10. La anfetamínica exposición

El tema era tan apasionante que decidí darle cierta prioridad, aunque no absoluta, ya que estaba particularmente empeñado en los retablos de Nottingham y no quería fallarle en modo alguno a mi amigo norteamericano.

Cuando regresé a mi granja-almacén, convoqué a mis hombres. Había llegado un camión lleno de arcones españoles y estaban entretenidos tratando de identificar alguna obra maestra camuflada entre el lote. También habían seguido con la rígida disciplina de entrenamientos matinales y se encontraban en tan buena forma física como siempre. Iban a menudo al gimnasio de Bruselas a machacarse en el cuadrilátero, así que Jacques rememoraba viejos tiempos y tenía ocasión de reencontrarse con antiguos colegas ante los que presumía sin rubor de su posición económica y social como marchante de arte. Ya no tenía nada que ver con el arruinado y amargado camionero que un día fue. Entre ellos hablaban de los entrenamientos especiales del Sargento y ansiaban disponer de un mes sabático para emplearlo en ellos y aumentar conocimientos. Prácticamente me lo suplicaron.

Entre tanto, Raymond me informó de que la encantadora Roxana llamaba continuamente. Además, dejaron lo peor para el final: la policía se había presentado en el almacén y había realizado lo que nosotros llamamos una «perquisición», que en español es un registro. Seguramente, buscaban los ventiladores del Vaticano o el Santo Grial, pero no encontraron absolutamente nada que no fuera legal y no estuviera justificado con facturas. Me enfurecí.

—¿Y qué buscaban? ¡No me digáis que la policía belga ha caído tan bajo que colabora con la francesa!

Raymond estaba inquieto.

—Hay que tener cuidado, Erik. Tenían mucho interés en saber dónde estabas; les hemos dicho que de viaje en España, que viajas continuamente debido al tema de las importaciones.

Hain intervino hablando quedamente:

—Erik, si llegan quince días antes, nos encuentran el museo completo.

Jacques también aportó su grano de arena.

—Y las vidrieras de nuestra camarada Hilda. ¿Te figuras, jefe, a la policía llevándose a la marquesa detenida?

Lo corregí pensativo:

—Baronesa, era baronesa.

Para mi pesar, y pese a que mi amado país era intocable para mí, había despertado el interés de la policía belga, sin duda azuzada por los franceses.

—Han dicho que nos van a vigilar a todos y especialmente a ti. —Raymond estaba francamente preocupado—. Este lugar ya no es seguro, aunque no han tocado el hormigón, los muy payasos.

—No, la caja fuerte bajo el hormigón es muy discreta. Si la llegan a descubrir, habríamos tenido problemas. —Tenía instalada una singular caja de seguridad bajo una losa de hormigón. Estaba perfectamente camuflada en el suelo y en ella se encontraban mis ahorros. Decidí sacar de allí el dinero de inmediato—. Mirad, compañeros, he conocido a un coleccionista que tiene bancos en Suiza. Voy a llevar allí mis fondos, y os aconsejo que hagáis lo mismo.

Raymond alegó:

—Yo tengo todo mi dinero reinvertido en el negocio de mi familia en las Ardenas, por mí no hay problema. A Hain se lo invierte nuestro familiar el prestamista. Los otros no sé lo que hacen. Jacques, por ejemplo, está ahorrando para sus viñedos y se ha comprado un piso en Bruselas.

André intervino:

—Yo lo tengo en una cuenta de ahorro a nombre de mi hijo. También me he comprado una casa y le he puesto una boutique a mi mujer. Por mi parte tampoco hay problema.

Quedaban Gilbert el Normando y Wolf, el luxemburgués, que soñaba con montar un gran gimnasio y dedicarse a ser promotor de combates de boxeo. Ambos dijeron tener sus ganancias a buen recaudo; de hecho, Gilbert, habitualmente silencioso, aprovechó para revelarnos sus ilusiones más íntimas:

—Yo, compañeros, quiero comprarme una buena granja en Marsella, con muchas hectáreas.

Me conmoví:

—¿Quieres ser agricultor?

El Normando sonrió con malignidad.

—No exactamente. En la granja quiero montar un buen centro de entrenamiento, reclutar a un grupo de antiguos compañeros y entrenar mercenarios para el combate. Quien nos quiera que nos pague.

Me interesó vivamente el negocio de formar un ejército de mercenarios.

—Oye, Gilbert, ¡qué buena idea! ¿Y qué tipo de clientes piensas tener?

El Normando se ufanó.

—Pues gobiernos africanos y gentuza por el estilo. Daremos calidad de servicio, además de resultados garantizados. —Añadió con timidez—: Nos llamaremos «Los sanguinarios normandos» o algún otro nombre bonito. «Fieras asesinas», o algo así.

Los hombres contemplaron a Gilbert con admiración y le felicitaron efusivamente por su buena idea. Incluso Hain, que era envidioso por naturaleza, no tuvo más remedio que expresar su reconocimiento:

—Compañero, es la mejor idea para una empresa que he oído últimamente. De hecho, yo estaría dispuesto a invertir algún dinero en la financiación; discutiendo ganancias e intereses, por supuesto.

A Gilbert el Normando se le veía conmovido por nuestra reacción, conmovido y azorado.

Raymond murmuró:

—Mira, al Normando se le han saltado las lágrimas de la emoción.

Afirmé con la cabeza.

—Es que los normandos tienen unas almas muy sensibles.

Mi amigo me dio la razón:

—Me pare que este Gilbert es un poco poeta, porque su negocio es una auténtica obra de arte de las ideas.

—Sí, es muy poeta y tiene hermosas iniciativas.

La noticia del interés policial belga por mi persona me llenó de amargura, porque era algo muy injusto. Lo comenté mientras levantaba con las herramientas la placa de hormigón para sacar el dinero:

—Estoy amargado; se supone que la policía belga está para protegernos a nosotros y nuestros intereses, no para perseguir a honrados marchantes de arte que no hacen nada malo en este país.

Jacques, que sudaba con la barra de hierro en la mano, me dio la razón:

—Si seguimos así, vamos a acabar como los argelinos. En Bélgica se nos está perdiendo el respeto y la culpa la tienen los valones, que se quieren parecer a los franceses. Eso es lo que pienso yo, jefe.

La placa de hormigón se movía lentamente.

—Pues tienes razón, camarada. Si este país se pone como Francia, no se podrá seguir viviendo aquí. De todas maneras, yo pienso irme algún día a España, es decir, a Sefarad, por la luz. Es el país con más luz del mundo.

Sacamos trabajosamente la caja de caudales y metí mi dinero en una bolsa. Tenía un número privado de contacto del banquero suizo y le telefoneé anunciándole que pensaba depositar mis ahorros en una cuenta de su país. Raymond se escandalizó:

—¿Vas a viajar con tanto dinero hasta Suiza? Bueno, que te acompañen un par de hombres.

Se lo aclaré:

—No es necesario, el suizo me ha dado el nombre y la dirección de un banquero de Bruselas. Yo le entrego a él el dinero y ellos me lo depositan directamente en Ginebra.

Mi amigo se inquietó.

—Oye, ¿y si te estafan?

Sacudí la cabeza.

—¡No digas tonterías! Tengo las direcciones de los dos banqueros, del suizo y del belga. Nadie que te quiera estafar te da su dirección para que después vayas en su busca y le apliques un correctivo.

Pero lo fundamental era que debíamos tomar plena conciencia de que podrían estar siguiéndonos en cualquier momento. Lo lógico sería que, si nos investigaban un tiempo y veían que nuestras actividades eran normales y legales, perdieran interés; no iban a estar controlándonos durante años. Además, la vigilancia de un grupo tan numerosos requería una importante infraestructura de hombres, así que, de entrada, di la orden de parar toda actividad.

—Tenemos que quedarnos tranquilos. El norteamericano y el suizo tendrán que esperar. Llevaremos una vida normal. No podemos arriesgarnos a trabajar en Francia, porque podrían estar acechándonos, así que un par de meses de tranquilidad, entrenamientos, gimnasio, camiones de España… Francia ni mirarla.

