6
Caminamos por la noche para no ser detectados y descansamos en las horas de luz, siempre ocultos en el interior de bosques de robles o castaños que nos protegen de la curiosidad ajena, aunque en estos días la gente tiene miedo a salir al campo y todo se ve muy solitario. Distribuidos en grupos y conducidos por guías de la zona, hacemos marchas de ocho horas, alumbrados por la medialuna y en silencio, sin más ruido que el martilleo de los cascos de los caballos y de las mulas que portean armas, municiones, aparatos de transmisión y material médico. Cada uno de nosotros también carga con su propio equipo y con provisiones para cuatro días. Yo he añadido unos cuadernos, unos pinceles y unos pocos tubos, aunque no sé si dispondré de tiempo y ocasión para pintar algo que merezca la pena. Cuando llevamos varias horas caminando, aparecen la fatiga y el dolor en las piernas, pero el cansancio facilita que durmamos profundamente durante el día, que así se hace más corto. Parece que estuviéramos en una guerra del siglo pasado en la que aún no se han inventado los motores.
A veces, cuando pasamos cerca de algún pueblo, de algún racimo de casas o de alguna finca que puede estar habitada, nos desviamos o nos detenemos hasta comprobar que no hay riesgos.
—En una marcha de este tipo, tan importante es avanzar deprisa como saber detenerse a tiempo —nos había aleccionado el comandante Guedea antes de salir.
A pesar de toda nuestra cautela, ayer, en la tercera noche, en un cruce de caminos los guías chocaron con una pareja de guardias civiles y por fortuna pudieron anularlos. Al pasar, vimos sus cadáveres a un lado del camino, antes de que nuestra retaguardia los escondiera y confundiera las huellas.
Voy en el segundo grupo, con otros treinta milicianos y soldados, mezclados en una misma disciplina. En ocasiones me sorprende verme aquí, tan implicado en la lucha, porque me alisté para pintar carteles y convencido de que todo esto duraría solo unas semanas. Pero es increíble lo fácil que resulta convertir a cualquiera en soldado: te alistas casi por inercia y por incapacidad para quedarte en tu casa aplaudiendo el valor de los demás, te ponen un arma en las manos y a partir de ese momento te llevan en volandas desde tu pacífica vida de civil hasta una trinchera donde disparas contra tus vecinos.
En las semanas de adiestramiento previo en Talavera, y a pesar de los riesgos contra los que nos habían prevenido, hacíamos bromas y reíamos, pero ahora ya todos callamos o hablamos en susurros. Nos enmudece esta sensación de haber atravesado el frente y de estar en territorio enemigo. Aunque no lo decimos, nos calla el miedo.
Marta y Marcelo van en el tercer grupo, oí sus nombres cuando nos iban distribuyendo. Algunas veces miro hacia atrás, pero en la oscuridad no logro distinguirla, solo se aprecian vagamente las siluetas que caminan. No sé qué hace ahora mismo, en esta cuarta y última noche del trayecto, ni en qué piensa, no sé si habla en voz baja o si calla, no sé si vigila o si se apoya, cansada, en los fuertes hombros de Marcelo, no sé si coge furtivamente su mano, no sé si sonríe a la última broma que inventa el gracioso de su grupo. No sé si piensa en mí.
—Estamos llegando al río —susurra Mangas, que siempre está bien informado.
Mangas es un tipo pequeño, delgado y pelirrojo, con un humor permanente y algo cáustico y con una fe inquebrantable en que el mundo será pronto anarquista, naturista y nos entenderemos en esperanto. Desde que salimos de Madrid nos hace reír con anécdotas bestiales sucedidas entre médicos y pacientes en el hospital de Madrid donde trabaja como enfermero, con ocurrencias ingeniosas que pronuncia muy deprisa, sus labios moviéndose a un kilómetro por segundo. Siempre va con otro miliciano que parece muy serio, como si lo hubieran obligado a alistarse, aunque al parecer fue uno de los primeros voluntarios comunistas. Se llama Tena. Aunque ambos discrepan interminablemente por su ideología, y a veces por cuestiones baladíes, son grandes amigos. La primera vez que oí que los citaban, alguien preguntó:
—¿Mangas y Tena? ¿Qué nombres son esos? Suenan como si fuera una sastrería.
