19
—¡Ahora sí! —exclama Tena, que vuelve del Palacio a primera hora de la mañana—. Me lo han confirmado los de trasmisiones.
Mangas, Gema, Viriato y los demás de la sección, que descansan después de haber pasado la noche de guardia, lo escuchan sin demasiado interés. Todos forman un grupo compacto, unido por el peligro y los esfuerzos que comparten día a día. Como ya no voy con ellos a las trincheras, a veces me siento un poco al margen, aunque ninguno lo manifiesta y procuran incluirme en sus charlas y diversiones y mantenerme al día con las novedades.
—¿Qué ocurre? —le pregunto.
—Que por fin se prepara una ofensiva en serio.
—Eso lo han dicho tantas veces que ya no nos lo creemos —dice Mangas.
—Ahora es cierto, no se trata de un simple rumor. Le han enviado información al comandante. En Madrid han tardado mucho en reaccionar, porque nadie esperaba que se unieran a la rebelión tantos militares. Toda la estructura del ejército quedó en julio patas arriba, pero al fin Largo Caballero está tomando la iniciativa. Le ha encargado al coronel Rojo...
—¿Quién es el coronel Rojo? —lo interrumpe Viriato, que, paradójicamente, como nos pasa a todos, conoce mejor a los generales sublevados que a nuestros propios generales.
—¿Rojo? ¡El mejor de los militares de la República! Él y el general Miaja han organizado la defensa de Madrid contra la que se han estrellado los facciosos. Y Rojo conoce bien cómo piensan los sublevados, porque a muchos de ellos les dio clases en el Alcázar de Toledo.
—Pues muy bien no debió de enseñarles lo que era la disciplina y la lealtad —dice Gema.
—He oído hablar de él —dice Mangas.
—Rojo va a lanzar definitivamente una ofensiva aquí, en el frente de Extremadura, para descongestionar la presión sobre Madrid.
—Eso ya lo intentamos nosotros hace más de tres meses y nos dejaron con el culo al aire —protesta de nuevo Mangas.
—¿No es un poco tarde? —pregunta Gema.
—Hace tres meses no se pudieron reunir hombres ni materiales. Ahora ya sí los hay. Los camaradas rusos están enviando tanques y municiones que cada día entran por el puerto de Valencia.
—Valencia está muy lejos y los tanques son muy lentos —dice Gema.
—Si tú sabes todo eso —Mangas insiste en su recelo—, ¿cuánto crees que tardará Franco en saberlo también?
—Ya lo sabrá. Por eso han vuelto a traer el cañón —se anticipa a responder Viriato.
—Ya lo has oído. Así que dile a tu coronel Rojo que venga deprisa a rescatarnos antes de que otra vez nos destrocen con su artillería.
La artillería y los aviones, porque ayer nos bombardearon desde el aire. Un nuevo avión alemán apareció volando muy bajo en el horizonte. Los disparos de su ametralladora venían arando la tierra de la explanada y apenas tuvimos tiempo de escondernos. Sobrevoló Breda y cuando ya creíamos que se marchaba, dio la vuelta y lanzó varias bombas sobre nosotros. Una cayó aquí, en el Mausoleo, pero apenas causó daños exteriores en el sólido muro de la cúpula, un rasguño en la piedra que debió de frustrar sus dañinas intenciones. Espero que de ese fracaso no saquen conclusiones. Otra destrozó uno de nuestros camiones aparcados en la explanada.
Lo cierto es que todo indica que están pasando de nuevo a la ofensiva, ahora que, a finales de febrero, los días comienzan a alargarse. En el Puente del Jinete también nos siguen causando bajas. Una de las últimas ha sido la de Rocha, el miliciano actor con el que huimos del desastre del Montón de Trigo y que posó para el mural como modelo para uno de los segadores. Ya no interpretará más, el de soldado fue su último papel, ni siquiera de protagonista. Es la tercera víctima de entre quienes están pintados ahí arriba y temo que, si la lucha continúa, el mural se irá llenando de retratos de gente muerta. Rocha era muy hábil, parecía que nadie podría cazarlo, pero una bala le acertó en la frente y cuando cayó al fondo de la trinchera ya estaba muerto. Lo hemos enterrado en la zona civil del cementerio, que a este ritmo no tardará en quedarse pequeña. Como en otras ocasiones, el comandante Guedea ha ordenado recordarlo en la lápida colectiva, que se va ampliando sin más indicaciones que una fecha junto a cada uno de los nombres grabados.
A mediodía comienza a caer una lluvia sólida y fría que no tiene visos de parar. El día está muy oscuro, el cielo es una sola nube, muy baja y sin contornos, que se deshace en millones de gotas sin que por eso disminuya su densidad y genera una luz cenicienta y eclesial apta para cuadros de martirios de santos, pero poco apropiada para las escenas de este mural iluminado por dos soles. Sin embargo, Noguerol no quiere ver a nadie tumbado en las literas o ganduleando aquí dentro durante el día y saca a todo el mundo del Mausoleo para asistir a no sé qué charla teórica en el ayuntamiento.