Para dar ejemplo, yo volví a Bruselas, a mi casa, aunque el impacto de la moqueta sobre mis suelos antiguos seguía resultándome muy doloroso. Allí Roxana me recibió con educación y cierta frialdad. Yo, por mi parte, puse todo cuanto estuvo en mi mano para hacerme perdonar e incluso accedí a adentrarme en la vorágine de cenas y recepciones que por aquel entonces llenaba la vida de la alta sociedad de la ciudad. La gente, por mucho que mi ex esposa suspirara (era ex, puesto que estábamos divorciados) parecía haber olvidado que una vez fui objeto de escándalo, así que me aceptaban con elegancia cuando Roxana me presentaba como «Marchante y experto en arte».

Más de una vez, al salir de mi piso palaciego, noté que un coche me seguía o que un par de individuos esperaban en la esquina con aspecto de no estar haciendo nada útil, característica que yo solía atribuir a la policía francesa, pero no a la belga.

Lo cierto fue que, para mi pesar, nos convertimos en una especie de pareja de moda en el mundo que Roxana frecuentaba y que estaba conformado por empresarios adinerados, ilustres anticuarios y galeristas de todo tipo. Mi ex mujer adoraba el mundo del arte en su faceta social y empezó a organizar deliciosas soirées en las que exhibía muebles de alta época importados de España y provenientes de mis almacenes. Siempre había algún invitado dispuesto a adquirirlos, pues las antigüedades españolas estaban de moda. Todo lo español era objeto de adoración, pues los belgas teníamos como reina a la que, para mí, ha sido la dama que con más dignidad, méritos y profesionalidad que ha portado una corona: nuestra querida reina Fabiola.

Roxana fingía reñirme:

—¿Ves, Erik? El mundo de las antigüedades puede ser extraordinariamente distinguido, no hay por qué alternar en absoluto con esos brutos que son tus hombres.

En mi matrimonio, o ex matrimonio, la clave era «la distinción». Así, cuando alguien comentó que mi bella ex esposa era la mujer más elegante de Bruselas, Roxana cayó en una especie de delirio y sus viajes de compras a París, acompañada por su madre, se duplicaron. Ella gastaba mucho dinero y mantener mi casa palaciega era muy caro, pero yo no tenía problemas económicos. De hecho, seguía ganando bastante con la venta selectiva de piezas de época. Sin embargo, Roxana quería aún más relevancia social y me insistía:

—Tienes que exponer. Tengo al menos tres galeristas que estarían interesados en organizarte una exposición.

En mi impresionante casa, tenía una especie de estudio en el que podía pintar. Era una soleada estancia que daba a una veranda, pero no me inspiraba. Por el contrario, mi granja, junto al almacén de antigüedades, con sus antiguos muebles y aquella pátina de los siglos, sí me motivaba para pintar. Intenté explicárselo a Roxana:

—Querida, aquí no puedo pintar.

Ella no lo entendía:

—¿Y por qué no? Tienes un enorme salón vacío que siempre has querido dedicar a la pintura.

Mi dentadura chirrió.

—Pero querida, tu madre ha enmoquetado el salón de pintura en color marfil. No se puede pintar sobre una moqueta marfil y en una especie de salón con molduras rococó doradas.

El lujo extremo de mi casa me abrumaba un poco. Mi gusto siempre fue ascético, y el románico y el gótico requieren entornos muy determinados, casi desprovistos de muebles, ambientes monacales. En aquel refinado exponente del afán de distinción de mi ex mujer que era mi casa, no se respiraba un ambiente monacal en absoluto. Murmuré para mí:

—Van der Goes se sentiría muy desdichado si tuviera que pintar en un salón de color marfil con angelotes dorados escalando los techos, le resultaría una angustiosa broma de mal gusto.

No me apetecía pintar, pero la insistencia de mi ex mujer era feroz. Roxana tenía en altísima estima sus relaciones con galeristas, algo que le otorgaba un halo de elegante bohemia. Invitó a una de sus amistades a tomar café para que me conociera. Se trataba de un hombre esmirriado que manoteaba al hablar y que se detuvo ante cada uno de los cuadros de mi propia cosecha que Roxana había conservado. Eran bodegones, floreros flamencos y paisajes. Mi ex mujer atendía con reverencia a las opiniones de aquel ser ridículo que, al final, se pronunció:

—¡Bah! ¡Pintura antigua! No está mal, pero yo en mi galería trato con un selecto grupo de pintores de avant-garde. Arte moderno, eso es lo verdaderamente elegante.

La mueca de decepción de Roxana me dio auténtica lástima: el rey de los moñas no me había bendecido y, por lo tanto, no era elegante. Aun así el individuo me lanzó una propuesta:

—Usted sabe pintar. ¿Sería capaz de adentrarse en el espíritu del auténtico arte, del abstracto?

Recordé como en un fogonazo los espantosos lienzos que decoraban la mansión de mi coleccionista de retablos, aquel que tenía una mujer caricaturesca que promovía a jóvenes talentos. Recreé en mi memoria las enormes tomaduras de pelo colgadas sobre la pared y plasmadas sobre tela, los pintarrajos infames, las épicas e insensatas porquerías de manchurrones y rayajos y, movido por una auténtica compasión hacia Roxana, respondí al tipo con aspecto de sarasa:

—También me dedico al arte moderno. De hecho, tengo varias obras preparadas, pero en otro lugar. —Mi ex mujer me miró con sorpresa—. Creo que dentro de un mes, aproximadamente, o poco más, estaría preparado para una exposición de arte abstracto.

El menda no se fiaba.

—Pero antes tendría que examinar la obra. ¿De cuántas telas se compone?

Me lancé:

—Tengo quince, me parece, algunas por terminar.

Roxana «necesitaba» que aquel esmirriado espécimen la aceptara.

—Mi marido es un gran pintor abstracto y su ilusión es exponer en tu galería. ¿No te había dicho que es un gran pintor?

El galerista dudaba.

—Pero aquí yo sólo veo pintura figurativa, y lo que quiero es el grito del alma, la explosión de la creatividad. ¡Quiero el color!

Mi único deseo era partirle la tráquea a aquel imbécil, pero Roxana era una buena mujer y merecía que yo hiciera algo por ella, así que le seguí el rollo a aquel tipo.

—Le comprendo, pero mi obra abstracta no va con esta decoración, por eso la tengo en otro lugar donde mi alma grita: «¡Aaaahhhh!».

El individuo, tras el primer sobresalto provocado por mi alarido, adoptó un ademán displicente.

—Bien, estoy dispuesto a examinarla. Cuando esté preparado, mándeme a su chófer a buscarme y le daré mi opinión.

Vi la expresión consternada de Roxana y me extrañó. Ambos, el galerista y ella, estuvieron hablando sobre diferentes amigos comunes mientras tomaban café. Por fin, se largó el hombre, pero mi mujer seguía mohína.

—¿Qué pasa, querida? Voy a pintar una exposición completa para tu amigo. No te preocupes porque seguro que me sale bien, ¿Qué más quieres? ¿Es que no estás contenta?

La voz de Roxana tenía una nota histérica.

—Pero ¿no lo comprendes? Mi buen amigo quiere que mandemos a nuestro chófer a recogerle. ¡Y nosotros aún no tenemos chófer!

Musité:

—¡Pues vaya!

Y al instante deseé ardientemente estar a miles de kilómetros del universo de frívolo esnobismo en el que se estaba convirtiendo aquel período de mi existencia. Me sentí atrapado y, créanme, no es una buena sensación.

Pero, extrayendo lo positivo de lo negativo, mi compromiso de mostrarle una exposición abstracta a aquel tipo, me permitió, al menos, tener una excusa para desplazarme a mi granja con una furgoneta cargada de lienzos, un buen lote de libros sobre arte moderno y todo lo necesario para hacer una buena paleta —aunque yo siempre guardaba pinturas al aceite y material en mi casa de campo—. Mi almacén estaba bien surtido de maderas antiguas, pero, para pintar un delirio abstracto, de poco o nada me servían los delicados pinceles que yo mismo fabricaba.

Raymond me vio llegar y se sintió satisfecho. Habían pasado cerca de dos meses y la policía aún seguía manteniendo esporádicas vigilancias. Cuando llegué y empecé a descargar, mi amigo se sorprendió.

