Capítulo 3
EN SEVILLA generalmente no suele llover, o suele hacerlo relativamente poco, pero cuando lo hace parece el propio diluvio universal y aquella mañana de abril vaya si lo parecía. Las fiestas de primavera estaban a punto de comenzar. La semana grande de Sevilla, la Semana Santa, estaba ya a solo unos días del inicio y el tiempo parecía no contribuir. Todos esperaban que se fuese, de una vez por todas, la borrasca, y apareciese el ansiado anticiclón.
Se estaban terminando de engalanar los balcones, los palcos en la plaza de San Francisco ya prácticamente dispuestos con sus colgaduras empapadas de agua y otras desgarradas de sus soportes, las sillas apiladas en Campana y a lo largo de toda la Carrera Oficial, lugar por donde realizan las cofradías parte de su estación de penitencia. El característico olor a azahar fruto de los miles de naranjos diseminados por toda la ciudad, muchos de ellos centenarios y otros jóvenes primerizos, había sido sustituido, de golpe, por un intenso olor a tierra mojada. Las empedradas calles por donde debían discurrir las cofradías se encontraban algunas medio inundadas por el defectuoso drenaje de los husillos. Era un mal presagio, pero la primavera es así, lo mismo amanece un día infernal de tormentas y lluvias, que al día siguiente las calles rápidamente se secan y dan paso a una espléndida y soleada jornada multicolor, pudiendo realizar las cofradías su ansiada estación de penitencia, la que han estado minuciosamente preparando todo un año, derramando el cortejo de nazarenos de luz la cera de sus cirios encendidos sobre los ya secos adoquines del pavimento.
Y llovía a cántaros cuando un taxi, después de dar múltiples rodeos por encontrarse algunas zonas del centro de la ciudad cortadas a la circulación, se paró en una calle estrecha, justo delante de la casa palacio del marqués, bajándose una atractiva joven de poco más de treinta años, de bonita sonrisa, largos y ondulados cabellos color castaño muy claros, casi rubios, de luminosos y cristalinos ojos verdes, mirada alegre y de incomparable belleza física.
La mujer quedó momentáneamente desconcertada cuando le dio la bienvenida un portero con librea, serio, riguroso y de aspecto castrense, la saludó llevando su mano derecha hacia la visera de la gorra de plato y le requirió el ticket para poder pasar a visitar la casa palacio.
—Si quiere que la visita sea guiada tendrá que aguardar un poco a que se reúna un grupo mínimo de diez personas, y si la quiere hacer por sus propios medios puede entrar cuando lo desee. Pero antes debe abonar la entrada a la señorita que está en aquella mesa —replicó el portero de forma mecánica, con aire serio y marcial, dirigiéndola hacia la esquina opuesta del zaguán.
—Seguramente el taxista se ha debido confundir con la dirección que le he dado. Busco el domicilio particular donde reside mi familia, no un museo… —dijo la joven en un perfecto castellano con ligero acento y visiblemente contrariada mientras alejaba del portal las maletas, recordando las indicaciones que momentos antes le había dado el taxista y las ponía junto a una columna de mármol rojo.
El portero preguntó:
—Señorita, ¿me puede mostrar la dirección que busca?
—Aquí la tiene —respondió alargándole un trozo humedecido de papel donde estaban escritos los datos.
—Es correcto. Está usted en el lugar que aquí se indica —le dijo el portero, apartando la vista del papel y depositándola en los senos de la atractiva joven, que se dejaban entrever por la gabardina desabrochada, mientras tomaba las maletas y las acercaba hasta una puerta que se encontraba al lado contrario de la entrada al museo, en la zona privada, hacia el interior de la casa-palacio.
—No puede ser, ¿cómo va a vivir mi familia en un museo? Debe haber un error, no es posible… —continuó insistiendo.
—Señorita, este es el palacio del excelentísimo señor don Gonzalo de Beltrán y Calatrava, marqués de Cruz de Malta, conde de Alvarado y Grande de España —afirmó con seriedad, tajante y rotundo, el portero.
—Viven aquí…
—Sí, reside en un ala reservada, que tiene entrada privada por aquella puerta que está al fondo del patio. Sus habitaciones están aisladas del resto. Señorita, espere un momento por favor, voy a avisar a su mayordomo —contestó el portero muy amable y haciendo una ligera reverencia.
