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Marta llegó a temer por su vida. Obligada a permanecer en cama, sin fuerzas, atenazada por el dolor de oído, por la fiebre y por el malestar general, hubo momentos en que pensó que moriría allí, en Breda y sola, lejos de su mundo y de su familia. El dolor la aturdía y no sabía bien qué ocurría alrededor. Si apoyaba el oído derecho en la almohada, para no rozar el izquierdo —el más cercano a la viola cuando tocaba—, inflamado y sin apenas audición, no le llegaba más que el sordo y confuso murmullo del mundo. Procuraba no levantarse, mareada por el vértigo, y se inmovilizaba en un sopor febril, con los ojos cerrados hasta que la enfermera llegaba con los medicamentos o con un caldo que a menudo terminaba vomitando. En sus pesadillas volvían las imágenes de los combates y de la huida por las vegas del Lebrón y soñaba que seguían retrocediendo y que los sublevados tomaban Breda, y a ella y a todos los demás los condenaban a muerte. Se despertaba aterrorizada pensando en Marcelo y recordaba el momento de la explosión y su muerte entre sus brazos. Al padecimiento físico se unía un estado depresivo que la hundía en una tristeza inconsolable.

Rubén iba a verla la mayoría de los días, pero procuraba no agobiarla y no se quedaba demasiado tiempo, para respetar la intimidad de su dolor. No la despertaba si estaba dormida, pero, si no, la tranquilizaba contándole que habían logrado detener a los facciosos y que nunca llegarían a Breda. Si ocurría alguna anécdota en el Mausoleo o en las trincheras, o si oía alguna noticia curiosa por la radio, la guardaba en su memoria y se decía: Esto se lo tengo que contar a Marta, seguro que le gustará escucharlo. Y luego, en efecto, la distraía con alguna novedad o con pequeños chascarrillos, cómicos o triviales, que hubieran sucedido entre los milicianos, o con la última discusión entre Tena y Mangas, o, si ella le preguntaba, le hablaba de cómo evolucionaba el mural, de las dificultades que encontraba y del modo como intentaba resolverlas.

Comprobó que muy poca gente acudía a visitar a los enfermos o heridos alojados en la planta baja del ayuntamiento, porque incluso en aquella situación de guerra los sanos tendían a rehuir a los enfermos y corrían a deshojar su bienestar en otro sitio. Una tarde, al oír a Marta quejándose en sueños, acurrucada en posición fetal y ardiendo por la fiebre, echó de menos a un dios con el poder de transferirle a él la enfermedad al menos durante un tiempo. Impotente para calmar su dolor y con miedo a las devastadoras secuelas de la mastoiditis, advirtió que un enfermo siempre está solo a la hora de enfrentarse al padecimiento corporal. Los demás, los sanos, pueden acompañarlo, ayudarlo, consolarlo, compadecerlo, pero el dolor físico es intransferible: puede ser aliviado o explicado, pero no compartido. La madre que vela junto a la almohada de su hijo entre un aroma a fiebre y a jarabe puede arroparlo y con una canción o un beso arrancarle una sonrisa, pero no puede trasladar el malestar a su propio cuerpo. El amante que apaga la luz y blinda una burbuja de silencio no puede llevar a su cabeza la migraña que atraviesa las sienes de la amada. El padre anciano no puede arrancar el cáncer que devora las entrañas de su hija para injertárselo en sus cansadas entrañas. Velando junto a Marta, Rubén supo que para siempre, en su memoria, más que los gritos desgarrados, los llantos o las heridas de la guerra, la imagen del dolor sería la de una mujer sola que, acostada en el lecho en posición fetal, como si así pudiera soportarlo mejor, espera que no se repitan los vómitos y que pase el dolor, que pase ya.

En los momentos en que los analgésicos aliviaban su malestar, Marta, agradecida a sus esfuerzos y a sus cuidados, sentía ganas de levantarse de la cama y abrazarlo, pero estaba tan débil y tenía tanto miedo al vértigo que se limitaba a extender su mano y a coger la de Rubén para quedarse así unos minutos.

A mitad de la segunda semana en cama comenzó a mejorar, después de una tarde en que una nueva embestida de la fiebre y unas supuraciones más densas hubieran amenazado con un agravamiento. Primero fue bajando la temperatura y luego, poco a poco, remitieron el dolor y la inflamación hasta reducirse a una molestia soportable. Volvió a dormir sin interrupción durante toda la noche, durante diez o doce horas en las que el cuerpo exhausto le agradecía que le entregara todas las fuerzas disponibles de sus veintiún años para dedicarlas a expulsar definitivamente la infección. La oreja fue volviendo a su sitio y, aunque seguía supurando, perdió el color rojo de los días anteriores.

