UN CURA DE AVERÍA

Volvemos a encontrar sobre el campo de batalla al cura Campos y al general Peñaloza, quien, perdido su amigo Benavídez, se había entregado en cuerpo y alma al general Urquiza. Producidos los sucesos que debían terminar en Pavón, Buenos Aires se encontraba solo para luchar con las trece provincias restantes, que guiadas por sus respectivos caudillos permanecían fieles al gobierno del Paraná.

Para el Chacho no había ni que vacilar en la cuestión. El creía de buena fe que del lado de los hombres del Paraná estaba la buena causa, que éstos luchaban por la causa liberal, y aunque sentía en el alma ir contra Buenos Aires, no vaciló un momento y se puso al servicio de Derqui. Si hubiera vivido Benavídez, el Chacho no habría formado en esas filas, pero como ningún otro caudillo liberal tenía influencia en su ánimo, se encontró aislado y escuchó a los ambiciosos que lo rodeaban queriendo medrar a su lado.

Y como La Rioja pertenecía al Chacho, siguió como siempre su voz, sin discutir y sin averiguar si era buena o mala la causa a que él se afiliaba. Lo mandaba el Chacho, y ésta era la más poderosa de todas las razones.

Fue la Victoria quien le ayudó, como el mejor de los coroneles, a la organización de un ejército, ejército numeroso y bien armado, pues el gobierno de la Confederación le había pedido la ayuda de todo su esfuerzo y todos sus hombres.

Tucumán era la única provincia que hacía causa común con Buenos Aires, pero bajo el gobierno de Zavalía, el pueblo, liberal en su inmensa mayoría, estaba dominado por el gobernador, que pertenecía en cuerpo y alma al gobierno del Paraná. Y como Zavalía aglomeraba todo género de elementos bélicos para ayudar a Derqui, del Campo comprendió que la inacción era la muerte y se lanzó con sus amigos, abiertamente, a luchar contra la influencia del gobierno y contra la política del Paraná. Aprovechando el viaje que hizo Zavalía a conferenciar con Navarro, trabajó con tal constancia y energía, que cuando aquél regresó encontró una reunión de dos mil personas de lo más espectable de Tucumán, que en la plaza principal le pedían su inmediata renuncia si no estaba dispuesto a sostener las aspiraciones del partido liberal que le había llevado al poder. Ante la actitud del pueblo tucumano, y convencido de que era imposible luchar contra la influencia del cura del Campo, el gobernador Zavalía renunció en el acto, siendo elegido para reemplazarle el doctor García, cuyo ministro general fue el cura del Campo.

Derqui no sólo perdía una provincia guerrera e importante, sino que Buenos Aires ganaba un aliado en el Interior, cosa en que aquél no podía consentir aún a costa del mayor sacrificio. Y ordenó al caudillo Navarro que, combinando las fuerzas de Catamarca con las de Salta, al mando del coronel Latorre, pasase sobre Tucumán hasta derrocar aquel gobierno liberal. Como reserva le quedaba aún el Chacho, con quien sabía contaba plenamente. El cura del Campo, con su habitual constancia y carácter, se entregó a organizar los elementos con que había de resistir la invasión de Navarro. Comodidades, placeres, negocios, todo fue abandonado por aquel hombre extraordinario que parecía alentarse más a medida que eran mayores

las dificultades con que tropezaba.

Quince días después, el cura del Campo había reunido 1800 hombres de las tres armas, que se ocupaba en organizar a gran prisa. Pero por más valiente y decidido que fuera, por más que se entregase a aquella organización con toda la fuerza de su carácter, del Campo no era militar, y aquella organización tenía que ser defectuosa, porque además carecía de buenos jefes que lo ayudaran.

Navarro se venía sobre Tucumán con las fuertes divisiones de Catamarca y Salta, y era preciso salir a su encuentro con los elementos que se tuvieran.

