Capítulo 2
España.
Sevilla, dos meses después.
DON GONZALO de Beltrán y Calatrava, octavo marqués de Cruz de Malta, conde de Alvarado y Grande de España, de nariz recta, pómulos huesudos, cabello castaño oscuro con incipientes mechones de canas sobre sus sienes, ojos pardos de mirada profunda y penetrante, rostro rasurado, de un metro noventa y aspecto físico delgado, atractivo, sensual y muy interesante, su aire era marcadamente aristocrático, sobre todo en su forma de hablar, ya que a veces usaba expresiones actualmente en desuso, tales como: vive Dios, por los clavos de Cristo, voto a Satanás, por los cuernos de Lucifer…, después de mirar una y otra vez las cartas que tenía desplegadas en círculo sobre su mano izquierda y de hacer varios gestos con la cara, se levantó de su asiento dando por terminada la partida a la berlanga que en aquellos momentos jugaba con un grupo de viejos amigos, don José Ignacio, don Mariano y don Mateo, bueno, si se pueden llamar así a aquellos que te hacen trampas y a sabiendas van y te despluman en tu propia casa. Eso fue lo que le ocurrió a don Gonzalo de Beltrán. Y la dio por terminada ante la falta de liquidez monetaria en que estaba en aquellos momentos de la noche. Se encontraba solamente en los primeros días del mes y ya se había gastado la mayor parte de la asignación mensual que su difunta esposa le pasaba testamentariamente, para que subsistiese decentemente acorde con su ilustre posición nobiliaria.
El marquesado de Cruz de Malta fue concedido por Juan II, rey de Castilla, a Álvaro de Beltrán y Calatrava como recompensa por los servicios prestados en las guerras de la reconquista y especialmente en la primera batalla de Olmedo en 1445, año en que recibió el título de marqués de Cruz de Malta.
Don Álvaro de Beltrán y Calatrava, primer marqués de Cruz de Malta, nació en Asturias en 1405, y fue hijo de noble familia muy rica de Castilla. Durante su juventud se consagró al servicio de las armas brillando por su enorme valor, luchó en las guerras de la reconquista al lado del rey Juan II de Castilla. Siendo muy importante y valerosa su participación en la batalla de Olmedo, en la que se enfrentaron dos bandos nobiliarios, de una parte el rey Juan II y su privado Álvaro de Luna y de otra los Infantes de Aragón, la guerra se inició al invadir estos, con numerosas tropas, Castilla, y entrar los infantes en la villa de Olmedo pese a la resistencia ofrecida por ésta. A primeros del mes de abril de 1445, Juan II instala su real en las proximidades de la villa al objeto de sitiarla. El 19 de mayo, imprudentemente, el príncipe Enrique se acerca a caballo a la muralla de la villa, saliendo sus defensores en su persecución. Entonces las tropas castellanas atacaron en un intento de repelerlos y el combate se generalizó. El bando de Juan II se organizó en cuatro cuerpos, el primero mandado por Íñigo López de Mendoza, el segundo dirigido por el conde de Alba, el tercero estaba al mando del príncipe Enrique y contaba además con la participación de su mayordomo Juan Pacheco y del obispo de Cuenca Lope de Barrientos. Álvaro de Beltrán y Calatrava luchó al lado del príncipe Enrique y el cuarto lo dirigía el maestre de la Orden de Alcántara.
La batalla se desarrolló entre los ríos Eresma y Adaja, y la victoria fue rápida a favor de la causa castellana. Hubo veintidós muertos y numerosos heridos y a los ricoshombres que habían luchado contra Juan II se les confiscaron todos sus bienes. Juan Pacheco recibió de Juan II como recompensa el marquesado de Villena, su hermano Pedro Girón el cargo de maestre de la Orden de Calatrava e Íñigo López de Mendoza el título de Marqués de Santillana. Meses después de estos nombramientos Juan II recompensó a Álvaro de Beltrán y Calatrava con el marquesado de Cruz de Malta.
En 1542 Carlos I ordena a Álvaro de Beltrán y Calatrava, tercer marqués de Cruz de Malta, marchar a Sevilla como secretario del Consejo de Indias, en vista del auge que está tomando el puerto de Indias de Sevilla. Tras el descubrimiento de América, los secretarios eran los encargados de trasladar al rey las deliberaciones de los Consejos y al mismo tiempo trasladar a los miembros de los Consejos las resoluciones y decisiones del rey. Es en ese momento cuando el marquesado de Cruz de Malta se instala en la ciudad, manteniendo la casa palacio desde entonces.
