quemadura, pues lo que es la mordedura había sido perfectamente curada. No sucedió así con el oficial, alférez del I° de caballería, quien, menos resuelto que el coronel, fue curado débilmente y tarde; viniendo a morir dos meses después en medio de los dolores más atroces y ofreciendo el más conmovedor de todos los espectáculos.
Otro de los hechos que prueban la asombrosa carnadura del coronel Sandes y su valor moral a toda prueba, es el siguiente, que oímos referir también a uno de los viejos soldados de su escolta, cuando no soñábamos siquiera escribir nuestros romances.
Un joven catamarqueño fue tomado una vez por las fuerzas de Sandes, y conducido a su presencia como baqueano consumado de aquellos parajes. El ejército no bebía hacía ya treinta horas, y nadie sospechaba siquiera dónde podía haber una aguada por allí cerca. Aquel joven catamarqueño había servido con el Chacho y, según decían, conocía palmo a palmo todos aquellos territorios.
—Guía a la aguada más próxima —le dijo Sandes, dando orden de marcha al ejército, marcha peligrosa porque los soldados iban quedando rezagados en el camino a causa de la sed.
Para llevarlo más seguro, el catamarqueño fue obligado a marchar a pie y a paso de trote.
Al caer la tarde ya la sed era insufrible y no sólo los soldados sino los caballos se negaban a dar un paso.
—Allí hay agua —dijo el catamarqueño—, y efectivamente poco después llegaron a una aguada bastante abundante; pero que había sido inutilizada por el Chacho, con cuerpos de caballos y aún de gente. La sed hizo que algunos bebieran algo a pesar del gusto insoportable del agua, pero ni los caballos mismos se atrevieron a beber.
El hallar agua era cuestión de vida o muerte para el ejército; y Sandes hizo preguntar al catamarqueño dónde había otra aguada por allí.
—Como a diez leguas a vanguardia hay otra aguada —contestó el joven—; puede ser que ésa no esté inutilizada.
—Pues guía a ella.
—Si no me dejan montar a caballo será imposible, porque ya no puedo dar un paso.
Se creyó que el catamarqueño quería montar a caballo para escaparse, aprovechando la oscuridad de la noche y sin más trámite se dio esta orden:
"Que se le haga seguir a pie no más, y si se niega que se le obligue a andar con cuatro lanzas a la espalda."
El catamarqueño tenía el mayor interés en llevarlos donde había agua, porque sabía que era el único modo de salvar la vida. Pero estaba realmente rendido de cansancio, al extremo de no dar un paso más. Sin embargo, viendo que si no andaba se haría con él alguna herejía horrible, siguió andando a pesar del cansancio y las llagas formadas en sus pies por la larga y violenta marcha. Así anduvo cuatro leguas más o menos, hasta que no pudo más, y volviendo a hacer alto pidió de nuevo que le permitieran andar a caballo. Un lanzazo en las espaldas fue la única respuesta que recibió; diez soldados de la escolta de Sandes eran los encargados de hacerle seguir la marcha.
El joven hizo un esfuerzo poderoso y siguió andando; pero a los pocos minutos cayó postrado por el cansancio y el sufrimiento, volviendo a pedir por favor que lo alzaran a caballo. Un nuevo lanzazo seguido de amenazas terribles fue la manera como se respondió a la nueva súplica.
El joven volvió a hacer un esfuerzo tremendo y siguió andando; pero a los pocos pasos volvió a caer, ya para no levantarse más.
—Mátenme si quieren matarme —dijo—, pero yo no puedo andar más, ni siquiera puedo pararme.
Le dieron un nuevo lanzazo, pero fue inútil, el joven gimió pero no se paró más.
El parte fue a Sandes de esta manera seca y breve; el guía catamarqueño se ha echado, y dice que aunque lo maten no quiere seguir adelante.
—Pues háganlo seguir a la fuerza —respondió Sandes, pensando tal vez que aquella resolución fuera hija de la lealtad que toda aquella gente tenía por el Chacho.
Los soldados empezaron por pararlo y pincharlo con las lanzas para obligarlo a marchar. Pero el joven daba dos traspiés y volvía a caer pesadamente. Se veía claramente que no tenía ni la fuerza necesaria para tenerse en pie. Y se le siguió lanceando y empujando hasta que murió de aquella manera horrible.
El ejército siguió marchando en la dirección que había dado el catamarqueño, sostenidos los soldados por la esperanza de hallar agua.