Marta llega del estanco, adonde ha ido a comprar un sello para enviar una carta a sus padres, que, a pesar de las dificultades, alguien sigue pasando a la otra zona. Ella, sin embargo, está preocupada porque desde hace algún tiempo no ha recibido noticias suyas. Viene con el pelo empapado de lluvia, pero no me importa mojarme al abrazarla y no me resisto a seguirla hasta la habitación que comparte con Gema. Cierro la puerta sin importarme que luego alguien proteste y la ayudo a secarse el pelo, a quitarse la ropa mojada. Como tiene los dedos ateridos, soy yo quien separa los botones de sus tajos y abro su blusa. Se deja desnudar y voy acariciando despacio la piel que se revela, sus pechos duros y pequeños, sus afrutadas rodillas, que beso y muerdo como se muerde una naranja, sus caderas firmes y redondas, suavemente tapizadas de carne, el tacto algo rasposo de sus piernas ahora que ya no encuentra cera con la que depilarse. Tendida en la cama boca arriba, su vientre es tan plano que los huesos de la pelvis tensan el elástico de las bragas blancas y dejan dos estrechas ranuras, sin ceñirse a la piel. Las aparto y froto entre mis dedos el rizado suave y crujiente de su pubis mientras su sexo comienza a abrirse como un tulipán sedoso y húmedo. Beso en su cuello la marca, tan parecida a un chupetón, que otra vez le ha producido la viola y noto sus manos en mi espalda, apretándome contra ella. Cierro los ojos y me encierro en su carne.
Pinto y amo. Es lo único que hago en estos días, podría prescindir de todo lo demás: de la comida, del descanso, del sueño. Voy del mural a su cuerpo, y de su cuerpo vuelvo a la pintura, inspirado y feliz. Amo y pinto, solo o ayudado por Marta, que también se reserva su propio tiempo para su ocio o para tocar la viola. Me gusta mucho esa cualidad suya de estar cerca sin ser agobiante, de tener su propio mundo sin ser indiferente al mundo de los otros. Dormimos juntos en una pequeña habitación que Noguerol nos ha permitido ocupar y ya sé también cómo es su rostro cuando duerme. Por eso no me ha resultado difícil pintarla y ahí arriba, entre el centenar de figuras de campesinos afanados en sus labores, de soldados que defienden un puente o una trinchera, de mujeres que se peinan unas a otras, entre encinas y nubes, entre campos de trigo y huertos de hortalizas, entre bueyes que arrastran una carreta, también se esconde el rostro hermoso e irregular de Marta.
Para pintarla le hice subir al andamio y sentarse inmóvil frente a mí mientras dibujaba su rostro en la pared. La he colocado en la segunda sección, la de paisajes y exteriores de Breda, apartada de la gente de la villa que trabaja o baila, pero también lejos de la guerra. Está sentada en la hierba, bajo un roble, entre un pequeño grupo de mujeres que han extendido en el suelo un mantel y, sobre el mantel, comida. En la escena aparecen también un niño y un hombre y todos charlan de algo agradable. He copiado un recurso de los clásicos y, al fondo, he incluido un alto muro de rocas en el que se ve no tanto una cueva como un refugio, porque le he quitado profundidad al original para evitar la oscuridad de las guaridas. Si se observan desde cerca los detalles de esta escena, se distinguen en la pared en sombra del refugio los trazos diminutos de las pinturas rupestres tal como las copié aquella tarde, con los cazadores, los ciervos y los dos soles del parhelio. He querido dejar constancia, de un modo privado y escondido, del lugar y la tarde en que me enamoré de ella. Pero eso solo lo sabemos nosotros dos, desde abajo las pequeñas figuras apenas se aprecian. Marta tiene la espalda apoyada en el tronco, de modo que queda frente al espectador, en el hueco que dejan dos muchachas de espaldas. Gira un poco la cabeza para mirar o escuchar al hombre que está a su izquierda, cuyo rostro queda parcialmente tapado por una de las mujeres, por lo que no se sabe quién es, aunque sin duda se trata de alguien que le resulta agradable, puesto que sonríe levemente al escucharlo, sin jocosidad ni asombro. Está confiada y atenta, con el gesto relajado de quien se encuentra entre gente a quien aprecia o en quien confía, de quien escucha algo ya conocido que siempre resulta agradable recordar. He prescindido en su aspecto de cualquier indicio de malestar, de la enfermedad y de los sucesos luctuosos por los que ha pasado y he intentado que el espectador que contemple su cara piense: «¡Qué afortunado el hombre al que así mira!». En el pelo lleva una diadema o una cinta que no se ve, oculta entre las ondulaciones de su abundante cabellera, de la que escapan hacia la frente los cabellos más cortos. Tampoco se ven