La mujer echó un vistazo al interior y quedó asombrada, al ver desde el zaguán el patio de arcos moriscos, con columnas de mármol rojo, decorados capiteles de yeserías mudéjares, en el fondo una espléndida escalera principal, también de mármol rojo, con un magnífico artesonado, formado por medallones de bustos de damas y de hidalgos caballeros y, en el centro, el escudo heráldico familiar. A lo largo de las paredes un elegante friso con unos fantásticos azulejos vidriados formando un tapiz de complicados dibujos siguiendo la tradición decorativa del siglo XVI y una fuente monumental de cerámica sevillana situada en el centro del recinto. Pavimentado por un amplio mosaico de grupos alegóricos con alternancia de figuras y flores, representando escenas mitológicas, rodeado de un grupo perfectamente dispuesto, de macetas aspidistras, cintas y helechos, impregnado todo de un fuerte olor a humedad, producto de la tromba de agua que caía en aquellos momentos, aunque al patio interior no pasaba gota alguna por hallarse su cielo acristalado.
—Buenos días, señorita… —dijo Esteban.
—Hola, buenos días, me llamo Camila Rodríguez, vengo de Cuba y he venido a visitar a mis tíos, aprovechando mi estancia de unos días en España —respondió ella mientras se secaba una gotas de agua que le resbalaban por su mejilla.
—Sí, lo recuerdo perfectamente, fui yo quien habló con usted por teléfono —replicó Esteban muy cortés.
—¡Ah! ¿Usted es Esteban, el mayordomo?
—Pues sí.
—¿Dónde está mi tía?
—Enseguida estará con usted su tío, el señor marqués de Cruz de Malta, que responderá a sus preguntas. Si quiere mientras puede ir visitando el museo, así conocerá la casa. Deme la gabardina, se la pondré a secar.
—Muchas gracias Esteban, me gustará conocer las dependencias del palacio —murmuró Camila mientras le daba al mayordomo la empapada prenda.
—Entre por aquí —le mostró, mientras abría la cerradura de una puerta que daba acceso a las dependencias visitables —y continúe las indicaciones de los atriles. Tome también este tríptico informativo y este audio guía que le ayudará en el recorrido por palacio. En las grabaciones escuchará historias y leyendas muy interesantes que le servirán para conocer mejor el palacio y, sobre todo, a los antepasados que han vivido en él durante siglos.
La hermosa joven inició el recorrido con interés por las vacías y solitarias salas del museo. Era la única visitante en aquellos momentos. De pronto se detuvo en un pasillo, observando con atención las vitrinas perfectamente alineadas con colecciones de monedas y medallas romanas. Después pasó a la sala de armas, contemplando las colecciones de armaduras y panoplias de armas antiguas. En el deslumbrante Salón Emperador se paró también para examinar los magníficos óleos, tapices y algunas tablas flamencas, todo ello de incalculable valor. Pasados unos cuarenta y cinco minutos, Esteban la localizó en la biblioteca ojeando un libro sobre la invasión musulmana de la península Ibérica en el año 711.
El mayordomo se acercó a ella y le dijo:
—Señorita, el marqués de Cruz de Malta la está esperando. Por favor, sígame.
—Gracias —respondió ella, mientras dejaba con cuidado el libro en su lugar.
Esteban la condujo desde la zona turística de palacio hasta los aposentos privados del marqués, y entraron en el llamado Salón de la Reconquista, que era una amplia estancia rodeada de emplomadas y vistosas vidrieras, decoradas con motivos heráldicos, por la que entraba un torrente de cromática luz, que se proyectaba sobre las paredes. Enormes arañas de cristal de Murano centradas sobre un techo, en el que todo él era un enorme fresco alegórico a la reconquista, el costoso mobiliario y las paredes revestidas de maderas nobles sobre las que aparecían colgados óleos y tapices, terminaban de darle a la estancia un aire majestuoso y sobrecogedor que trasladaba siglos atrás a los que allí entraban por vez primera.