Seis leguas más adelante encontraron realmente una aguada magnífica, donde hombres y caballos pudieron aplacar su sed por completo; el catamarqueño no los había engañado.
Un mes después de esto y pasando de regreso por aquellos mismos parajes, se presentó a Sandes un paisano como de cincuenta años, fuerte y nervioso, de mirada franca y serena, que manifestó el deseo de servirle de baqueano. Extrañando Sandes aquella espontaneidad, preguntó al paisano qué causa lo inducía a servirlo con aquel desinterés.
—Es un asunto de venganza, mi coronel —repuso el paisano—; me han ofendido hasta el alma y yo quiero vengarme. No saben qué clase de enemigo soy yo, agregó con un ademán sombrío, pero no han de tardar en conocerme. Yo conozco estas provincias como mis bolsillos, coronel, puedo andar al tanteo —agregó sonriendo—, sin necesitar mirar para saber lo que hay en ellos.
—¿Y sabes dónde hay agua y dónde anda el Chacho? —preguntó Sandes sin la menor desconfianza.
—Conozco todas las aguadas que están sin inutilizar; en cuanto al Chacho yo daré con él aunque no sepa donde anda y aunque se meta dentro de las minas mismas. ¡Oh!, no saben a quién han ofendido —añadió—, cuando lo sepan ya será demasiado tarde.
Aquél era un precioso hallazgo para Sandes que pensó tener ganada la campaña con semejante baqueano. No dudó un momento de la verdad de lo que le decía y mandó a aquel voluntario a alojarse entre su propia escolta.
—Yo no quiero tener más jefes ni más oficiales que usted mismo —le dijo éste—, así es que si me pone entre sus asistentes, estaré más hallado.
Sandes lo mandó entre sus asistentes recomendándoles lo trataran bien y al día siguiente se puso en persecución del Chacho, llevando como único baqueano al gaucho catamarqueño. Y desde el primer día de marcha pudo el coronel apreciar los servicios de este hombre extraordinario. No sólo no volvieron a carecer de agua, sino que tenían los mejores lugares para campar, al abrigo de toda sorpresa y con la esperanza de alcanzar bien pronto a Peñaloza.
Al mes de marchas, el paisano se había ganado por completo la confianza de Sandes, que lo tenía constantemente a su lado.
—Tengo la seguridad de que antes de diez días vamos a sorprender al Chacho en su campamento —dijo a Sandes el paisano—; pero usted me va a hacer un juramento, si no me echo atrás.
—Vamos a ver el juramento, para saber si puedo o no hacerlo.
—Quiero que usted me jure entregarme al secretario del Chacho para que yo haga con él lo que me dé la gana.
"Con prometer nada se pierde", pensó Sandes, e hizo al paisano el juramento que le pedía.
—Pues mañana a la diana estaremos sobre el Chacho.
Marchaban sobre la rastrillada del Chacho, no había duda, rastrillada fresca que indicaba estar muy próximo. Sandes y el catamarqueño iban adelante, la escolta unas ocho cuadras atrás, y en seguida el ejército en
son de sorpresa. La noche era clara y calurosa, excesivamente calurosa. Conversaban de la manera cómo habían de sorprender al Chacho aquella madrugada, cuando el paisano se detuvo de pronto y dijo:
—Para que usted tenga más confianza en mí, es preciso que sepa quién soy, así verá cuán justa es la causa de mi venganza.
—¿Y realmente, qué es lo que te han hecho que tanto te ha irritado?
—A mí nada —respondió el gaucho—; pero yo soy el padre de aquel mocito catamarqueño que hace un mes hiciste matar a lanzazos porque el pobre no podía dar un paso. —Y al decir estas palabras enterró rápidamente su cuchillo en el costado de Sandes y echó a correr con la mayor velocidad.
Fue tan recio el golpe y tan rápido, que Sandes no pudo pronunciar una palabra. Cuando llegó su escolta lo halló solo: se había arrancado el cuchillo de la horrible herida y estaba ocupado en vendársela con unas tiras, cortadas de su poncho de vicuña.
—Me han herido —dijo—; ese cachafaz ha querido asesinarme, pero no ha logrado su objeto. El Chacho no anda lejos, pues es indudable que marchamos sobre su rastro, vamos a ver si le caemos juntos. —Y concluyendo de vendarse la herida, ayudado de sus asistentes, ordenó se siguiera marcha.
