Capítulo 20

LA mañana amaneció fresca. Flavio, alias Espartaco, había salido a primera hora con sus hombres para averiguar el alcance de lo que su antiguo comandante le había contado y las posibilidades reales que tenía éste de escapar de Roma junto con su prometida. Gonzalo y Daniela mientras aprovecharon para pasear por los alrededores de la villa, siendo en todo momento escoltados discretamente por dos hombres de Flavio, como medida de seguridad hacia sus protegidos.

La villa, situada al norte de Tor di Quinto, había pertenecido anteriormente a un importante industrial romano, el cual había instalado un elenco de medidas de seguridad para protegerse él y su familia, medidas que Flavio había mantenido y ampliado, gracias a las cuales era difícil penetrar en ella sin ser descubiertos. Incluso cualquier vehículo que se adentrase en el camino que conduce a la villa, un kilómetro antes de llegar, ya era detectado. Una hora y media después aparecieron a toda velocidad los dos monovolúmenes negros. A bordo del primero iba Espartaco. Se detuvieron junto a la puerta principal de la villa y bajaron con rapidez sus ocupantes. Tras encontrar a Gonzalo y a Daniela paseando por los jardines a unos metros de distancia, el antiguo legionario se acercó al marqués y le dijo:

—Debemos entrar y hablar. Este asunto es más serio de lo que pensaba.

—¿Qué ocurre? —preguntó Gonzalo mientras caminaba hacia la puerta.

—Mejor será que entremos —insinuó Flavio.

Ya en el interior, se sentaron alrededor de una amplia mesa en el centro de la cual había dispuesto un recipiente redondo con frutas naturales.

Espartaco tomó una manzana y le dio un bocado. Mientras masticaba dijo:

—Es un asunto muy feo, pero no lo abandonaré a su suerte.

—Gracias, no esperaba menos de ti.

—La policía sabe que la señorita que participó en el tiroteo le salvó la vida al joven carabiniere que conducía el patrullero y también intentó ayudar al brigadier capo.

—¿Entonces?

—La policía solo quiere que presten declaración usted y la señorita y aclarar lo sucedido.

—¿Nada más? —volvió a preguntar Gonzalo.

—Hay varios testigos que vieron todo lo ocurrido y han declarado a vuestro favor, incluso existen imágenes captadas por una cámara de seguridad de un establecimiento comercial, donde se aprecia claramente cómo sucedieron los acontecimientos.

—¡Entonces, problema resuelto! —exclamó Daniela.

—Pero a la policía no pueden ir con esta historia, además sería una imprudencia… —agregó Espartaco.

—¿Hay algo más? —preguntó Gonzalo.

—Sí.

—Cuéntamelo todo —ordenó Gonzalo.

—Se sabe que los fallecidos son soldatos a las órdenes de Su Eminencia el cardenal Humberto Quijano.

—¿Es posible? —preguntó Daniela.

—Señorita, en Roma todo es posible. No hay lugar a dudas. La información es fiable —respondió Espartaco.

—¿Qué posibilidades tenemos? —preguntó Gonzalo.

—Pocas. Al cardenal Humberto Quijano la mafia le debe muchos favores, pero la clase política aún le debe más y los mandos policiales obedecen a los políticos…

—Ya entiendo —susurró Gonzalo.

—Escapar por aire es imposible, por carretera… —comenzó diciendo Daniela, pero fue interrumpida por Espartaco, que continuó diciendo:

—Imposible también, existen muchos controles, las carreteras están tomadas. Todos los cuerpos de seguridad de Italia los buscan en estos momentos.

—Nos ocultaremos una temporada, hasta que todo pase —dijo Gonzalo.

—No sería seguro. Tarde o temprano alguien hablaría…

—En ese caso, solo nos queda huir por mar —expuso Gonzalo con un tono de resignación.

—Puede ser la solución —dijo Espartaco.

—Bueno, no lo decía en serio. El Tíber solo es navegable por unos tramos del río que pasan por la ciudad y con fines turísticos.

—Mi comandante, no es mala idea.

—Lo dices en serio…

—Sí. La salida por mar es una buena solución. El único problema sería llegar a Ostia que está a veinticinco kilómetros de aquí, una vez allí, tengo una embarcación en el puerto deportivo.

—¿No pensarás que podremos regresar a España en una embarcación de recreo?

—Ya os explicaré, ahora tenemos que darnos prisa. Aquí ya no estáis seguros.

—Tú dirás —dijo Gonzalo.

—Vamos a salir los tres de la villa lo antes posible —les indicó mientras les daba sus equipajes.

—¿Y esto? —preguntó Gonzalo.

—Debéis cambiaros de ropa.

—De acuerdo —dijo Gonzalo.

—Hasta ahora han ido tras un sacerdote y una religiosa, pero ya todo se ha descubierto. Con nuevas ropas, de paisano, no levantaréis sospechas —comentó Espartaco.

—¿Cómo lo han averiguado tan rápido? —preguntó Gonzalo.

—Alguien ha tenido que hablar —Dijo Daniela.

—Ofrecen cincuenta mil euros por cada uno —respondió Flavio.

—¿Quiénes? —preguntó Gonzalo.

—No sé. Aunque lo supongo. Por eso, prefiero no correr riesgos. Don Gonzalo, no me extrañaría que en cuestión de minutos apareciesen por aquí. No me fio de nadie, cualquiera de mis hombres ha podido ser el traidor.

Se cambiaron de ropa con rapidez y quince minutos después los tres abandonaron la villa a bordo de un pequeño Fiat Panda, de color blanco, conducido por Espartaco. Junto a él iba Gonzalo, detrás Daniela. El vehículo era el utilizado por el personal de servicio de la villa para realizar las compras y hacer los recados.

—¿Dónde vamos? —le preguntó Gonzalo.

—Al barrio judío —respondió Flavio, alias Espartaco.

 

Imagen