10
Los primeros morterazos cayeron antes del amanecer, como si estuvieran impacientes y no hubieran podido sujetar su inquietud, pensó Ugarte. Confiados en la ventaja de sus posiciones en el Montón de Trigo, cuya alta cota les concedía un mayor alcance, los republicanos habían dado rienda suelta a uno de sus descontrolados impulsos que, si bien les permitían un primer momento de ventaja, a la larga les harían perder la guerra. La precipitación del enemigo al disparar los había puesto en guardia y, con la llegada de la luz, pudo ver con los prismáticos la tropa mixta de soldados y milicianos que se agitaba en las trincheras. En las últimas semanas habían reordenado y reforzado hombres y armamento, tal como habían detectado sus fuentes de información, que también hablaban de una próxima ofensiva republicana cuya última intención él no adivinaba. Tal vez el fuego de mortero que ahora desplegaban fuera el anticipo de ese ataque anunciado.
Como jefe de los voluntarios falangistas que operaban en aquel frente, él tenía la obligación de poner su grupo al servicio de la autoridad militar, si bien los méritos demostrados en aquellas pocas semanas, el conocimiento del terreno y los aciertos estratégicos le habían permitido conquistar una autonomía de movimientos que nadie discutía. Comandaba una escuadra que oscilaba entre veinte y veinticinco camaradas, según las necesidades o permisos que se concedían por asuntos personales. Aunque había algunos de fuera, la mayoría provenía de la comarca: un grupo de hombres engatillados y encamisados, con un detente de color rojo bordado en el pecho a la altura del corazón, casi todos jóvenes, solidarios y muy concienciados ideológicamente para acatar con disciplina las órdenes, incluso las más duras, las que no se referían al combate, sino a la retaguardia. Había probado su temple en las primeras operaciones de limpieza y, después de algunos vómitos, se habían comportado como verdaderos patriotas que obedecían sin indecisiones ni demoras. Y en cuanto a la lucha en las trincheras, aprendían rápido las lecciones de estrategia y eran tan eficaces como los soldados de tropa.
Al amanecer se produjo el asalto a sus posiciones.
—Esto no es una escaramuza más, sino una ofensiva en toda regla —admitió por fin el capitán al mando, un africanista que menospreciaba en exceso a las fuerzas republicanas encerradas en la comarca.
Al conocer que también se combatía en Silencio, pidieron ayuda por radio y enviaron un enlace a Éufrates para informar al mando de la gravedad de la situación. Pasado el mediodía recibieron la orden de resistir hasta que al día siguiente pudieran enviarles ayuda. Habían logrado rechazar una segunda embestida y reorganizar sus posiciones en espera de la noche, pero dos horas antes del atardecer fueron sorprendidos por nuevos disparos de morteros y de ametralladoras y se vieron obligados a retroceder ante el empuje de los refuerzos republicanos. Antes de quedar copados y para evitar que la derrota se viera agravada por una completa masacre, abandonaron sus posiciones y cargaron en los pocos vehículos de que disponían a los heridos y el armamento semipesado. Los demás, en orden y a pie, retrocedieron hacia el sur.
Muy entrada la noche, en la creencia de que el enemigo estaba tan fatigado como ellos y no saldría en su persecución, el capitán africanista decidió detenerse, temeroso de un encuentro en la oscuridad con alguna patrulla republicana avanzada. No sabían qué ocurría a su alrededor ni hasta dónde habían avanzado después de ocupar Silencio, y se sentían sin fuerzas para enfrentarse a tropas frescas en caso de un encontronazo en situación desfavorable. Estableció los turnos de guardia y ordenó descansar junto a un pequeño arroyo. Era un centenar de hombres cansados y hambrientos, con las ropas, las manos y los labios oliendo a pólvora y con los oídos vibrando después de haber soportado estallidos durante quince horas. Aunque su destino, Éufrates, no quedaba lejos, Ugarte aplaudió la decisión de detenerse a descansar.