—¿Para qué quieres tantas telas? ¡Oye, son enormes! ¡Y son modernas! ¿Qué es lo que piensas hacer?

Se lo anuncié con solemnidad:

—Voy a preparar una exposición de arte abstracto.

Hain casi chilló:

—¿De qué has dicho?

Me sentí humillado.

—Es un compromiso de Roxana, un compromiso importante, y tengo que hacerlo.

Me ayudaron a trasladar las telas a mi estudio y allí, ante la nítida blancura de tantos metros de lienzo, me quedé yo también en blanco. Los dos primos me miraban expectantes.

—Venga, ponte a pintar abstracto.

Contemplé con desolación mis maravillosos pinceles de marta especialmente preparados para pintar los rostros nacarados de las vírgenes, las pestañas, las perlas y las lágrimas, y comprendí que necesitaba herramientas más contundentes.

—Hain, ve al almacén y tráeme tres o cuatro brochas de distintos grosores. Haz que los obreros me traigan una mesa grande, una de las más corrientes, de las de pino.

Raymond estaba estupefacto.

—¿Y por qué quieres una mesa de pino para pintar abstracto?

Suspiré.

—Para preparar la paleta de colores. Voy a necesitar una paleta grande si quiero llenar tanto lienzo en poco tiempo.

Hain regresó con las brochas.

—Oye, si te podemos ayudar…

Acepté la oferta:

—Por supuesto. Me podéis ayudar a hacer los fondos: se trata de coger la brocha, untarla en la pintura que yo os diga y cubrir toda la tela del mismo color. Después yo pintaré encima.

Hain parecía bien dispuesto.

—¿Y qué pintarás?

—Pues lo primero que se me ocurra. Me limitaré a pintar y permaneceré en la granja hasta que acabe.

Puedo jurar que nunca en mi vida me había sentido tan desmotivado ante un lienzo. Empezamos a hacer los fondos; gastamos litros de pintura en llenar todo aquello. Pintamos hasta agotarnos y luego preparamos la cena, auténticamente hastiados, mientras yo les iba relatando la historia del galerista afeminado y las pretensiones sociales de Roxana. Se mostraron comprensivos pero algo escépticos:

—Pues yo creo que, a lo mejor, el galerista viene y no le gusta lo que has hecho. Si no quiere hacer la exposición, lo tiramos al pozo y decimos que fue un accidente.

Hain tramaba soluciones rápidas por anticipado.

—No podemos hacerle nada porque es amigo de Roxana. Si acaso, si se pone muy desagradable, le sacudimos un poco las clavículas, pero nada más.

Al día siguiente todos los del equipo se acercaron a la granja para visitarme. Venían de Bruselas, ciudad en la que todos vivíamos sin tener ningún contacto. Tan sólo coincidíamos en el gimnasio, pero, fuera de aquellas instalaciones, habíamos decidido no ponerle las cosas fáciles a la policía. Mis hombres examinaron con interés mi nueva bibliografía sobre arte abstracto y lanzaron expresiones de horror e incredulidad:

—Oye, jefe, ¿y la gente paga dinero por llevarse estas porquerías a sus casas?

Gilbert el Normando se negaba a aceptar la evidencia; incluso André, que era un individuo un poco más preparado, declaró con solemnidad:

—Aquí pone que esta cosa de colores está en un museo, pero os juro que yo me negaría a hacer un trabajo en semejante colección, me daría hasta vergüenza llevarme cosas tan absurdas.

Hain dijo con convencimiento:

—Si la gente llama a eso arte, es que se están perdiendo los valores de la civilización judeocristiana. —Después, acusadoramente, añadió—: Por culpa de los cristianos, por supuesto; ningún judío llamaría arte a toda esa basura.

Yo me exasperé.

—Pues si dicen que esos cuadros son valiosos, es que deben de serlo. Me figuro que los marchantes habrán conspirado para engañar a la gente y hacerle pagar dinero para que les tomen el pelo, así que yo también les tomaré el pelo y, si encima me pagan, pues mejor.

Los hombres se fueron al atardecer, aburridos de vernos pintar fondos y deseándonos suerte. A la mañana siguiente, cuando algunos fondos empezaban a secarse y atacamos otras telas para embadurnarlas, llegó la policía, una pareja de inspectores. Seguramente, habían observado movimiento y acudieron de inmediato para ver si podían sorprendernos tramando la obtención de la piedra filosofal, pero nos encontraron en el estudio, llenos de pintura y dando enérgicos brochazos sobre los lienzos. Uno de los obreros los condujo hasta allí y los inspectores se anunciaron:

—Buenos días. Esto es un control, la documentación, por favor.

Sin embargo, no dejaban de mirar las telas desplegadas. Nos limpiamos las manos y les entregamos la documentación. Aunque nos conocían de sobra y se sabían nuestros datos de memoria, examinaron con fingida atención los documentos. Al final les pudo la curiosidad:

—¿Nos pueden informar de sus actividades?

Hain se pavoneó:

—Estamos ayudando al pintor a preparar una exposición abstracta. Nosotros hacemos los fondos.

Añadí:

—Mis compañeros pertenecen a mi escuela. ¿No ven que estamos creando una escuela de pintura moderna? Somos la Escuela de avant-garde de Erik el Belga. Miraron los lienzos que ya empezaban a anunciar manchas de pintura, los libros desplegados por doquier y nuestras anatomías embadurnadas, pero no parecieron muy conformes. El que llevaba la voz cantante habló:

—Está bien, ésta ha sido una simple visita de cortesía, pero les estaremos vigilando. ¡Cuidado con cometer cualquier ilegalidad! Estamos alerta.

El otro patán ladró:

—¡Y cuidado con hacer algún truco con la pintura o con lo que estén haciendo en esta escuela! La policía belga no descansa.

Les escupí:

—Ustedes no parecen policías belgas, sino franceses.

Los tipos se ofendieron:

—Tenga cuidado, Vanden Berghe. Si empieza a insultar ya sabe dónde va a acabar.

Quedó claro que la policía francesa y sus métodos gozaban de «muy» buena fama a nivel internacional.

Cuando los inspectores se marcharon, seguimos empeñados en nuestra tarea. Tardamos varios días en tener todos los fondos acabados para empezar a pintar. Se lo anuncié así a mis ayudantes:

—Ahora voy a «crear». Si queréis, podéis quedaros a mirar.

Ojeé rápidamente las fotos de algunos libros y comencé a pintar algunos trazos, pero no me llegaba la inspiración. Decían que algunos pintores modernos tomaban drogas y buscaban paraísos artificiales para inspirarse, pero yo era enemigo de cualquier sustancia que me obnubilara. Cuando la policía te sigue, hay que estar alerta en todo momento. Hain comentó:

—Para pintar estas mierdas hay que estar borracho.

Y se hizo la luz en mi cerebro.

—Eso es. Voy a intentarlo. Hain, tráeme un par de botellas de champagne.

En el negocio siempre teníamos bebidas porque los clientes muchas veces cenaban en la casa después de hacer los tratos o mientras cargaban los camiones. Además, acostumbrábamos a celebrar con brindis especiales los buenos negocios. Mi compañero volvió con las botellas y yo bebí a gollete mientras comentaba lo que pensaba hacer. Cuando llevaba media botella y ya estaba achispado, pensando en el sarasa me entró una hilaridad incontenible que reflejé sobre el lienzo en multitud de trazos estrambóticos. Mientras continuaba pimplando, los primos, cada cual con su botella para no ser menos, se reían a carcajadas.

—Erik, ¡qué birria! Ahora bien, color no le falta, ¿eh, Hain?

—¡Música! ¡Aquí hace falta música!

Y Raymond se fue en busca del tocadiscos en el que yo escuchaba música gregoriana y música antigua hasta la transición con el barroco, que eran mis predilectas. Pero apareció con los discos de rock que él guardaba y que tenían la virtud de ponerme nervioso, así que para no perder la calma con aquel ritmo frenético seguí bebiendo champagne y dando brochazos.

—¡Atended! Voy a pintar la música rock, esto es pura creación.