Estos eran pocos y mal preparados, del Campo no era un militar, pero tenía una fe profunda en el triunfo y una confianza ciega en sus tropas y esto, para él, importaba el éxito de la campaña. No era gente lo que le faltaba, pues podía haber levantado un ejército de 4000 hombres, pero carecía de armas y conceptuaba más bien un estorbo toda aglomeración de hombres desarmados. Con aquellos 1800 hombres salió de la ciudad y se situó en el manantial a esperar el enemigo que no tardó en presentarse con su ejército numeroso y bien armado.

Navarro, que era amigo personal de del Campo, lo mandó llamar a una conferencia antes de la batalla, y éste, que no tenía motivo de desconfianza, acudió a su llamado acompañado de dos ayudantes. Tal vez pudieran arribar a algún arreglo que evitara la batalla salvando la posición de Tucumán.

Pero al pasar el Arroyo del Manantial, que separaba ambos ejércitos, el cura del Campo fue recibido a balazos por una fuerza emboscada para asesinarlo. Del Campo se detiene y observa que sobre ellos se lanza una partida de caballería, con la clara intención de tomarlos. Entonces da vuelta herido y, llamando a sus ayudantes, se retira hacia su ejército con toda la velocidad que le permitía el buen caballo que montaba. Menos afortunado, su ayudante Melchor Moreno cae herido de muerte, siendo ultimado por la partida que venía a muy corta distancia.

Indignado profundamente con aquella traición cobarde que nunca esperó de Navarro, apenas llegó entre los suyos, el cura del Campo mandó romper el fuego, empezándose un combate sangriento y reñido, pues ambos ejércitos, con igual ardor, se disputaban el triunfo de la batalla. El cura del Campo se multiplicaba en todas partes, él se metía en lo más recio del combate, y peleaba personalmente a la par del más bravo. Pero no era militar, perdía todas las oportunidades ventajosas que aprovechaba útilmente el enemigo y el suyo no era un ejército, sino una masa de hombres que se batía con un denuedo asombroso, pero fuera de toda regla en el arte de la guerra. Campos cargaba personalmente con su caballería que hacía prodigios verdaderos, arrollando cuanto le cerraba el paso. Pero bien pronto perdía las ventajas que había conseguido con las brillantes cargas, porque no sabía tomar las medidas de táctica que se las habrían hecho conservar. Navarro y Latorre estaban asombrados de aquella manera de combatir, y recurrían a todos los ardides de la táctica, única manera de poder aventajar a un enemigo tan tenaz y bravo.

Más de tres horas hacía que se peleaba con encarnizamiento creciente, sin que ninguno de los ejércitos hubiera conseguido una ventaja positiva. A los tucumanos se les habían agotado las municiones, pero combatían al arma blanca, cada vez desplegando mayor valor y brío. Y era indudablemente el cura del Campo quien les comunicaba aquel valor brillante y atrevido.

Saltando por sobre los cadáveres y atendiendo todos los puntos del combate, en todas partes estaba y en todas ellas se batía, llevando a sus tropas el ánimo que podía faltarles. La mortandad era mucha, y aunque sus tropas no decaían en ardor y entereza, estaban muy fatigadas y luchando con un enemigo que no le daba un momento de tregua.

Notado aquel cansancio por el general Navarro, comprendió que había llegado el momento de apurarlos en toda regla si quería triunfar, y lanzó sobre el tenaz enemigo todas sus reservas, reservas que no tenía del Campo, porque había entrado a pelear con todo su ejército, creyendo que iba a concluir más pronto.

Inútiles fueron entonces los esfuerzos desesperados del cura del Campo: extenuadas sus tropas aunque sin dar la espalda, empezaron a perder terreno sensiblemente, hasta que convencidos los soldados, deshechos los cuerpos y quintadas las filas empezaron a dispersarse, buscando abrigo en la ciudad; habían combatido cuatro horas sin un solo momento de descanso.