Cuando se supo en el ejército que Sandes había sido herido acudieron en el acto los médicos para examinar la herida y hacerle una curación que le permitiera llegar hasta el próximo pueblo. La puñalada era tremenda, e inmediatamente mortal para cualquiera que no hubiera sido el coronel Sandes. Lavada y curada prolijamente, tan prolijamente como fue posible hacerlo a la luz de un fogoncito que se encendió al efecto, continuaron la marcha.
—Es indudable entonces que el Chacho no anda por aquí —dijeron los demás jefes—, y esta marcha viene a ser inútil. Para lograr su designio, ese bandido habrá tratado de guiarnos al paraje más solitario; de ninguna manera puede explicarse que haya servido de guía para sorprender al Chacho, una persona que tenía ya decidido el asesinato del coronel Sandes.
Sandes, queriendo ocultar la verdad de la cosa, dijo que aquel paisano era un agente del Chacho mandado exclusivamente a asesinarlo, pero bien pronto se supo la verdad.
Aquél era el padre del pobre joven catamarqueño tan ferozmente muerto, que había venido por su cuenta jurando a sus amigos que no le verían la cara hasta no haber asesinado a Sandes.
—Yo lo provocaría y lo pelearía, porque gracias a Dios a nadie tengo miedo; pero ellos han asesinado a mi pobre hijo de una manera feroz, y es preciso que muera también ferozmente el jefe que tales infamias manda.
Y había venido con toda la astucia posible, para engañar a Sandes, captarse toda su confianza y asesinarle de la manera que había creído hacerlo. Por eso es que, seguro de matarlo en el momento que quisiera, lo había guiado sobre las huellas del Chacho, para hacer sorprender al ejército una vez muerto su jefe. Así en cuanto dio la puñalada, seguro de haber hundido la cuchilla hasta el mango, echó a correr en la dirección que había de hallarse el Chacho.
Este, con todo su ejército, estaba efectivamente a un par de leguas de allí, inocente a todo lo que pasaba. El paisano llegó hasta él y lo impuso brevemente de lo que sucedía.
—Es bueno emboscarse desde ya —dijo—, porque es posible que no tarden en pasar por aquí; aunque una vez muerto Sandes no será difícil que contramarchen.
El Chacho reflexionó un momento, e hizo montar sus tropas para emboscarse; sabía perfectamente quién era Sandes y conocía toda su vida militar.
—No crea, amigo —dijo al paisano sonriendo tristemente—, Sandes no muere a dos tirones; para matarlo es preciso bandearle el corazón, y así mismo no es seguro.
—Por grande que sea la herida, por bien que haya sido hecha, Sandes no ha muerto, yo lo conozco y sé que tiene una carne como si fuera agua: no bien se ha retirado el cuchillo cuando se han juntado los labios.
—Es que yo le he de haber cortado las tripas y los riñones y todas las entrañas —contestó el paisano perfectamente convencido.
—No importa aunque eso fuera así, aunque el cuchillo le hubiera destrozado el interior del vientre, Sandes no ha muerto, ya verá amigo, le he visto yo levantarse de peores que ésta.
—Pues si no ha muerto él, tampoco he muerto yo —contestó el paisano, dejando brillar en sus ojos en un relámpago la expresión de su odio implacable—. Y si es preciso pegarle en el corazón para que muera, yo le pegaré, yo se lo partiré en nombre de mi hijo, muerto tan cobardemente.
El Chacho entretanto empezó a dar un gran rodeo, guardando todo el silencio que le fue posible, para salir a retaguardia de Sandes. Para él era indudable que no había muerto y que seguiría sobre el rastro hasta su campamento.
Efectivamente, hizo estudiar aquel rastro por los baqueanos que traía, y éstos aseguraron que el rastro era muy fresco y que debía pertenecer a todas luces a los montoneros.
—Lo que hay es que éstos habían sido prevenidos ya por el asesino y se habían puesto en precipitada marcha. Vamos marchando sin embargo tan rápidamente como sea posible, para tratar de alcanzarlos mañana, pues no pueden estar lejos.
Los médicos hacían a Sandes toda clase de reflexiones, manifestándole que con aquella herida no podía hacer semejante marcha sin exponerse a morir. —Este es un tajo que después de curado no vale la pena pensar en él —y negándose a oír las más cariñosas reflexiones, se puso en marcha en seguida.