sus codos, pero sí sus manos elevadas hasta la altura del pecho, que muestran la elegante armadura de los dedos, finos y de uñas limpias y cortas. Juguetean con algo que no se distingue del todo: un pequeño objeto metálico, un llavero o tal vez un anillo que se ha quitado de algún dedo, puesto que no se ve en ellos ninguna joya ni adorno. Sí se ve en el cuello un fino cordón de cuero, aunque tampoco se aprecia lo que cuelga de él, tan cerca de su pecho. Yo, que la pinté y que la he visto desnuda, sé que solo se trata de su chapa de identificación, pero no he querido mostrar ese detalle bélico. Del lóbulo del oído derecho, puesto que el izquierdo queda oculto por el giro de la cabeza, pende una pequeña mancha blanca del tamaño de una perla, aunque de figura geométrica, aristada. Las cejas, amplias, algo depiladas, cobijan los ojos cálidos y risueños, estirados por los altos pómulos, atentos al interlocutor invisible que le habla. Tanto me esforcé en su retrato que ni siquiera prescindí de un granito rojo, algo irritado, en la frente. Tampoco de las tres pequeñas arrugas que, al sonreír, se le forman en la comisura exterior de los párpados y que no la envejecen. La nariz no es grande, tampoco es una nariz de muñeca. Los ojos que observan no se detienen en ella, los atrae la cercanía de los labios frescos y entreabiertos, entre los cuales asoma la sombra blanca y nivelada de los dientes.
Nada amargo, pues, queda en su retrato, donde solo se fijan estas últimas semanas de felicidad. He borrado las huellas del dolor y en su lugar he pintado cierta complacencia en su sonrisa: la de la muchacha que, tras superar un duelo y una enfermedad, se sabe recuperada y hermosa, la de la mujer que ha crecido más despacio y descubre lo viejos que a su alrededor se han vuelto todos de repente.
Como si ambos tuviéramos miedo de que todo esto pase y nos deje de lado, abandonamos el trabajo a medias, sin horario, y nos encerramos en la habitación. Unas veces nos amamos despacio, como peces ahítos, saboreando las caricias, la tibieza de los besos, pero en otras ocasiones rugimos de deseo y jugamos a mordernos con la misma seriedad con que en el zoo se muerden los cachorros de león, como si estuviéramos enfadados. Entonces noto sus incisivos en mi hombro, sus uñas en mi espalda hasta que la piel gime. En la dulce fatiga del final amo el jugoso brillo que queda en sus ojos, la humedad de sus labios, su cabello revuelto en la almohada, su piel erizada como si tuviera frío.
He tenido aventuras anteriores con otras mujeres, con quienes fui más o menos feliz, más o menos desdichado. He disfrutado historias de amor en las que entraban en juego los sentimientos o el sexo, la diversión y las risas o el desafío de la seducción y la conquista, pero nunca había tenido una experiencia donde todo eso se ofreciera al mismo tiempo, como lo ofrece Marta: el amor junto al placer más intenso, el sosiego de la rutina junto a la exaltación de la aventura que nos resulta la vida en el Mausoleo, entre el cielo y la guerra que continúa ahí fuera.
Hay días, sí, en que las nubes bajan de las sierras pataleando y sacudiéndose el agua y nos atosiga la lluvia, pero a menudo, en un brusco cambio, tras una mañana gris y cenicienta despeja al mediodía y tras las nubes aparece un sol que orea las encinas engrasadas por la niebla. Ayer mismo estalló una vistosa tormenta primaveral. Las horquillas de los rayos pincharon las nubes y sus globos llenos de agua se derramaron a chorros sobre la tierra. Pero hoy, en cambio, ha subido la temperatura bajo un sol que se demora en el cielo y caldea poco a poco el ambiente. Aunque el tibio calor aún no despierta los aromas de la naturaleza, lo dispone todo para un estallido inminente. La dehesa respira a fondo y en este tránsito hacia la primavera cada mañana nos saluda con una nueva oleada de verdor. Con la combinación de tierra húmeda y cielo caliente casi se ve cómo se va hinchando el grano en las espigas, que de un día para otro parecen llenarse de pan, cómo ante nuestros ojos el color verde va brotando de las yemas de los chopos en las densas choperas del Lebrón.
Todo este espectáculo no parece distraer a los facciosos, que continúan con su sordo e incansable hostigamiento, provocándonos un desgaste que, si no recibimos pronto la ayuda que anunciaba Tena, no tardará en acarrear consecuencias. Cada día muere alguno de los nuestros y siguen desmontándose poco a poco las literas. Empiezo a tener miedo de que no seamos capaces de contener otra posible ofensiva y de que acaben estos robustos días de marzo, tan llenos de felicidad.
¡Qué contradictorio ser dichoso en medio de la guerra!