Las primeras luces del día siguiente los descubrieron en pie, y el olor a pólvora en la piel ya venía mezclado con los eternos efluvios del suelo: el seco y polvoriento aroma de la coscoja, el apenas perceptible hedor de cadáveres de insectos y de excrementos de conejos, el ácido y luctuoso olor a la vejez de la tierra que despertaba el otoño. En el crujiente amanecer nadie hablaba, solo se oían los susurros al estirar la ropa arrugada por haber dormido vestidos, algún chasquido del cuero de un correaje, algún carraspeo.
Ugarte detuvo el gesto de abrocharse el cinturón, con el yugo y las flechas grabados en la hebilla, y contempló a un muchacho de los suyos, muy joven, que se demoraba lavándose con furia las manos en el agua del arroyo.
—Vamos, no te entretengas.
—Estoy sucio de sangre —señaló sus manos y la camisa azul con una mancha oscura, seca ya, que no había advertido en la oscuridad, y añadió—: De un camarada herido.
—La sangre de un camarada nunca ensucia —le dijo, cediendo a la grandilocuente retórica aprendida en los artículos de la revista F.E.
El muchacho miró hacia su jefe y vio los ojos húmedos, las lágrimas a punto de desbordarse de los párpados. No aguantó su mirada y bajó la cabeza.
—¿Qué edad tienes?
—Diecinueve años.
—Aún te mancharás de sangre más veces —le dijo, porque aunque todavía no habían transcurrido cien días de guerra, la creciente dureza de los combates, la brutalidad de la represión y el encono en las posiciones políticas demostraban ya que todos los españoles nacidos entre 1910 y 1920 estaban condenados a mancharse las manos de sangre—. Bien para ensuciarnos con la de los enemigos de la patria, bien para purificarnos con la de nuestros camaradas. ¡Venga, vámonos ahora! ¡Ya nos tocará regresar y entonces será para quedarnos!
Reemprendieron la marcha divididos en dos grupos, todavía con desconfianza, aunque no se apreciaba ningún indicio de que los republicanos hubieran llegado en la noche tan al sur. Delante iban los soldados con los uniformes pardos. Detrás, ellos, la pequeña escuadra azul de falangistas. A ese ritmo ligero, en dos horas alcanzarían la carretera y allí ya podrían recibir ayuda y refuerzos. Quizá incluso dispusieran de nuevo de vehículos. Mientras tanto, debían seguir caminando entre las encinas nobles, nutricias y sumisas a pasos rápidos, pero no entristecidos. La derrota en el Montón de Trigo, los compañeros caídos y aquella humillante retirada representaban los sacrificios de los que había hablado José Antonio al afirmar que Falange se fortalecía con cada uno de sus muertos: por cada caído, diez nuevos militantes acudían a ocupar su sitio, de modo que siempre tendrían un hombre más de los necesarios para ganar la batalla. Un sacrificio útil y una lección para el futuro al demostrar que la victoria no sería fácil y que, para evitar posibles retrocesos, habría que ir asentándola de pueblo en pueblo, de río a río, monte tras monte, casa a casa si fuera necesario, hasta que toda España quedara limpia, aunque para llegar a esa limpieza hubiera que pasar antes por episodios de dolor y desolación.
El mismo sol parecía de acuerdo con sus pensamientos al asomar en un cielo del rosado color de las heridas una vez desinfectadas, limpias de sangre, iluminando los rostros fatigados y serios, en alerta. Quizá también él tuviera aquel aspecto desaliñado y sucio, aunque siempre se esforzaba por ofrecer una imagen aseada e higiénica acorde con lo que veía en su interior, un ser puro que ni bebía ni fumaba ni jugaba ni fornicaba, al menos no hasta culminar la titánica tarea de redimir de sus impurezas a la patria. La patria era su única pasión, y su mayor desvelo, que no sufriera menoscabo. ¿De dónde había surgido aquella tierra que exigía de él tanto amor y tanta entrega?, se preguntaba a veces. ¿De qué desgarro geológico y sangriento, para que la Historia la hubiera castigado como no lo había hecho con ningún otro país de Europa? ¿Tan incompatibles eran las sangres de iberos, romanos, godos y árabes mezcladas en ella como para producir tantos enfrentamientos? ¿Qué incestos hubo que ahora debían ser purificados?