Y una mañana se despertó acostada sobre el lado izquierdo sin sentir dolor y notó cómo volvía el vigor a sus brazos, cómo su juventud y su naturaleza la reintegraban al ritmo de vida que durante dos semanas le había robado una insidiosa bacteria. Al sentirse bien, Marta hundió el rostro en la almohada y lloró de alivio y de felicidad. Por el oído afectado aún no le llegaban del todo limpios los sonidos del mundo, pero cuando el médico la examinó, dijo que todo estaba bien, que no había daño interno y que recuperaría toda la audición en cuanto drenara las últimas excrecencias. Luego le dio el alta.

—Cuídate, porque no quiero volver a verte por aquí —le dijo con un inocultable cariño. Había temido que se produjera una tragedia y se sentía aliviado y satisfecho de haber contribuido a su recuperación.

Marta no encontró palabras para agradecerle sus cuidados. Para alguien que trabajaba con muertos, con combatientes a quienes amputaba un brazo o una pierna, con heridas profundas a las que limpiaba la pus de la metralla, una enfermedad del oído no era lo más trágico y sin embargo se había preocupado por ella como si fuera su paciente en estado más crítico.

Ya en la calle pasó por las oficinas militares del Palacio para entregar el parte de alta y comunicar que de nuevo podía ser útil. Tal vez en otras circunstancias le habrían concedido el habitual permiso de convalecencia con que el ejército calmaba su mala conciencia por los sacrificios que exigía, pero seguían encerrados en la comarca y para ir a Madrid había que atravesar la zona enemiga siguiendo el hilo con que aún mantenían una frágil línea de suministros o bien dar un rodeo por las rutas de contrabandistas que conocía João, pasar la frontera con Portugal y desde alguno de sus puertos alcanzar un puerto republicano. Ninguna de las dos opciones era fácil. Y aunque nada deseaba más que volver a casa con sus padres, tuvo que quedarse en Breda a la espera de acontecimientos.

Cuando llegó al Mausoleo, vio en el andamio a Rubén, que, de espaldas, pintaba concentrado en la pared. No quiso interrumpirlo y estuvo un tiempo observándolo mientras trabajaba. Al agacharse a coger un bote de pintura, Rubén la descubrió. Se limpió las manos con un trapo, se despojó del pañuelo con que se protegía el cabello de las manchas y bajó hasta ella.

—¡Qué alegría verte otra vez aquí! Te echábamos mucho de menos.

—Yo también a vosotros.

Marta le contó lo que le había dicho el médico.

—¿Y qué vas a hacer ahora? —le preguntó Rubén con una precipitación que revelaba cuánto había pensado en ella—. ¿Te han dicho algo?

—No, nada. Me han dado unos días para que descanse y me recupere.

Rubén dudó unos segundos antes de proponerle:

—Necesito una persona que me ayude con el mural. No es una tarea difícil, aunque puede ser fatigosa, porque hay mucho trabajo, es una superficie muy grande. El comandante me ha permitido que elija a quien quiera. He pensado en ti.

—¿En mí?

—Sí.

—¡Pero si yo no sé nada de pintura! Solo sé un poco de música.

—Pues toca música mientras yo pinto.

Marta se quedó pensativa unos instantes, recuperándose de la sorpresa.

—¿De verdad quieres que yo sea tu ayudante?

—Me gustaría mucho.

—¿Y lo aceptaría el comandante?

—Sí, ya te lo he dicho. Puedo elegir a quien yo quiera.

—¿Qué tendría que hacer?

Rubén le explicó por encima las tareas.

—Déjame un día para pensarlo.

Aunque desde el primer momento se sintió halagada por la invitación, Marta dudó en aceptarlo. La experiencia de participar en el mural la atraía mucho y, en cambio, incorporarse al frente, adonde le ordenarían regresar en cuanto acabara su recuperación, la amedrentaba profundamente después de todo lo sufrido. Mientras había estado ingresada, Rubén había despertado su interés contándole lo que pretendía pintar. Y quedarse allí, en el Mausoleo, ayudando a mezclar los colores, a limpiar brochas y pinceles, a hacer cualquier recado, era preferible a volver al torbellino de las trincheras, donde el creciente frío y la lluvia, la incomodidad y la suciedad, los disparos, las explosiones, las inevitables heridas le traerían recuerdos insoportables, sin Marcelo y sin Rubén a su lado para contrarrestarlos. Vestir el blusón de la bohemia sería mucho más cómodo que ceñirse de nuevo los correajes de la guerra. Allí dentro podría asistir al nacimiento de los personajes del mural, ver cómo la pared blanca se iba llenando de colores y de vida. No tenía ni idea de pintura, pero sí se consideraba capacitada para apreciar la belleza. Sabía hasta qué punto su contemplación aportaba consuelo en momentos de desdicha al demostrar que uno no estaba solo en el mundo con su dolor, que otros seres humanos habían pasado antes por el mismo trance, habían soportado el mismo sufrimiento y habían logrado sobrevivir para contarlo. La tentación, pues, de participar en esa experiencia y ver cómo Rubén convertía el redondel del Mausoleo en algo hermoso le resultaba muy atractiva, porque no tenía ninguna duda de su talento.