—O una pareja cómica —dijo Rocha, el miliciano de más edad entre nosotros, un cómico de la legua que aún no ha tenido ocasión de demostrar su talento de actor.
—¡Lo son! ¡Y eso que acaban de conocerse! —replicó otro.
Ahora nos detenemos y, antes de comenzar a descender hacia el tajo del río, los guías se adelantan a comprobar si está libre el camino. Cuando acabamos de quitarnos los macutos para descansar, suenan disparos en la orilla, que son respondidos por unas secas y espesas ráfagas de ametralladora. El tiroteo se encrespa durante quince o veinte minutos y cesa de pronto con la misma brusquedad con que había comenzado. Hasta nuestro grupo llega corriendo uno de los enlaces y nos grita:
—¡Deprisa, deprisa! El camino ya está libre y hay que cruzar el vado. Que no se os mojen los fusiles ni la munición. ¡Deprisa! Al otro lado del río ya nos esperan los nuestros.
Nos lanzamos pendiente abajo y cruzamos por un vado de piedras. El agua nos llega a la altura de las ingles. Algunos tropiezan y se hunden con todo el equipo, pero se levantan enseguida y continúan hasta la otra orilla, donde nos obligan a seguir adelante para no entorpecer el paso de los que vienen detrás y de las mulas nerviosas que avanzan con sus cargas.
Más adelante, por fin, nos reagrupan a todos y aunque suenan nuevos disparos a nuestras espaldas, ya estamos a salvo. En el recuento nos confirman que han muerto tres de los nuestros, que hay varios heridos y que se ha perdido un par de mulas. Sin embargo, no vemos esas pérdidas como un fracaso. Después de cuatro noches avanzando por un territorio controlado por los facciosos, hemos alcanzado el destino pagando un mínimo peaje.
Una hora más tarde llegamos a las afueras de la villa cuyo nombre era un secreto antes de salir de Talavera, pero que luego todos hemos mencionado cien veces: Breda. Las bombillas de las calles están apagadas y solo se ve iluminada, aquí y allá, alguna ventana tras la que alguien madruga. Avanzamos por una calle no demasiado ancha mientras comienza a clarear rápidamente y algunos rostros se asoman a observarnos. Al llegar a la plaza, muy cansados, nos sentamos bajo los soportales. En el balcón del ayuntamiento ondea la bandera tricolor y, por encima, un gran reloj central que marca la hora, las siete. En ese momento comienzan a sonar unas campanadas que vienen de otro sitio. Cuando se detiene en la quinta, todos nos quedamos en silencio, esperando, pero no suena ninguna más.
—¿Cinco? —extrañado, Mangas señala el reloj del ayuntamiento.
—Son las siete —confirmo mirando mi reloj.
—Las otras dos las han robado los fascistas —bromea Tena.
—Pues que nos indiquen dónde está el frente, que ahora mismo vamos a exigir que nos las devuelvan —dice Mangas.
—Tranquilo. ¿Tanta prisa tienes por que te maten?
—Ni pienso dejar que me maten ni pienso matar a nadie. Por lo menos, no seré el primero en disparar.
—Entonces, ¿para qué has venido hasta aquí?
—Para evitar que maten los fascistas. En cuanto vean que todo el mundo está contra ellos de una manera decidida, entregarán las armas y regresarán a los cuarteles.
—¡No puedo creer que seas tan ingenuo! —le reprocha Tena—. ¡Ya estás otra vez con tus ideas anarquistas de hacer cada uno la guerra por su cuenta y como le da la gana!
—¡Estás hablando como los políticos! ¡Todos juntos como borregos balando la canción del partido! Ya sabemos que los comunistas, para luchar, tenéis que actuar en grupo, que no os atrevéis a ir solos a ninguna parte —replica, pero el tono jocoso de su voz y su expresión amistosa despojan de acritud a sus palabras.
—¿Que no vamos solos a ninguna...? Por mucho que te pese, seremos los comunistas quienes ganemos esta guerra. ¿Y sabes por qué?
—¿Por qué?
—Porque es la primera vez en la historia en la que, gracias a nosotros, el proletariado participa por voluntad propia en una guerra para defender sus propios intereses, no para defender a los reyes ni como mercenarios para ganarse el pan bajo otras banderas. ¡Y contra esa unidad no valen nada todos los militares con todos sus cañones!
