14
Es extraño pernoctar en el Mausoleo cuando acabamos de asistir a un funeral. Nosotros, los vivos, aquí, al amparo de estos gruesos muros que cobijan nuestro reposo después de varios días durmiendo a salto de mata; y en cambio los muertos en una fosa común, lejos de este lugar que les hemos usurpado. Pero estoy tan exhausto que la extrañeza no me impide hundirme en un sueño benefactor que todo lo borra de mi cabeza: la guerra, la muerte de Marcelo, la tristeza de Marta y su huidiza frialdad conmigo, la pintura, que tan abandonada tengo. Cuando nos despiertan por la mañana me da la sensación de que acabo de acostarme, pero ya han pasado ocho horas. Si he soñado con algo, no lo recuerdo.
Tras el desayuno los camiones nos llevan otra vez al Montón de Trigo. Marta no viene. Quizá sea mejor así. Yo sigo con la mano hinchada y soportando picores por el veneno de las procesionarias, a pesar de aplicarme una pomada que ayer me dio el médico y que no parece demasiado eficaz.
En el trayecto ya no hacemos bromas, como las primeras veces. Nos parece que ha transcurrido mucho tiempo desde entonces, aunque solo han pasado unas semanas. Los rostros de quienes me rodean en la caja del camión están curtidos por el aire libre, el esfuerzo, el miedo y la ansiedad. Si esta guerra dura un año, cuando termine todos seremos viejos.
En el Montón de Trigo los facciosos también han retomado sus antiguas posiciones, pero no nos atacan, se lo toman con calma ahora que han recuperado lo perdido. Sin duda están todavía analizando nuestra ofensiva, preguntándose cuáles eran nuestros objetivos y, en consecuencia, reforzando sus puntos débiles para que no se repita. Pero no tardarán en golpearnos, en cuanto comprueben que nuestro avance no ha sido un gambito ni conlleva una trampa. El propio Guedea ha estudiado de nuevo nuestras posiciones y ha revisado los cálculos de armamento, de modo que nos han reforzado con otra ametralladora pesada y dos morteros. También se están ahondando desde ayer las trincheras, cambiando la orientación de algún recodo y alargando algunos brazos hasta la doble línea para que podamos alcanzarlos con nuestras armas y al mismo tiempo protegernos mejor de sus obuses.
Nos ponen a cavar y a llenar sacos de tierra, a ensanchar la protección de los nidos y, con tantas manos, no tardamos mucho en cumplir lo exigido, a pesar de que a veces nos hostigan con disparos de fusilería. Al atardecer hemos terminado y nos dejan descansar en las tiendas de campaña instaladas a este lado del Puente del Jinete, a poco más de un kilómetro del frente.
Durante todo el día han ido bajando del noroeste oleadas de ásperos nubarrones que no logran doblegar del todo al sol y que consolidan el otoño con una considerable bajada de la temperatura. Ahora mismo, ante mí, cúmulos de todos los colores y tamaños se agrupan en el horizonte para levantar una arquitectura de palacios imposibles habitados por animales fantásticos que me gustaría pintar. Sin darnos cuenta, girando en este torbellino que nos arrastra desde julio, el año ha ido abandonando los días en las cunetas y ya estamos inmersos en el frío que habita en los madroños, en las bellotas de las encinas, que brillan marrones, bruñidas, humildes.
Me toca la segunda guardia de la noche, en un puesto adelantado. Todo está envuelto en un profundo silencio, pero poco a poco se van escuchando algunos ruidos y recuerdo las palabras de Viriato sobre el millón de animales que bullen alrededor, en la dehesa. A la luz de la luna crecida distingo una lechuza que vuela de una encina a otra. Oigo el sordo murmullo de una violenta pelea entre algún depredador y su presa, en la que se adivina una seca e implacable violencia.
—Otra vez están ahí —dice Tena—. Han seguido llegando durante la noche.
Nos pasa los prismáticos y vemos cómo ocupan con cautela sus posiciones, como si temieran alguna trampa, alguna bomba preparada para estallar, antes de mirar hacia nosotros y disparar los primeros tiros. Ya sabemos reconocerlos de un vistazo. Pertenecen a tres cuerpos: los soldados de tropa, los regulares y los moros que Franco sigue trayendo de África y que en Éufrates fueron lanzados contra nosotros. Incluso sin prismáticos se les puede distinguir por sus ropas: el color caqui de los militares, el blanco de las chilabas y el color garbanzo de los uniformes de los regulares. La radio dice que luego, tras ellos, llegan la Guardia Civil y los falangistas ocupándose de imponer en la retaguardia su nuevo orden.
Se van recolocando en las trincheras sin premuras, con el optimismo de habernos arrojado de Matapán y de Éufrates, con esa arrogante indiferencia que les da saberse superiores, convencidos de la victoria final. Tras el desconcierto inicial que les causó nuestra ofensiva, que no esperaban tan profunda y decidida, han reunido sus recursos y, como la serpiente a la que pisan la cola, se han revuelto para morder y recuperar lo perdido.
Por nuestra parte, ya hemos dejado de mirar hacia el sur, ya no esperamos ninguna ayuda de esa Columna Fantasma que ha hecho honor a su nombre. En su lugar han aparecido los regulares, también envueltos en ropajes claros, aunque mucho más dañinos.
Los primeros obuses de mortero caen a primera hora de la tarde, pero de nuevo comprobamos que aquí arriba no pueden hacernos mucho daño. Estamos en una cota más elevada y las reformadas trincheras nos protegen con eficacia: si estallan delante, los sacos de tierra y los parapetos detienen su onda; si estallan detrás, lo hacen un poco más lejos. Siempre cabe la posibilidad de que una bomba acierte dentro, pero no es probable, porque hemos estorbado sus trayectorias de tiro.
Después del bombardeo, tal vez creyendo que no resistiríamos, como sucedió en Éufrates, han ensayado un asalto y les hemos dado tan fuerte con las ametralladoras que enseguida han retrocedido. Luego les hemos dejado retirar sus cadáveres.
En la refriega han ocurrido entre nosotros pequeños actos de valentía y de miedo, de los que ya me cuesta hablar, porque la acumulación de relatos de anécdotas bélicas no puede expresar la verdadera naturaleza de esta guerra, cuyo confuso sentido no reside solo en la acción de los fusiles y de los cañones. Pero también surgen entre nosotros pequeños gestos miserables motivados por la incomodidad, el cansancio o las carencias. Poco después del asalto ha surgido entre dos de los nuestros una violenta pelea y hemos tenido que separarlos. Uno acusaba al otro de haberle robado un cigarrillo en un descuido, y el otro respondía que antes a él le había robado su pastilla de jabón. Y hablando de jabón, la obsesión de Guedea por la limpieza al menos ha impedido que aparezcan en nuestras literas los parásitos.
A última hora, en el silencio después de la batalla, grita una voz:
—¡Eh, rojos!
Tras unos segundos de sorpresa, Mangas le pide el megáfono a Magro y responde:
—¿Qué quieres, faccioso?
—Hoy habéis luchado bien. Para ser rojos, tengo que reconocer que habéis luchado bien. Pero si os entregáis ahora y pedís perdón, no os lo tendremos en cuenta.
—¿Quién eres tú, que hablas de perdonar? ¿El cura manco?
—No. Soy un soldado de España.
—No sabemos el camino hasta la iglesia. Ven tú a buscarnos.
—No dispararemos a quienes se pasen a nuestras filas esta noche —insiste.
—Yo te conozco —replica Mangas—. Conozco tu voz.
—No lo creo. Seguro que no frecuentamos los mismos ambientes. No suelo ir a las pocilgas.
Mangas imita el sonido de un cerdo y luego añade:
—Sí, he oído tu voz muchas veces.
—¿Cuándo?
—Cuando iba a visitar a tu hermana.
En boca de Mangas, su comentario adquiere de pronto una sorprendente comicidad que aligera la tensión y provoca nuestras carcajadas. Al otro lado, en cambio, la reacción es de ira y después de un disparo aislado nos caen nuevos rociones de balas que apenas nos hacen daño.
