21

—¿Adónde vas?

—Voy a España —respondió João con un gesto, señalando hacia el este.

—No llegarás nunca. Ningún tren pasó jamás por ahí.

João siguió caminando con la carretilla de carbón, sin hacer caso, obsesionado con la idea que la noche anterior le había venido a la cabeza. Gema le había hecho llegar con uno de los contrabandistas un mensaje angustioso. Le decía que no fuera a Breda, que no podría pasar, que era peligroso. Los sublevados habían incrementado la ofensiva y estaban cerrando todos los pasos, no solo para evitar que alguien entrara, también para evitar que escapara alguien cuyo nombre figurara en sus listas. Que se quedara quieto en Torres Albas, que ella se las arreglaría hasta que todo volviera a la calma.

Encendió la caldera con alguna dificultad y echó dentro paletadas de carbón hasta que la aguja del manómetro comenzó a despertarse. Mientras se calentaba limpió de los mandos y de los cristales los últimos restos de polvo. Era una vieja y rechoncha locomotora inglesa a la que la llegada de las nuevas máquinas diésel había reducido al ostracismo. Aparcada en el cobertizo de una vía muerta, había comenzado a deteriorarse: el orín iba ensanchando su orla sobre la pintura negra de las chapas. João desenrolló la tela blanca que había mandado comprar a sus hermanas y con ella rodeó el frontal de la locomotora, como una cinta blanca de boda en su pecho de acero. Luego cogió algunas de las flores que también le habían traído y las fue prendiendo en la tela, entre los intersticios de las chapas, de los cristales.

El manómetro había subido hasta el nivel adecuado y comprobó que todo estaba bien antes de iniciar el arranque. La máquina respiró como una fragua, tembló y parecía que no quería moverse, que toda la fuerza se le iba por la chimenea.

—¡Venga! Demuestra que es cierto lo que dicen: que a los trenes les gustan los amores —la animó emitiendo unos ruidos guturales que a él le parecieron comprensibles y dando una palmada sobre el panel de los mandos.

Como si la máquina lo entendiera, la vieja osamenta de cilindros y pistones se estremeció con unos chirridos oxidados, despertaron las bielas dormidas y, muy despacio, fue despegando su beso con las toperas. Volvió a respirar lanzando al aire un humo viejo y negro de excrecencias y, poco a poco, al ralentí, el avance se hizo estable. La máquina abandonó la vía muerta y pasó ante la pequeña y hermosa estación de paredes de azulejos. A la salida, João la detuvo, se bajó y empujó la palanca del cambio de agujas que nunca se había usado. La palanca no cedía, encasquillada por el abandono y el olvido, y João cogió una piedra del balasto y la golpeó hasta lograr despegar los raíles.

Sus compañeros lo contemplaban perplejos, comentando entre sí.

—¿Adónde va João? No va hacia el oeste, ni hacia el norte, no va hacia Gavião ni hacia Guarda.

—Va a España.

—¿A España? ¡No llegará nunca!

—Ningún tren pasó jamás por ahí, y esa es una máquina demasiado vieja.

La nebulosa memoria del más anciano —un técnico de Madrid que se quedó a vivir a ese lado de La Raya al casarse con una muchacha portuguesa— se estremeció al evocar el antiguo proyecto de construcción de un ferrocarril que atravesara la frontera por aquella zona, las negociaciones entre los dos gobiernos, los lejanos discursos que oyó o soñó haber oído al ministro español para el que trabajaba, antes de comenzar el siglo que nadie imaginaba tan febril y enloquecido. En su memoria, diezmada por el tiempo, la realidad y el sueño borbotearon mezclados en un pasado mítico:

—El Oeste también existe, ya está bien de mirar solo hacia el Mediterráneo. Que sea abierta una vía hacia el poniente, por el camino más corto entre las dos capitales, que también el Oeste nacional tenga su oportunidad histórica. Al otro lado ya están de acuerdo, abramos nosotros una vía que enlace con la red de los Caminhos de Ferro de Portugal.

—Tardaremos años, señor ministro, será una obra babilónica.