—¡Ya estás hablando otra vez como los políticos! —repite.
Ambos se eternizan en discusiones así, y sin embargo uno no puede estar sin la compañía del otro, unidos por una amistad inquebrantable.
A la plaza han comenzado a llegar algunos milicianos nativos de los grupos que vamos a reforzar. Se mezclan con nosotros, nos damos las manos mientras los encargados se llevan las mulas cargadas de armamento y municiones. Del ayuntamiento sale Guedea vestido ya de militar. Aunque es bajo, miope y poco atractivo, el uniforme le da cierta prestancia, quizá porque los uniformes y las sotanas solo les sientan bien a quienes tienen fe en lo que representan. Lo siguen el capitán Méndez y un civil a quien un miliciano señala como el alcalde de Breda.
Dos hombres sacan una mesa y la colocan ante la puerta. Guedea se sube en ella y nos mira asintiendo, como si fuera este tipo de tropa heterogénea y desordenada lo que esperaba encontrar, hasta que se hace un completo silencio.
—Parece un gallo encima de una piedra antes de cacarear —murmura Mangas, que parece obligado a protestar contra cualquier manifestación de autoridad.
—Cállate, que va a hablar. Es el jefe —dice Tena.
—Los anarquistas no tenemos jefe.
Pero se calla en cuanto suena la voz de Guedea:
—Ahora que por fin ya estamos aquí, no quiero saludaros con la palabra «Bienvenidos», porque acabamos de llegar a un frente de combate, y a nadie se le debe dar la bienvenida cuando llega a una guerra. Una guerra no es un acontecimiento feliz... Pero nosotros no la hemos querido, han sido algunos traidores quienes se han sublevado contra la voluntad del pueblo y contra la democracia para volver a instaurar el régimen de siempre, para que el poder siga en manos de los caciques y de los capitalistas. Sé que muchos de vosotros no sois militares de profesión, que no habéis nacido con un fusil en las manos, pero ellos os están obligando a empuñarlo. Pues bien, ¡lo empuñaréis con firmeza hasta derrotarlos! Una guerra, os decía, no es un acontecimiento feliz. Y sin embargo, en buena parte habéis venido aquí voluntariamente para detener el avance de los traidores. Por eso no os digo «Bienvenidos» —repitió—. Os digo «Gracias». Gracias por estar aquí ahora, en este lugar del que tal vez nunca antes habíais oído hablar, defendiendo al pueblo frente a la tiranía. Gracias por haber abandonado vuestros hogares, vuestras familias, vuestros trabajos para convertiros en soldados...
—Vale, vale —murmura Mangas a mi lado.
—Cállate —dice Tena.
—Si ganamos esta guerra, no será gracias a discursos para quienes ya estamos convencidos. ¿Cuándo vamos a las trincheras?
—¿Por qué tienes tanta prisa en que te maten? Además, ¿tú has disparado alguna vez en tu vida?
—No.
—Entonces, mejor que le dejen tu fusil a alguien que sepa utilizarlo. ¡Y deja ya de hablar! El comandante nos está mirando.
—En los últimos tiempos —sigue hablando Guedea—, el hombre político ha sido el ideal de muchos jóvenes que soñaban con mejorar este país. Ahora la guerra nos ha obligado a retroceder a las épocas antiguas en las que el soldado era el ideal de una comunidad. Ahora, de nuevo, necesitamos soldados más que oradores...
—Entonces, ¿por qué sigue hablando? —sisea Mangas.
—Espera a que termine.
—... Ellos afirman que hacen esta guerra en nombre de la patria, en el nombre de España. Pero yo me pregunto cómo se puede amar a España y al mismo tiempo intentar matar a la mitad de los españoles... No, los fascistas no aman a España, aman sus propios intereses y el mantenimiento de sus privilegios.
—¡Muera el fascismo! —grita delante de nosotros una miliciana que va tocada con un gorro rojo con las iniciales CNT.
Conmovidas por el grito femenino, se alzan otras voces gritando muerte.
—Ya veremos si mantiene el mismo entusiasmo cuando esté en las trincheras y caigan los obuses por todos lados —ahora murmura Tena.
—¿Es que tienes algo en contra de las mujeres soldado?