Poco después los relevos ocupan nuestros puestos y nos retiramos a descansar a Breda. Allí nos dicen que uno de los aviones alemanes de Franco ha arrojado tres bombas buscando el ayuntamiento. Dos de ellas han estallado cerca de la plaza, sin provocar víctimas, pero la tercera ha hundido el tejado de una casa y ha matado a sus tres ocupantes: una mujer y sus dos hijos. Sin dejarnos bajar de los camiones, nos llevan hasta el centro para ayudar a apagar el incendio que se retuerce sobre los muros de la casa y que expande en torno un insoportable olor a carne quemada. Parece que empiezan a tomarnos en serio.
En el Mausoleo no veo a Marta, que ya está descansando en la habitación de las mujeres. Me duermo pensando en ella.
Al amanecer, otra vez a las trincheras, donde unos y otros vamos afinando la puntería de los fusiles y causamos y sufrimos bajas de quienes asoman demasiado la cabeza. Pronto hemos aprendido a caminar en cuclillas, a disparar por una mínima grieta entre dos piedras.
El estampido del cañón que tanto daño nos hizo en Éufrates nos sorprende poco después de la comida. Lo han traído hasta aquí, reconocemos su voz como la de un viejo enemigo. Dispara a intervalos cortos, variando un poco el ángulo en cada tiro, de izquierda a derecha, buscando la primera línea de trincheras. Cada una de sus potentes bombas levanta piedras, raíces, pellas de tierra, pero ahora ya sabemos cómo protegernos. Nos incordia durante dos horas y luego los moros saltan de sus posiciones y avanzan de refugio en refugio, amparados desde sus líneas por una cortina de fusilería que nos obliga a agachar la cabeza. Sin embargo, los esperamos con las ametralladoras asentadas en nuestra ventajosa posición y los abatimos como perdices que entran en un campo de trigo. Retroceden y el cañón vuelve a tronar. En un nido logra colarse uno de sus obuses y mata a dos de los nuestros.
Al final de la tarde vuelven a atacar en tromba y logran acercarse más que nunca, pero retroceden de nuevo cuando nosotros ya dudábamos en mantener la primera línea. El capitán Méndez organiza la retirada de los heridos y los muertos y se dispone a sustituirnos.
La voz del faccioso vuelve a oírse, empujándonos a desertar con la promesa de que no habrá ningún castigo para quienes lo hagan. Mangas no puede resistirse a responderle:
—¡Yo quiero pasarme a vuestras líneas!
—De acuerdo, de acuerdo. No dispararemos.
—Solo pido una condición.
—¿Cuál?
—Que esté ahí tu hermana esperándome para recibirme con un beso. Seguro que se alegrará de verme.
La mención a la hermana del portavoz es de nuevo la señal para que recomience el tiroteo.
Hoy no nos dejan ir a Breda, nos retiramos a la vaguada de las tiendas de campaña, al otro lado del puente, al pequeño campamento levantado como una avanzadilla en el limes contra los bárbaros, donde al fin reina el silencio. Ha sido un día muy duro y nos miramos y hacemos recuento con gestos de alivio por seguir todavía vivos. Sentados en la tierra, Viriato señala hacia arriba, hacia el cielo claro y frío. Ahora que ya no se oyen disparos han aparecido varios buitres muy arriba, haciendo rueda en el cielo del atardecer. Me tumbo y me dejo hipnotizar por sus vueltas hasta que comienza a escapar la luz y las aves se alejan volando suavemente hacia sus refugios. Entre nosotros nadie quiere irse a dormir, como si tuviéramos miedo de que los regulares atacaran y nos sorprendieran inermes, ahora que ya han demostrado que no cejarán en su ofensiva, que no se conforman con mantener las líneas como estaban.
—¡Hace frío! —se expresa João con un estremecimiento.
Viriato se levanta a ayudarlo y entre ambos avivan la mortecina fogata con la coscoja y las ramas secas de las encinas. Sentados alrededor, aparece una botella de coñac que nos vamos pasando de mano en mano. Con un profundo sentimiento de solidaridad, los miro beber, charlar y reír, sus rostros levemente deformados a través del humo y de las llamas. Ellos me enterrarán, si mañana muero. Si mañana muero, también me gustaría que Marta tocara para mí la música que tocó para Marcelo. Cansado, voy a la tienda y elijo mi sitio en un rincón. Desde hace unos días este es nuestro ritmo: luchar y dormir, luchar y dormir. Cierro los ojos y entro en el sueño como en un refugio.
El sol del amanecer saca reflejos de los cientos de casquillos que salpican la tierra, delante, dentro y detrás de las trincheras. A pesar de las horas transcurridas, no ha desaparecido del aire el olor a pólvora, se mantiene agarrado a las vainas de los fusiles y de los obuses, a la tierra quemada por las explosiones. Siempre en cuclillas, avanzamos hasta nuestras posiciones y elegimos el mismo sitio que los días anteriores, porque nos sentimos más seguros en los lugares conocidos. Y hoy más que nunca necesitamos esa seguridad cuando comiencen los latigazos del cañón.
Impaciente, ya llega el silbido que anuncia la explosión, lo que indica que también el ataque de su infantería será puntual y brioso. Pero va transcurriendo la mañana sin que hayan intentado acercarse. Solo el cañón sigue lanzándonos diez o doce proyectiles cada hora para que no nos relajemos. Hemos comprobado que tardan al menos cinco minutos entre disparo y disparo y aprovechamos esos intervalos para desplazarnos por las trincheras, para defendernos o para protegernos mejor. El capitán Méndez ha identificado el cañón: un Schneider de 105 mm contra el que no encontramos un antídoto.
—Una pieza dañina y muy eficaz, de largo alcance, que no se romperá fácilmente —nos dice—. De modo que solo nos queda agachar la cabeza y esperar a que se le acaben los proyectiles.
A media mañana aparece Marta en la trinchera. Llega también un grupo de refuerzo, que cubrirá las bajas y que nos llena de ánimo cuando más decaídos estamos.
—¿Cómo estás? —le pregunto.
—Bien.
No sonríe, pero tampoco se lamenta. En esta durísima semana ha adelgazado un poco y se le notan las ojeras, como cuando alguien enferma. Se ha cortado el pelo, la melena oscura, y los pómulos se le han endurecido, pero así no está menos guapa.
Después de un nuevo estampido del cañón llega otro pequeño grupo de refuerzo. Nos sustituyen y nos ordenan regresar a la vaguada de las tiendas, donde nos sorprende encontrar al comandante Guedea. Formamos en filas y él se sube a una roca para que podamos verlo mientras nos habla. Vigilados por dos milicianos, bajan de un camión dos soldados con las manos atadas a la espalda.
El comandante confirma la noticia que esta mañana ha corrido por las trincheras: anoche dos soldados de reemplazo intentaron pasarse al otro lado aprovechando la oscuridad. Al parecer un tercer implicado se arrepintió a última hora y los delató. En todas partes brotan los mismos miedos, las mismas traiciones. Los sorprendieron en flagrante delito de deserción y van a ser fusilados.
Todos permanecemos en silencio, mirando a los dos soldados que se mantienen en pie, con la cabeza agachada. Uno de ellos es un cabo, dicen que simpatizante de Falange, a quien la guerra ha sorprendido en el bando para él equivocado. El otro es un muchacho de dieciocho años que hace unos meses se alistó voluntario en el ejército, tal vez para escapar de un destino de trabajo en el campo, a juzgar por su aspecto de campesino, no muy diferente ahora mismo de cualquiera de nosotros.
—A mí también me resulta duro lo que ahora debemos hacer —nos dice el comandante con ese acento reflexivo que ya le oímos desde el primer día y que no parece el de un militar, explicando una decisión que a todos nos estremece—. Pero no podemos luchar por la victoria y, al mismo tiempo, tener compasión con los desertores. Si la tuviéramos, tarde o temprano ellos dispararían contra nosotros. Hoy debemos renunciar a la paz y a la piedad si queremos servir a la nación. Mañana, entonces, tendremos una nación que nos dará paz y piedad.