Don Gonzalo de Beltrán y Calatrava, caballero culto, elegante, educado, de buen gusto, galán y refinado en sus modales, a pesar de su cierta mala fama, que a los que lo conocían incluso desconcertaba ya que no sabían cuál de los dos personajes era el auténtico don Gonzalo del Beltrán, si el bebedor, mujeriego y vividor o el caballero exquisito y educado descrito más arriba, era como si disfrutara de una doble personalidad que emergía en función del momento. Parecía, a veces, un personaje extraído directamente del siglo XVIII y plantado, con toda alevosía, en pleno siglo XXI. Especialmente cuando usaba aquella prenda de abrigo que tanto le gustaba ponerse, la capa, con la que acostumbraba a pasear de noche provisto de un bastón-estoque, por lo que pudiera pasar, por las estrechas callejuelas de su barrio, en el mismo centro de la ciudad de Sevilla, de la Sevilla misteriosa del rey don Pedro I El Cruel, de doña María Coronel o de don Miguel de Mañara, que a más de uno asustó, por parecer más bien un fantasma, en medio de la noche, de los que tanto abundan en las antiguas leyendas sevillanas.
De su salud mejor no hablar, ya que arrastraba desde su estancia en el ejército un problema pulmonar y sus constantes juergas no hacían sino agravar su cada vez más inestable y problemático estado de salud, aunque él sabía que a sus cincuenta y ocho años ya no podía hacer más tonterías. Una buena juerga con abundante güisqui, mujeres y algún que otro porro moruno, le podía restar como un año de vida, pero bueno, en la vida está el placer y a él, solía decir, le quedaba ya poco de existencia en esta vida. Le traía sin cuidado si moría unos cuantos años antes, porque lo que se iba a llevar para el otro barrio era algo que, según él, merecía realmente la pena, ya que estos eran los placeres más exquisitos de la vida y, una vez disfrutados y vividos, nadie se los podría quitar.
Su residencia la tenía situada en el mismo lugar en que habían vivido sus antepasados durante siglos, en un antigua casa palacio sevillana, de estilo árabe y renacentista, enclavada en el mismo centro del casco antiguo, que mantenía gracias al convenio firmado con la Consejería de Cultura de la Comunidad Autónoma Andaluza, según el cual estaba declarada Monumento Histórico Artístico, abriéndose sus puertas al público como museo. Todo ello, le reportaba unas pequeñas ganancias adicionales, que tal como le entraban, le salían.
El matrimonio del marqués con Felisa Rodríguez fue de conveniencias, con separación de bienes incluido, en el que la vida marital era solo de cara al exterior, puro trámite. Jamás durmieron en la misma habitación, no porque se odiasen, sino porque era lo pactado. Además él, no estaba enamorado, a pesar de que Felisa, que si estaba muy enamorada de él, en numerosas ocasiones, sutilmente, le ofreció pasar a su alcoba, algo que el marqués siempre rehusó con la mayor diplomacia. Él, hijo único, sin descendencia al menos conocida, poseía los títulos nobiliarios de marqués de Cruz de Malta y conde de Alvarado, consistiendo el resto de la herencia familiar en un cortijo andaluz y una hermosa casa palacio en el mismo centro de la ciudad de Sevilla, que lo único que le reportaba eran innumerables gastos.
