LA DESESPERACIÓN DE LA IMPOTENCIA
El odio inconciliable contra los habitantes de las provincias chachistas fue entonces tremendo por parte de las tropas de Sandes. Para evitar que pudieran desertarse los destinados a la infantería, los milicos tenían orden de matar al que intentara de huir o separarse tan sólo de las filas. Asimismo los prisioneros destinados eran muy pocos, porque era mucho trabajo enseñarles la instrucción y el manejo de arma. Se prefería matarlos, destinando a la infantería solamente aquellos que en un caso dado podían servir de baqueanos en los parajes que habían de recorrer y en las aguadas. Porque aquella campaña se había convertido ya en una marcha eterna, sin un momento de tregua ni un momento de descanso.
Cada vez que el ejército campaba en algún punto con el propósito de descansar, venían las descubiertas de vanguardia o de los flancos con la noticia de que el Chacho se hallaba campado en tal o cual paraje, con toda su gente. Se hacían los preparativos consiguientes para darle un golpe definitivo, y se marchaba sin tregua ni descanso hasta llegar al paraje indicado, pero ya el Chacho no estaba allí. Se conocía en los rastros que efectivamente allí había estado hacía muy poco tiempo, tal vez horas, circunstancia que libraba de un castigo severo a los que habían llevado el parte. Allí se campaba enviándose nuevas descubiertas a todo rumbo, y campando allí a esperar los partes.
Estos tardaban más o menos, según la distancia a que se había alejado el Chacho, distancia que siempre era de diez leguas poco más o menos. Así las descubiertas, seis u ocho horas más tarde, volvían con la noticia del paraje donde había campado nuevamente el Chacho. Sandes esperaba entonces la noche, para marchar protegido por la oscuridad y sorprenderlo al amanecer; pero cuando llegaba al paraje indicado, ya el Chacho había levantado campamento y había desaparecido.
Tan poco tiempo hacía que se había movido, que muchas veces se hallaban aún encendidos los puchos de los cigarros que habían fumado. Entonces el coronel Sandes apuraba la marcha del ejército cuanto le era posible, adelantando partidas a vanguardia, pues no podía tardar en alcanzar a aquellos condenados. Pero cuando había hecho una jornada de diez o más leguas al trote y galope, lo alcanzaba alguna de sus descubiertas con una noticia desesperante.
El Chacho andaba a veinte leguas a retaguardia. Y había que contramarchar con la misma rapidez, con un cuidado inmenso en el orden de la marcha, para evitar aquellas terribles sorpresas en que generalmente terminaban todas estas marchas y contramarchas. Se contramarchaba, pues, sin descanso ni aún siquiera el necesario para comer, para no perder la oportunidad, pero cuando se llegaba al paraje indicado ya el Chacho había desaparecido para hacerse sentir nuevamente a retaguardia.
¿Era aquello casual o era intencional? ¿Conocía el Chacho las marchas del ejército y huía de su encuentro, o sus desapariciones dependían acaso de un propósito o de un sistema de no permanecer más de tres horas en el mismo punto?
Esta era la verdadera causa. El Chacho sabía que Sandes andaba a diez o quince leguas de distancia, buscándolo con ahínco y no demoraba más tiempo del que su enemigo podía tardar en andar aquella distancia. De trecho en trecho, y como a dos leguas de distancia uno de otro, iba dejando soldados bomberos que debían pasarse la palabra en cuanto sintieran la aproximación del ejército. Y distribuyendo el mismo servicio a los flancos y a vanguardia, el ejército podía dormir muy tranquilamente, en la seguridad que tendría noticias de la aproximación de Sandes, un par de horas antes que éste llegara a su campamento.
Cuando se veía muy apurado y expuesto a ser alcanzado, o necesitaba dar a su tropa un buen descanso, entonces daba cita a su ejército para quince o veinte días después, en un punto determinado. Si Sandes andaba por la provincia de Jujuy, el punto de reunión eran los Llanos de La Rioja, y si en La Rioja estaba, daba cita en la frontera de Santiago. Y disolvía su ejército en grupos, que el más numeroso no pasaba de cinco a seis hombres.