El capitán Méndez dirigirá el pelotón de fusilamiento, formado por diez soldados y milicianos elegidos entre los que estamos presentes, cuyo número de alistamiento termine en 4, según ha decidido el azar.
Mi número termina en 4. Llevo el 814 grabado en la chapa metálica que cuelga de mi cuello. Los elegidos salimos de las filas y nos agrupamos a un lado mientras los demás se dispersan sin volver la cabeza, contentos de haber escapado de un asunto tan escabroso, sin mirar a los dos hombres que van a morir ni a quienes vamos a ejecutarlos. Al alistarnos, los diez que esperamos en silencio éramos conscientes de que llegaría un momento en que tendríamos que disparar contra un enemigo abstracto y anónimo a quien nunca le veríamos el rostro. Lo que nunca imaginamos es que nos tocaría disparar contra unos compañeros a quienes hemos visto de cerca, con quienes hemos caminado y compartido la comida y que ahora están ahí delante, con las manos atadas a la espalda.
Sin detenerme a pensarlo, me rasco furiosamente, me clavo las uñas en la mano derecha, que se hincha y enrojece y parece a punto de sangrar. Entonces me acerco al capitán Méndez.
—No puedo disparar —le digo.
—Nadie puede y todos podemos —replica.
—Es la mano —insisto mostrándole la palma enrojecida, los dedos hinchados.
—¿Qué te ha pasado?
—Aplasté un nido de procesionarias sin darme cuenta.
—¿Cuándo?
—En Éufrates, hace tres o cuatro días.
—¿Y hasta ahora no lo has dicho?
—Lo dije y me dieron una pomada. Pero no me hace efecto. Apenas puedo introducir el dedo en el guardamonte.
—Pero has estado en las trincheras —aduce todavía. Los demás nos miran hablar y esperan.
—Allí puedo ser útil.
—¿Y aquí no?
—No puedo apuntar bien —le digo, sugiriendo que podría causar un sufrimiento innecesario.
—Para esto no se necesita mucha puntería —no acepta mis excusas, sin duda sospecha que estoy mintiendo—. Ah, y otra cosa: busca un pico y una pala y ven con nosotros.
Cojo unas herramientas de las que utilizamos para cavar las trincheras y sigo al capitán y a los elegidos, que avanzan muy serios, con la cabeza agachada, avergonzados de lo que van a hacer. A medio kilómetro nos detenemos junto a una encina vieja y corpulenta. Méndez le tapa los ojos al más joven, pero el falangista sacude la cabeza y no acepta la venda. El capitán vuelve junto a nosotros y da órdenes con rapidez y eficiencia, como si no fuera la primera vez que lo hace. Levantamos los fusiles y apuntamos. La primera descarga cae sobre el muchacho más joven, que muere en silencio. El falangista muere con valentía, gritando en voz alta y desgarrada:
—¡Arriba España!
Las dos ejecuciones han sido muy rápidas. Había pocos metros de distancia y las diez balas han acertado. Por fortuna, no ha sido necesario el tiro de gracia.
Intento pensar en ellos como enemigos, pero al ver sus cuerpos acribillados no puedo considerarlos como tales. ¿Quién puede asegurar que ambos no eran unos buenos muchachos, cariñosos con sus amigos y familia, con una broma siempre en los labios para hacer reír a los demás? Tal vez ni siquiera pedían mucho: un oficio tranquilo, una mujer con quien vivir la vida, unos hijos con quienes renovarla. Ya nunca lo sabremos. Fusilados por deserción, a una edad demasiado temprana para morir. Y yo también he disparado contra ellos.
Los disparos no se habrán distinguido entre los estampidos que siguen estallando ahí detrás. Nadie le dará demasiada importancia a lo ocurrido y no tardarán en olvidarlo: dos desertores ejecutados de forma sumaria en el frente de combate que serán sepultados en una fosa anónima, bajo unas encinas jóvenes cuyas raíces absorberán su alimento, porque estamos en guerra y no podemos permitirnos prescindir de un camión, del tiempo y de los hombres necesarios para trasladar los cadáveres al cementerio de Breda con los trámites reglamentarios.
—Hay que enterrarlos muy hondo —dice con voz sombría el soldado que se queda conmigo para cavar la fosa.
—¿Por qué?
—En el campo a los cadáveres hay que enterrarlos muy hondo —repite sin más explicaciones.
No sé si está hablando del miedo al futuro o de sugerencias escatológicas en las que no quiero pensar, pero en cualquier caso cavamos lo suficiente para que ninguna alimaña pueda llegar hasta ellos. Después colocamos encima unas pesadas piedras que sirvan de rudimentaria señal.
En el Montón de Trigo nuestra cota en las trincheras ha sido molida a bombazos, pero, desplazados un poco más atrás, aguantan Tena, Mangas, Viriato, João, Gema y Marta, que me mira y me dice:
—Ha sido un día espantoso.
—Están cambiando de táctica —explica Magro—. Ya no van disparando de un sitio a otro. Han pasado del fuego graneado a concentrar sistemáticamente los disparos del cañón sobre un objetivo e insisten sobre él hasta machacarlo y desalojarnos. Tuvimos que retroceder hasta aquí.
—Han traído refuerzos —dice Mangas.
Ahora los proyectiles caen con una imperturbable regularidad sobre la zona izquierda y se diría que están comprobando nuestra reacción antes de tomar decisiones.
Nadie hace mención al fusilamiento. No quieren hablar de ese tema, pero cuando nos quedamos solos, Marta me pregunta:
—Y tú, ¿cómo estás?
—Bien.
Le cuento brevemente cómo ha sucedido todo. Que el capitán no aceptó la excusa de mi mano hinchada por el veneno de las procesionarias y que he disparado contra ellos, aunque nunca creí que podría hacerlo. Que luego también me ha tocado enterrar los cadáveres en una fosa anónima.
—Estamos empezando a imitar algunas cosas de los sublevados de las que, hasta hace unos días, nosotros mismos nos creíamos incapaces —le digo con voz turbia—. Pero nos falta valor, nadie nos ha enseñado cómo...
—Yo también tengo miedo. Sobre todo desde que mataron a Marcelo —dice.
—Miedo tenemos todos, Marta. No me sorprende el miedo. Lo que me sorprende es que haya tanta gente valiente. Pero menos mal que no lo somos todos. Tal vez un héroe sea imprescindible en un ejército, pero muchos héroes juntos causarían un desastre. Imagínatelos. Nadie podría manejarlos. Basta con un héroe y con cien soldados como nosotros que, aunque estemos muertos de miedo, nos limitemos a cumplir las órdenes.
—Lo único que sé es que nos presentamos voluntarios creyendo que se trataba de poco más que una algarada, en todo caso de una lucha breve, y ahora nos estamos convirtiendo en soldados profesionales —murmura.
Como los días anteriores, a esta hora, al atardecer, volvemos a oír la voz del faccioso que nos empuja a desertar:
—¡Eh, rojos!
—Te escucho —grita Mangas, que parecía estar esperándolo.
—¿Todavía resistís ahí? Creía que ya habíais huido.
—Ese cañón vuestro hace mucho ruido, pero poco daño. ¿Por qué no le pedís a Franco que os envíe algo más potente?
—Porque no tenemos ninguna prisa por mataros. Podemos seguir así todo el otoño. Nosotros os lanzamos los obuses y vosotros os los coméis.
—No te preocupes, sabemos digerirlos. Ya sabes que los pobres tenemos buen estómago. Solo les sientan mal a algunos que quieren irse a vuestro lado a vomitar. ¿Los estabais esperando anoche?
—¿Por qué lo dices?
—Por aquí había dos que tenían muchas ganas de ir a saludaros, pero a última hora los convencimos de que no valía la pena.
Al otro lado tardan unos segundos en responder.
—No serán los últimos. Habrá más.
—Hemos visto que habéis traído refuerzos —dice Mangas.
—Sí. Este es un buen destino y se nos presentan muchos voluntarios. Saben que aquí no hay peligro, que vosotros sois incapaces de hacer daño.
—¿Por qué no me avisaste de que iban a venir esos amigos tuyos?