La herida parecía no molestarle, pero ella era sumamente profunda, en una región sumamente peligrosa y ya el coronel empezaba a sentir fiebre. Sin embargo siguió adelante con la mayor entereza tomando muchas medidas de precaución, pues para él el enemigo no podía estar lejos. Así marchaba unas tres leguas, con un regimiento a vanguardia, atento al menor ruidito, a la menor cosa que pudiera indicar la proximidad o presencia de montoneros.
Pero en todo aquel trayecto no se halló nada que pudiera llamarles la atención.
Empezaba a amanecer, mezclándose la luz del alba a la luz de la luna, cuando el regimiento que iba de vanguardia se detuvo en el paraje en donde estaba campado el Chacho, mandando avisar al coronel Sandes aquella novedad.
Por los fogones aún calientes y con brasas muchos de ellos; por los desperdicios y aspecto general del paraje, era indudable que hacía muy pocos momentos que aquella gente había marchado. Sandes examinó personalmente el terreno y mandó seguir la marcha al trote y galope, persuadido de que antes de medio día estaría sobre el Chacho. No había aún concluido de ejecutar esta última orden cuando les llamó la atención una algazara tremenda que se sentía a retaguardia, seguida de tiros y de un tropel espantoso.
Sandes se tomó la cabeza con ambas manos lleno de desesperación, pues indudablemente había sido sorprendido por todo el ejército del Chacho emboscado allí cerca. En el acto hizo echar pie a tierra a su infantería y formar cuadro rápidamente, mientras su caballería en derrota pasaba delante de él como hojarasca barrida por un huracán. Los montoneros lo habían echado por delante, y los llevaban en derrota lanceándolos impunemente, a pesar de los esfuerzos tremendos que por contenerlos hacían los oficiales. Sólo el regimiento primero y la escolta del coronel habían logrado dar media vuelta rechazando al enemigo que los acosaba con fiereza. Entusiasmados por el éxito del primer momento, los montoneros se venían hasta los cuadros de infanterías, sableando y lanceando a los soldados a pesar del vivísimo fuego con que eran recibidos.
Pero el combate no podía durar así mucho tiempo. Aunque terriblemente bravos los montoneros no tenían buenas armas, no tenían infantería, y combatían contra un ejército regular, mandado por un jefe de un valor imponderable. El combate a la larga tenía que restablecerse, siendo vencidos los montoneros, si no se desparramaban a tiempo.
De cuando en cuando, y semejante a esas golondrinas que pasan como una saeta sobre la cabeza de otros pájaros, se veía cruzar, en el vértigo de la carrera, un jinete que blandía su lanza ferozmente al pasar delante del coronel Sandes. En vano éste le hacía tomar los puntos por las caras de los cuadros, en vano todos lo disputaban como blanco, el jinete volvía a cruzar ileso, amenazando siempre con su lanza el pecho del coronel. Era el padre del catamarqueño, el mismo paisano que le diera la puñalada horas antes, y que buscaba a toda costa la posibilidad de atravesarle el corazón con la lanza. Y aún cuando Sandes se hallaba rodeado de soldados no desistía de su empeño. Parecía un milagro que aquel hombre no hubiera caído ya víctima de uno de los mil tiros que se le habían dirigido.
Todo el apuro del Chacho era deshacer a la caballería que había logrado poner en derrota, dando a los destinados y prisioneros la ocasión de desertar y pasar a sus filas. Sólo los infelices destinados a la infantería, miraban con ansiedad desesperante el general desbande.
Derrotada toda la caballería de Sandes, con excepción del primero y la escolta, el Chacho se vino frenético sobre los cuadros de infantería, estrellándose contra sus caras formidables. Y aunque deshizo algunos causando numerosas bajas, fue rechazado de una manera tremenda; aunque se rehizo después y volvió a la carga con más bríos que nunca. El Chacho se había persuadido que aquel día se debía triunfar en toda la línea, y combatía con una heroicidad magnífica. Pero las descargas de infantería raleaban mucho sus filas, y ya lo obligaban a retroceder antes de llegar a los cuadros. El Chacho se convenció al fin, después de dos largas horas de combate, que no era posible triunfar de aquella infantería soberbia que les hacía un fuego infernal, y resolvió retirarse; pero como se retiraba él, dando a sus tropas punto de reunión, para poder hacerlo en pequeños grupos, evitando así una persecución fatal.