Y aquellos quince o veinte días que los montoneros descansaban y otros tantos que tardaba en tener noticias de ellos, eran días que el coronel Sandes pasaba en la mayor desesperación, al ver su impotencia para dar con el Chacho. El no conocía este recurso de descanso ideado por el Chacho, y como aquellas disoluciones tenían lugar cuando él iba casi a golpe seguro, a unas cuatro o seis leguas del Chacho, no podía darse cuenta de la operación, y marchaba sin descanso, con toda la rapidez posible, creyendo no tardar en alcanzarlo, y no comprendiendo cómo no lo había alcanzado ya.
Y los jefes creían que Sandes iba a concluir por perder la razón, dada la desesperación en que su impotencia lo sumía.
La irritabilidad lo llevaba entonces a cometer excesos imponderables. Una vez se tomaron dos paisanos en San Luis, que debían pertenecer al ejército del Chacho, por su traje, por la manera que se habían tomado y por el hecho de no ser ninguno de ellos de la provincia de San Luis. Llevados a presencia de Sandes, no pudieron negar que eran montoneros, y confesaron sin el menor rodeo que pertenecían a las fuerzas de Peñaloza.
Siendo esto así, tenían que cantar dónde estaba el Chacho, o sufrir algunos de los bárbaros castigos a que serían sometidos. El interrogatorio se limitó simplemente a averiguar dónde estaba el Chacho con su ejército, que era lo más interesante por el momento, y que nadie podía indicarlo mejor que aquellos dos soldados del Chacho. Así es que ésta fue la única tendencia de aquel curioso interrogatorio.
—¿Cómo es que ustedes están aquí y no en el ejército a que pertenecen? —Porque estamos licenciados —respondieron buena y tranquilamente los paisanos.
—¿Y dónde deben incorporarse al ejército y cuándo deben hacerlo?
—Cuando venga el Chacho nos juntaremos todos de nuevo.
—¿Por cuanto tiempo es su licencia?
—Por ningún tiempo, señor; cuando llegamos aquí, el Chacho nos dijo que no nos precisaba más, porque ya no iba a hacer más la guerra, que nos fuéramos a nuestras casas y que cuando él nos necesitase nos haría avisar.
—¿Y todo el ejército fue licenciado?
—Todo, sí, señor, no quedó ni un muchacho pues cada cual agarró para su pago y el Chacho se retiró con cuatro o seis amigos, nada más.
—Eso es mentira, el Chacho debe estar por aquí cerca y ustedes no quieren decirlo, pero yo se los voy a hacer confesar.
Y aquellos dos paisanos fueron puestos en cuatro lanzas, amenazándoles con que, si no decían dónde estaba el Chacho, los matarían, haciéndolos sufrir horriblemente.
—¡Pero, señor, si hemos dicho la verdad! Todo el pueblo aquí sabe que el Chacho licenció su ejército y se cortó solo; por qué nos van a mortificar y a castigar haciéndonos mentir a la fuerza.
Sin escuchar sus pedidos y juramentos los dos paisanos fueron puestos en cuatro lanzas, sufriendo aquel bárbaro martirio con un valor asombroso y firmemente resueltos a no decir la verdad de lo que sabían, es decir dónde habían de reunirse con Peñaloza.
Sandes mandó al pueblo a tomar otros prisioneros de distintos puntos para computar las declaraciones, resolviéndose entretanto apurar a los ya tomados, para que dijeran la verdad.
—Ya han confesado otros —les dijeron—; y es inútil negar más, van a decir donde está el ejército o los vamos a despedazar.
—Si otros han dicho algo, habrá sido de miedo de que no los castiguen y habrán mentido. Nosotros podríamos haber hecho lo mismo, pero creímos que lo mejor era hablar la verdad, y es esto lo que nos ha perdido.
Y como persistieran en que el Chacho se había retirado solo, después de haber licenciado su ejército, se les mandó poner en el cepo colombiano hasta que hablaran.
¿Quién no sabe entre nosotros lo que es un cepo colombiano, ese tormento brutal e irresistible aún para el hombre más vigoroso?
Salir del colombiano con vida, es un milagro que no podrían contar cuatro de los cientos de hombres a quienes ha sido aplicado. La espina dorsal, juntada en sus extremos por los dos fusiles, se rompe y la víctima expira al fin en medio de los tormentos más bárbaros. A esta muerte indescriptible fueron sometidos aquellos dos infelices, medio eficaz, según se creía, para hacer confesar la verdad al hombre más terco.