—¡Sí! Si no hubieran votado a Gil Robles en el treinta y tres ahora no estaríamos aquí obligados a defenderlas de los legionarios y los regulares. ¿Tú qué opinas? —me pregunta.
—Yo no tengo nada en contra de las mujeres que luchan —respondo haciendo un enorme esfuerzo por no mirar hacia atrás, hacia el lugar donde he visto a Marta.
—¿Lo ves? —dice Mangas, como si mi opinión fuera importante—. Es la primera guerra en que las mujeres vienen a luchar vestidas con el mismo uniforme que los hombres.
—Sí. Antes se limitaban a provocarlas y luego nos mandaban a los hombres a matarnos.
—Ahora que también vienen al frente tal vez ya no quieran seguir provocándolas. Si tuviéramos por aquí a más compañeras estoy seguro de que ganaríamos antes.
—¿Tú crees?
—Sí. ¿Tú saldrías huyendo de la trinchera sabiendo que ellas te están mirando y que por ahí viene gente vestida con chilabas?
—Creo que no las dejaría solas —reconoce Tena.
—... Así que estamos aquí para detener el fascismo y expulsarlo de España para siempre —continúa Guedea—. Nuestra misión inmediata es pararlos y que no crucen el río. Más tarde, cuando llegue la hora, lo cruzaremos nosotros. De momento, si nos atacan las tropas de Franco, lucharemos delante del Lebrón. Si a pesar de nuestros esfuerzos nos hacen retroceder, lucharemos en el Lebrón. Y si todavía llegan más enemigos y no podemos detenerlos, seguiremos luchando a este lado del Lebrón —eleva la voz—. ¡Compañeros! ¡Camaradas! ¡Viva el pueblo! ¡Abajo el fascismo!
Todos, yo también, gritamos vivas y mueras, contagiados por la excitación colectiva. Muchos habitantes de este lugar han ido saliendo de sus casas y la plaza está llena. El capitán Méndez se sube a la mesa y nos divide en dos grupos para darnos alojamiento: a unos los conducen hacia la escuela. A otros nos llevarán a un lugar que alguien llama el Mausoleo. El nombre no suena bien, hace pensar en la muerte, como un mal augurio, pero también evoca muros gruesos y sólidos que pueden convertirse en refugio y fortaleza. Comenzamos a caminar y miro a mis espaldas. Marta y Marcelo también vienen en el grupo.
Nuestro guía y mando inmediato es un miliciano nativo llamado Magro, con mando sobre nosotros por su experiencia militar en la guerra de Marruecos y, según comenta alguien, por estar afiliado al Partido Comunista. Nos ayudará a orientarnos en el terreno, hará de enlace entre nosotros y los oficiales en esta embrionaria organización militar que quiere imponer Guedea. Lo seguimos desde la plaza hasta las afueras de la villa, donde leemos en una tapia una pintada: BIENBENIDOS MILICIANOS, escrita con grandes letras negras que todavía huelen a alquitrán. Caminamos un kilómetro más hasta llegar a una especie de palacio o fortaleza.
—Ese sí que no sería un mal alojamiento —dice Mangas.
—Pero no es para nosotros, está habitado —explica Magro—. La planta alta sigue ocupada por su dueño, un viudo con un hijo muy pequeño. Perdió a su mujer por una caída de caballo. Y abajo se ha instalado el Comité de Defensa y parece que también lo hará el nuevo comandante.
Rodeamos el palacio y también dejamos atrás una especie de patio o jardín con algunos parterres poco cuidados y con un muro de granito para contener la inclinación de la ladera en el que se hunden varias hornacinas con estatuas de mármol de figuras desnudas. Es sorprendente encontrar aquí, en un poblachón entre las sierras y la llanura, estas estatuas que refulgen en sus peanas para volver estrábicos a los adolescentes rurales que las contemplen. Tendré que venir a verlas más despacio, con más luz, con sol.
Y enseguida llegamos al Mausoleo.