Ella tenía dinero, muchísimo dinero, era inmensamente rica y ambos querían lo que el otro tenía. La solución fue un enlace pactado. Doña Felisa Rodríguez, mujer coqueta y hasta cierto punto remilgada, aunque poco agraciada físicamente, de cara repulsiva, nariz grande, ojos pequeños, pelo escaso, corto y teñido de color castaño oscuro, era realmente desagradable a la vista. Las innumerables operaciones de cirugía estética que se había hecho, entre ellas una rinoplastia que no dio los resultados esperados, varios lifting y las periódicas infiltraciones de bótox, le habían deformado el rostro hasta el extremo de proporcionarle un aspecto extraño y grotesco. Doña Felisa, mujer de buen comer y vestir, tacaña, mezquina y miserable cuando se hablaba de dinero, con varias decenas de kilos de más, nunca consiguió hacer un régimen de comidas para quedarse en esa figura que siempre soñó desde que era joven. Quizás fueron esos kilos de más y esa gula desenfrenada la que se la llevó de esta vida. Tampoco quería saber nada de médicos, cada vez que iba a consulta los doctores le decían lo mismo, que tenía que adelgazar al menos treinta kilos, que el colesterol lo tenía por las nubes y que además tenía problemas de azúcar, le aconsejaban que hiciera alguna dieta y ejercicio físico… Jamás les hizo caso, solo quería quitarse las arrugas de la cara, propias de la edad, y estar joven y guapa para su marido, algo que nunca consiguió. Pero en cambio fue la mujer más feliz del mundo mientras vivió, poseyó lo que siempre había soñado, nobleza para relacionarse con lo más selecto y granado de la sociedad, pues el dinero, heredado de los negocios de su padre, le sobraba. Uno de los que más beneficios le reportaba era su participación en las minas de cobre y oro de Catamarca en Argentina, con importantes exportaciones de concentrados de cobre y de oro, estando gerenciada por un consorcio de empresas como la suiza Frient, la norteamericana Smartfont, la argentina Quempoll y la chilena Aguasol. De ésta última ostentaba una participación que le reportaba jugosos ingresos.
Él también poseía lo que siempre había soñado: dinero para levantarse a las doce de la mañana y no tener que trabajar, pues según él, bastantes madrugones se había pegado ya en su juventud, en los tiempos en que sirvió en el ejército. De algo le tendría que valer ser marqués y conde a la vez. Aunque la difunta dejó bien claro en el testamento, la asignación mensual que habría de cobrar su viudo, indudablemente conocía perfectamente a su marido y sabía que toda aquella fortuna duraría bien poco en sus manos. La dilapidaría en pocos meses, estaría siempre de continuas juergas y fiestas.
El marqués tenía reconocida fama de jugador, bebedor, y de fumador empedernido al que le gustaban además otras sustancias poco recomendables a las que se acostumbró a degustar en Marruecos y en el Sahara, y también de alocado mujeriego. De vividor nato en una palabra y eso la difunta lo conocía sobradamente, pues lo había padecido en vida. Si bien sus relaciones fueron pactadas de antemano y no cabía posibilidad alguna de relaciones sexuales con él, doña Felisa insistía y el marqués caballerosamente le daba largas. Ella no soportaba las idas y venidas de mujeres hermosas a la alcoba del marqués. Siempre albergaba la esperanza de que quizás algún día él se cansase de aquellas mujeres…, de aquella vida, la valorase y se enamorase de ella, como ella lo estaba perdidamente de él. Doña Felisa, todas las noches, por si acaso, se preparaba con la lencería fina, más cara, atrevida y sensual y se acicalaba con las mejores cremas y perfumes. Aquel ansiado momento jamás llegó.
De buena gana lo hubiese desheredado, pero ¿a quién dejar la herencia?, se preguntó en más de una ocasión doña Felisa. Como familia no tenía, bueno, tenía un hermano mayor, pero hacía más de treinta y cinco años que emigró a Cuba cuando fue desheredado por su padre, a raíz de una violenta discusión por no atender los negocios que le había encomendado, además de gastarse una importante cantidad de dinero de la empresa familiar en su afición al alcohol y a las mujeres, desde entonces no supo nada más de él.
Obras de caridad, doña Felisa, en su vida apenas realizó unas cuantas, pues consideraba que era malgastar su fortuna inútilmente. Únicamente aquellas que le reportaban prestigio entre sus amigas y conocidas. Tan solo contribuyó a rehabilitar el templo de don Mariano, con casi el 80% del presupuesto, a cambio de que se construyese una cripta subterránea al pie del altar con una lápida que debía decir:
«Esta bóveda es propiedad de los marqueses de Cruz de Malta. Aquí yacen los restos mortales de los marqueses y los de sus descendientes».
Y, como también tenía pavor a que Hacienda se quedase con su dinero, no tuvo más remedio que disponer toda su herencia en favor de su marido, aún a su pesar. Eso sí, con la única condición de que no volviese a contraer nuevas nupcias. En tal caso, el testamento era claro y preciso, el marqués perdería de inmediato la asignación económica mensual. Ella quería seguir siendo, aún después de muerta y sepultada, la única marquesa de Cruz de Malta y condesa de Alvarado y bajo esa única condición testó todos sus bienes a favor de su marido, dosificados convenientemente y administrados por un albacea testamentario, pues así su marido la recordaría en el caso de que ella falleciese antes que él. La marquesa, incluso después de muerta seguía siendo mezquina, despreciable, miserable y ruin, manteniendo al marqués bajo su estricta disciplina.