Mis hombres se desternillaban viéndome luchar con las brochas y las espátulas. Al final nos hartamos, comimos algo y nos fuimos a echar un sueño.

De madrugada, me levanté con una terrible jaqueca, pero mi organismo, virgen de remedios químicos, recibió un café con leche y varias aspirinas como si fueran agua de mayo. Después salí al campo a correr y a hacer un poco de entrenamiento: flexiones y abdominales, un cuarto de hora de saco, y luego, sudoroso, me di una ducha helada. Salí de ella como un pimpollo y agarré otras dos botellas de champagne. A mis amigos les despertó el rock. Aparecieron en el estudio tambaleantes, pero les di mi receta mágica y corrieron en busca de las aspirinas y a machacarse un rato físicamente. Regresaron con sus respectivas botellas y ya riéndose de antemano.

En el estudio reinaba un ambiente festivo. Los primos bailaron un poco y acabaron sentados en el suelo mientras yo les reñía:

—¡Haced el favor de no quitarme la inspiración, porque estoy pintando la mezcla de champagne con aspirinas!

Los otros aullaban de risa. Cuando apareció Jacques, aquello era un guateque. El hombretón se sentía confuso.

— Jefe, me parece que estáis borrachos. Lo que estás pintando es muy raro.

Me tambaleé.

—Estoy tan borracho que tengo que dormir. Lo malo es que, si quiero acabar los cuadros, no puedo dormir mucho…

El hombre contestó:

—Pues si no quieres dormir mucho y tienes que trabajar, pídele pastillas a alguno de los camioneros.

En mi embriaguez, la propuesta me intrigó:

—¿Qué pastillas?

Jacques me lo explicó:

—Cuando los camioneros van a España, se compran en la farmacia unas pastillas que hacen que conduzcan toda la noche sin cansarse. Encima les da por hablar y mear. Todos las toman y todos las tienen.

Me interesó el asunto:

—¿Y dices que no se cansan? Ah, ya, deben de ser anfetaminas. Oye, pues no se me había ocurrido. Ve a ver si hay algún conductor que las tenga y luego me las das, porque yo me voy a dormir. Levántame dentro de seis horas.

Jacques, que era muy cumplido, me llevó el desayuno a la cama en una bandeja.

—¡Jefe! ¡Despierta, que tienes que pintar!

De nuevo me dolía terriblemente la cabeza, así que mandé a mi hombre a por aspirinas. Regresó y me observó mientras me bebía el bol de café con leche y mordisqueaba un poco de pan con manteca; estaba increíblemente malhumorado. Mi hombre me entregó un botecito minúsculo con pastillas blancas.

—Toma, jefe, me lo ha dado un conductor. Él se ha quedado con dos pastillas y dice que comprará más en Pamplona. —Jacques adoptó un tono didáctico para hacerme las recomendaciones—: Mira, me ha dicho que si te tomas esta pastilla con vino o con champagne, te mueres; que hay que beber mucha agua porque se mea mucho y si no bebes te duelen los riñones; y que el corazón late rápido y se quitan las ganas de comer; pero que se trabaja muy bien con ellas y que no te cansas.

Yo me sentía muy cansado, precisamente, así que me tragué la pastilleja para probar y me levanté con todo el cuerpo dolorido por la resaca. Llovía con intensidad, de modo que decidí dejar los entrenamientos para más tarde y me dirigí, en compañía del solícito Jacques, al estudio para examinar mi trabajo del día anterior. Y allí estaba de nuevo, sentado en mi taburete frente a un lienzo, tremendamente aburrido, cuando, de repente, comencé a sentirme no bien, sino muy bien.

—Oye, Jacques, parece que esto hace efecto, porque me voy animando.

El hombre me daba explicaciones:

—Sí, jefe, es una medicina muy buena. Pero no se puede abusar, porque dicen que entonces te pones malo del corazón. Además, si tienes que entrenar no debes tomarlas, porque el corazón se acelera demasiado. Los hombres las ingieren para conducir, y me han dicho que los estudiantes las utilizan para estudiar. Se puede tomar una al día; o una y media; dos como mucho.

En cualquier caso, aquel mejunje de brujas me borró el cansancio. Me sentí extremadamente vigorizado y en forma, amén de muy optimista en cuanto a los resultados de mi trabajo y locuaz en extremo.

—Mira, compañero: si comparas las fotos de los cuadros que vienen en los libros con lo que estoy pintando, no hay grandes diferencias, así que se supone que este bodrio tiene que tener algún mérito.

Cuando aparecieron mis otros amigos, pálidos y agotados, les aconsejé vivamente el remedio de los camioneros y, viendo mis ánimos, se apresuraron a tomarse una pastilla cada uno. Al cabo de un rato, estábamos enfrascados en una rápida y brillante conversación sobre lo que yo estaba pintando y mi espátula volaba sobre el lienzo. Mis hombres no paraban de hablar:

—¿Y cómo vas a llamar a los cuadros? Porque todas las obras tienen nombre, hasta las modernas tienen nombre, aunque no tenga nada que ver con lo que se ve en el cuadro.

Yo estaba de acuerdo. Continuaba aplicando los colores con vigor.

—Bueno, pues bautizaré todos los cuadros. Éste puede llamarse Gato bizco sobre fondo violeta y jarrón figurado, por ejemplo.

Por lo tanto, nuestra siguiente iniciativa fue buscar nombres absurdos y complicados para cada obra, y nos lanzamos a ella con gran vigor, pues aquella pócima mágica en forma de pastilla nos llenaba de optimismo y hasta de buena voluntad hacia nuestros semejantes: decidí que no represaliaríamos demasiado al galerista si no le gustaba mi producción.

Había pasado cerca de un mes cuando decidí que mi trabajo estaba finalizado. Las pastillas nos daban vigor, pero, cuando se acababa el efecto, el cansancio era doble.

—Estas pastillas no son sanas, son muy artificiales. He trabajado bien y con ganas, pero no me gustan. Ya he acabado esta porquería y no pienso volver a probarlas en la vida.

Raymond me dio la razón:

—Sí, después te quedas hecho polvo y si no te tomas otra no vuelves a funcionar. A mí tampoco me gustan.

Todos estábamos de acuerdo, incluso Jacques:

—Te sientes mejor después de un buen entrenamiento que después de una pastilla. Pero, claro, los hombres que tienen que conducir las tienen que tomar, por cosas de su profesión.

Estaba visto que las drogas artificiales no eran lo nuestro, así que me alegré cuando por fin dejé de sentir la efímera alegría del medicamento y la sustituí por entrenamientos matinales y buenos desayunos. Como se diría ahora: «La fuerza estaba en mi interior». Pero una producción de abstracto era psíquicamente demasiado incluso para alguien como yo.

11. Los exquisitos fondos de Calahorra

Cuando hablé con Roxana, que me llamaba a diario, y le dije que iba a trasladar toda la obra abstracta al salón rococó de nuestra casa para que el galerista la viera sin tener que mandar a ningún chófer a buscarle, se puso muy nerviosa. Ya en el salón vacío, mis hombres depositaron los enormes lienzos y mi ex esposa vio el resultado. Se quedó algo confusa.

—Te he de confesar, querido, que no entiendo bien el arte moderno.

Le di la razón.

—Siempre que a «esto» se le pueda llamar arte.

Pues resultó que la mezcla de champagne con aspirinas, rock y anfetaminas, según el ridículo galerista, sí había producido una magnífica obra. El hombre se extasió y alabó cada lienzo hasta tal punto que pensé que me estaba tomando el pelo o que el tipo estaba loco.

—¡Maravilloso! ¡La fuerza del color! ¡La expresión cromática más pura! ¡El alma del artista!

Si aquel idiota opinaba que aquella sucesión de manchurrones y líneas eran mi alma, merecía de verdad que le diera una paliza. Sin embargo, cuando envió a gente de su galería a recoger los lienzos para enmarcarlos, supe que el payaso iba en serio. Roxana rebosaba de satisfacción y me agradecía mi esfuerzo con toda clase de muestras de afecto. Eso sí, un cariño lleno de distinción.