—Que comience ya, que los topógrafos señalen con cal blanca la línea por donde ha de herir el hierro, que se horaden túneles en la roca madre de los cerros más altos y que se abran en canal los oteros suaves, que la pala y la pólvora vayan allanando un camino entre las montañas de la sierra, que el pico vaya entrando en la pizarra, la pizarra es la piel dura de la tierra, capas que pueden arrancarse sin demasiado esfuerzo.

—Pero aquella es también tierra de granito, y las rocas de granito son como verrugas que le salen a la carne y es arduo arrancarlas sin un poco de sangre.

—¿Sangre de quién, del hombre o de la tierra?

—Sangre de los dos, señor ministro.

—No importa un poco de sangre si llegamos a Lisboa. Que sean iniciadas ya las obras, repito, que los picapedreros comiencen a machacar la piedra del balasto, que se talen los árboles necesarios para las traviesas, que un grabador vaya diseñando una moneda que conmemore la inauguración.

—¿Qué trenes pasarán por allí?

—Los trenes vendrán luego.

Pero los trenes nunca llegaron. Se fueron a Lisboa por un paso abierto cien kilómetros al sur, de geografía menos ardua y tormentosa. Aquí quedó un centenar de kilómetros de vía estéril que a ningún sitio llevaba, un tramo en Portugal y otro en España que nunca llegaron a utilizarse, que nunca sintieron el latir de una locomotora ni vieron aparecer su humo negro por encima de una loma. Los túneles terminaron usándose para encerrar por las noches hatos de vacas o rebaños de cabras y en las casas de los ferroviarios pernoctaban a veces trashumantes y gitanos.

João volvió a subir a la locomotora, desplegó una bandera de humo al aumentar la presión y enfiló hacia las montañas que servían de frontera. Hacía varios siglos que en aquellos cerros se había desarrollado una batalla entre ambos países, con esa furia que solo puede surgir entre vecinos que desahogan en unas horas de violencia todas las desconfianzas y ofensas, todos los recelos históricos acumulados en siglos. Y todavía, cuando los campesinos hundían la reja del arado en el barbecho, encontraban restos —la punta oxidada de una lanza, un virote, una anilla de un cinturón, el racimo de huesos de una mano— que si ya no mantenían viva la enemistad, sí al menos el recuerdo del enfrentamiento. Así, los muchachos de ambos lados se habían convertido en los guardianes de una memoria de lucha más alimentada por la tradición que por ninguna antipatía personal contra el vecino. En otros años, retarse en la conquista de una cota fronteriza fue motivo de peleas entre los dos bandos, a menudo regadas con sangre cuando una piedra acertaba en la cabeza de alguno de los adolescentes, que peleaban con una seriedad que desde hacía siglos habían olvidado sus mayores.

Pero toda aquella enemistad había quedado tan atrás que João se arriesgaba por ir a ayudar a una muchacha del otro lado.

—No tardaré mucho tiempo —se dijo, aunque sus pensamientos no eran pronunciados por su garganta—, faltan apenas quince minutos para llegar al túnel. Uno deja la luz en Portugal, entra en la oscuridad y vuelve a salir a la luz en España, es casi un parpadeo, parece mentira que algo tan corto separe tanto.

La vista de la frontera volvió a traerle a la memoria las primeras veces que la cruzó, cinco años antes, cuando aún no era empleado del ferrocarril y estaba empezando con el contrabando heredado de su padre. Trabajaba asociado a Martín Cupido, que por entonces aún no había comprado el camión. Los dos se movían en unos caballos rápidos y resistentes que cargaban con fardos de café. João recordó una tarde en que tenían que pasar un alijo hasta Breda. Si todo iba bien, luego se quedaría invitado un par de días en su casa, porque eran las fiestas.

—¿Estás seguro de que habrá muchachas bonitas en la fiesta? —le preguntó entonces, con unos gestos que Martín Cupido no tenía dificultad en comprender.

—Si no lo estuviera no te invitaría a mi casa.