Los amigos de don Gonzalo de Beltrán eran todos mayores que él, alguno incluso le superaba hasta en veinte años su edad, residían en las cercanías del palacio del marqués, por lo que les resultaba muy cómodo quedar allí, pues era el único lugar donde no tenían que dar explicaciones a nadie.
Don José Ignacio, juez jubilado de la audiencia provincial, de setenta y dos años, de mediana estatura, pelo gris, carácter serio y degustador de buenos caldos, residía en una casa muy céntrica, próxima al palacio del marqués, de tres plantas, seis cuartos de baños y quince habitaciones, todas necesarias para albergar el clan familiar. Persona inteligentísima, que además de doctorarse en derecho, también lo había hecho en ciencias económicas y empresariales.
En sus años de ejercicio como juez le gustaba impresionar a todos. Con un carácter muy fuerte, en momentos pretéritos mandó a más de uno a los calabozos por solo contradecirle. Su fama en los juzgados era tal que hasta sus propios compañeros le temían, por no decir de abogados y procuradores. Los delincuentes o presuntos delincuentes que se ponían frente a él, pobres de ellos, debido a su carácter agrio muchos lloraban como niños con tan solo dirigirles la palabra, e incluso se hacían sus necesidades encima. Lo cierto es que tenía una úlcera duodenal que sobrellevaba desde su juventud, provocada por el tabaco, la ingesta de bebidas de alta graduación alcohólica y el estrés. Eso hacía que su carácter se endureciera y se agriase notablemente cuando le sobrevenía el intenso dolor quemante, localizado en el epigastrio, es decir, en la boca del estómago. A su retiro se dedicó a negocios inmobiliarios, montó una agencia gracias a sus múltiples contactos y en ella metió a sus tres hijos, los cuales eran unos auténticos ineptos, siendo el propio juez, a pesar de su avanzada edad, quien llevaba personalmente todos los negocios, que por cierto, le iban muy bien. Pero claro, al vivir más de veinticinco personas a su costa, entre hijos, nietos, nueras, yernos y algún que otro sobrino agregado, los importantes ingresos que le reportaba el negocio se lo comían entre todos. Sus dos hijas estaban casadas pero ni ellas ni sus maridos trabajaban, viviendo también a costa del juez. Su esposa, una bella persona, es la que mantenía unido el clan, dando dinero bajo cuerda, sin que el juez tuviese conocimiento, a todo aquél que se lo requería con las excusas más inverosímiles.
Don Mariano, sacerdote perteneciente a la curia de la archidiócesis, con canonjía y despacho en el palacio arzobispal, además de ser párroco de una importante iglesia del centro de la ciudad, ejercía de capellán de la casa palacio del marqués, alternando estos quehaceres con el cargo de presidente de una fundación de carácter cultural, por la que no aparecía debido a sus múltiples ocupaciones. Residía con su hermana y su hermano en un lujoso y amplio piso, cercano a la parroquia. Su hermana Matilde estaba consagrada al cuidado de la casa, y a la atención de don Mariano, y de Pedro, su otro hermano, que estaba jubilado y las mañanas las pasaba en el hogar del pensionista próximo al domicilio, dedicándose a jugar al dominó, realizar excursiones, manualidades o jugar a la petanca, del que era un excelente jugador con varios premios en su haber. A Matilde, en las tareas de la casa, le ayudaba una doméstica que tenían contratada desde muy joven y que ya era como de la familia.