—¿Por qué iba a contártelo? Te estoy tomando cariño, tengo muchas ganas de verte cara a cara y no quiero que te asustes y salgas corriendo.
—Les habría pedido que trajeran a tu hermana para hacerle una visita. Seguro que ya me echa de menos —replica Mangas.
Sin embargo, hoy no despierta en nosotros ninguna risa.
Esta noche tampoco nos han dejado ir a dormir a Breda, pero la mañana comienza en las tiendas con el aroma maravilloso del café portugués que está colando Gema y que a menudo, en su afán de agradar, estropean al servirlo espeso como alquitrán y nos irrita el estómago. A João, por su trabajo en los ferrocarriles, de un lado a otro conduciendo una locomotora, le llegan a menudo esos regalos. Como ahora mismo está de guardia en las trincheras, Magro le dice a Gema:
—Dale las gracias a tu novio por el café.
—Se las daré —contesta con una sonrisa—. El pobre se siente todavía culpable porque en una ocasión, antes de que los facciosos unieran las dos zonas, tuvo que conducir un tren lleno de armamento y municiones que Franco le enviaba a Mola. Los suministros entraban por la frontera de Huelva, subían en ferrocarril por Portugal y los entregaban en la frontera de Salamanca.
Nos viene bien recuperar fuerzas con un estupendo desayuno, porque el día amenaza de nuevo con ser infernal. Tal como nos temíamos, los sublevados han reanudado pronto el bombardeo. Están impacientes por expulsarnos de aquí y a media mañana nos embisten con furia. En nuestro flanco izquierdo su artillería abre una brecha y por ella empuja un pelotón mixto de moros y soldados que nos expulsa de esa cota y que, al amparo del cañón, consolidan unas posiciones muy cercanas a las nuestras. La situación se vuelve muy delicada, porque ahora sus tiradores están ahí al lado, casi a la misma altura que nosotros, y sus ametralladoras pueden segarnos la cabeza en cuanto seamos un poco imprudentes.
Pero llega la tarde y renuncian a seguir con sus ataques, tal vez más fatigados que nosotros mismos. Hoy su portavoz no nos habla y Mangas tampoco puede provocarlo. Se lo han llevado a Breda con una herida de bala en el hombro, pero no es grave.
Nos sustituye el turno de noche y volvemos a descansar a las tiendas, pero con la prohibición de desvestirnos y de abandonar el fusil porque temen que en cualquier momento se produzca un nuevo ataque. Así que nos tumbamos sin descalzarnos, vestidos y tapados con una manta. Ha vuelto a caer la temperatura y se ha levantado un viento húmedo que hace chasquear las lonas de las tiendas.
Cuando abro los ojos no sé dónde estoy, pero el fusil que ya lleva Viriato en las manos enseguida me lo recuerda. Desayunamos el café que aún queda de ayer y guardamos el trozo de pan, el bacalao seco y la lata de sardinas que nos dan de ración. Llenamos de agua las cantimploras y otra vez a las trincheras del Montón de Trigo, donde también han madrugado los de Franco. El Schneider 105 comienza a bombardearnos.
Es evidente que, sin ayuda, no podremos aguantar aquí mucho tiempo. De la Columna Fantasma y su anunciado apoyo desde el sur ya nos hemos desengañado definitivamente. Tena nos confiesa que el capitán Méndez está comunicando con Guedea para preparar la retirada en caso necesario, una disciplina bélica en la que nos estamos convirtiendo en expertos. Desmoralizados, tememos que un ataque en firme nos obligue a huir, pero a veces da la impresión de que los sublevados no quieren avanzar antes de que todos estemos muertos.
Mis compañeros, acurrucados cada vez que suena el silbido de un nuevo proyectil, parecen avejentados, con el pelo sucio de polvo, con gestos de fatiga y de desconcierto. Demasiado ingenuos, habíamos venido a las trincheras como si fuéramos a las barricadas urbanas, creyendo que en caso de apuro siempre se abriría en la calle una puerta de una casa para protegernos de un enemigo que mostraría contención, pero aquí, en campo abierto, nada nos protege de unas tropas brutales que se encrespan con el contacto de la sangre y la esperanza del botín.
—¡Escuchad! —exclama Viriato.
En efecto, suenan explosiones y una intensa fusilería al otro lado del Puente del Jinete, al otro lado del Lebrón, en la zona de las tiendas.
—¿Qué estará ocurriendo?
Tena retrocede deprisa y observa con los prismáticos desde lo alto de la loma. Al regresar, nos dice:
—¡Mierda! Hay lucha al otro lado del río. No sé cómo han podido llegar hasta allí.
La respuesta nos la dan unos minutos después dos soldados que llegan retrocediendo hasta nosotros:
—Los regulares han avanzado desde Silencio, han tomado por sorpresa la vaguada y pelean al otro lado del puente. Parece que han matado al capitán Méndez.
—Eso significa que...
—Que intentan coparnos —dice Magro, que ahora mismo es el cargo más alto en esta trinchera.
Llegan corriendo otros combatientes y nos dan nuevos detalles que confirman la noticia, mientras el cañón y sus fusiles nos siguen presionando por delante.
—Si toman el puente no podremos retroceder por ahí. Nos dejarían aquí encerrados, con los facciosos enfrente y el Lebrón a nuestras espaldas —dice Tena.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunta Marta—. Aquí no podremos resistir mucho tiempo. Nos tendrán entre dos fuegos.
Magro observa con los prismáticos la zona del puente y decide con precipitación:
—Hay que retroceder.
Comienza a dar órdenes, pero la confusión, las prisas y su falta de experiencia le hacen improvisar y contradecirse. Sin ceder al impulso de salir corriendo, vamos abandonando en orden nuestras posiciones y cargando con todo el armamento, dejando aquí solo los casquillos vacíos que parpadean en el suelo.
—¡Deprisa, atrás! —grita Magro a nuestras espaldas, porque los facciosos comienzan a avanzar al descubrir que retrocedemos.
Corremos loma abajo, hacia el río, en desbandada, buscando protección tras las encinas hasta que llegamos a la orilla. Medio kilómetro corriente abajo se ven los cinco ojos del puente y las figuras que corren por encima, en una confusión que impide saber dónde están nuestras posiciones, si es que todavía se mantienen.
—¡Al río! ¡Hay que cruzar el río!
Pero muchos de los nuestros no saben nadar y preguntan angustiados cómo hacerlo, por dónde, quién sabe de algún vado, si abandonar o no las armas y las mochilas. Magro y Viriato conocen el terreno y señalan corriente arriba, donde el cauce se ensancha, pero muchos temen alejarse del entorno conocido del puente y solo Marta, Tena y yo los seguimos sin dudar y sin mirar atrás, oyendo disparos que no sabemos de dónde proceden, desorganizados y hundidos en el caos ocasionado por el pánico. Caminamos deprisa por la orilla observando la corriente crecida con las lluvias y el aporte de las primeras nieves, el agua oscura y mansa que no deja ver la profundidad. Detrás de nosotros, los más impacientes ya lo están cruzando a nado, algunos intentando mantener en alto los fusiles para que no se mojen. Los disparos suenan cada vez más cerca y apenas resistimos el impulso de lanzarnos al río.
Busco a Marta con la mirada. Sigue aquí, con nosotros, con el grupo que conoce, pero faltan João y Gema, que han desaparecido en algún momento de la huida, tal vez hayan logrado cruzar de otro modo. Los más hábiles y rápidos ya han alcanzado la otra orilla, vacían de agua sus calzados y corren ladera arriba sin esperar a nadie, definitivamente entregados al miedo que también nos empuja a nosotros, pero otros se hunden y manotean con desesperación en la corriente.
Magro y Viriato dejan atrás un tramo del río donde la profundidad se oculta bajo una aparente mansedumbre y entran en el agua, con los fusiles por encima de la cabeza, por un punto donde la corriente es más rápida.
—¿Vamos? —le pregunto a Marta.
—Vamos.
—¿Sabes nadar?
—Sí.
—Yo voy detrás.