El cura del Campo, desesperado con aquella derrota inesperada para él, no cesó de luchar un solo momento, allí donde el peligro era más serio, y recién cuando toda esperanza se hubo perdido, fue el último en retirarse del campo de batalla, acompañado de unos 200 hombres, resto que le quedaba en pie, de 500 que marcaba la división de caballería que mandó personalmente durante toda la batalla. Y era tal el respeto que había infundido a aquel enemigo que le vio luchar sin descanso, que a pesar de estar triunfante sobre el campo de batalla y sin un enemigo al frente, no se atrevió a perseguirlo.

En vano el mismo Navarro mandó en su persecución el regimiento de su mayor confianza; éste regresó con el parte de que no lo había alcanzado, aunque aquella retirada heroica se había hecho al trote, dando así del Campo una prueba de su valor temerario y denodado. No se habían atrevido a alcanzarlo y provocarlo a un último combate.

El cura del Campo se dirigió a Tucumán y de allí pasó a la provincia de Santiago donde contaba con numerosos amigos y con cuyo gobierno tenía el tratado de alianza que se conoce ya. Del Campo no se consideraba vencido, y pasaba a Santiago para reclutar gente y volver sobre Tucumán a arrebatarles de nuevo la situación de la provincia madre.

El gobierno de Santiago, mediante ciertas condiciones e indemnización, puso a disposición del cura del Campo todos sus elementos bélicos y gente, con la que éste empezó a organizar un nuevo ejército haciéndolo saber a sus amigos y caudillos, por medio de chasques de su mayor confianza, para que el gobierno impuesto a Tucumán no supiera de lo que se trataba. Y el gobierno, no sólo estaba ignorante de los planes del cura, sino que suponía a éste llorando en la emigración sus errores y su impertinencia.

Con sus desvelos y una constancia verdaderamente asombrosa, el cura del Campo organiza su ejército en la frontera de Santiago y marcha sobre Tucumán con más esperanzas y más bríos que nunca.

Los federales, apoderados del gobierno y de la renta pública, habían tratado de armarse a toda costa, para asegurar su dominación, y aunque nada temían ni de del Campo ni de nadie, habían formado un regular ejército para afrontar la situación más difícil. Porque el partido liberal era allí bastante poderoso, estaba contra el gobierno y una revolución era de temerse a cada momento, sugerida por el mismo cura emigrado.

Este, entretanto marcha sobre Tucumán, de acuerdo con sus amigos de la capital. Comprendiendo que para dar una batalla se necesitaba algo más que valor, se había rodeado de buenos jefes, expertos y prácticos en el arte de la guerra. En el último combate había aprendido mucho, observando cuál había sido la hábil conducta del enemigo, pero sin amor propio y sin la menor vanidad recibía los consejos de sus jefes, ejecutando aquellas medidas que le parecían buenas.

Los federales supieron que del Campo se les venía encima y en son de guerra, cuando no tenían tiempo más que el necesario para salir a batirlo e impedir los sorprendiera en la ciudad, y los atacara en combinación con sus partidarios de adentro. Y en los campos del Ceibal le presentaron una regular línea de batalla, bien dispuesta y bastante fuerte.

Del Campo tiende la suya, manda nuevos chasques a la ciudad, y sobre el mismo campo de batalla llama a consejo a sus jefes, para acordar con ellos el orden de la batalla.

Esta principia por fuertes guerrillas de ambas partes, hasta que el fuego se hace general en las líneas y la batalla se empeña con igual ardor. Un batallón de los federales levanta la culata de sus fusiles y se pasa a las fuerzas de del Campo dando entusiastas vivas al valiente caudillo.

—¡Cuidado con los pasados! —grita éste que recuerda la muerte trágica del coronel Espinosa—. ¡Cuidado con los pasados!

Pero el batallón ha tomado ya posiciones y ha roto el fuego sobre el enemigo, con una bizarría incalculable.

El cura del Campo, como siempre, está al frente de una fuerte división de caballería, con la que opera eficazmente sobre los puntos débiles del enemigo, sembrando en sus filas la confusión y el espanto. Al volver de una de estas cargas, del Campo recibe sobre el mismo campo de batalla una noticia que lo hace estremecer de alegría.