Llevaban de la mano los caballos, briosos y rápidos en la carrera, con memoria para recordar las veredas oxidadas de la sierra y con un fino olfato para detectar los olores de los caballos del cuartel, olores a garañón violento y a cuero sudado, de los que huían a galope tendido, abandonando los fardos con un solo corte de las cuerdas que los sujetaban. Si los sorprendían, siempre era preferible perder la carga que perder la libertad.

João recordó que detuvo el caballo ante la bifurcación de la vereda: un camino subía definitivamente hacia la cota; el otro bajaba hacia el túnel.

—¿Por dónde pasamos? —preguntó.

Martín Cupido observó el cielo de abril, nublado y bajo, denso como si fuera de estaño. Algunos galayos verticales, de cuarcitas blanqueadas por las heces de los buitres, parecían tallos de coliflores sosteniendo los cúmulos blancos.

—Vamos por la vía. Hoy hace frío y a ellos les gusta la frescura del túnel solo cuando el calor aprieta.

Aceleraron el paso hacia los viejos edículos arruinados, desiertos y silenciosos, construidos cuarenta años atrás para albergar una futura aduana que nunca se abrió. Antes de llegar se detuvieron de nuevo y observaron con cautela la boca negra. Nada se movía. Los caballos, nerviosos, se resistieron un poco a penetrar en la oscuridad, pero al patear las primeras traviesas, todavía bien conservadas por la brea, emprendieron un paso ligero que solo terminó cuando atravesaron el túnel y dejaron también atrás los no menos arruinados edificios aduaneros del lado español. João volvió a sentir, como siempre que cruzaba La Raya, la inquietud de la clandestinidad atornillándole la boca del estómago.

Entraron en Breda de madrugada, escondieron las cargas y, agotados, se tumbaron a descansar. Cuando João despertó, por la tarde, en una habitación de la casa, olía a fiesta y por la ventana entraba una alegre música de flauta, tambor y algo que parecían chasquidos de palos que entrechocaban con armonía. En la cocina la madre de Martín lo saludó cariñosa y les puso la comida en la mesa. Al terminar, les trajo en una bandeja de peltre una copita de aguardiente y técula mécula.

—¿Qué tal esos trenes? —le preguntó el abuelo. Cada vez que lo veía le hacía la misma pregunta. Él también había trabajado en la construcción de la vía y después de cuarenta años seguía preguntándose por qué la obra más grande que había visto era también la más estéril.

—Marchan —respondió con un gesto, ondulando la mano en el aire.

—Aquí dejamos la vía hecha, pero los trenes nunca llegaron —repitió una vez más.

Después de asearse salieron a la plaza.

—¿Y esa bandera? —A João le extrañó ver en el balcón del ayuntamiento una enseña tricolor, con la banda inferior de color morado.

—¿No te has enterado? Es la nueva bandera de la República.

Aunque João sentía simpatía por el nuevo régimen, movió la cabeza, porque no sabía cómo explicar con gestos: «¡Los españoles nunca estáis satisfechos con lo que tenéis!».

Ya caía la tarde y la fiesta hervía de gente, al reclamo de la bebida y de la música. Algunos cohetes estallaban en el cielo y los arpegios de un acordeón culebreaban en el aire. Olía a vino y a alcanfor, a tierra labrada y a perfumes baratos. Una pareja de guardias civiles, encapotados en sus verdes capas españolas, cumplía su servicio bajo los soportales, aislada de la fiesta.

Poco después, una muchacha alta vino a buscar a Martín y se lo llevó a bailar. João se quedó solo, acodado en la barra de tablones que olían a vino, mirando alrededor. Al fondo vio a dos muchachas que bailaban enlazadas, pero él solo se fijó en una de ellas: tenía la piel clara, el pelo largo, color de arena, y se movía con gestos nerviosos y vivarachos, como un pájaro. Su boca era grande y sus ojos, muy azules. Llevaba un vestido floreado con los mismos tonos arenosos que su pelo. João hizo un esfuerzo para despegar de la barra su timidez de extranjero y fue hacia ella.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó por señas mientras bailaban.

—Me llamo Gema —contestó humedeciendo sus palabras con una risa limpia de ironía que no parecía extrañarse de su mudez.