Se detuvo un momento y miró hacia atrás, hacia las sierras donde se elevaban enfrentadas las cimas del Yunque y del Volcán. Dieciséis años antes había vivido un amanecer muy similar de ofensa, humillación y derrota y se recordó bajando la ladera del Yunque junto a su padre, entre un olor a azufre y a cenizas procedente de la combustión de las antorchas y de las lámparas de carburo con que se habían iluminado durante toda la noche en el monte mientras las bombillas eléctricas iluminaban por primera vez las calles de Breda. Pero ahora ya no era un niño de ocho años y llevaba una pistola en la cintura, pensó limpiándose una lágrima de un manotazo, y aunque no era un novio de la muerte, como cantaban los legionarios de Yagüe, algunas noches de limpieza ejercía como su vicario, y cada vez que él avanzaba morían hombres, y allí por donde pasaba la patria quedaba purificada. Ahora podría apagar a disparos todas las bombillas de la comarca, no a pedradas, como había hecho entonces para ocultar la vergüenza de... No, ahora ya no estaba solo en el mundo. Conocer a José Antonio había sido el mejor regalo, y alistarse en sus filas había sido un honor; y ahora que lo tenían preso en el penal de Alicante, amenazado de muerte, luchar por sus ideas era un deber. Había encontrado la fraternidad en el partido, al que había llegado no por tradición familiar, ni por defender unos privilegios de casta o apellidos, ni mucho menos por unos intereses económicos que despreciaba, sino por honor y anhelo de un orden político y personal en el que todo encajara de forma natural, por rechazo y odio hacia todo lo que significara caos, corrupción o desintegración de las leyes naturales, hacia todo lo que se había hecho carne en aquel técnico que entraba en la casa de su madre viuda después de haber provocado la muerte de su padre... ¡Ahhhh! Algunas veces imaginaba que se encontraba con él cara a cara, durante un control rutinario o durante una visita a una central eléctrica, y que obligaba a todos a marcharse y se quedaba a solas con él y le preguntaba: «¿Te acuerdas de mí? ¿Te acuerdas ahora ya? ¿Quién te creías que eras tú? ¿Por qué tuviste que elegirla precisamente a ella para manchar su dulzura y su inocencia?».
—¡Ya está ahí la carretera! —gritaban a su alrededor.
En efecto, habían llegado y ahora todo cambiaría. No se veía a nadie en ningún sentido.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
—A medio camino entre Matapán y Éufrates.
Asintió con la cabeza, porque en cualquiera de las dos poblaciones encontrarían refugio y acomodo. En su avance hacia Madrid iban dejando pequeños retenes que mantenían el camino abierto y en ambos puntos debían de estar esperándolos desde la llegada de los vehículos con los heridos.
Caminaron hacia Éufrates hasta que se encontraron con dos camiones que venían a recogerlos y subieron en las cajas. En el pueblo ya estaban alertados contra la ofensiva republicana en el Montón de Trigo y en Silencio, aunque no sabían con exactitud ni las tropas ni las armas empleadas ni la última intención que perseguía. En cualquier caso, estaban recopilando información y reuniendo a hombres y armamento para aprestar la defensa.
Fueron alojados en las aulas de la escuela, en el extrarradio, que ya unas semanas antes habían sido habilitadas para albergar a los moros de Yagüe. En la pizarra uno de ellos había escrito con caracteres árabes una leyenda que nadie se había ocupado de borrar, pero no se sabía si se trataba de una plegaria, de una amenaza o de un insulto. Ugarte la borró con un trapo. Hasta allí les llevaron comida —lentejas y latas de sardinas, que engulleron hambrientos— y los dejaron descansar.