El agua fría nos estremece, nos corta las ingles y avanzamos deprisa, notando cómo los pies se apoyan en piedras o se hunden en el fango, pero sin necesidad de nadar. Mantengo el fusil por encima de la mochila, pero Marta se desequilibra y tiene que soltar el suyo para no hundirse. Cuando estamos llegando a la orilla oímos detrás los disparos de los regulares, que se están acercando. Salimos del agua, tiritando y helados, y corremos a buscar refugio tras unas rocas, pero enseguida nos lanzamos ladera arriba, camuflándonos entre las retamas y las encinas, que ahora nos parecen más pequeñas, como si también ellas se hubieran acurrucado para protegerse de las balas. En la huida nos hemos quedado solos, separados de los demás.
—¡Mira!
Marta señala hacia atrás al llegar a lo alto del cerro, lejos del alcance de los disparos. En la otra orilla del río distinguimos las figuras blancas de los marroquíes, que no se atreven a cruzarlo con sus chilabas para continuar la persecución. Más abajo, a dos kilómetros queda ya el Puente del Jinete y, tras él, se inclina el sol entre el humo residual de la pólvora quemada. Los facciosos, con su ataque simultáneo sobre ambas cabezas, han logrado barrer definitivamente nuestras defensas.
—¡Mira! —Marta señala ahora el puente que cruzan un coche y un camión.
—¡Tenemos que llegar a Breda antes que ellos! —le digo—. Pero debemos alejarnos de la carretera.
Escurrimos nuestras ropas y nos secamos como podemos. Marta tiene todavía el pelo mojado, pero el baño frío ha reanimado su piel y ha puesto color en sus mejillas. Tenemos una mochila, nada de comida, unas pocas municiones que no sé si servirán y un fusil. Breda queda a quince kilómetros por la carretera, pero debemos dar un rodeo para llegar allí contorneando la margen derecha del Lebrón por las Huertas de la Abundancia. Sin demorarnos más comenzamos a caminar con cautela, asustados, mirando hacia todos los lados, porque ellos saben que muchos de nosotros hemos logrado cruzar el río y es probable que hayan enviado patrullas a peinar la zona. No tenemos un conocimiento preciso del terreno y echamos de menos a Magro, a Viriato o a algún compañero de la comarca que nos guíe por el camino más rápido y seguro.
Sin esperar a que caiga la noche ganamos terreno avanzando a tirones, siempre con el mismo procedimiento: buscamos un lugar desde donde observar si un tramo está despejado de peligro y asegurarnos de que no hay nadie a la vista. Sólo entonces nos lanzamos deprisa hacia el punto elegido, siempre buscando camuflaje, aunque nos arañemos con las ramas de los arbustos o con las uñas de las zarzas. Mientras estamos planeando un nuevo avance vemos a una figura que también camina mirando hacia los lados, tan perdido como nosotros, y reconocemos a Rocha, el más veterano de los voluntarios encuadrados en nuestra sección, que vino a interpretar teatro en las trincheras y cuyas dotes de actor tampoco han sido utilizadas. Lo llamamos y viene a reunirse con nosotros.
—Los militares controlan la carretera en las cercanías del puente y están lanzando a los marroquíes a recorrer los campos. Nosotros éramos tres y nos han dado el alto, pero yo no me he detenido, sé cómo se las gastan. Ya estuve luchando contra ellos en África. He tenido suerte, porque desde lejos he visto cómo los mataban. No quieren prisioneros.
Como si se confirmara su testimonio oímos varios disparos de fusil no muy lejanos, todos muy seguidos, y luego, tras un silencio, una sola detonación aislada y fúnebre.
No nos atrevemos a movernos y nos acurrucamos en una tupida mancha de jaras, un parapeto frágil como un biombo, pero que nos protegerá mientras no nos vean. Allí dejamos pasar un tiempo hasta que de nuevo se asienta el silencio a nuestro alrededor. Luego otra vez nos ponemos en marcha en dirección a Breda, sintiéndonos un poco más seguros por el simple hecho de ser tres. No tardamos en divisar desde una loma la mancha blanca de Breda iluminada por los últimos rayos de sol de la tarde.
Esperamos un poco y, al borde de la oscuridad, seguimos caminando cuando estamos seguros de que no hay nadie emboscado esperándonos. Después de saltar una pared de piedra Marta exclama:
—¡Nueces!
En efecto, en el pequeño huerto a trasmano encontramos un botín suculento que nos recuerda que estamos hambrientos: un nogal con pocas nueces, pero gordas como huevos de gallina, con las que llenamos nuestros bolsillos. Hay también otros árboles frutales, pero excepto unos membrillos, incomibles al estar crudos, no queda nada en las ramas, como si alguien hubiera pasado por aquí antes que nosotros. Al recolectar la comida parecemos nómadas que hubieran retrocedido miles de años en el tiempo. En otros huertos cercanos distinguimos algunas siluetas de pequeñas casas aisladas, pero decidimos ocultarnos para comer en un sembrado de maíz, cuyas hojas secas, anchas y crujientes, afiladas como espadas, ofrecen un escondite perfecto. Luego, Rocha saca de su mochila unas esquirlas de bacalao seco que resultan un postre exquisito.
—Tenemos que seguir —les digo poniéndome en pie. Ya es completamente de noche.
—¿Hacia dónde? —pregunta Marta.
—Hacia allá —señalo el norte.
Evitamos los caminos y buscamos las lindes de las fincas y de los huertos. Con la oscuridad todos parecen haberse retirado a sus refugios, los nuestros y nuestros enemigos, excepto los guardianes que velen el descanso de sus compañeros. A veces, si aceleramos el paso, Marta se queda atrás, muy cansada.
—No tardaremos en llegar —cojo su mano para ayudarla a cruzar un arroyuelo—. Ya debemos de estar cerca.
Y, en efecto, al terminar de subir una cuesta larga y suave vemos a unos tres kilómetros las luces de Breda flotando en la oscuridad, agrupadas como si también ellas tuvieran miedo de separarse. Nos agachamos entre los olivos, porque de pronto suenan en torno a la villa un tiroteo nervioso y ladridos de perros.
—Quizá también haya llegado alguna avanzadilla de los facciosos —dice Rocha.
Pero los disparos no se repiten, así que digo:
—O quizá temen que cualquiera que se acerque sea un faccioso y, tal como está la situación, disparen antes de preguntar.
—¿Qué hacemos? —duda Marta.
—Me parece peligroso intentar cruzar de noche —opino—. No conocemos el terreno, no sabemos la contraseña.
—Tienes razón. Será mejor esperar a que nos vean las caras —dice Rocha.
En la oscuridad distinguimos la silueta de una construcción y al acercarnos vemos que se trata de una caseta agrícola. Abrimos el cerrojo y Rocha ilumina el interior con el mechero: pasto almacenado y unos sacos de arpillera vacíos.
—Dormid un poco si queréis. Yo hago el primer turno de guardia —se ofrece.
Sale fuera y se sienta un poco alejado a mirar las luces de Breda.
—¿Aquí estaremos seguros? —pregunta Marta.
—Sí.
—No cierres la puerta.
Nos tumbamos en el suelo mullido por el pasto, en el rectángulo que ilumina la luna, agotados por el esfuerzo físico y la tensión, y le ofrezco mi mochila como almohada, pero ella apoya la cabeza en mi hombro. Está tiritando, le duele un oído y se queja:
—¡Qué frío hace!
—Espera.
Aunque nuestras ropas siguen húmedas, los sacos de arpillera con que nos cubrimos nos ayudan a conservar el calor.
Marta se acurruca entre mis brazos y noto la caricia de su pelo en mi mejilla, su respiración acelerada y un temblor que se va calmando poco a poco. Incluso cerrados, el trazo de sus ojos sigue siendo inmenso. Sin abrirlos, murmura:
—¿Tú crees que podremos resistir?
—Sí —respondo sin ningún derrotismo.
—Algo debemos de haber hecho mal.
—Tenemos buenos soldados, pero quizá no tenemos buenos generales —pienso en el abandono en que nos han dejado desde Madrid.