«Su cara acepta bien la risa», pensó João mientras sentía la cintura tibia debajo del vestido y, al rozarse con los movimientos del baile, el palpitar de los pechos, como si los hiciera vibrar una leve corriente eléctrica.

—Los portugueses no sabéis bailar —sonrió Gema mirando sus pies que no terminaban de acoplarse al ritmo del pasodoble.

—Pues dejemos de bailar y paseemos —le propuso con fáciles gestos.

—Vale.

Cuando comenzaron a caminar, João aún no lo sabía, pero sus primeros pasos con ella, fuera de la plaza, anunciaban ya la liquidación de su clandestinidad.

Ahora el tren llegó al túnel y de nuevo se le vinieron a la cabeza las palabras de Martín Cupido: «A ellos les gusta la frescura del túnel solo cuando el calor aprieta». No hacía calor, aunque la primavera ya se encaminaba decidida hacia mayo. João redujo presión y velocidad y miró hacia delante: no se veía a gente armada vigilando el paso, nada se movía en las casetas fronterizas y todo lo dominaba el silencio. Solo se oía el rítmico carrete de las ruedas y el bum bum de los pistones.

Al salir del túnel, João levantó la cabeza y observó el paisaje solitario y libre de uniformes. España lo atraía y lo amedrentaba al mismo tiempo. Aquella zona fronteriza era una tierra dura, de cielos tostados y saltamontes en busca de trigo, de cerros apretados como si un dios furioso los hubiera comprimido entre las manos, y, cada cierto tiempo, estremecida por un tifón de locura, provocaba el afán de dispersión en sus habitantes. Pero bastaba al día siguiente un crepúsculo tranquilo bajo una encina —le había dicho en una ocasión Martín Cupido— para que uno se sintiera satisfecho de haber nacido en ella.

La locomotora siguió adelante sin obstáculos, abriendo la cremallera de la vía, a veces quejándose del mal estado de los raíles oxidados, de algunas eclisas sueltas, de los arañazos de las zarzas que la invadían. «Vieja es la vía, vieja es también esta locomotora y marcha, parece que se entienden, deben de tener la misma edad», se dijo, para distraer su impaciencia por llegar.

Una hora más tarde, detrás de una curva que no hacía presagiar nada, apareció Breda. João frenó al llegar a un pequeño apeadero con un lazo para cambiar de sentido, con un barracón de donde, de pronto, atraídos por el ruido de la máquina, comenzaron a salir algunas mujeres y hombres armados. Le extrañó que hubiera tanta gente allí reunida, como esperándolo, pero al detener la locomotora y comprender los atropellados comentarios supo que Gema no había exagerado sus temores: la ofensiva de los facciosos se había intensificado y estaban a las puertas de la villa: en los rostros flotaba algo parecido al miedo del marino que hace equilibrios sobre la plancha pirata. Al verse entre desconocidos que lo observaban con asombro, echó de menos a la gente de su grupo, a Tena y a Mangas, a Viriato, a Magro y al pintor del Mausoleo y, en el desconcierto que le provocaban tantos labios hablando contra su sordera, creyó que le preguntaban: «¿Qué hace aquí una vieja locomotora portuguesa derramando colores, qué hace aquí esta locomotora que viene en son de paz en este día de guerra, mirad los velos blancos y las flores que la adornan, cómo ha podido llegar por esta vía que ningún tren recorrió nunca a pesar de nuestras esperanzas e ilusiones? Es un mal día para inauguraciones».

Dos hombres armados, a quienes conocía de vista, se acercaron a él y João descendió de un salto.

—¿Cómo has podido llegar? —le preguntó el que llevaba unos galones de sargento cosidos en las hombreras.

—La vía estaba libre y nadie me lo ha impedido —explicó, aunque no estaba seguro de que comprendieran sus gestos.

—No es un buen momento para fiestas —dijo el otro.

—Vengo a buscar a una mujer —intentó decir, pero no sabía con qué gestos. Los que hubiera podido utilizar para describir a una mujer no le servían para identificar la singularidad de Gema.