"La revolución está triunfante en la capital y le manda decir que se sostenga o se retire si está mal, hasta recibir los refuerzos que organice a gran prisa para mandarle."

Del Campo comunica a sus jefes aquellas importantes noticias y todos resuelven apurar al enemigo que empieza a flaquear visiblemente. Y lo cargan con unos bríos y una tenacidad tal, que éste empieza a iniciar su retirada, previendo un contraste decisivo.

Las tropas se desmoralizan, entonces; muchas compañías que no se han atrevido a hacerlo antes se pasan también y los jefes del gobierno, viéndose perdidos, huyen a la ciudad, abandonando los restos del ejército. Pero allí caen en poder de los revolucionarios triunfantes que los desarman y los aseguran en la policía hasta que venga del Campo a disponer de ellos.

En la ciudad se ha sabido el triunfo de los liberales, por los derrotados de la batalla, y todo allí son salvas y festejos, para recibir de una manera brillante al heroico caudillo que, obligado a dar descanso a sus tropas, sólo llega a la ciudad dos días después, encontrándose entre la más entusiasta fiesta popular. Las damas tucumanas embellecen con su presencia galana las fiestas de recepción, y en cada casa de familia se improvisa un baile, que viene a acusar más vigorosamente la espontaneidad de aquellas fiestas únicas, improvisadas por el pueblo. Porque lo que sucede en las casas de familia sucede en los negocios, en las pulperías, en los ranchos y en las plazas públicas. La ciudad está de fiesta, fiesta decretada por el mismo pueblo. Hasta debajo de las carretas agrupadas en el mercado se baila, se baila y se viva furiosamente al cura del Campo, al sepulturero de la Federación, como le llaman muchos. Y aquellas tropas entusiastas, que se han batido con tanto denuedo, toman también parte en las fiestas, pues en todos los grupos, en todas las reuniones, y en todas partes, son recibidas con las mismas demostraciones de cariño y simpatía.

La fiesta popular no desmayó un momento durante todo aquel día y toda aquella noche, sin que en ninguna parte se diera lugar a que la policía interviniera, porque la policía, en previsión de algún conflicto, patrullaba la ciudad para restablecer el orden allí donde fuese alterado. Tucumán estaba sin gobierno, aunque se reconocía por tal al cura del Campo, pero éste no podía estar conforme con aquella situación anormal. Inmediatamente convocó a elecciones al pueblo de toda la provincia, y la votación, como tenía que suceder, fue unánime. Quince días después, el cura del Campo era nombrado gobernador de Tucumán, que volvía a entrar bajo su garantía a un nuevo período de paz y de engrandecimiento.

Santiago cobraba una fuerte indemnización en armas, por la ayuda que había prestado a Tucumán; y del Campo, fiel a su palabra y para conservar intacto el crédito con aquella provincia, de cuya ayuda podría tal vez necesitar en adelante, pagó la contribución exigida, aunque este pago le llevó las mejores armas y gran cantidad de municiones. Tucumán quedaba desarmado, pero fuerte en su derecho y en el esfuerzo de sus hijos, que hacían todo lo posible por la conservación de aquella situación de paz y de engrandecimiento.

El activo del Campo volvió a consagrarse por completo a la reorganización de la provincia sin descansar ni desmayar un momento. Entregado por completo a la política, renunció para siempre al manteo y a la carrera sacerdotal, porque ella no se armonizaba con su vida azarosa y su consagración a la política, hasta en el mismo campo de batalla. El mundo le abría entonces su puerta sin la menor reserva, con todas sus poderosas tentaciones y todos sus placeres supremos, para quien, como él, no conocía de la vida más que las penurias y el trabajo incesante en medio del mayor peligro. Y se entregó también entonces a cultivar la vida bajo su faz más encantadora, con todo el ardor y entusiasmo de su juventud ardiente y vigorosa.

Aún lo hemos de encontrar en el transcurso de este romance.