Don Mariano de sesenta y cuatro años de edad, aspecto saludable, alto, grueso, piel rosada, buen gusto y finísimo paladar, vestía siempre un elegante clergyman negro con una pequeña cruz de oro blanco en la solapa, solo utilizaba la sotana cuando quería impresionar. Sus trajes los adquiría en Roma, en Barbiconi, una tienda de ropa y enseres eclesiásticos de las más antiguas, abierta en 1800, situada en vía Santa Caterina da Siena, nº 59, a escasos metros del Panteón, que don Mariano visitaba regularmente. Pietro, el encargado de la tienda, conocía todos sus gustos, lo vestía desde que se ordenó. En ella se abastecía de cuanto precisaba, clergyman a medida, crucifijos, cálices, ostensorios, candelabros…, pero también compraba en otros comercios especializados del centro de Roma como en De Ritis, o en San Michele Arcangelo, situado en via Nomentana, o en Sorgente, en via Mascherino, junto al Vaticano, donde adquiría las estolas, los cíngulos y las casullas y, también, cómo no, en la famosa Gammarelli, en piazza de Minerva, la sastrería donde los cardenales y los papas adquirían sus mejores galas, allí compraba los zapatos, las sotanas, camisas y ropa interior, su propietario Filippo procuraba atenderlo personalmente cada vez que visitaba la tienda. Don Mariano conocía todas las sastrerías romanas y tiendas de artículos litúrgicos, no en vano solía ir a Roma varias veces al año para realizar sus ejercicios espirituales, visitar a sus conocidos, pasear por sus calles y adquirir sus hábitos y complementos religiosos y, de paso, aprovechaba para adquirir recuerdos con los que obsequiaba a sus allegados y feligreses más importantes, realizar compras culinarias y también algunos caldos. Entre ellas, no podían faltar los quesos. Don Mariano cada vez que visitaba Roma compraba dos quesos parmesanos de la máxima calidad, uno para el marqués y otro para él, y siempre los adquiría en una tienda de delicatesen llamada Salsamenteria Verdiana, situada en via Cernaia, nº 16, esquina con via Castelfidardo, donde también conocían sobradamente los gustos de don Mariano.
Cuando visitaba la Ciudad Eterna se alojaba en Domus Romana Sacerdotalis, una residencia de la Fundación Vaticana solo para sacerdotes y familiares, situada en Via della Traspontina, nº 18, a medio camino entre San Pedro y el Castillo de Sant'Angelo. Allí reservaba siempre la misma habitación, una con vistas a la cúpula de San Pedro.
Don Mateo, notario en activo, a pesar de su edad, no tenía otro remedio que continuar en esa situación laboral, ya que de él también dependían sus dos hijos que trabajaban en la notaría, Manuel como oficial mayor y Luis como responsable del archivo de protocolos y copias autorizadas. Sus esposas también trabajaban en el despacho llevando la contabilidad y atendiendo el teléfono y al público. Don Mateo, de sesenta y ocho años de edad, delgado y baja estatura, no gozaba de buena salud y casi siempre estaba enfermo, con achaques y continuos problemas de azúcar, dolores de huesos y un asma bronquial crónica que padecía desde años atrás y que en momentos de crisis severa requería incluso hospitalización urgente. Su esposa doña Catalina, en cambio sí gozaba de excelente salud a pesar de su edad, tenía una vitalidad sorprendente, llevaba su casa y cuidaba de sus cinco nietos, que le dejaban sus hijos a primeras horas de la mañana para que acercase a la guardería a los más pequeños y llevase al colegio a los mayores.
Esteban era el mayordomo de don Gonzalo, su hombre de confianza que servía fielmente al marqués. De rostro sereno, pelo blanco mezclado con restos de rubio natural, ojos claros, entre grises y celestes, frente despejada, extremadamente delgado, y entrado en años. Siempre iba pulcramente uniformado, tenía bajo su responsabilidad las tareas de la casa, concretamente de la zona privada de la casa palacio. La otra, la zona museo, era cuidada por personal contratado al efecto con los que el marqués casi no mantenía relación, pero que el mayordomo supervisaba diariamente.
Esteban cuidaba de don Gonzalo desde toda la vida, desde antes que el marqués cumpliera la mayoría de edad, y era un adolescente que gustaba de hacer todo lo que le estaba prohibido. Él le tapaba todas sus locuras. Se podría haber jubilado hacía unos años, pero dónde iba a ir, a una residencia de la tercera edad, a casa de algún pariente para servir de estorbo, de mueble, o le den puerta cuando se cansen de él y acabar directamente en un asilo de mala muerte… No, Esteban era de los que morían con las botas puestas, él no abandonaría jamás al marqués. Incluso continuó a su servicio, como su asistente personal, durante los años en que el marqués, residió en África, por motivos de sus destinos militares.
—Esteban, prepárame un caldo bien caliente y llévamelo a la cama. Estoy que no puedo más —pidió don Gonzalo, mientras encendía un Cohíba con su Cartier de oro macizo y se recostaba en su butaca preferida, después de haber jugado unas partidas de cartas con su grupo de amigos a los que despidió momentos antes.