Expuse y fue un éxito. Para mi estupefacción, toda una serie de esnobs con títulos de crítico ofrecieron reseñas llenas de alabanzas en los periódicos. Hablaban de «un artista en su plena madurez». Mis hombres acudieron a la inauguración, serios y enchaquetados, y el galerista hizo el agosto vendiendo aquella inmensa tomadura de pelo a precios extravagantes. Raymond no se lo podía creer:

—Pero ¿la gente está comprando? ¡Y qué precios!

Le susurré:

—La gente es ilusa y el galerista un estafador. No me extrañaría que los dos policías que han venido a controlarme y a oler le detuvieran.

Pero en aquella ocasión los dos inspectores no estaban allí para controlar, sino para curiosear. Incluso se acercaron a felicitarme:

—Le felicitamos por el éxito de su nueva faceta, que siga así.

Murmuré:

—No os hagáis ilusiones, majetes.

Pero correspondí a su amabilidad con impecable cortesía, paladeando las mieles de la aburrida legalidad.

Si para algo sirvió aquella exposición de cuadros de pesadilla fue para que la policía belga dejara de interesarse por mi persona y por mis hombres. Hain lo comentó:

—Es normal. Yo he notado que, desde hace unos cuantos días, ninguno tenemos vigilancia. Normal, ahora piensan que te dedicas a las estafas de venta de arte abstracto, así que nos dejan en paz.

Yo estaba de acuerdo.

—Pues se me podría haber ocurrido antes esto de las estafas legales.

Estábamos pasando unos días de tranquilos entrenamientos en el gimnasio de Bruselas. Yo, además, acudía a muchas actividades sociales para que mi elegantísima esposa exhibiera sus exclusivos modelos de París y alardeara de las críticas, magníficas, que había cosechado mi exposición. Pero entonces recibí un aviso urgente de un tal Antón, amigo de los españoles con los que yo hacía negocios, que había llamado al almacén para un tema tan importante que Raymond le había facilitado mi teléfono. Desempolvé mis conocimientos del español aprendido en las cárceles y pude mantener con él una conversación más o menos coherente.

Antón se presentó:

—Me dedico a las antigüedades y soy amigo y familiar de sus amigos de Navarra. Si le interesa, tengo un negocio muy bueno para usted.

Respondí en español:

—Dígame qué negocio es, pero hable despacio. Entiendo su idioma, pero no si lo habla rápido.

El español comenzó a hablar con lentitud y gritando, como si, aparte de belga, fuera sordo:

—El señor obispo vende toda la diócesis de Calahorra.

No me enteré.

—Perdón, he entendido que el obispo vende, pero no sé qué es «diócesis», y tampoco entiendo «Calahorra».

Antón chilló aún más:

—Quiero decir que el obispo vende todo lo de las iglesias de Calahorra, que es una ciudad, y lo de otros pueblos.

Pensé que aquel tipo me estaba proponiendo comprar edificios de iglesias que estaban a la venta; me imaginé los bellos templos desmontados piedra a piedra y trasladados a la Costa Este americana para ser restaurados y mimados.

—Me interesa comprar iglesias. Puede que yo tenga clientes si se pueden desmontar.

El español bufó:

—Pero ¿qué dice? ¿Cómo se van a desmontar las iglesias? ¡Que no! ¡Que el obispo vende lo que hay dentro de las iglesias! Tallas, retablos, ¡antigüedades!, ¡antigüedades! ¡Todas! Las iglesias no, ¡lo que hay dentro!

Chillaba como si le estuvieran descuartizando; intentaba paliar mis lagunas del bellísimo idioma español con alaridos. Me enteré a medias, pero llegué a la conclusión de que había un obispo español que vendía arte religioso. Yo también le grité:

—¡Voy a España! ¿Dónde le veo a usted?

Me dio un teléfono de Zaragoza y quedamos en que yo le llamaría en cuanto llegara a su país.

Recibí la noticia con un enorme alivio, porque lo de vivir como un príncipe no iba conmigo. De alguna manera, tenía una doble personalidad: de militar y hombre de acción por una parte, y de amante del arte antiguo por otra. De haber nacido en otros tiempos, habría sido una especie de cruzado. Pero vivía en el siglo XX y debía compaginar mis aficiones. Regresar a mi amada Sefarad era para mí algo muy emotivo. Se lo conté a Raymond:

—Vuelvo, amigo, a nuestra Sefarad. Ya ves, salí de allí encadenado y para que me condenaran a muerte en Francia y vuelvo a hacer tratos con un obispo.

Hain me refrescó la memoria:

—Erik, no olvides que tienes pendiente la visita al cura de El Burgo de Osma.

No lo había olvidado.

—Por supuesto que no. Pero soy un hombre muy generoso y le estoy regalando a esa serpiente unos años de tranquilidad. Espero que los esté disfrutando y que aproveche para rezar.

A la exquisita Roxana, lo de que fuera a hacer negocios con un obispo le pareció una actividad «muy distinguida», pues los obispos suelen tener mucha clase y son gente de categoría, así que no refunfuñó cuando —en mi Mercedes Break, pintado de otro color por si las moscas, y acompañado de Hain— me marché a España. Fue un regreso muy sentimental. Cuando pasé los Pirineos por Roncesvalles y me adentré en Navarra, los recuerdos me golpearon con fuerza.

—¿Sabes qué te digo Hain? Que siento no poder ir hasta Granada y luego bajar a Málaga a ver los colores del mar y, sobre todo, la luz del sur.

Hain gruñó:

—Para eso te das una vuelta por El Puerto de Santa María, que está en el sur. ¡Joder, Erik! ¡Olvídate de España! Aquí matan a la gente peor que en Francia.

Mi Mercedes corría rumbo a Zaragoza y yo recordaba.

—Tenía un amigo al que mataron con una cosa que se llama garrote vil. Lo cierto es que mataban a mucha gente, pero aquél era mi amigo y construía barcos. Antes de morir, me pidió que le diera un abrazo.

Hain inquirió:

—¿Y por qué? Quiero decir, ¿por qué te pidió que le dieras un abrazo?

Tragué saliva y tardé en contestar porque los recuerdos me abrumaban.

—Porque estaba solo, iban a matarlo aquella madrugada y yo era su amigo.

Mi compañero reflexionó en voz alta:

—Éste es un país muy duro, yo no sé por qué te gusta tanto.

El paisaje de Aragón me intimidaba con su luz.

—¿Sabes cuáles fueron las primeras palabras que aprendí en español? «Gulnara de Sefarad», que significa «la flor del granado de España». Algún día tendré una casa, una sociedad y una hija y una nieta que se llamarán Gulnara de Sefarad. Ésas son mis palabras favoritas de todos los idiomas que conozco. También weltschmerz, en alemán, que significa «el dolor del mundo».

Hain se aburría.

—Me dan igual todas las palabras, tan sólo las utilizo para entenderme y para que me comprendan cuando voy en serio.

Cuando llegamos a Zaragoza, telefoneé al señor Antón y quedamos citados con él en un céntrico hotel. Llegó puntual. Era un hombre grueso y de mediana edad; llevaba un impresionante mostacho, el pelo centelleante a causa de la brillantina y un sello de oro en el dedo índice. Parecía más un próspero tratante de ganado que un anticuario, pero era tan afable que era inevitable que resultara simpático.

—¿Usted es el señor belga Erik? Pues encantado de conocerlo.

Le advertí:

—Hable despacio, por favor. Entiendo español, pero no perfecto.

El del mostacho gritó:

—¡Que encantado de conocerlo!

Hain y yo dimos un respingo y mi compañero se llevó automáticamente la mano a la cintura. Lo detuve con un gesto y me volví, enfadado, hacia el español:

—Oiga, le he dicho que no hablo ni entiendo español perfecto, no que sea sordo. Haga el favor de no gritarme.

El hombre se azaró:

—Usted perdone. Quería decirle que le conozco por gente del negocio. Ha cargado mucho por todo el norte y alguno de los lotes de arcones y de escaños que se ha llevado eran míos.

Afirmé:

—Sí, llevo años comprando mucho en España.

Antón quería halagarme:

—Muchas familias se han hecho ricas gracias a usted. Algunos son primos míos, estamos todos en el negocio de las antigüedades.