Tampoco imaginaba algo así: un monumento no solo para recordar a los muertos, sino para recordarlos con orgullo. Para que al pensar en ellos, los vivos sientan dolor, pero no angustia, porque tienen la seguridad de que allí están bien alojados. Es un edificio austero de fachada, con un cimborrio de baja estatura sobre el que se levanta una cúpula rematada en una linterna con un campanario. Construido hacia dentro, su interior atrae como un imán precisamente porque da la impresión de querer ocultarlo, protegerlo, sea lo que sea lo que ahí se guarde. No parece que a su solidez le puedan afectar las tormentas, los terremotos, el paso del tiempo: por la cúpula resbalará el agua, los cimientos formarán un cinturón que podría removerse, pero no fragmentarse, y contra el paso del tiempo opone la forma de las construcciones más duraderas.
No soy el único que se ha detenido a observarlo.
—¿Y dices que esto es una tumba? —pregunta Rocha, el actor.
—Sí. Un mausoleo —responde Magro.
—¿Y hay alguien enterrado ahí dentro?
—No, aún no.
—Entonces, si no hay nadie enterrado, todavía no es una tumba. Si nos instalamos ahora, será una vivienda.
—¡Una advertencia! —nos previene Magro—. Nadie debe tocar nada del edificio. Son órdenes de arriba. Cuando hayamos ganado la guerra y nos vayamos, debemos dejarlo todo como está ahora. ¿Entendido?
—Sí —aceptamos.
Entramos en el edificio, en el espacio circular, claro y vacío de todo excepto de unos pocos muebles auxiliares y cinco cuadros colgados en los huecos entre las hornacinas, bajo una pasarela que circunda todo el muro: tres paisajes y dos naturalezas muertas. Con sorpresa, con asombro, con incredulidad, me quedo inmóvil en la puerta al reconocer mis dos bodegones, los que compró el hombre que quemó la Maternidad. El placer que siento normalmente cuando encuentro un cuadro mío donde no espero encontrarlo ahora se convierte en inquietud. ¿Qué hacen aquí? ¿Quién los ha traído hasta este lejano lugar? ¿Dónde está su dueño?
—¿Ocurre algo? —me pregunta Marta, detenida a mi lado.
—¿Por qué?
—Parece que has visto algo que preferías no haber visto.
—No —le digo, porque ahora mismo, con todos alrededor, no sabría cómo explicárselo.
—Pues vamos. No te quedes ahí parado.
Pero es ella la que se adelanta, atraída por los dos lienzos gemelos, y se detiene a observarlos con atención.
—Estos dos bodegones... —dice al cabo de unos segundos, y se calla, absorta en lo que ve.
—¿Te gustan?
—Mucho. Y están en el lugar más adecuado para ellos. En un mausoleo. Hacen que te sientas como algo... efímero, pasajero. Que una misma va a durar poco más que esa perdiz muerta, que la piel también se nos arrugará como las mondas de esas naranjas.
Se queda en silencio, entre las voces de los demás, que curiosean o miran la linterna, como arrepentida de haber penetrado en un territorio que no es suyo, esperando que yo diga algo. Pero su comentario es tan atinado que no tengo nada que añadir.
—¿Ves eso?
—¿La manzana? —le pregunto.
—No. El gusano que asoma por ella la cabeza.
—Sí.
—¿No te parece una advertencia propia de este lugar?
—Sí —le digo. Ahora comprendo por qué De las Hoces no dudó en comprarlos.
Varias milicianas llegan hasta nosotros y la que parece dirigirlas, una muchacha con el pelo color arena y los ojos profundamente azules, pregunta:
—¿Eres Marta?
—Sí.
—Soy Gema. Me han encargado que busque alojamiento para las chicas. Venid conmigo —se dirige hacia una puerta integrada en la decoración, ahora abierta, que da acceso a un edificio anexo—. Ya sé que todos estos son gente respetuosa con vosotras —sonríe señalándonos—, pero creo que dormirán más tranquilos si nosotras ocupamos unas habitaciones que nos han reservado ahí dentro.
Hay algunos gritos de protesta, pero se marchan y nosotros empezamos a instalar, bien ordenadas, varias filas de camastros y literas que descargamos de dos camiones que han llegado hasta la puerta, dejando en el centro un ancho pasillo, de modo que podamos dormir sin demasiadas apreturas sesenta o setenta voluntarios. Cada uno va ocupando su sitio sin un orden preciso.