A la tarde fueron traídos al campamento de Sandes ocho o diez hombres tomados en diferentes puntos del pueblo, sometiéndolos por separado al mismo interrogatorio que los paisanos. Todos ellos estaban contestes en sus declaraciones, que venían a probar que los paisanos no habían mentido. Según todos ellos, el Chacho había estado campado allí durante dos días, al fin de los cuales había disuelto su ejército, retirándose él en seguida, acompañado de un pequeño grupo.
La mayor parte de los soldados se habían ido inmediatamente para sus respectivos pagos, quedando otros allí para divertirse y descansar un poco, yéndose a medida que habían querido. En cuanto al paraje donde se había retirado el Chacho lo ignoraban, aunque suponían que no podía haberse ido sino a La Rioja.
Sandes mandó entonces sacar del colombiano a los dos paisanos, porque habiendo servido con el Chacho serían buenos baqueanos de todos los puntos recorridos por aquél y conocerían todas sus guaridas. Pero fue ya demasiado tarde. Cuando desligaron los dos fusiles que formaban el cepo, los dos paisanos rodaron inertes al pie de sus verdugos. Eran ya cadáveres, los pobres no habían podido resistir, según el centinela que los vigilaba, ni cinco minutos, y habían muerto sin pronunciar una sola palabra.
Aquella muerte desesperante, el terrible estado de aquellos dos cadáveres, hizo una impresión tremenda en los otros presos; pero asimismo Sandes no encontró quien le diera datos ciertos ni falsos sobre la situación del Chacho y el paraje donde podría hallarlo. No confesaban la verdad, porque por nada de este mundo hubieran hecho traición a su caudillo, y no daban falsos datos porque temían que Sandes se hiciese acompañar por ellos, y averiguada la mentira fuera peor para ellos el resultado.
El estado de los cadáveres era verdaderamente horrible. Tenían rota la columna vertebral en dos o tres partes y en la nuca, donde se había apoyado el fusil que la comprimía contra las rodillas, había una hinchazón espantosa.
Sandes mandó exhibir aquellos dos cadáveres diciendo que haría lo mismo con todos los que se negaran a darle los datos que pidiera de Peñaloza, y que algo peor haría con aquellos que le dieran un dato falso. Y estas escenas y estas crueldades se repetían en cada ciudad, en cada pueblo adonde llegaba el ejército nacional. Y así el horror que inspiraba llegaba al extremo de que a su aproximación, la gente huía como de una calamidad segura, persuadida de que se repetirían entre ella los eternos horrores y crueldades.
—¡Este es el ejército del gobierno que viene a garantirnos del Chacho, éste es el ejército de orden y de moral! —gritaban por todas partes, y cada cual ponía su grano de arena para ayudar la causa del caudillo riojano, que venía a representar para ellos la libertad y el derecho, haciendo a Sandes todo el mal que indirectamente podían.
Y éste, creyendo siempre que en aquellas provincias no había más medios de dominación que el terror, seguía aplicando sus formidables castigos y amenazando con ellos a todos los que no anduvieran derechos, es decir, a aquellos que no se prestaran a lo que de ellos se exigía.
Peñaloza, después del descanso dado a sus tropas, descanso que había aprovechado él mismo, y que harto lo necesitaba, se encontró con un ejército mayor que el que había citado, en el punto que les indicara.
Porque los que huían de Sandes y los que miraban al ejército nacional como un enemigo feroz contra el que no había defensa posible, se habían plegado a sus milicos, buscando un puesto entre sus filas verdaderamente libertadoras. Y como sabían que el enemigo no daba cuartel, y que el que no muriera en la batalla moriría entre las estacas o el cepo colombiano, aquel ejército iba dispuesto a sufrirlo todo y a combatir hasta el último aliento, como único medio de salvación para ellos y para los pueblos donde quedaban sus familias. Así Sandes, creyendo disminuir por medio del terror el número de sus enemigos, los aumentaba de una manera imponderable, sublevando contra él a todas aquellas provincias.
—Si no podemos vencer, moriremos peleando —decían— y matando todos los enemigos que podamos. —Y era tal su entusiasmo y su deseo de combatir, que pedían al Chacho encarecidamente que los llevara al combate, porque estaban seguros de triunfar.
Peñaloza tenía que contener el ardor de sus soldados, mostrándoles la pobreza de sus armas, única cosa en que se reconocía inferior al enemigo.