La necesidad de dar explicaciones estaba haciendo rebrotar aquella incómoda y ya desaparecida sensación de clandestinidad, de sentirse extranjero, cuando vio con alivio que Martín Cupido se acercaba corriendo.

—¡Estás loco! Has elegido el peor momento para venir, es muy peligroso.

—¿Y Gema? —le preguntó con un gesto.

—Viene ahí detrás.

João miró por encima de su hombro y la vio acercarse corriendo desde el fondo del andén.

Antes de llegar hasta él, Gema se detuvo a recuperar el aliento, resistiendo el deseo de saltar a sus brazos delante de toda la gente, subir a la máquina engalanada y marchar buscando la sombra fresca y pacífica de un túnel. Los ojos azules se le habían empañado con las lágrimas y sentía un nudo en la garganta que le impedía hablar, un madroño agridulce que no podía tragar, como si también ella hubiera perdido la voz: «Te quiero tanto ahí junto a esa máquina vieja que has cubierto de flores y velos para venir a buscarme... Pero ahora tenemos preocupaciones más urgentes», le dijo con los ojos por encima de los fusiles. «Nada es más urgente que mi amor, sube y vayámonos.» «No puedo, los facciosos están a las puertas de Breda.» «No nos encontrarán aquí, sube.» «No puedo, João, no ves que no puedo.»

A los disparos que volvían a sonar se añadían las explosiones de los morteros, tan cercanas que algunos de los que estaban en el andén corrieron a esconderse en el barracón de donde habían salido. Martín Cupido, que había estado hablando con los dos hombres, le gritó a Gema:

—¡Sube al tren antes de que cierren el cerco! Tú serás la primera pasajera de esta vía que algún día abriremos. Esto no puede durar mucho tiempo y cuando vuelva la calma podréis regresar con nosotros. Ninguna muchacha puede rechazar una declaración semejante —concluyó señalando la locomotora.

Los disparos se intensificaban y el equilibrio se iba rompiendo: los estampidos de los fusiles parecían de fogueo frente a las broncas explosiones de la artillería.

—¡Sube y márchate ya, quizá más tarde no puedas! —le ordenó el sargento.

Gema tomó la mano que le tendía João, dio un beso rápido a Martín Cupido y subió con su fusil a la locomotora. João cebó la caldera con nuevas paletadas de carbón, cambió de sentido en el lazo y emprendió el regreso, mientras desde el andén los despedían antes de enfrascarse en el tiroteo que se recrudecía.

Un tiempo después llegaron sin ningún contratiempo a las casetas semiderruidas de la inútil frontera y ya veían la boca acogedora del túnel cuando João cogió la mano de Gema y la miró sonriendo desde su mudez: «Sería hermoso parar ahí dentro y amarnos entre los dos países, ahí donde nadie puede decirnos: Tú eres extranjero, en ese subterráneo que no es de nadie, es tuyo y mío, nadie marcó una raya blanca en mitad del pasadizo». Y ya entonces sintieron los picotazos de las balas antes de oír las detonaciones, el golpe infligido sin haber amagado, las ráfagas de ametralladora chocando contra las chapas negras. La pedrea de plomo atravesó la tela blanca y las ventanillas y Gema cayó hacia atrás con el pecho partido por una bala. João expulsó un grito ronco que resonó por los montes cercanos. Los restos de batallas enterrados en la cota reconocieron la voz universal y antigua del dolor y se removieron inquietos bajo las raíces. João se arrodilló y la abrazó. Había un hueco entre los dos pedazos del corazón y poco tiempo ya para ocuparlo, porque la locomotora estaba llegando al túnel. Cogió el fusil y disparó contra las figuras que veía moverse por encima de la boca hasta que las balas calientes y pesadas volvieron a encontrar la carne.

La vieja locomotora no se detuvo, ella sola atravesó a empujones el túnel, huyendo de un territorio que a su paso exigía tal tributo de sangre. Cuando, al salir a la luz, el terreno comenzó a declinar, su velocidad aumentó: un caballo negro desbocado, a galope tendido, al viento los velos blancos donde fulguraban purpurones de rosas o de sangre.

Poco a poco la carbonilla fue poniendo negros los crespones blancos.