De los camiones también descargan algunos muebles, no sé si ofrecidos voluntariamente, no sé si requisados por la fuerza: unos bancos traídos de la iglesia, de madera bruñida y fatigada por haber sostenido a tantos fieles, sillas, un par de grandes arcones, de tablas gruesas, tan secas y endurecidas que no podría morderlas la carcoma y de herrajes tan sólidos que protegerían las puertas de un banco, y varios de esos profundos armarios rurales más aptos para colgar capotes, gabanes de paño grueso y todo el andamiaje de los trajes folclóricos que para guardar las austeras chaquetillas, las chambras, las blusas y el pequeño ajuar de mudas y útiles de limpieza que cada uno de nosotros ha traído, que no exigen ni perchas ni mucho espacio.
Como hemos caminado durante toda la noche, nos dejan el resto del día para instalarnos despacio y descansar, aunque estamos demasiado excitados para dormir.
Por primera vez en varios días me tumbo en una cama, con las manos en la nuca, mirando la cúpula que nos protege. El Mausoleo no es un mal alojamiento. Pocos de nosotros habrán vivido en un edificio así, tan perfecto, bajo un techo tan alto y sobre suelo de mármol. Es curioso, pero al entrar, a pesar de la situación de guerra que nos rodea, no he pensado en su función de tumba, ni en la fortaleza de sus muros para protegernos si llegan las bombas, ni en la comodidad del espacio. He pensado cuánto me gustaría pintar estas paredes blancas y desnudas por encima de la pasarela que recorre toda la circunferencia. A ningún pintor se le podría ofrecer mejor regalo que este lienzo circular para una única secuencia, sin izquierda ni derecha, sin comienzo ni fin, para una escena continua que fuera como lo que ven los ojos, que no establecen límites ni contornos. En el cuadro, el límite lo establece el marco, pero no hay marcos en la naturaleza, ni en el aire, ni en el cielo, ni en el paisaje, donde al girar la cabeza se ve todo alrededor, sin coto ni limitación. Tumbado, cierro los ojos e imagino el desafío de estas paredes, de este nido al revés: un pintor frente a una gran superficie virgen ante la cual aceptar definitivamente su mediocridad o ante la cual reconciliarse con una inspiración siempre huidiza y veleidosa, desamparado de otras armas y recursos que su talento frente a un vacío que debe llenar con sus fantasmas, sus únicos modelos bajo la luz cenital de la linterna, que irá variando de inclinación y de temperatura a lo largo del día para alumbrar las líneas y sombras salidas de su mano. Ante este escenario se demostraría de una forma palmaria si era uno de esos limitados pintores que se aplicaban a las líneas o se aplicaban a los colores, o si, por fortuna, formaba parte de ese reducido y privilegiado grupo de creadores que podían con ambas cosas a la vez...
—¡Escuchad, escuchad! —me despierta la voz de Magro. Me incorporo y veo en el reloj que he estado dormido durante más de una hora—. Se necesitan diez voluntarios.
—¿Para ir al frente? —pregunta Mangas, también frotándose los ojos.
—No, todavía no.
—No sé por qué tienes tantas prisas en que te maten —bromea Tena.
—Hay que llevarse de aquí estos cuadros —nos señala los dos bodegones y los tres paisajes.
No sé quién es el autor de los paisajes, pero no le gustaría nada ver lo que han hecho con uno de ellos, el que representa una idílica ermita rural. Alguien ha escrito, con grandes letras de pintura negra, dos palabras sobre el lienzo: ARTE BURGUES. No será fácil borrarlas sin dañarlo.
—¿Quién ha hecho eso? —pregunto aturdido aún por el sueño y el desagradable despertar.
—No se sabe —responde un soldado—. Nadie dice nada.
—¡Diez voluntarios! —pide Magro.
—¿Adónde hay que llevarlos? —pregunta el primero que se levanta.
—Aquí al lado, al Palacio que habéis visto al llegar.
—Voy —digo.
Entre los diez voluntarios están Marta y Gema, tal vez deseosas de demostrar que pueden hacer lo mismo que los hombres. Al descolgar los cuadros yo sostengo por un lado el bodegón de la caza y la pesca. Gema lo sostiene por el otro lado y se queda unos segundos mirando con curiosidad los ojos brillantes de las truchas, los dientes que asoman entre los labios del conejo muerto, el sombrero de cazador y su pluma, por encima del breve y seco trazo de mi firma, en la que nadie que no la conozca previamente identificará mi nombre.