Ugarte salió a la calle y caminó alejándose del pueblo hasta un crucero levantado en una pequeña loma. Se sentó en los peldaños a mirar la sierra lejana con una furiosa impaciencia y una insoportable avidez de conquista. Absorto en su contemplación no advirtió que un sacerdote estaba a su lado, como si se hubiera materializado del mismo aire, delgado y endurecido, con un rostro curtido, encajado en una barba en collar que agudizaba su expresión de severidad. La sotana, ancha y corta, como heredada de alguien gordo y bajo, dejaba ver los tobillos lampiños y oscuros, los pies calzados con unas sandalias hechas con un trozo de caucho y dos tiras de cuero, componiendo una figura ascética y extraña, muy distinta de los orondos obispos de gorduras medievales que se estaban fotografiando con báculo y tiara junto a Franco y Queipo de Llano.
—Yo también estoy impaciente por llegar hasta allí.
—¿A Breda? —le preguntó, porque, en la fresca transparencia del día, la mirada del sacerdote también se dirigía más allá del Montón de Trigo y saltaba el Lebrón para enfocarse en la base de la sierra donde descansaba la villa.
—Sí. Se lo prometí a los muertos —dijo con una voz cortante, seca, como de huesos entrechocando.
Hizo un gesto vago, remitiendo al pasado, y Ugarte advirtió que no tenía mano izquierda. La manga de la sotana estaba vacía hasta el codo. Entonces supo de quién se trataba. No recordaba su nombre, pero a menudo había oído hablar de él y había escuchado la copla que corría por las filas:
Con la cruz y la pistola
de este sacerdote manco,
alcanzarán la victoria
los falangistas de Mola
y los soldados de Franco.
Prendidos a la copla venían otros datos, entre admirativos y truculentos, de los que tanto les gustaba relatar y oír por las noches a la tropa reunida alrededor de los vivaques. Se contaba que había perdido el brazo izquierdo al intentar sofocar el incendio de la iglesia de Breda en mayo de 1931. Una viga en llamas le cayó encima y le destrozó el antebrazo. Tras la recuperación fue trasladado a una lejana parroquia de la costa andaluza, pero también desde allí habían llegado noticias de un sacerdote manco que ofrecía misa levantando la hostia y el cáliz con una sola mano, enterraba a los muertos con una sola mano y con una sola mano, pálida y huesuda, agarrada a la puertecilla del confesonario, asomando por la cortina corrida, los dedos moviéndose de vez en cuando por la impaciencia o el escándalo, confesaba a los penitentes. Cuando se produjo la rebelión militar había estado a punto de ser fusilado. Había logrado despojarse de la sotana y vestía de civil para ocultar su identidad cuando fue apresado entre un numeroso grupo de sospechosos. Se contaba que los anarquistas, sin avisar lo que pretendían, habían hecho que los prisioneros bajaran y subieran escaleras con cualquier motivo para observar a quienes, en un reflejo condicionado, al bajar alzaban las perneras de los pantalones con el mismo gesto con que los eclesiásticos se alzaban la sotana para no tropezar. Lo descubrieron y solo la rápida intervención del ejército en Málaga lo había salvado. Inmediatamente había solicitado una capellanía castrense y lo habían destinado a la columna Yagüe desde su salida de Sevilla. Al igual que los soldados, los regulares y los marroquíes avanzaban con sus armas y provisiones, con sus uniformes, chilabas y pertrechos necesarios para la lucha, él viajaba armado con los objetos del culto, de los que nunca se separaba, guardados en una mochila militar: el cáliz y la patena, el pan ácimo y el vino, la casulla, el alba y la estola, una cruz de plata con peana y una Biblia con las cantoneras carcomidas por el uso. Cada día de campaña encontraba un hueco, al amanecer o al crepúsculo, para ofrecer una misa y elevar una plegaria por la victoria en la cruzada y para confesar, sentado en una piedra apartada, inclinándose ligeramente para escuchar los pecados con una expresión de furia e incredulidad. En alguna ocasión de urgencia o de peligro había colocado la pistola junto al cáliz y había oficiado la