Yo no quería tener una charla social.

—Me alegro de que sean ricos, pero yo he venido por el obispo. ¿Qué pasa con él?

El anticuario adoptó ademán de conspirador:

—Mire, señor Erik, es un asunto delicado, para marchantes importantes. Lo que vende el obispo es buen género y vale muchos millones. Aquí, en España, los del negocio no tenemos tanto dinero.

Fui directo al grano:

—¿De cuántos millones habla usted?

El hombre susurró:

—¡De muchos! Pero el precio se lo tiene que decir el señor obispo, yo no soy nadie para negociarlo; el trato lo hace él.

Yo le iba traduciendo la conversación a Hain, que observaba a Antón con franca desconfianza.

—Oye, pregúntale a este que cuánta comisión se lleva.

Me dirigí al anticuario:

—¿Cuál es su comisión?

La respuesta fue fulminante:

—El diez por ciento.

Le aclaré:

—Por supuesto, el diez por ciento del total, es decir, que el obispo le paga un cinco por ciento y yo el otro cinco por ciento.

El hombre puso mala cara.

—No, usted me paga el diez por ciento. El obispo no paga nada.

Inquirí:

—¿Y por qué el obispo no va a pagar?

Se agitó incómodo.

—Por eso precisamente, porque es un obispo y ya sabe usted cómo son los curas.

Yo no estaba conforme.

—No, no sé cómo son los curas, dígamelo usted.

—Pues lo quieren todo para ellos y no dan nada a ganar; al contrario: si te pueden quitar, te quitan y dicen que es para obras de caridad.

Decidí no hacer la conversación interminable:

—Mire, usted me lleva ante el obispo y yo hablo con él.

Antón se mostraba dubitativo:

—Pero… ¿y mi comisión?

Le agarré por el brazo y presioné un poco.

—¿Usted ha oído decir a alguien que Erik el de Bélgica le haya robado una comisión?

Mi tono no le debió de gustar, porque respondió con una sonrisa nerviosa:

—No, amigo, todos conocen a el Belga, usted es hombre de palabra.

—Pues eso, lléveme ante el obispo.

A la mañana siguiente, seguimos camino hacia Calahorra acompañados por Antón, que no dejó de chalanear ni un minuto proponiéndome negocios:

—Mire, señor Erik, estoy haciendo un lote muy bueno de arcones, plateros y mesas de León. Precios como los míos no los va a encontrar.

Yo le respondía:

—Antón, primero el obispo.

El bigotudo respondía:

—Claro, claro, pero tengo más cosas. ¿No me dijo usted por teléfono que tenía clientes para una iglesia? Pues yo puedo buscarla. Pagando al cura y al alcalde, por supuesto. ¡Hasta con campanario! Por cierto, tengo varias campanas, ¿le interesan?

El tipo era exasperante.

—Todo me interesa, pero primero el obispo.

El viaje fue una pesadilla de propuestas comerciales. Aquel tipo estaba decidido a venderme cualquier cosa. Creo que si me hubiera mostrado interesado en comprar la basílica del Pilar de Zaragoza se habría comprometido a hacer el trato, tal era su afán por conseguir mi dinero. Finalmente, llegamos a Calahorra y el anticuario me condujo al palacio episcopal.

Cuando llegamos al bello edificio, Antón me comunicó que nos estaban esperando; de hecho, nada más entrar, un curita joven con aspecto de seminarista nos llevó con rapidez ante la presencia del obispo, al que llamaba «señor obispo».

El anciano, que nos recibió en un gran despacho atiborrado de recargados muebles tipo renacimiento español, iba con sotana y lucía todos los atributos de su cargo. Nada más anunciarnos el curita, el prelado se levantó y vino hacia nosotros con lentitud, como si flotara sobre el pavimento. El anticuario amagó un saludo, pero el obispo le ignoró mientras me tendía la mano. Automáticamente y en virtud de mi buena crianza, se la besé y murmuré:

—Padre, su bendición.

El hombre hizo una rápida señal de la cruz y le tendió la mano a Hain, que reculó, confuso. Le susurré con furia:

—¡Bésale la mano al obispo!

Mi compañero me respondió en idéntico tono:

—Ni lo sueñes, yo soy judío.

El prelado seguía con la mano extendida. Mi tono era incendiario:

—Pues estréchasela y dedícale una muestra de respeto o te parto la boca a patadas.

Hain sacudió la mano del obispo y luego, a regañadientes, le hizo una torpe reverencia de lo más inapropiada. Yo mascullé una excusa:

—Disculpe, padre, pero mi socio es de religión judía.

La mirada que el obispo dirigió a Hain fue gélida.

—Ah, un judío…

Para colmo de males, Antón puso su inoportuno grano de arena:

—Los judíos le escupieron en la cara a nuestro señor Jesucristo.

La mirada del obispo demostraba una clara hostilidad, pero Hain no se enteraba de qué iba la película:

—¿Qué ha dicho el español?

Se lo expliqué:

—Pues que los judíos le escupís en la cara a Cristo.

Mi compañero no se enteraba.

—¿Que ese mamón dice que yo le he escupido a un Cristo en la cara? Este mierda me va a explicar cuándo ha visto que yo haya escupido sobre una talla o cualquier otra obra de arte.

Paré a Hain tomándole fuertemente del brazo.

—No es eso, es otra cosa. No te cabrees, yo lo arreglo con el cura.

Me dirigí al prelado:

—Señor obispo, mi amigo es judío por accidente, pero se va a bautizar y estudia el catecismo. —Luego me volví hacia Antón—: ¡Y usted se calla!

Me alteraba que, por un conflicto étnico-religioso, pudiera estropearse el negocio.

Una vez suavizadas las hostilidades, el obispo nos invitó a tomar asiento en unos incómodos sillones, también estilo renacimiento, con reposabrazos en forma de garras. El marchante intervino con rapidez:

—Excelentísimo señor, éste es el importante anticuario belga del que le he hablado.

El obispo le miró con antipatía.

—Antón, haga el favor de no llamarme «Excelentísimo señor». No soy el gobernador civil. Y déjeme que hable yo con el caballero. —Entonces, me dijo—: Tengo entendido que está interesado en comprar un cierto número de obras antiguas que están a la venta en mi diócesis. ¿Entiende bien el español?

Moví la cabeza afirmativamente.

—Disculpe que no me exprese bien en su idioma, pero lo entiendo casi perfectamente. Sí, en efecto, soy anticuario y compro buenas piezas.

El hombre de Dios se alteró.

—Mire, caballero, no se trata de que usted seleccione algunas piezas, sólo las que le interesen. Este obispo vende los fondos de la diócesis completos, todas las piezas.

El cura hablaba de sí mismo en tercera persona, pero le entendí: no podía seleccionar, era o todo o nada.

—Estoy interesado en comprar, pero el amigo Antón dice que la mercancía pertenece a varias iglesias y, lógicamente, tendré que ir a verlo todo antes de hacer la operación.

El sacerdote carraspeó.

—Por supuesto, por supuesto. Pero no hace falta que se desplace, todo lo que este obispo ofrece, es decir, los fondos de los que puedo disponer legítimamente, están aquí. Ya los he hecho trasladar desde las iglesias.

No entendí bien.

—¿Que están dónde?

El cura movió las manos con un ademán elegante para abarcar la estancia.

—Pues aquí.

Miré confuso los muebles renacimiento, pero Antón reaccionó con rapidez:

—El Excelen… El señor obispo quiere decir que se ha traído todo el género al palacio, que está todo en los sótanos y en otros sitios. Son sus fondos, ya entiende…

Miré al prelado con cierta estupefacción. Al parecer aquella urraca se había paseado por toda su diócesis y había arramplado con lo que le había apetecido.

Hain me preguntó:

—Oye, ¿qué están diciendo?

Se lo intenté traducir:

—Que el obispo ha ido por las iglesias cogiendo lo que le ha dado la gana y se lo ha traído aquí para venderlo. Dice que son los fondos del obispado y que lo tiene todo en el sótano.

Hain soltó un silbido.

—¡Vaya buitre! Pero lo importante es que nos dejemos de charlas y veamos lo que tiene. Lo mismo ni merece la pena.