Sin embargo, no podía dejar de pensar en Marcelo y sabía que aceptar la propuesta sería una traición a su memoria. Durante dos años Marcelo había formado parte de su vida y si destruía su recuerdo también destruiría una parte esencial de sí misma, tan influida por su bondad. Marcelo había llegado hasta el momento de su muerte sin perder la inocencia, cuando la mayoría de la gente llegaba a ese instante manchada por la mentira, la deslealtad, la cobardía. Si no hubiera muerto, no aceptaría el trabajo, no defraudaría su nobleza y su generosidad. Pero su muerte y la reciente enfermedad la habían vuelto vulnerable y necesitada del amparo, el consuelo y la fortaleza que ahora le ofrecían Rubén y las sólidas paredes del Mausoleo.

A la mañana siguiente se acercó al andamio donde Rubén ya estaba pintando.

—De acuerdo, seré tu ayudante —le dijo—. ¿Qué tengo que hacer?

—Me alegro mucho. Ven. Mira.

Desde el primer momento le fue enseñando el trabajo, comenzando por lo más elemental: lavar las brochas y pinceles, cuidar los botes de pintura para que no se secaran, porque no sería fácil conseguir más, evitar que se manchara el mármol, retirar o acercarle las cosas necesarias cuando él estaba subido en los andamios.

No fueron necesarios muchos días para que Marta comprobara la condición terapéutica del trabajo y hasta qué punto la beneficiaba un horario fijo de esfuerzo, de comidas, de descanso. La satisfacía sentirse partícipe de la creación del mural que iba cubriendo la pared a buen ritmo. Nunca había imaginado que el punzante olor del aguarrás o de la pintura pudiera resultar agradable o que, al terminar una jornada intensa de trabajo, de la que salía como si hubiera pasado bajo una ducha de serpentinas y confeti, las manchas de pintura en las manos, en el gorro o en el mono de miliciana pudieran favorecerla tanto con su casual armonía de colores. Pronto aprendió a anticiparse en sus funciones de ayudante al elegir el pincel adecuado o al limpiar un tramo de pared, y a asumir tareas más delicadas, como raspar un mal dibujo o pintar una base neutra en el espacio que Rubén le acotaba. Y una tarde de la tercera semana volvió a tocar la viola.

Rubén le había dicho que aquella tarde no necesitaba su ayuda. Había terminado la figura de una hilandera que iba dejando manar de la rueca un fino chorro de lana, la última imagen de una composición laboriosa que le había presentado muchas dificultades en su intento de reflejar lo que había visto en las calles de Breda y al mismo tiempo huir de todo lo rancio que siempre encontraba en el costumbrismo: un grupo de esas mujeres de campo, vestidas de oscuro, que nunca al sentarse han cruzado una rodilla sobre otra. Quería que aparecieran relajadas al sol, cosiendo, charlando o peinándose unas a otras los cabellos grises recién lavados antes de colocarse el pañuelo negro o un alto y extraño sombrero de paja con un pequeño espejo en el frontal.

Marta aceptó la oferta de descanso y fue al dormitorio femenino. Sacó la viola del armario que compartía con Gema. Al abrir las presillas de la funda, escapó de dentro el viejo y entrañable olor a madera noble y a resina. Encajada en el hueco, cómoda en su forro interior de terciopelo rojo, esperaba dormida a que la sacara de allí. Marta desprendió el arco de su enganche en la tapadera, tensó las crines y las frotó con la pastilla de resina. Solo entonces extrajo la viola y se colocó la almohadilla en el cuello, junto al oído izquierdo que casi había llegado a perder.

Nunca había pasado tanto tiempo sin tocar y acarició la madera oscura y deslizó los dedos, todavía tensos, sobre el mástil. Al ajustar la barbada y girar la cabeza parecía que, más que sujetarla, apoyaba en ella su mejilla, como si escuchara sus quejas o esperara su beso. Luego levantó el arco y lo deslizó sobre la cuerda de La. El tiempo transcurrido la había distendido y sonaba desafinada, así que comenzó a ajustar los sonidos, muy despacio, como si fuera la primera vez que la tocaba.

Terminó la afinación y se detuvo un momento, pensando en la primera obra que le gustaría interpretar después de su enfermedad. La última que había tocado, el adagio de Schubert, evocaría de un modo insoportable la muerte de Marcelo.

De pronto, sin que hubiera intervenido la voluntad, apareció Telemann y su Concierto n.o 1, que había tocado muchas veces. Su contundencia armónica, su sencillez, su serena perfección dejaban muy atrás la tristeza de Schubert. Comenzó a tocar y notó en la yema de los dedos la dureza y el grosor de cada cuerda, la tensión del arco. Aquella música templada calmaba sus estratos emocionales más profundos, alojados allí donde no llegaba ni la pintura de Rubén, ni la literatura, ni los prodigios de la naturaleza que había contemplado en algunos atardeceres, los aireaba y los limpiaba de contaminación sentimental. Sus manos poco a poco iban transfiriendo los posos de su angustia a la viola y la sencilla melodía la disolvía en el aire, convertida en una tristeza serena y soportable.