ceremonia en un improvisado altar de puntapié, escoltado por dos cañones, sobre el que extendía un corporal blanco con una mancha de sangre. Convencido de la obligación de llevar a Dios a todos los corazones de los españoles, aunque fuera a fuerza de balas, y de grabar Su nombre en las carnes del ateo, aunque fuera a fuego, no dudaba en despojarse de alba, estola y casulla con un rápido gesto y pasar directamente de la misa al combate, del confesonario a la trinchera, de dar la extremaunción a un herido a bendecir al reo que iba a ser fusilado ante una tapia. Fanático, asceta, pobre, intolerante e indomable, había logrado soportar los latigazos del sexo y nunca había amado a una mujer ni había probado la dulzura de un beso. Tampoco aceptaba regalos personales de nadie, porque nada necesitaba, virtuoso hasta ese extremo en que la virtud se convierte en orgullo. Su única debilidad era la conservación del patrimonio ornamental de la Iglesia. Obsesionado por mantener el esplendor de los rituales, se decía que guardaba en lugar seguro un enorme tesoro de orfebrería religiosa, vestiduras sagradas, obras de arte, cuadros y esculturas de contenido piadoso, libros y códices, joyas del ajuar de vírgenes y santos que, con la excusa del peligro y del recuerdo de los incendios de iglesias y conventos, había ido reuniendo en aquellos tiempos de aflicción y peligro... Por supuesto, era odiado por los republicanos y hasta las manos de Ugarte habían llegado algunos artículos de prensa y algunos panfletos incendiarios en los que se juraba que la próxima vez que lo atraparan no saldría vivo: los anarquistas habían jurado colgarlo de una campana o estrangularlo con un rosario para que las cuentas quedaran bien marcadas en su cuello.
—¿Qué quiere decir?
—Sígame. Es aquí al lado —se limitó a responder.
Se dio la vuelta y comenzó a caminar con pasos rígidos, como si tuviera dificultad para articular las huesudas rodillas, sin mirar atrás, seguro de que Ugarte lo seguía.
Pero no se dirigió hacia la iglesia, sino hacia el pequeño cuartel de la Guardia Civil. Saludó con un gesto al número que guardaba la puerta y avanzó por el pasillo sin acortar los pasos rígidos y largos, hasta llegar a una celda con la puerta de barrotes de hierro.
—Tengo que devolverlo. Lo prometí.
En la celda se amontonaban cuadros de tema religioso apoyados contra las paredes, tallas, vestiduras y piezas de orfebrería religiosa, pero entre todo aquello destacaba la estatua colocada en el centro, mirando hacia la puerta, la figura negra del santo ascético y descalzo que Ugarte había visto durante toda su infancia en la iglesia de Breda y que había desaparecido en los primeros días del levantamiento militar. Por esa indomable tendencia de los creyentes a besar los pies desnudos de los santos a cambio de favores y milagros, los labios de los fieles habían borrado a fuerza de besos la pintura negra de la talla, y en su lugar brillaba la madera bruñida.
—Temía que la hubieran destruido. ¿Cómo ha llegado hasta aquí?
—Todavía quedan gentes leales y piadosas. La sacaron de Breda una noche, en los primeros días. Alguien recordó lo ocurrido en el treinta y uno, todo lo que se perdió en el incendio. De modo que ahora no se quedaron de brazos cruzados esperando a que alguien arrimara una cerilla —contó con su voz seca, huesuda, caliza.
—¿Por qué aquí? —extrañado, Ugarte señaló la celda cerrada con llave, como si el santo pudiera escaparse.
—¿Conoce otro sitio más seguro? De aquí nadie podrá robarla. Y aquí está cerca de los condenados. Tal vez ayude a alguno a arrepentirse antes de presentarse ante Dios.
Le dio la espalda y caminó hacia la salida con pasos hoscos y rápidos, como si tuviera que moverse con rapidez para que la carencia del antebrazo no lo desequilibrara, ondeando la sotana que no llenaba la carne enteca y espartana y que chasqueaba como un saco lleno de palitroques. Saludó con gesto familiar a los guardias con quienes se cruzaron, que solo respondieron con un escueto «Padre», sin mencionar su nombre, que acaso ellos tampoco sabían.