—Yo no quiero llevarlos al sacrificio sino a la victoria —les decía—; es preciso esperar el momento oportuno y debilitar para entonces al enemigo, con todos los recursos que están a nuestro alcance, no dejándoles un momento de reposo para que descansen el cuerpo y coman un mal churrasco. En este terreno somos mil veces superiores y debemos de usar nuestras ventajas, para equilibrar así la desproporción de nuestros recursos. El enemigo nos tendrá siempre encima sin que pueda saber de dónde hemos salido y desapareceremos de su vista sin que pueda sospecharse adónde nos dirigimos y cuándo volveremos a reaparecer.
"Nos tendrán siempre presentes, en el agua que beban y en la que deseen beber, en la falta de reposo, en la fatiga de las marchas y en el temor de las sorpresas. Que no vivan sino pensando en nosotros y acosados por nuestros golpes de mano. De esta manera los desesperaremos, los convenceremos que no se puede luchar con nosotros y abandonarán por fin nuestros territorios corridos y avergonzados."
Este fue el nuevo sistema que adoptó Peñaloza después de aquel descanso tan provechoso. Como era tan crecido el número de sus tropas, hizo seis u ocho divisiones ligeras, y las lanzó sobre Sandes por diferentes puntos, a hostilizarlo de todos modos sin comprometer combate. Y como cada división andaría por su cuenta sin tener noticias de las otras, el Chacho dio un punto de reunión general para día fijo, y en previsión de que, por cualquier cosa imprevista, no pudieran efectuar la reunión en el paraje indicado, señaló otro punto donde pudieran reunirse cinco días después.
Sandes debía encontrarse, por este nuevo plan de campaña, hostilizado a cada momento y por todas partes, por enemigos que no le dejarían un momento de reposo y con el que no podría luchar porque desaparecería de su alcance con la misma rapidez que había aparecido. Y saldría de un grupo para ser atacado por otro, y de este otro para ser acometido por un tercero, y así sucesivamente. ¿Y cómo perseguir a un enemigo cuya posición era desconocida, y que para atacarlo de sorpresa siempre se subdividía hasta el fastidio?
Sandes empezó a sentir los efectos desastrosos de la guerra y se convenció que era preciso retirarse, o establecer un campamento definitivo de donde no se movería sino con ciertas precauciones y sólo para caer reciamente sobre todo el ejército del Chacho, una vez que se presentara la oportunidad. Sandes optó por el segundo temperamento, y campó hábilmente para estar a cubierto de cualquier sorpresa y estudiar prácticamente el nuevo género de guerra a que se le provocaba.
Pero pronto se convenció que aquella inacción no podía traerle sino resultados funestos y la desmoralización de un ejército aburrido ya ante campaña tan estéril. No podía desprenderse del campamento ningún número de soldados, sin caer en alguna emboscada de montoneros. Todo recurso que les venía, por mejor que fuera la escolta que trajera, era arrebatado por ellos y dispersada ésta o hecha prisionera. No había convoy de alimentos ni de municiones que no cayera en poder de las partidas del Chacho, diseminadas en todas partes. El pastoreo de los mismos caballos y mulas de que se servían, era necesario hacerlo encima del ejército para evitar que los chachistas se lo llevaran o hicieran dispersar.
Aquella vida no era ya soportable. Era necesario tomar una medida seria y el coronel Sandes se retiró a San Luis a organizar rastreadores y baquianos que lo guiaran hasta donde estaba el Chacho. Sandes pensó que tomando la provincia de La Rioja nuevamente, y situándose allí de una manera definitiva, era el único medio de poder dar a Peñaloza un golpe sensible. Pero para esto tendría que dividir sus fuerzas dejando la mitad en San Luis, único medio de poder tener comunicación segura, pues de otro modo se exponía a que el Chacho interceptara cuanto le viniera destinado, desde la correspondencia hasta los víveres. La fuerza que quedara en San Luis podía servir para escoltar todo aquello que para él fuese, y de esta manera el Chacho no podría tomarle ni un solo novillo.
Entretanto, y con un buen cuerpo de baqueanos, se podía bombear al Chacho y caerle encima alguna vez.
Sandes se veía forzado a obrar con toda la actividad y energía posible, pues el gobierno le enviaba órdenes apremiantes en aquel sentido. Ya la actitud resistente de Peñaloza hacía caer el ridículo más cómico sobre el gobierno nacional, todo cuyo poder había sido insuficiente para contener una montonera que en un principio se creyó cuestión de una semana y que después tomó proporciones terribles. Era preciso someter a Peñaloza de una u otra manera, y Sandes se preparó a hacerlo con todo el empeño de su carácter firme.