Derrotada desde el principio la caballería de Sandes, guardia nacional de la provincia, traída a la fuerza en su mayor parte, no había quien lo persiguiera. Sólo quedaban en pie el primero y la escolta, pero ellos habían sufrido mucho en el combate y eran además insuficientes para hacer la persecución. Además era exponerlos a una derrota inevitable si se les hacía salir fuera del abrigo de la infantería.
El ejército nacional, a pie firme, por falta de caballería, tuvo que presenciar la retirada del Chacho, retirada que hizo éste arriando todos los caballos que andaban sueltos por los alrededores, recogiendo muchas armas y la mayor parte de sus heridos. Fue recién en la retirada que se apercibieron de algo que no habían notado en el ardor del combate. Al lado del Chacho y golpeándose la boca, jinete en magnífico caballo mendocino, iba una mujer que no podía ser otra que la Victoria. Ella era, efectivamente, ella que había asistido a toda la batalla, sin separarse un momento del marido, y viniendo a su lado en las más famosas cargas dadas a la infantería de Sandes.
Este lanzó algunas partidas del primero, tratando de bolearle el caballo para tomarla prisionera; pero aquellas partidas tuvieron que regresar, corridas por la misma Victoria, que les esperaba hasta cierta distancia y los cargaba en seguida con lo que parecía escolta del Chacho, obligándolos a retroceder. Cuando los perseguidores daban vuelta y huían, la Chacha se les iba a la espalda y no regresaba hasta que sus soldados no volteaban dos o tres. Entonces se incorporaba al Chacho en medio de las más estruendosas carcajadas y aplausos de sus soldados, que si habían decidido dispersarse al principio, encontraron después inútil esta maniobra y aunque separados por regimientos, siguieron luego en la misma dirección.
Así el coronel Sandes, perfectamente triunfante, no pudo moverse del campo de la batalla, viéndose obligado a presenciarse la retirada de Peñaloza sin tener cómo perseguirlo. Al Chacho le había faltado infantería para triunfar en su sorpresa; y a Sandes le faltaba caballería con qué hacer una persecución que le hubiera dado por resultado el desbande de la montonera y un buen número de prisioneros tomados.
Como el Chacho veía que no podían perseguirlo, siguió marchando lentamente hasta que cerró la noche. Entonces desprendió una fuerte partida, que describiendo un semicírculo se situara a retaguardia de Sandes y diera un nuevo e inesperado golpe sobre las infanterías; golpe que por lo menos facilitaría la huída de todos los montoneros destinados en aquella arma.
Ya sabían que el enemigo no tenía con qué perseguirlos y que podían hacer cuanto quisieran, retirándose protegidos por la noche, que no se presentaba tan clara como la anterior. El Chacho seguiría marchando siempre a vanguardia, engañando con el ruido de sus caballadas y la algazara de sus soldados.
Como las avanzadas de Sandes sentían siempre a vanguardia el bullicio de la tranquila marcha del Chacho, enviaban chasque tras chasque al coronel, avisándolo que el enemigo iba siempre en marcha, sin cambiar de dirección, y tan lentamente, que se le podía seguir con la infantería, porque bien podía ser que campara y ofrecer entonces la oportunidad de un golpe de mano. Esta idea no pareció mal al coronel Sandes; pensó ponerla en práctica después que sus tropas hubieran descansado un poco y tenido tiempo de dejar algunas partidas organizadas, cuidando los heridos que no se podían llevar, hasta el día siguiente que los escoltarían al primer pueblito a retaguardia. El enemigo seguía retirándose y no había que pensar en un encuentro inmediato.
Los médicos, asombrados de que la herida de Sandes no hubiera tenido un mal resultado, lo convencieron que antes de ponerse en marcha debía consentir en hacerse una nueva cura a la que el coronel no les opuso inconveniente. E improvisando una carpa pusieron manos a la obra, llegando el asombro a un colmo verdadero, cuando vieron que a pesar de la movilidad y falta de reposo, la herida apenas había supurado y empezaba a cicatrizar. Inmediatamente después de practicada la cura y colocado un vendaje conveniente, el coronel Sandes dio la orden de marcha, en silencio y en el mayor orden posible.
Empezaban a querer moverse las columnas paralelas, que era el orden de la marcha, cuando se sintió un furioso tropel a retaguardia. No tuvo tiempo el coronel Sandes de ordenar se averiguase lo que aquello significaba, pues en el acto estuvo sobre ellos la columna desprendida por el Chacho, que empezó a sablearlos de todos modos y con toda impunidad en el primer momento en que se oyó tronar en medio del general estruendo, la voz del coronel Sandes, que gritaba: "¡Formen los cuadros! ¡Formen los cuadros!"