—Prometí que lo devolvería. Se lo prometí a la gente que se arriesgó por traerlo.
—Todos le ayudaremos a cumplir su promesa —dijo Ugarte.
Notó que dos lágrimas estaban suspendidas de sus pestañas y las enjugó antes de que el cura las viera.
—¡Usted y esos muchachos suyos, tan valientes!
—Sí.
—Comportándose como héroes...
—¿Héroes? —lo interrumpió Ugarte—. No, padre, no les diga eso. Alguno podría creerlo y sentirse invulnerable y no agachar la cabeza en las trincheras. Solo son muchachos que aman a su patria. Además, el ejército no quiere héroes, desconfía de ellos con el mismo recelo con que las jerarquías eclesiásticas desconfían de los místicos. El ejército lo que quiere es disciplina, obediencia y sacrificio.
—¡Muchachos condenados a una guerra que ellos no han provocado! —matizó.
—Ellos aceptan el sacrificio, padre.
—¡Pero Dios no! ¡Dios hará que su sacrificio no sea en vano! —exclamó de nuevo con voz endurecida por la ira—. ¡Dios no desenvaina su espada para hacerla brillar al sol, sino para cortar las cabezas de sus enemigos!
—Ayer, sin embargo, nos golpearon ellos —se atrevió a contradecirlo.
El sacerdote lo miró con fiereza, como si hubiera negado un dogma o pronunciado una blasfemia.
—¡No lo dude!
—Qué.
—Nunca perderemos esta guerra. Tenemos soldados y sabemos que son valientes. Tenemos un Dios a quien oramos. Tenemos una patria a la que defendemos.
—Sí, padre.
—Nunca perderemos esta guerra.
Al día siguiente era domingo y sonaron las campanas anunciándolo. El propio sacerdote fue a la escuela a buscarlos para que todo el que no estuviera herido acudiera a la misa.
La iglesia estaba abarrotada, porque para los habitantes de Éufrates su presencia allí no era solo un refugio en el presente, también era una coartada para el futuro.
En la homilía, el sacerdote pareció aludir a Ugarte cuando habló de la necesidad de instalar el reino de Dios en la tierra aunque fueran necesarios muchos sacrificios y en algunos momentos se sufrieran derrotas. En su homilía dirigió el odio contra los gobernantes republicanos: nada ni nadie los salvaría de la condena. La obligación de los cruzados era enviarlos a resolver sus pecados cara a cara con Dios.
Luego, en la consagración, levantó el pan con una sola mano, y con una sola mano bebió el vino y se quedó unos segundos de espaldas, orando, tan inmóvil y reseco y endurecido como las viejas tallas de madera del retablo, antes de volverse para repartir las obleas a los comulgantes con una sola mano.
Al terminar la misa aún no se sabía nada del avance republicano, pero Ugarte fue convocado con urgencia a una reunión con el comandante, que escuchó sus explicaciones y les ordenó que estuvieran preparados. Las órdenes recibidas decidían que no serían sustituidos. Si ellos habían sufrido la derrota en el Montón de Trigo, ellos mismos debían corregirla. Franco no permitía bajo ninguna excusa que se perdiera un territorio que ya había sido ganado. Al día siguiente llegaría un nuevo tabor de regulares que días antes había salido de Sevilla para reforzar la tropa y suplir las bajas. Todas las fuerzas se concentrarían allí mismo, en Éufrates, antes de iniciar la contraofensiva. Serían apoyados por artillería y, en caso necesario y si todo iba bien en otros frentes, tal vez podrían contar con alguna ayuda de la aviación. En cualquier caso, con las fuerzas disponibles había que reconquistar el Montón de Trigo, sobrepasarlo, cruzar el Lebrón y de una vez por todas llegar a las puertas de Breda. Cualquier otro desenlace sería considerado un fracaso.