—¿Ha vuelto a perder? —preguntó el mayordomo.
—Ya no gano ni haciendo trampas —respondió el marqués en tono jocoso, dándole una profunda calada al habano y expulsando el abundante humo directamente hacia el techo.
Esteban volvió a decir:
—Mucho me temo que los que hacen trampa son sus amigotes, que vienen ya de acuerdo para desplumarlo.
—Tal vez tengas razón, pero más les vale que no me dé cuenta, ya que de lo contrario, te aseguro, por los clavos de Cristo, que los estoqueo a los tres y sin piedad alguna.
—Sabe que eso no ocurrirá. Usted se da cuenta y no hace nada para remediarlo. En el fondo lo que usted quiere es que vengan y le hagan compañía.
—Como siempre tienes razón, me da igual que se pongan de acuerdo, paso un rato agradable y con eso me basta —respondió el marqués suavizando el tono de voz.
Además de a la berlanga, el póker era otro juego con el que solían dejar tieso a don Gonzalo. Aunque también solían jugar con frecuencia al mus. En otros casos acordaban, a iniciativa de su amigo don Mariano, el capellán, que lo ganado fuese a parar a alguna obra de caridad o a servir de limosna para socorrer a los fieles más necesitados de su parroquia, con lo que de alguna manera limpiaban su conciencia y creían contribuir a asegurarse una parcelita en el cielo, para el día de mañana. Cuando jugaban al mus, la pareja de don Gonzalo era don Mariano. Con él se compenetraba mejor, además, el capellán era un avezado jugador, aunque eso de poco le servía al marqués ya que en pocas ocasiones ganaban.
—Señor, sus amigos mantienen una doble moral. Son unos sinvergüenzas, a lo único que vienen es a aprovecharse de usted, que es quien costea todas sus juergas —dijo Esteban.
—En eso sí te doy la razón, pero solo en parte. También les apetece echar unas partidas y distraerse un poco —comentó Gonzalo.
El mayordomo, con tono serio, comenzó a decir:
—Don Mateo, el notario, aún no me ha resuelto el problema de las escrituras de la casa de mi hermano. Incluso le aboné sus servicios por adelantado y siempre me dice lo mismo, que está al caer y eso que viene casi todas las noches y siempre que me acuerdo le pregunto, pues ni por esas. De don Mariano, el cura, o capellán como usted prefiere decir, mejor no opino. Solo le diré que dudo mucho que el dinero que se lleva de las partidas de cartas, que dice es para hacer obras de caridad, lo emplee en ello y no en otras cosas. De don José Ignacio, no tengo mejor concepto, ya que para ser juez, hombre de leyes, se comporta más bien como un auténtico delincuente, siempre metido en turbios asuntos, en tráfico de influencias y en negocios pocos recomendables. Son todos unos auténticos corruptos.
—Don José Ignacio hace años que está jubilado y a lo único que se dedica es a determinados temas inmobiliarios, que le reportan importantes beneficios, pero que luego no llegan a su bolsillo, ya que sus hijos son los que se encargan de la administración de sus negocios, y se quedan con casi todo. También el mantenimiento de la casa le supone muchos gastos. Ten en cuenta que entre hijos, nietos y sobrinos son más de treinta, y todos viviendo espléndidamente a su costa. Allí no trabaja nadie más que él, a pesar de estar jubilado y de la avanzada edad que tiene.
—Es igual, señor, sus tres amigos, si me permite decirlo, son unos viejos carcamales, unos degenerados viciosos y verdes pervertidos, aunque reconozco que el cura es el único que no se queda cuando llegan a palacio sus «amigas», aunque recuerdo que alguna vez sí que se ha quedado. Lo siento, pero eso es lo que pienso.
—Esteban, aunque no te lo permita, tú lo vas a decir de todas formas… —replicó, con calma, el marqués.
—Cuando no es una juerga flamenca, es una de esas largas partidas de cartas que duran hasta las tantas de la madrugada y en la que casi siempre el que pierde es usted, o una fiesta con putas caras, que le cuesta un ojo de la cara. Y ellos no pagan ni un solo céntimo.
—Hombre no…, don José Ignacio y don Mateo si colaboran en la medida de sus posibilidades. Es cierto que podrían ser más generosos, en eso estoy contigo, pero no olvides que ambos están casados y, como te dije antes, las que controlan los gastos son sus respectivas esposas y sus hijos. En cierta medida el venir por aquí a echar unas partiditas les supone una auténtica liberación.