Los cuadros estuvieron inmediatamente formados, y rompieron un fuego violento sobre los montoneros; pero éstos, logrado su objeto y cumplida la orden que traían, empezaron a retirarse, causando siempre el mayor daño posible. Habían aprovechado los primeros minutos de confusión general, y habían dado una buena y violenta carga, que no sólo causó muchísimas bajas, sino que desconcertó al enemigo.
Los montoneros se retiraron por vanguardia, con el intento de sorprender la avanzada de Sandes, lo que no les fue difícil. La avanzada, al sentir el fuego de fusilería, hizo un alto; pero como el fuego cesó pronto, siguió avanzando en cumplimiento de la orden recibida.
Cuando sintió el tropel de los montoneros que avanzaba por retaguardia, se imaginó que sería el resto del primero que venía a reforzarlos para atacar, o a relevarlos. Y el oficial mandó hacer alto esperando la llegada de la tropa. ¡Cuál sería su sorpresa y su asombro al ver que aquella tropa caía encima de ellos como una tormenta, sembrando entre las filas el espanto y la muerte! El mismo oficial fue la primera víctima, porque aturdido por un golpe de sable fue arrebatado de su caballo y hecho prisionero. La sorpresa no podía haber sido más completa.
Marchando ellos como marchaban, detrás de los montoneros y como avanzada de Sandes, ¿cómo podían figurarse que los habían de sorprender por retaguardia? Así esta sorpresa fue para aquellas tropas vivas y bravas, de mejores resultados que la primera. La avanzada fue dispersada en el acto, después de sufrir muchas bajas, retirándose sus soldados en la mayor confusión, por la retaguardia, seguros de hallar a mayor o menor distancia las fuerzas del coronel Sandes.
Este jefe estaba indignado contra su avanzada a quien culpaba de lo sucedido; pero bien pronto llegaron los dispersos, asegurando que aquella fuerza que los había sorprendido a ellos también, debía ser alguna fuerza que venía de otra parte, pues el Chacho, hasta el momento en que fueron sorprendidos, seguía su marcha tranquila a vanguardia sin haber desprendido un solo hombre. Y todos se referían al oficial, que ningún dato podía suministrar puesto que había caído primero. No había más remedio que renunciar por el momento a toda operación de guerra; y el coronel Sandes mandó campar, rodeando esta vez de centinelas su campamento.
Al tener conocimiento el Chacho de lo que había pasado esperó al amanecer del nuevo día, y empezó a hacer una serie de travesuras. Simulaba fuertes cargas de caballería y cuando la infantería había formado cuadros para resistir las cargas, se corría por uno u otro flanco amenazando la retaguardia y obligando a la poca caballería de Sandes a correrse a su vez de uno u otro lado, para proteger las infanterías de aquellas cargas que nunca se realizaban.
Imposibilitado de atacar eficazmente, Sandes llevó algunas cargas de infantería haciendo un fuego sostenido, cargas que el enemigo simulaba resistir. Pero en cuanto el fuego de fusilería empezaba a hacerle daño, se dispersaba dejándolos burlados y atacando siempre la retaguardia aunque sin ningún resultado. Y los montoneros reían de una manera espantosa produciendo una algazara infernal.
Los milicos de línea, habituados a todas las situaciones de la vida, habían conduido por reír también, tomando aquello como una diversión que los sacaba de sus monótonas penalidades. Pero el coronel Sandes, que se veía juguete del Chacho y de la Chacha misma, no podía sobreponerse a su despecho.
La artillería empezó entonces a jugar con bastante éxito sobre cada grupo de montoneros que ofrecía un buen blanco. Esto los contuvo de tal manera que antes de caer la tarde empezaron a retirarse, aunque tranquilamente, convencidos que no se les podía perseguir. Así, al caer la noche, el ejército nacional pudo entregarse a churrasquear con todo descanso.
Sandes, acobardado con los golpes recibidos, había dispuesto un servicio de centinelas, de manera a evitar todo género de sorpresas. Pero el Chacho parecía haberse retirado definitivamente, no dejándose sentir en toda la noche. Al día siguiente no se sentía nada que acusara la proximidad de enemigo alguno.