Gonzalo, que había tenido tiempo suficiente para ducharse, afeitarse y desayunar, la esperaba elegantemente vestido de sport, con unos pantalones azul marino y un jersey de cisne beige. Al ver llegar a la desconocida, dejó sobre la mesita el periódico que estaba ojeando, se quitó las gafas que usaba para leer, se frotó el puente de la nariz, se levantó del sillón y, dejando el Cohíba en el cenicero, fue a su encuentro. De fondo se escuchaba The Shadow of Your Smile, tocada por el saxofonista italiano Fausto Papetti.
—¡Desconocía tener una sobrina tan bella! —exclamó con alegría.
—Gracias por su cumplido —dijo ella mientras le tendía su mano derecha, que el marqués se apresuró a tomar y a elevar ligeramente, al tiempo que aproximaba su cabeza para besar suavemente el dorso de la mano de la joven, sin llegar a rozar la piel con sus labios.
—Sea bienvenida, señorita Camila.
—¿Y mi tía? —quiso saber ella.
—Desgraciadamente hace dos años que falleció.
—No puede ser… —musitó contrariada.
—Lo siento, pero en su momento, no pude avisar a su hermano por desconocer dónde localizarlo. Lo único que Felisa me dijo en vida, es que las relaciones familiares se enfriaron mucho y que por esa causa su hermano marchó a Cuba siendo muy joven. Ella no mantenía relaciones familiares de ningún tipo. La familia, para ella, sencillamente no existía.
—En ese caso no lo sienta, a mi padre le hubiera dado igual conocer o no la noticia. Siempre nos dijo que para él, su familia de España, desde que tuvo que marcharse de aquí, estaba muerta. Realmente no le interesaba conocer lo que ocurría en este país.
—En realidad todos los parientes de Felisa han ido falleciendo, por lo que no creo que encuentre familiares con vínculos de sangre. Pero, por lo que observo, usted no piensa igual que su padre.
—Mi padre tenía olvidado su pasado. Yo nunca he rechazado conocer mis orígenes y ahora se me ha presentado una buena ocasión para ello —respondió con una sonrisa.
—Pues sea bienvenida.
—¿Cómo murió? —preguntó Camila.
—Mientras dormía le sobrevino un infarto. No sufrió. Es más, ni siquiera se enteró.
—Lástima, me hubiera gustado conocerla —dijo ella.
—¿Cuál es el motivo que le ha traído a la lejana y vieja Madre Patria?
—Soy periodista de la Tribuna de La Habana, el periódico de la capital de Cuba, estoy recopilando datos para un reportaje que me ha encargado mi jefe de redacción. Llegué a Madrid la semana pasada, ya solo me queda atar unos cabos aquí, en Andalucía, aunque puede que me tenga que desplazar de un lado para otro.
—¡Ah! Muy bien —exclamó él.
—¿Habría algún inconveniente si me quedo un par de semanas alojada en su casa?
—Puede quedarse todos los días que precise. Hay espacio más que suficiente. En palacio solo vivimos Esteban, la cocinera y yo, y existen más de veinte habitaciones, le diré al mayordomo que le prepare una con buenas vistas —respondió Gonzalo.
—Gracias, tío —respondió ella sonriendo— Por cierto, ¿lo puedo llamar así?
—Por supuesto, aunque prefiero que me llames Gonzalo y que nos tuteemos.
—Gracias, así me resultará más cómodo.
—Claro… —dijo él.
—Háblame de mi tía.
—No sé qué puedo decirte.
—¿Habéis tenido hijos?
—No. Nuestra relación era solamente de cara al exterior. No manteníamos relaciones matrimoniales. Nos llevábamos muy bien pero cada uno estaba en su sitio.
—No entiendo…
—Todo estaba pactado de antemano, desde antes de contraer matrimonio, fue un acuerdo mutuo.
—Bueno, si así fuisteis felices.
—Yo no. Acepte porque no tuve más remedio. Mi situación económica pasaba por momentos muy delicados y ella se ofreció a resolverla a cambio de…
—Ya entiendo —dijo ella.
—No sé por qué te cuento todo esto. Quizás no haya debido de ser tan explícito.
—Lo prefiero así.
—Bueno, entonces ya conoces cuál era nuestra verdadera relación.
—¿No resultaba incómoda?
—No, ambos teníamos libertad absoluta y no entrábamos en lo que hacía el otro.
—¿Cómo era mi tía?