—Pero el cura…, no me negara que viene y va siempre de gorra. Vamos, es que se invita solo, llega sin avisar a cualquier hora del día. Cuando se mete en la cocina, a picotear y a comer jamón y queso, no deja de indicarle a Rosario cuáles son sus platos preferidos para que los cocine, no se conforma con las lentejas de los viernes, que se sirve precisamente porque a don Mariano le gusta mucho. Debajo de la sotana y de su aspecto rechoncho y bien nutrido esconde su auténtica y verdadera personalidad —exclamó el mayordomo.
—Nos visita por si alguien necesita de sus servicios espirituales, te recuerdo que es nuestro capellán.
—Pues, desde que lo conozco, que ya son años, no lo he visto nunca poner los pies en la capilla de palacio. Ni ahora, que estamos terminando la cuaresma, va por allí a realizar los servicios espirituales, como usted dice.
—Rezará por nosotros en su parroquia…
—¡Qué va a rezar, ni qué servicios, ni qué leches! Se arrima a usted porque ser amigo del marqués de Cruz de Malta le reporta prestigio en el arzobispado, además de venir a pegarse el lote de comer y de beber todo lo que se le antoja, y a pasárselo bien a su costa.
—Esteban, dejemos ya esta conversación. El cura como tú dices, te repito, es nuestro capellán familiar y lo tengo en alta estima. Está visto que cada vez te fastidia más la presencia de mis amigos y, la verdad, es que no sé porqué. Ignoro qué te ha podido suceder con ellos, yo les tengo gran aprecio, tú lo sabes. A veces parecen unos gorrones, lo reconozco, pero son mis únicos amigos y en la amistad hay que intentar perdonar los pequeños defectillos…
—Nada me ha ocurrido con sus amigos. Simplemente que veo como se aprovechan de usted, quizás porque son veinte años mayores que usted y eso no me gusta. Debería tener amigos de su edad.
Gonzalo, haciendo un gesto de resignación, dijo:
—Tampoco hay tanta diferencia, para mí ellos son la experiencia, la sabiduría. Te agradezco tu preocupación pero deja que me ocupe yo de mis asuntos, ya soy mayorcito, ¿no crees?
—Sí, claro…, perdone que le insista, pero es que no levanta cabeza, siempre está sin un céntimo, a pesar de la pensión que recibe mensualmente. Yo mismo le tuve que adelantar el mes pasado tres mil euros para pagar los gastos de la casa y la mensualidad a la cocinera. Menos mal que al chofer le salió un empleo y se marchó. Hacía tres meses que no cobraba.
—Ramón, el chofer, me aprecia y no habrá pedido nada porque sabe de mis dificultades económicas —sentenció el marqués.
—Más bien ha sido porque he hablado con él y le he dado cuatro mil euros de mi bolsillo, como finiquito, para que no lo demande en los Juzgados de lo Social —respondió el mayordomo.
—Desconocía esta circunstancia. Te lo agradezco Esteban, cuando tengamos liquidez en el banco te daré el dinero.
—Sabe el marqués que no se trata de dinero. Después de toda una vida a su servicio he ahorrado lo suficiente para esto y mucho más ¿De dónde cree que sale el dinero para las compras cuando a mediados de mes ya no hay un céntimo en palacio?
—También esto lo desconocía… Bueno, si tanto te preocupa, prometo que de ahora en adelante intentaré reducir gastos.
—Por cierto, ¿quién se ocupa ahora de los automóviles?
—Un sobrino de Rosario.
Rosario, la cocinera de palacio, era una buena mujer, viuda de unos cincuenta y cinco años, con dos hijos, el mayor fallecido en accidente de circulación junto a su marido, el otro puso pies en polvorosa y cogió las de Villadiego hace diez años, desde entonces no ha vuelto a saber nada más de él, la vida le había dado muchos palos. Gracias a Esteban, que no dudó un segundo en contratarla de cocinera cuando se quedó vacante el puesto, pudo medio rehacer su vida. Dedicada a las tareas de la cocina, disponía de unas dependencias en la zona de servicios de palacio para dormir, un amplio dormitorio y un cuarto de baño, también organizaba las demás labores de la casa. Para ello contaba con el refuerzo de dos chicas jóvenes, una que le ayudaba en las tareas de la cocina y otra que se dedicaba al resto de los quehaceres de la casa.