Nos quedamos en silencio, compartiendo el creciente calor de nuestros cuerpos, viendo por la puerta abierta la luz de la luna y la punta roja de la brasa del cigarrillo que Rocha esconde en el hueco de la mano. Se oyen algunos ruidos, pero no son de enemigos, sino de animales que, como los hombres, vagan en la oscuridad en busca de comida, de apareo o de vigilancia de su territorio. Poco a poco la respiración de Marta se va serenando y, a pesar del frío y del miedo, se queda dormida, lo noto en el peso con que abandona su cabeza en mi hombro. Sin pizca de sueño, excitado, no puedo olvidar lo cerca que están sus labios de mi boca. El día no ha sido ni apacible ni hermoso ni radiante, pero estos momentos alivian su terrible discurrir. Ahora mismo soy el único soldado feliz de las tropas republicanas de Breda.
No sé cuándo me he quedado dormido, pero todavía es de noche cuando Rocha me despierta con suavidad. Marta sigue en la misma postura. En ese aspecto, dormir con ella es como dormir solo: su respiración casi imperceptible, su inmovilidad, su sosiego son tan profundos que podrían hacer pensar que no está, que se ha marchado, pero sigue aquí conmigo, apoyada en mi hombro. Me separo de ella muy despacio y salgo a sustituir a Rocha, que se tumba a descansar en un rincón. Todo sigue en silencio y las luces eléctricas de Breda brillan ahí cerca.
La aurora parece nacer de la garganta de unos pájaros madrugadores, de canto ferviente y espasmódico, y solo entonces los despierto y espero unos minutos a que recuperen el tono de los músculos entumecidos por el frío. Luego comenzamos a caminar como el día anterior, tras haber comprobado la seguridad del tramo que vamos a recorrer. Con todo, nuestra vuelta a Breda resulta más fácil de lo que creíamos. Los facciosos rondarán cerca, pero no han podido organizar su acoso. Los nuestros nos reconocen en cuanto nos acercamos, porque están prevenidos, esperando a quienes venimos huyendo del desastre del Montón de Trigo.
Hace unos días por fin dio señales de vida la Columna Fantasma con un enérgico ataque que obligó a los militares de Franco a desplazar efectivos hacia el sur para contenerlo. Su ofensiva ha llegado tarde para nosotros, pero al menos nos ha servido para aliviar la presión que amenazaba sobre Breda. Después de sus razias por las vegas del Lebrón, pero sin efectivos suficientes para controlar el territorio, los sublevados han decidido asentar sus posiciones y fortalecerse en el Puente del Jinete, cuyos dos extremos controlan ahora, a la espera de inyectar desde allí las tropas y el armamento necesario para aplastar definitivamente la resistencia en Breda y su comarca.
Aunque también llega con retraso, la ofensiva ha coincidido con otra buena nueva. Desde Madrid tal vez den las órdenes adecuadas para el desarrollo de la guerra, pero las ejecutan tarde y sin aportar los recursos necesarios, porque un nuevo convoy de mulas cargadas con armamento, guiado por gente de la comarca, ha logrado traernos en una operación audaz y arriesgada las municiones que tanto necesitamos y que nos hacen sentirnos más seguros.
Tena, fiel a las consignas comunistas de luchar en las trincheras y al mismo tiempo elevar la moral de las tropas, nos transmite dos noticias favorables que ha logrado captar:
—Se confirma que a Yagüe lo han retirado del frente desde finales de septiembre.
—¿Por qué?
—Se ha puesto enfermo y Franco lo ha mandado a casa a recuperarse.
—¿Qué le pasa?
—Se le han podrido los pulmones de todo el humo de pólvora que tragó mientras mataba gente en la plaza de toros de Badajoz —dice Mangas, que se recupera de la herida de bala en el hombro.
—¿Y la otra buena noticia?
—Ya no suena el cañón. O se lo han llevado a otras posiciones, o lo han reventado de tanto usarlo, o se han quedado sin proyectiles. Llevan tres días sin soltar un bombazo.
Así que las posiciones se han estabilizado. Seguimos encerrados en la comarca, con las espaldas apoyadas en las cumbres del Volcán y del Yunque. Por el flanco oeste aún somos dueños de unas serranías sin demasiado interés económico ni estratégico, cuyos habitantes parecen esperar con cierta indiferencia la resolución de un conflicto que perturba sus hábitos de vida y restringe sus movimientos; por el este nos defiende el cauce del Lebrón, que baja desde Gredos, antes de que el río decida cambiar de dirección y, con una gran curva de ballesta, se incline hacia poniente tras dejar atrás el Puente del Jinete, ahora ya en manos de los facciosos, convencidos de que en ese punto está la llave para conquistar toda la comarca. En el centro se levanta Breda, la vieja villa desde donde trepan hacia el norte las faldas de las sierras y los bosques de El Paternóster, mientras a sus pies se desenrollan las hondas dehesas y las fértiles vegas del río hasta llegar a la verde cenefa de las Huertas de la Abundancia. En estas zonas bajas están nuestros mejores prados, nuestros graneros y nuestros huertos, y de ahí nos abastecemos de leche y de cereales. La dieta se complementa con los frutos del bosque que nos ofrece la sierra: no solo los regalos del otoño que no exigen abonos ni cultivos, también la carne de la caza con que Viriato surte los fogones del Mausoleo en cuanto notamos su carencia.
Ahora que ellos han recuperado lo perdido y con la inercia de su avance han ganado enclaves importantes, se diría que ya no tienen prisa. Una vez reducido y neutralizado nuestro territorio, parece que de nuevo se limitan a esperar su final, como el médico que aísla y venda un absceso para impedir su desarrollo y espera a que el paso de los días lo vaya secando sin necesidad de utilizar el bisturí. Saben que desde aquí ya no podremos hacerles ningún daño, que pasó en vano nuestra oportunidad para desequilibrar sus posiciones.
Definitivamente, con un gesto de desdén, Franco nos ha dejado a un lado para intensificar su ataque sobre Madrid, después de haberse detenido para atender con éxito la desesperada petición de auxilio lanzada por el coronel Moscardó desde el peñascal del Alcázar de Toledo. Para atacar la capital defendida por un gobierno republicano que no puede permitirse más fracasos, necesita empeñar todos sus recursos, por lo que ha dejado frente a nosotros las fuerzas imprescindibles para inmovilizarnos, convencido de que, una vez resueltas sus prioridades, volverá a caer sobre Breda, como el cirujano que al cabo de los días vuelve al absceso que acotó para eliminar definitivamente sus últimas secreciones y adherencias.
La situación, pues, nos tranquiliza, por más que el comandante Guedea y el teniente Noguerol intenten mantener la tensión del combate. Hoy nos han enviado, bajo una lluvia fría y pertinaz, a cavar trincheras en torno a Breda para fortificar el cinturón defensivo con mayores garantías. Con la experiencia del Montón de Trigo, trazan en zigzag líneas de cal, calculan ángulos y cotas para no dejar puntos muertos. Comenzamos a trabajar en silencio, al ritmo de los golpes de los picos, de los siseos y chapoteos de las palas al cortar la tierra y amontonarla delante.
—¡Más hondo! —nos exige el teniente.
—No me gusta nada todo esto —protesta Mangas cuando se aleja Noguerol.
—Ya sabía yo que no ibas a aguantar ni una hora doblando la espalda sin que comenzaras a maldecir —dice Tena.
—No es por el trabajo.
—¿Ah, no? Entonces por qué.
—Si nos hacen cavar trincheras es porque piensan que vamos a estar aquí mucho tiempo.
—¿Y qué?
—Que eso significa que no hay intención de atacar, solo de defendernos. Y si no atacamos, dime tú cómo vamos a ganar esta puta guerra.
—De momento estamos obligados a defendernos. Y cuanto más nos fortalezcamos...
—¡Y una mierda! —lo interrumpe Mangas con una hostilidad extraña en él. Desde que lo hirieron está deprimido—. Ya no estamos en la Edad Media, cuando ganaba quien mejor sabía protegerse, porque un castillo en lo alto de una roca podía ser defendido por muy pocos hombres frente a una legión de atacantes. Hoy, con las armas que tenemos..., ¡no!, mejor dicho, con las armas que tienen ellos, unos pocos hombres pueden destrozar un castillo protegido por muchos defensores. ¡Y si no estás de acuerdo piensa en ese cañón de los facciosos que nos viene corriendo a bombazos desde Éufrates!