—Es extraña —dice Gema.
—¿Qué?
—Esta pintura. Son animales muertos, pero... —vacila sin encontrar las palabras que le sirvan para lo que quiere decir.
—¿Qué?
—Dan como respeto..., o pena. Yo no sería capaz de cocinarlos. ¿Has visto lo que han hecho con ese cuadro? —señala el paisaje manchado con la pintura.
—Sí. ¿Quién ha sido?
—No importa quién. Ha visto el precio escrito en el marco y no se ha resistido. Ha dicho que en eso se gastan el dinero los ricos, en pintar cuadros con iglesias. Que el cuadro valía más que una tierra con la que podría alimentar a su familia y que por una pincelada le habían pagado más al pintor que a él por una semana sudando en el campo de sol a sol.
—Pero no ganaba nada ensuciándolo.
Cargamos el cuadro con cuidado y lo llevamos hasta el Palacio. En la fachada de granito, sobre el dintel de la puerta, se ve un orgulloso escudo donde dos hoces empuñadas por dos rígidas manos cierran el paso a una espiga de trigo. Magro explica que es el emblema de la familia De las Hoces, dueños del Palacio y fundadores de Breda.
En el piso de arriba se agita levemente la cortina de una ventana revelando que alguien nos acecha, un gesto propio de estos tiempos de temor y de sospecha en los que se vuelve receloso incluso quien nunca sintió la mínima curiosidad por el comportamiento de sus vecinos.
Apoyamos los cuadros en el suelo y Magro habla con el miliciano que vigila el acceso, puesto que la planta baja está ocupada por el Comité de Defensa. Nos dejan pasar y entramos a un amplio zaguán que deja ver unas anchas escaleras de granito al fondo de un patio porticado. Subimos con los cuadros y Magro llama a una puerta. Enseguida, como si nos hubieran estado esperando, nos abre una anciana vestida de negro. Apenas hace un gesto y la seguimos hasta una galería abierta sobre el patio, donde nos indica que esperemos mientras ella vuelve al interior con silenciosos pasos de sirvienta. Sin sorpresa ya, medio oculto entre mis compañeros, veo acercarse desde el fondo al hombre que en Madrid, en la acera de la galería, hizo quemar la Maternidad. Ahora parece más delgado, más débil que entonces. Tal vez debería sentirme enfadado con él, pero lo cierto es que no guardo ningún rencor.
—Traemos los cuadros, como le prometimos —dice Magro con un tono cortés que resulta extraño después de haber escuchado en estas semanas tantas valentonadas, tanta agresividad.
—Bien —responde con su inconfundible voz seca que necesita más saliva para poder vocalizar.
Mira atentamente el primer bodegón, como si temiera una falsificación, indiferente a los porteadores, sin mostrar hacia ellos interés ni desprecio, como si fuéramos un elemento más de los marcos que soportan los lienzos, interesado únicamente por el dibujo, por el color, por la luz y la sombra. Pero me ve al llegar al bodegón de los animales y sus ojos se quedan fijos en mí unos instantes, sorprendido mientras parece buscar en mis pupilas el reflejo de unas llamas que devoran un cuadro.
—Hay un problema... —dice Magro.
—Bien —repite De las Hoces sin escucharlo, y hace un esfuerzo por empujar sus ojos hacia los ojos de las truchas, pero su voz ha cambiado, suena más ronca, tal vez temiendo que le exija el pago de la deuda que certificaron mis últimas palabras aquel día, de modo que no parece su voz, como si fuera un ventrílocuo quien hubiera hablado. Vuelve a mirarme y sé que se está preguntando qué he contado de él y por qué estoy callado, por qué no revelo que estas dos naturalezas muertas las he pintado yo, por qué no les cuento a todos que él quemó un cuadro de una maternidad porque no le gustaba lo que veía.
—Hay un problema —repite Magro—. No hemos podido evitarlo.
Le muestra el cuadro con los brochazos negros que ensucian el paisaje y, al descubrirlo, De las Hoces da un paso atrás y un gesto de rabia cruza por su rostro durante un instante tan breve que no logra descomponer su contención aristocrática, que reaparece con la misma rapidez con que desaparece su expresión de furia.