—Una mujer que carecía de belleza exterior e interior. Y dejémoslo ya, por favor…
—Sí, siento haberte removido estos recuerdos. Por cierto, está la ciudad muy bonita, a pesar de la lluvia…
—Dentro de unos días comienza la Semana Santa, se está terminando de adornar y preparar la ciudad, especialmente el centro, que es el lugar por donde discurren las cofradías en sus estaciones de penitencia hacia la catedral.
—Qué bonito debe ser…
—Si te apetece podemos verlas en los palcos, ya que dispongo de uno inmejorablemente situado —le propuso el marqués.
—¿En los palcos? —preguntó ella, al no saber a qué se estaba refiriendo.
—Es una zona reservada en la plaza de San Francisco, a pocos metros de aquí, donde los abonados disponemos de unos asientos para ver las cofradías más cómodamente.
—¿Se ven de cerca? —preguntó ella.
—Sí. Mi palco está situado magníficamente, en primera fila, justo al lado del palco del Ayuntamiento, donde se sitúa el alcalde y las demás autoridades locales.
—Aunque no soy creyente, me apetece mucho. He leído y también oído hablar muy bien de la Semana Santa en España, y especialmente de la de Sevilla.
—Si me lo permites, seré tu cicerone, te enseñaré esos pequeños secretos, que no todo el mundo conoce… —le sugirió Gonzalo, mientras apretaba un pequeño pulsador, oculto entre los visillos de la ventana, con el que avisaba a Esteban.
—Sí, será maravillo, me encantará, pero antes debo realizar el trabajo por el que me enviaron aquí. Mañana mismo saldré muy temprano y regresaré tarde —terminó diciendo Camila.
Me parece bien, aún queda varios días para el comienzo de la Semana Santa… le respondió él.
El mayordomo acudió presto a la llamada del marqués y trasladó el equipaje de la joven a la habitación que Gonzalo le había indicado anteriormente, una estancia amplia y soleada, que estaba discretamente amueblada, con una cama de matrimonio, un ropero que abarcaba de pared a pared, dos mesitas de noche, una pequeña mesa escritorio con sillón y un televisor fijado mediante un soporte a la pared, dispuesto para su visión desde la cama. Tres óleos adornaban las paredes de la habitación, eran retratos de sendos antepasados del marqués, sobre el cabecero de la cama un cuarto óleo representaba la Última Cena. Un cuarto de baño con jacuzzi era el único lujo de la estancia. El balcón del dormitorio daba a los jardines interiores de palacio, jardines que bien podían competir con los mismísimos del Alcázar y, desde el que podía ver el estanque de peces dorados y bellas albercas a su alrededor, setos recortados de arizónica formando intrincados laberintos, estatuas de mármol blanco y jarrones del siglo XVIII, decorando los parterres y tres fuentes monumentales, en plomo pintado, imitando el bronce, representando escenas de la mitología griega y romana; una dedicada a Neptuno, rey de los mares, según la mitología romana, emergiendo sobre las olas en su carro, tirado por sendos hipocampos, rodeados de delfines, asiendo con su mano derecha el poderoso tridente, arma de los atuneros; otra fuente, dedicada a la diosa romana Minerva, hija de Júpiter, patrona de los guerreros, diosa de la sabiduría, de las artes y protectora de Roma, sentada con la lanza y el escudo y, bajo sus pies, los símbolos de la sabiduría y de la ciencia; la última, la más espectacular de las tres, situada en el centro de los jardines, en forma circular, dedicada a Zeus, dios griego, el padre de todos los dioses del Olimpo, el protector de los humanos, el que posee el mayor poder, el dios del cielo, el dios equivalente del Júpiter romano, que posee un rayo que le hace controlar la lluvia, las nubes, y el cielo, esposo de Hera, su hermana, la proclamó madre de los dioses y de los hombres, ella fue la diosa protectora del matrimonio.
Los jardines disponían de abundante flora y vegetación con centenarios árboles gigantes, palmeras y, mirando al cielo, se obtenía la recompensa más buscada, la Giralda, en todo su esplendor, que observada en noches claras, solo con la luz de la luna, se podía contemplar con nitidez el Giraldillo, llevando en su mano izquierda una palma y en la derecha su escudo guerrero, apuntando siempre la dirección del viento. Sin duda era la habitación con mejores vistas de palacio.