—Si eres tan listo —se enfada Tena—, corre a contarle todo eso al comandante y dile a él cómo tenemos que luchar. Mientras tanto, yo sí seguiré cavando. ¡No pasarán! —exclama mientras hunde con furia el pico en la tierra, repitiendo la frase que por las noches oímos en la radio a Pasionaria y que se ha hecho muy popular.
—¡No pasarán, no pasarán! ¿Ese es el mejor lema que habéis sabido inventar los comunistas?
—¿Qué tiene de malo?
—¡Que es la peor consigna posible! No sé por qué estáis tan orgullosos de ella. Decir ¡No pasarán! en una guerra es comenzar a perderla. Es como decirle al enemigo que tú no piensas atacar, que te vas a quedar esperando a que él te ataque.
—Por ahora es lo mejor que podemos hacer. Ya llegará nuestro momento.
—¿Cuándo? ¿Cuando todos estemos muertos?
—Cuando empiecen a ayudarnos los países europeos enemigos de Hitler y de Mussolini, tal como ellos están ayudando a Franco. Cuando lleguen de una vez los camaradas extranjeros del Partido que ya...
—¡El Partido! ¡El Partido! —lo interrumpió—. ¡Creéis más en el Partido que en vosotros mismos! No me hables tanto del Partido. Soy capaz de comprenderte a ti, Juan Tena, sin necesidad de que mientes todo el día al Partido... Ya lo sé, ya lo sé —continuó sin dejarlo replicar—. Ya sé que los comunistas, si estáis en una trinchera y ataca un faccioso, no disparáis contra él si antes no lo ha ordenado el Partido, si antes no os habéis organizado en un sindicado de soldados y si antes no habéis comprobado que vuestro fusil es de fabricación soviética. Pero al menos dejadnos a los otros que disparemos antes de que se nos echen encima y...
—¡Vale, vale, vale! ¡Cállate ya! Ya llegará nuestro momento en esta lucha. Mientras tanto, resistir es vencer —insiste con otro de sus lemas, sin la afectuosa espontaneidad de sus anteriores discusiones. Todos estamos demasiado tensos.
—¡Claro que no! Resistir es... —Mangas deja de cavar y busca una palabra que explique lo que intuye, hasta que de pronto exclama—: ¡Resistir es dolor!
Todos, también Tena, nos callamos y solo se vuelve a oír la percusión de los picos y el áspero deslizarse de las palas. Tal vez tenga razón Mangas. Los miro y por un momento me parece que, en lugar de una trinchera, estamos cavando una tumba.
Marta está enferma, padece una otitis que le provoca fiebre y un intenso dolor en el oído izquierdo. La enfermería ha sido habilitada en los bajos del ayuntamiento. Veo al médico de Breda cuando abandona la sala de las pacientes ingresadas y le pregunto por ella.
—Si la infección no remite en dos días —me explica al ver mi gesto de preocupación—, puede tener consecuencias graves.
—¿Qué consecuencias?
—Sordera.
—¿Por una otitis?
—Es algo más que una otitis. Padece una mastoiditis, que afecta a todo el oído de un modo más grave.
—¿Y cómo...?
—¿Cómo surge? Por frío, por un golpe, por una otitis mal curada...
La extraña palabra de pronto me asusta más que la guerra que nos amenaza alrededor. Ahora recuerdo que uno de los hijos del rey Alfonso la ha padecido, y si él, con los mejores medios a su alcance, no pudo librarse de sus devastadores efectos, no será fácil que Marta pueda eludirlos. También el médico parece recordar la imagen del infante sordomudo comunicándose con gestos de mímica con sus padres, los reyes, con ese frenesí expresivo de los sordos, poco antes de embarcar camino del exilio italiano.
—Si la infección no remite en cuarenta y ocho horas, habrá que drenar el oído.
—¿Y podría hacerlo aquí?
—En caso necesario, sí, pero sería preferible intervenir en un hospital con más medios —alza los hombros con resignación, porque resulta imposible salir de aquí con alguien enfermo.
Vuelvo a la habitación de las enfermas. Marta está recostada sobre su derecha, porque el dolor en el oído izquierdo le impide apoyarse de ese lado. Lleva el pelo recogido en una cinta que deja libre su oreja, cuyo pabellón está enrojecido e hinchado, muy despegado de la cabeza. Al oírme llegar abre los ojos, demasiado brillantes, y se intensifica su expresión de sufrimiento, pero extiende la mano hacia mí. Los dedos le arden, la fiebre ha llegado hasta ellos.
—Estoy muy fea con esta oreja de soplillo —susurra bromeando.
—No es verdad —le digo en voz baja—. ¿Te duele mucho?
—La cabeza más que el oído.
Intenta sonreír, pero cualquier movimiento muscular que implique el lateral del rostro la molesta, de modo que vuelve a quedarse quieta, mirándome con una expresión de debilidad y desamparo.
—Estoy acostumbrada a los dolores de oído, los he padecido desde niña. Pero este es el peor.
—No hables.
Cierra los ojos, aturdida por la fiebre, y la miro sin saber qué hacer frente a su dolor físico.
Llega una enfermera, le toca la frente y la refresca con un paño húmedo. Luego disuelve en un vaso de agua una cucharada de polvos blancos y la ayuda a bebérselo.
—Ahora tiene que descansar —me dice.
Me despido de ella con unas palabras de ánimo y regreso al Mausoleo, bajo las campanadas del reloj enloquecido de la torre de la iglesia, cuyo número no cuento. Ahora mismo todo lo que no es Marta me resulta secundario: la guerra y la paz, la revolución y la patria, los ricos y los pobres. Lo único importante es esa muchacha a la que amo y que sufre en un lecho de dolor lleno de puñales y de brasas. Con asombro, como si lo observara desde fuera, veo crecer este sentimiento, que nunca había experimentado con tan abrasadora intensidad.
Cuando llego, me cruzo en la puerta con Viriato, que me dice:
—Te están buscando. El comandante quiere hablar contigo.
—¿El comandante? Me extraña que conozca siquiera mi existencia.
—Que vayas a su oficina.
Regreso hacia el Palacio y me identifico ante el cabo de guardia, que enseguida me conduce hasta el despacho de Guedea, en una amplia habitación de la planta baja, con una ventana que asoma a la fachada parcialmente protegida con sacos terreros. Una mesa, varias sillas, una bandera republicana y, en la pared, un gran mapa topográfico de Breda y su comarca con algunas chinchetas clavadas. Con él está el teniente Noguerol, que me ordena:
—Pasa.
—¿Rubén Cobos Pumar? —me pregunta Guedea.
—Sí.
—¿El pintor?
—Sí.
—Queremos que hagas un trabajo especial.
Me dice que han revisado los expedientes de los voluntarios que vinimos de Madrid y está pensando en aprovechar mejor nuestras aptitudes.
—Los que os alistasteis en la sección de Apoyo y Propaganda..., ¡no se puede decir de vosotros que no hayáis peleado con coraje! Pero ahora que el frente está más calmado, quiero que descanses de las trincheras cuando no sea absolutamente necesario y que, en cambio, hagas otra tarea útil para todos tus compañeros. Me han informado sobre ti y aseguran que eres un buen pintor. Han gustado mucho los carteles que hiciste —dice.
Agradezco su elogio sin saber adónde quiere llegar.
—Para mantener la moral, el soldado también necesita que se reconozcan sus méritos con algo más que medallas o palabras. En Madrid y en otros frentes hay poetas que cantan nuestra lucha, fotógrafos que la recogen con sus cámaras e informan al mundo... Aquí, en Breda, ¡no vamos a ser menos! —añade sonriendo como para aligerar la seriedad de sus palabras anteriores, consciente de que sus elaborados discursos van perdiendo eficacia a medida que se ve obligado a repetirlos—. Quiero que te dediques a pintar —concluye precipitadamente.