—No es eso lo que me prometieron —dice, ya recuperada su carencia de énfasis, sin preguntar siquiera quién lo ha hecho ni exigir un castigo. Vuelve a mirarme y el gesto de temor se ha hecho más nítido, tal vez pensando que he sido yo quien ha manchado el cuadro, pero le sostengo la mirada y creo que ve en ella que no sé nada de ese asunto.
—No pudimos evitarlo... Pero tal vez pueda arreglarse —dice Magro.
—¿Arreglarse?
—Borrarlo.
—No —niega enseguida, sin duda temeroso de que vayan a estropearlo aún más—. Ya me encargaré yo de eso. Todo lo demás allí dentro, ¿está bien?
—Todo bien.
De las Hoces nos da la espalda y vuelve hacia sus habitaciones.
—¿Quién es? —le pregunto a Gema cuando salimos.
—Un hombre raro. Pertenece a la nobleza, pero no se puede decir que se comporte como los nobles. Por lo menos sus empleados no se quejan del trato que les da. No abusa de nadie, nadie tiene cuentas pendientes con él. Desde que murió su mujer vive muy aislado, metido en su mundo.
Nos habla del accidente del caballo, del Mausoleo que hizo construir para enterrarla, del niño que llora por las noches.
Marta me hace un gesto para que nos rezaguemos y me pregunta:
—¿Te conocía?
—¿Quién?
—Él. El dueño del Palacio. El dueño de los cuadros.
—No —miento.
—Te miraba mucho —insiste. Sé que está recordando mi sorpresa al descubrir aquí los bodegones, así que nos quedamos atrás y le cuento lo que pasó en la galería, en Madrid, la exposición de mis cuadros y la quema de la Maternidad.
—¿Y no quieres que se sepa?
—No. ¿Para qué? ¿Qué arreglaría con eso? No parece que vaya a seguir quemando cuadros.
Cuando llegamos al Mausoleo vemos cómo Gema corre a saludar a un hombre que la está esperando.
—¡João! —grita abrazándolo—. ¡Ya has llegado!
—João —Magro le estrecha la mano—. ¿Cómo has logrado cruzar? Dicen que hay un guardia civil en cada paso de La Raya.
João es mudo y responde con gestos tan expresivos que todos lo comprendemos. Pero Gema, a quien abraza por la cintura, no se resiste a traducir:
—¡A João no lo paran las fronteras! Ha cruzado por los túneles de la vieja vía.
—Mal momento para venir. Con esta guerra...
—Precisamente. ¡No iba a dejarme sola! —traduce Gema, sonriendo orgullosa.
—¡Viva la unión de los proletarios del mundo! —grita alguien.
—¿Tenéis un fusil para mí? —pregunta João con gestos.
—Lo buscaremos —dice Magro—. Pero antes debes alistarte en las oficinas del Comité.
—¿Dónde están?
—Te acompaño. —Gema lo lleva hacia el Palacio.
Entramos en el Mausoleo, donde están colocando en un lateral los bancos de la iglesia y unos grandes tableros a modo de mesas que sirvan de comedor. Ya huele a comida caliente. Nos organizan en dos turnos y unas mujeres nos sirven a cada uno un plato de un guiso oscuro y sustancioso donde han mezclado un poco de todo: carne, verduras, legumbres, y una buena porción de unos grandes panes blancos que sonríen hasta que la navaja los va cortando en rebanadas.
—¿Todo esto es comestible? —pregunta una voz con sorna.
—Todo lo que hay dentro del plato es comestible —responde fingiendo severidad una mujer muy guapa, que lleva un delantal blanco. Resulta casi imposible resistirse a admirarla. Alguien nos informa de que se llama Julia y está casada con el barbero de Breda—. Así que queremos ver todos los platos limpios. Quizá no volváis a saborear un festín así en mucho tiempo.
Tiene razón. Su sabor es mucho mejor que su aspecto, y después de cuatro días comiendo frío y seco, el guiso nos resulta un manjar. La larga noche caminando, la espera antes de instalarnos y el paso de las horas nos han despertado un apetito feroz y cuando regresan las mujeres todos los platos están limpios. Nos reparten unas galletas redondas, algo arenosas, y un café, ese brebaje especialmente cargado con que en las zonas rurales se pretende agasajar al invitado.