Tenía razón, lo interesante era ver la mercancía, los famosos «fondos», y dejarnos de chácharas. Pero el obispo parecía dispuesto a alargar la conversación:

—Claro, los fondos ascienden a una importante cantidad económica.

Le expliqué:

—Padre, el dinero no es relevante; lo que importa es que pueda ver lo que usted tiene.

Pero aquel obispo era un auténtico mercader y sabía de negocios.

—Por supuesto, pero antes de mostrárselo quiero saber si cuenta con la solvencia necesaria. Si la suma que yo considero adecuada no está a su alcance, no es necesario que vea las piezas.

Yo estaba confuso.

—¿Me está pidiendo un aval del banco?

El sacerdote reaccionó con rapidez:

—Claro que no; este obispo le indicará la cantidad y, si usted puede disponer de ella, entonces continuaremos.

Antón apuntó:

—¡Son muchos millones!

El prelado le miró con disgusto.

—Por favor, Antón, cállese y no haga apreciaciones. Pido una cantidad justa.

Yo ya me estaba hartando.

—¿Y puede, por favor, decirme esa cantidad?

El obispo juntó las manos con expresión reflexiva y cerró los ojos, como si entrara en trance.

—Cien millones de pesetas.

Enmudecí mientras hacía rápidos cálculos mentales y pasaba la cantidad de pesetas a francos belgas. Cuando llegué a la cantidad que aquel fenicio pedía, me quedé aún más mudo. Hain vio en mi expresión que algo no iba bien. Me tocó el brazo.

—¿Qué está diciendo? —Le traduje en francos belgas la cantidad en la que el prelado había tasado su lote. Mi compañero palideció—. Pero Erik, ¿qué es lo que tiene este tío para pedir semejante barbaridad? ¿Es que ha saqueado todas las iglesias de España y se las ha traído al sótano?

El obispo me contemplaba con expresión ávida y nerviosa mientras yo reflexionaba. Podía disponer, con algún esfuerzo, de aquella suma. Le dije a Hain:

—Oye, voy a aceptar. No nos compromete a nada: si este cura se ha vuelto loco, cuando veamos la mercancía rechazamos la oferta. —Luego le dije al prelado—: La cantidad es muy elevada, pero podría disponer de ella si la mercancía lo vale.

El obispo pareció respirar y soltó un breve discurso:

—Mire, caballero, he accedido a esta reunión porque he pedido informes y diferentes negociantes, entre ellos Antón, me han garantizado su solvencia y que usted ha comprado importantes cantidades de mercancía durante años en España. De hecho, si no estuviera seguro de su solvencia le pediría una señal antes de mostrarle los fondos del obispado.

Antón apostilló:

—Sí, unos cuantos millones de señal.

Lo miré con odio.

—¿Quiere usted callarse?

Aquel hombre de Dios era peor que todos los mercaderes del templo juntos. Hain comentó:

—Este cura me recuerda a mi tío el prestamista, tiene que tener antepasados semitas.

Por fin, tras las negociaciones iniciales, el sacerdote se levantó y nos invitó a acompañarle. Nos condujo ante una pesada puerta de madera que abrió con una llave antigua. Nada más entrar, presionó un interruptor y unas cuantas bombillas iluminaron tenuemente una inmensa nave, una especie de semisótano que estaba lleno por completo de mercancía. Bajamos unos escalones; mi impresión inicial fue de confusión. El obispo me indicó con amabilidad:

—Puede usted examinar los fondos durante el tiempo que necesite.

Y Antón, para no ser menos, intentó ganarse su comisión:

—¡Buen género de verdad! ¡Esto merecería estar en los mejores anticuarios de Madrid y de Salamanca! ¡Canela fina!

Le ladré:

—¡Cállese! —Le pregunté al obispo—: ¿No hay más luz?

El prelado negó con la cabeza.

—No, lo siento. Si quieren puedo hacer que les traigan velas.

Respondí:

—No hace falta. Hain, tráete las linternas del coche. —Esperé sin moverme, escudriñando en la penumbra, hasta que mi compañero regresó con las dos potentes linternas—. Hain, tú por la derecha y yo por la izquierda, pieza a pieza. Vamos a tomarnos todo el tiempo que sea necesario. Si ves algo muy interesante, me llamas.

Empezamos a movernos con lentitud por aquel lugar lleno de arte religioso. Había suficiente material como para constituir varios magníficos museos. Llegó un momento en que la cháchara insustancial de Antón, que hablaba con el obispo, pasó a ser un simple murmullo molesto, pues mi cerebro espiaba con pasión las tallas de las vírgenes. Alumbraba los pliegues de las túnicas, acariciaba los bellos rostros hieráticos, me detenía en la posición de los pies de los crucificados para distinguir el gótico del románico, tocaba la madera y ella parecía hablarme mientras pasaba los dedos por la policromía con suavidad. Los retablos, a medio desmontar, pregonaban el paso de los siglos por medio de sus tallas finamente esculpidas. También toqué la piedra desgastada de algunas pilas bautismales y altares completos. Además, había mobiliario de diversas épocas y un gran número de soberbias vestiduras sacerdotales destinadas a las diferentes liturgias. En un rincón yacía un artesonado. Yo intentaba moverme con sigilo en medio de la belleza pura del arte sacro.

—¿Les falta mucho? Tengo, como comprenderán, otras ocupaciones.

El graznido del obispo me distrajo; le respondí con tono desabrido:

—Como comprenderá, estamos hablando de cien millones de pesetas.

Antón aclaró:

—Son muchos millones y los hombres necesitan mirar, lógico.

El prelado se impacientó.

—Llevan dos horas mirando, ya lo habrán visto todo.

No, necesitaba más tiempo.

—Váyanse; si quieren cierren la puerta con llave y vuelvan dentro de otras dos horas.

El obispo dudaba y yo le increpé:

—Le he dicho que pueden irse y cerrar la puerta con llave. No se preocupe, padre, no vamos a echar a correr cargando un confesionario.

Pero no se fueron, permanecieron allí, ya más silenciosos e impacientes, mientras Hain y yo hablábamos en voz baja.

—Hain, voy a arriesgarme. Hay mucho del XVII y del XVIII, pero también hay piezas únicas.

Mi amigo hacía sus propias reflexiones:

—Piénsatelo bien. Yo lo veo casi todo por restaurar, pero me parece buenísima mercancía. ¿Has visto qué cantidad de cálices y custodias?

—Sí, en las iglesias deben de estar comulgando con vasos de plástico. Hay tantos sagrarios que tienen que estar guardando la sagrada forma en cajas de cartón; y ya no deben de esparcir incienso, sino ambientadores de los que echan en los cines, porque todos los incensarios están aquí. ¿Has visto los candeleros? Hay bastantes góticos, y algunas casullas tienen bordados de museo.

Me dirigí al obispo:

—Hemos terminado, ya podemos hablar.

El sacerdote hizo una seña.

—Pues vamos a mi despacho. Espero que los fondos hayan sido de su interés.

La expresión de la cara del tipo era de una avaricia tal que decidí no responder hasta encontrarme de nuevo en el incómodo sillón renacimiento y ante una copita de vino que nos había llevado una monja. Fui directo al grano:

—Hay cosas interesantes y cosas que no me apasionan. Le ofrezco setenta millones por todo.

El obispo simuló escandalizarse:

—¡Son los fondos del obispado! Usted sabe que valen mucho más.

Repetí:

—Setenta millones.

El obispo parpadeó.

—Noventa y no se hable más.

Antón nos miraba con angustia.

—¡Aquí estamos entre caballeros! ¡Aquí estamos para negociar y quedar todos contentos!

Recordé la suavidad de la madera y pensé en lo que acababa de ver.

—Setenta y cinco. Es mi última oferta. Lo siento pero no puedo subirla, está todo por restaurar y usted, padre, lo sabe.

El prelado intentaba no dar demasiadas muestras de avidez, pero sus esfuerzos eran inútiles.

—Ochenta y cinco, y creo que le estoy regalando los fondos.

Yo tampoco daba mi brazo a torcer.

—Ochenta millones, y haciendo un esfuerzo. Pero partiendo a medias la comisión del señor Antón.