—Confío en que el sobrino de Rosario sea un buen chico.
—Sí, es un buen chaval, ha estudiado una ingeniería técnica, y está en paro, de hecho, terminó la carrera y sólo ha trabajado durante unos meses como camarero. Viene los sábados a ver a su tía y de camino se entretiene con los coches, los arranca un rato y los tiene limpios y a punto de combustible. Como tiene carnet de conducir se ha ofrecido como chófer, si fuese necesario.
—Pero si dices que no tenemos dinero…
—Pedrito, que así se llama el chico, es muy aficionados a los coches y lo único que quiere es disfrutar con ellos. Sobre trabajar de chófer ya veremos, pero solo sería en momentos muy puntuales. He hablado con el graduado social que nos lleva los temas laborales, quiero que esté todo en regla.
—Como siempre, confío en tu buen criterio y referente al tema económico, intentaré reducir gastos. A partir de ahora me tomaré este asunto más en serio —dijo Gonzalo.
Esteban, al escuchar al marqués se quedó más tranquilo y sosegado. Ejercía, además, de administrador de los gastos de la casa y, apreciaba al marqués como a un hijo y el marqués lo quería como a un padre. Por diferencias de edad bien lo podrían ser. Y, a pesar de sus continuas discusiones, la mayoría de las veces el marqués seguía sus consejos, confiaba plenamente en él. Entre ambos existía una compenetración que iba mucho más allá de sus diferencias sociales.
—Por cierto, señor, esta mañana ha llamado por teléfono una joven que dijo ser su sobrina.
—Esteban, no digas tonterías, eso no puede ser, no tengo familiares, tú lo sabes… Aunque quizás pudiera ser algún pariente lejano de la difunta —replicó Gonzalo mientras se ponía un batín de fina seda, de color negro y con el escudo heráldico de la familia bordado en oro sobre el lado izquierdo del pecho.
—Sí, ya sé… Eso es lo que usted siempre me ha dicho, que no tiene parientes, pero la chica insistió mucho. En un principio pensé que se trataba de alguna de esas fulanas con las que se acuesta a menudo. Su voz tenía un ligero acento, que me recordó aquella caribeña que le costaba un dineral cada vez que la llamaba para sus juergas, aquella que lo distraía con juegos de magia, que hacía aparecer y desaparecer cosas para usted y sus amigos y que le enseñó algunos trucos —dijo el mayordomo muy serio y hablándole al marqués con la mayor de las confianzas con que le hablaba cuando ambos estaban solos.
—Esteban, no se dice fulana, ni puta, se dice dama de compañía.
—Bueno… Después de oír las explicaciones que dio la joven me asaltó una duda —terminó diciendo Esteban.
—No, Chelito no puede ser, enganchó a un médico y se casó hace seis meses. El otro día me la tropecé en El Corte Inglés y se hizo la despistada, está claro que ha roto con el pasado…, pero ¿qué fue lo que te dijo? —preguntó con interés Gonzalo, mientras se servía, él mismo, el último güisqui de la noche y apuraba el Cohíba, Siglo V, dándole una última y larga calada, para después prepararse un hermoso y espectacular porro moruno de primera clase hecho con las mejores hierbas africanas.
—Pues la señorita me dijo que se encuentra en Madrid, y tiene muchas ganas de ver a su tía. Su vuelo llega a Sevilla sobre las diez de la mañana.
Gonzalo exclamó:
—¡No jodas Esteban! A esa hora sabes que aún estoy de siete sueños. ¡Si son las cuatro de la mañana!
Esteban, pacientemente, dijo:
—Cuando la señorita llegue le diré que visite, mientras tanto, el museo. Así tendrá usted tiempo suficiente de levantarse, asearse y desayunar antes de recibirla.
—Bien pensado.
El marqués, apagando los restos del habano sobre un pesado cenicero de plata con el escudo heráldico familiar tallado en el fondo, encendió con su encendedor Cartier el enorme canuto que se había preparado y dijo:
—Me voy a la cama. Dejaré el caldo para otro día, ya no me apetece, mejor me fumo este reconstituyente. Buenas noches, Esteban.
—Le sentará mejor el caldo… —replicó Esteban.
—Esto también me sentará bien. Te recuerdo que anoche me tomé el caldo y hoy no pienso hacerte caso, así que me fumaré este aromático…
—Pues que descanse, señor marqués —respondió el mayordomo.