Lo escucho con asombro, me cuesta creer lo que me propone, porque no es necesaria una gran experiencia militar para saber que en el ejército la concesión de beneficios o privilegios es directamente proporcional al grado del escalafón. Y yo ocupo el último peldaño.
—Muchas gracias —acierto a decir, aunque en realidad no sé si es una orden o un regalo—. Sería estupendo, pero aquí apenas dispongo de...
—¿Materiales? —me interrumpe—. Trajimos algo hace unos días, con el segundo convoy. Pinturas, pinceles, disolventes... Están guardados ahí detrás —señala hacia el interior del Palacio—. Espero que encuentres todo lo necesario.
—¿Y los lienzos?
—No, no pintarás en lienzos. Pintarás un mural, como están haciendo en otros sitios... En México, en Estados Unidos, en Rusia. Es la mejor forma de que lo vea mucha gente.
—¿En qué paredes?
—En las del Mausoleo.
Al ver mi gesto de sorpresa, continúa explicando:
—¡Ahí tienes tu lienzo! El edificio es de reciente construcción y las paredes están vacías y en buen estado. Quiero que lo llenes con lo que has visto en estos meses de guerra, con los rostros, con las expresiones de tus compañeros, las de los vivos y las de los muertos, con los disparos, con las trincheras... Pero no quiero que olvides al pueblo que está en la retaguardia, a los trabajadores que alimentan a los soldados, a las enfermeras que los cuidan... ¡Pinta todo lo que creas conveniente! Solo te exijo una condición: que reflejes este tiempo de guerra y de conflictos. Todo lo demás, la forma o la técnica que elijas, será decisión tuya. Te dejaremos trabajar en paz, tendrás una libertad absoluta para organizar las escenas, los modelos, el estilo... Sé que los artistas sois muy celosos de vuestra independencia.
Desconcertado por el maravilloso regalo que me está ofreciendo, surge un problema que no sé cómo mencionar, pero Guedea se anticipa:
—No te preocupes tampoco por el dueño del Mausoleo. Le hemos pedido que nos deje pintar las paredes.
—¿Y ha aceptado?
—Se negó en un principio, pero aceptó con la condición de que fueras tú quien lo pintara. Dice que conoce y aprecia algunos de tus cuadros.
—Fue una casualidad. Compró dos lienzos míos en una exposición en Madrid.
—Mejor así. Él tampoco te molestará.
—¿Cuánto tiempo tendré?
—¿Tiempo? Todo el que sigamos aquí, y espero que sea mucho, aunque, por desgracia, eso no puedo asegurártelo. Trabaja sin prisas, pero sin demorarte.
—Necesitaré un ayudante —le digo, porque ya he aceptado su propuesta. La tarea primordial de un pintor es pintar y no puedo rechazar una oferta semejante. Cómo podría negarme si ese es el sueño de todos nosotros: que nos entreguen no un papel, ni un lienzo, ni una tabla, sino un muro de piedra protegido del sol, del viento y de la lluvia, que durará más de lo que duren los pigmentos ¿Qué mejor soporte podría pedir?
—Cuenta con él. Elígelo tú mismo entre tus compañeros. Cuando lo hayas decidido, díselo al teniente —señala a Noguerol.
—De acuerdo.
—Si tienes alguna otra necesidad o si surge algún problema, intentaremos solucionarlo.
—Muchas gracias de nuevo.
Voy a marcharme, pero Guedea todavía añade:
—Queremos que la obra que pintes se convierta en un motivo más por el que merezca la pena defender este lugar.
—Lo intentaré.
Regreso deprisa hacia el Mausoleo. No hay nadie dentro y todo duerme en ese doble silencio de los lugares muy concurridos cuando quedan vacíos. Los ocupantes están en el frente, o cavando trincheras, o en la villa. Subo a la estrecha pasarela que recorre la circunferencia por encima de las hornacinas y, como el primer día que entré aquí, siento que no hay mejor lienzo que esta pared blanca y circular, sin principio ni fin, para llenarla con todo lo que en estas semanas he visto o he imaginado. Aquí no hay caballete, ni bastidor, ni marco para aprisionar o sostener en pie las figuras y para que no se desmoronen pared abajo por debilidad o por falta de talento. Aunque el interior no es demasiado luminoso, la luz que llega es blanca, sin reflejos, y las ocho ventanas del lucernario garantizan su flujo regular durante todas las horas del día. Apoyo las dos manos en el muro y cierro los ojos buscando la vibración de la tierra, el íntimo contacto con la piedra de los primitivos que, muy cerca de aquí, dibujaron las figuras rupestres y los dos soles de El Paternóster. Su textura es uniforme, rigurosamente maestreada, y no se aprecia ninguna humedad. El granito de fuera lo protege con una coraza impenetrable para la lluvia e impide los cambios bruscos de temperatura. La capa de yeso es sólida y profunda, fue adherida a la piedra siendo masa viva y en ella quedarán bien fijados los pigmentos.
Sé que estoy ante la oportunidad que tantas veces he soñado. Aquí seré como un antiguo pintor de corte amparado por un mecenas que me facilitará todos los medios: el escenario, los modelos, los recursos accesorios —casa, comida, materiales— que regalan tiempo y tanto facilitan el trabajo y un soporte más sólido que las telas o las tablas, que no arderá como ellas, como ardió la Maternidad por decisión del comprador caprichoso y neurótico que, paradójicamente, hizo construir estos mismos muros en los que ahora me permite pintar, como si pagara una deuda. Si con tantos privilegios no logro una obra perdurable, el fracaso solo podrá ser achacado a mi falta de talento y de carácter, a mi carencia de unos buenos músculos capaces de soportar la fatiga y a mi incapacidad para hacer de la pintura carne de mi carne, como hicieron los antiguos maestros. No puedo dejar pasar esta ocasión. No quiero ser como mi viejo profesor, que, con diferentes excusas, fue postergando su autorretrato para morir al fin sin haber dejado más que un cuadro inconcluso, eternamente corregido, en el que era imposible reconocer sus rasgos. En esta pared haré una obra diferente de todo lo que he hecho hasta ahora, aunque todavía no sepa cómo: aunque Guedea me ha pedido que dé testimonio de la guerra, yo no soy un pintor de batallas. Como los artistas de corte, reflejaré la guerra en algunas escenas para poder dibujar luego otras escenas de paz. Mi mayor fracaso sería pintar este solemne muro circular como si estuviera dibujando carteles con figuras de proletarios de brazos fuertes y mandíbulas cuadradas, con la estética de la metalurgia, entregados a la lucha o a labores fabriles, con un fusil o un martillo en las manos mientras en sus rostros brilla la decisión de servir a la causa justa. Me aplaudirían por eso y tal vez el comandante me concedería una recompensa que ni busco ni he pedido ni deseo. Pero no es eso a lo que aspiro. No aprecio la pintura que se basa en valores extrapictóricos, ni la literatura que presume de valores extraliterarios, ni la música que exhibe valores extramusicales, del mismo modo que no amo a Marta por su forma de vestir, ni por su profesión, ni por sus ideas políticas, sino por ser como es. Por lo mismo, tampoco será una pintura impresionista con escenas de apacibles meriendas sobre la hierba, a la sombra de los sauces, con variaciones del color y de la luz. Excepto con Van Gogh, me resulta muy difícil recordar los rostros de los personajes de los cuadros impresionistas, y en cambio recuerdo con nitidez los rostros de Velázquez, de Rembrandt, de Goya. Los pintores impresionistas son como las amantes fugaces que se han tenido, de quienes se recuerda con intensidad las emociones que provocaron, pero no el rostro. Y aquí, en este mural, pintaré personajes con rostro. No quiero que la expresión de Marta quede difuminada por los reflejos de la luz. No, no quiero que mi pintura se limite a predicar ideología, ni a reflejar la realidad como un notario, ni a rellenar un muro con colores idílicos que intenten ocultar el horror vacui. No quiero ser un predicador, ni un fotógrafo, ni un millonario. Solo quiero ser un pintor. Un pintor. Pintaré lo que veo ahí fuera y dejaré huecos para reflejar mis estados de ánimo. Solo puedo despertar emociones ajenas si expreso de manera convincente mis propias emociones.