El obispo siseó:

—¡Yo no pago comisiones! —Miró a Antón con desprecio—. Yo no soy un tendero, la comisión es cosa del comprador.

Hice ademán de levantarme.

—Lo siento, habría sido un placer hacer negocios con usted. —Luego le dije a Hain en francés—: Vámonos, no hay trato.

El obispo dio un salto.

—¡Ochenta y dos millones! Es un auténtico regalo. Ochenta y dos millones y usted paga la comisión.

Le repliqué:

—¿Usted sabe cuánto es la comisión de ochenta y dos millones?

El hombre de Dios se enfureció.

—Nuestro amigo Antón, que es un buen cristiano, se conformará con la comisión que ustedes le den. Lo conozco. —Miró fijamente al marchante—. Usted se conformará, ¿verdad, Antón?

Ambos hombres se sostuvieron la mirada durante un instante y Antón salió derrotado.

—Claro que sí, lo importante es que se haga el trato.

Pero en su voz había una evidente amargura.

Le tendí la mano al obispo y él me la estrechó con fuerza.

—Trato hecho, todos contentos. Por supuesto, quiero el dinero en metálico.

Pensé con rapidez.

—Déjeme hacer unas llamadas y me haré transferir la cantidad al Banco Exterior. Entonces le extenderé un talón nominativo.

El hombre me miró con suspicacia.

—Acepto un talón nominativo, pero ya sabe que hasta que yo tenga el dinero en metálico usted no cargará ni un aguamanil de mis fondos.

Suspiré.

—Contaba con ello, no es una sorpresa.

El dinero tardó unos días en estar a mi disposición en el Banco Exterior. Además, tuve que acompañar al obispo para que cobrara el talón nominativo, porque no se fiaba. Pero las jornadas de espera no fueron estériles, sino que aproveché para avisar a mis camiones y comenzar a inventariar los fondos. Antón me proporcionó un par de hombres y el obispo, por no ser menos, me ofreció a un grupo de monjitas para que me ayudaran. Las santas mujeres estaban dispuestas incluso a cargar muebles, tan serviciales como son ellas, pero las destiné a labores más delicadas.

—Hermanitas, los hombres irán sacando los arcones y los muebles, y ustedes embalan con papel todos los objetos pequeños y los van metiendo dentro. También todo lo que son vestiduras y telas va en los arcones. Venga, ¡a trabajar!

Dedicamos a cargar un par de días muy movidos; el obispo me hizo la factura para la exportación y Antón recibió su comisión del cinco por ciento con expresión apesadumbrada.

—El resto se lo pide usted al obispo.

El anticuario cogió sus cuatro millones de pesetas con ansiedad, una fortuna en aquella época, pero ni siquiera cobrando era capaz de callarse:

—Mire, señor Erik, al señor obispo no se le saca una peseta ni aunque le crucifiquen boca abajo como a san Pedro.

Me encogí de hombros.

—¡Qué me va a decir a mí!

Pasamos la frontera por Irún con toda la documentación en regla. Yo me adelanté a los camiones para esperarlos en el almacén y convoqué de inmediato al doctor Martin, a Herr Fritz y al barón austriaco. Raymond me informó de que Edgar, el norteamericano, había llamado varias veces porque un asociado suyo de Nueva York llamado Samuel había viajado hasta Bruselas para contactar conmigo. De hecho el propio Samuel había estado llamando a diario y había dejado como número de contacto el del mejor hotel de la capital.

Todos estábamos entusiasmados cuando comenzamos a descargar los camiones y separar los lotes inventario en mano. El primero en llegar fue Herr Fritz, para el que había seleccionado, de entre los retablos, uno especialmente interesante —aunque, como en todos los retablos aragoneses, los personajes no eran excesivamente bellos.

—Le agradezco que haya pensado en mí, Erik. También quiero llevarme unos muebles para mi residencia. Hay un par de bargueños, unos sillones fraileros y un arcón gótico que me agradan.

Dudé.

—¿Y su esposa le va a dejar meter más muebles de época en sus salones?

Más que suspirar, Fritz gimió.

—Por el momento, ella no tiene nada contra el mobiliario de época. Lo horrible es lo que cuelga en las paredes sobre mis piezas selectas. ¿Puede creerse que ahora es mecenas de un supuesto artista berlinés que hace pintura-escultura con barro, piedra y alambres? He tenido que pedir ayuda psiquiátrica.

Me intrigaba una cuestión:

—Disculpe, Herr Fritz, ¿por qué no se divorcia?

Su expresión era atormentada.

—¿Usted se imagina lo que me costaría divorciarme? Demasiado. De hecho, tras el reparto tal vez no pudiera seguir manteniendo viva mi colección, y yo no puedo hacer nada que perjudique mi colección.

Era, desde luego, una buena pero dolorosa motivación para seguir casado.

Los barones austriacos llegaron con el doctor Martin. La baronesa lucía una capa de algo que me pareció armiño y que resultaba a todas luces excesiva para el lugar y la ocasión. También llevó una selecta caja de puros como regalo para Jacques. Mi compañero recibió, abrumado, el abrazo de la baronesa, que insistía en llamarle «mi camarada». El matrimonio decidió de inmediato adquirir las pilas bautismales y una curiosa tumba, en mi opinión visigótica, que tenía el tamaño de un niño e inscripciones latinas. Ante los retablos, dudaron algo más:

—Usted, amigo Erik, ¿cree que la policromía de la madera restaría protagonismo a la sobriedad de la piedra?

Les respondí:

—Eso depende de las dimensiones de su pabellón. —El barón hizo un gesto airado—. Disculpe, de su catedral de hierro. Perdone, barón, pero no me la imagino.

El aristócrata hizo un amplio ademán.

—Puro gótico en hierro, aunque hay quienes, para nuestra sorpresa, la confunden con una obra de Horta o de Gaudí. Una insensatez, porque ni el uno ni el otro fueron capaces de mejorar la pureza del gótico auténtico. ¡Y no me replique!

—No pensaba replicarle, puesto que no he visto su catedral de hierro. —Busqué las palabras adecuadas—: Tiene que ser algo «diferente», pero si la confunden con una obra de Horta, creo que me apetece visitarla.

La baronesa intervino haciendo hondear su capa:

—Ya sabe que está usted invitado, y le anuncio que se enamorará de su inigualable arquitectura, es puro misticismo.

El doctor Martin asentía vigorosamente. Acordamos una fecha para la visita un poco más adelante, ya que la compra de los fondos del obispado de Calahorra me había dejado temblando y necesitaba con urgencia vender y recapitalizarme.

El doctor Martin, que conocía el esfuerzo económico que me había supuesto la compra, me puso en contacto con un par de selectos anticuarios holandeses que llegaron de Ámsterdam interesados, sobre todo, en las casullas, los sobrepellices, las capas pluviales y las demás maravillosas vestiduras sacerdotales. Tenían exquisitos bordados y algunas eran auténticas obras maestras. El que llevaba la voz cantante se llamaba Van Best y era un caballero de edad avanzada que oteaba el universo a través de unas gafas de montura de concha que debían de llevar al menos treinta dioptrías. Pese a lo miope que era, aquel hombre atisbaba con fruición cada detalle de las delicadas prendas y señalaba cuáles precisaban restauración debido al deterioro del paso del tiempo. Van Best también se interesó vivamente por los cálices, custodias y objetos sagrados que yo iba inventariando con sumo cuidado, ya que intentaba acotar la época más o menos exacta de cada pieza. El holandés era un negociante e insistía en comprar por lotes; yo, lógicamente, me negaba:

—Oiga, esto no es un almacén al por mayor. Usted sabe que yo sé que hay piezas infinitamente más valiosas que otras, así que no me proponga tonterías.

A todo esto, mientras examinábamos el fino trabajo de orfebrería de un cáliz del siglo XVIII, el negocio estuvo a punto de arruinarse gracias a un comentario del holandés:

—Todo esto irá a parar a un buen cliente y amigo, un coleccionista japonés que confía plenamente en mi criterio.

Con delicadeza le quité el cáliz de las manos.

—Lo siento, pero no se lo vendo.

El anticuario me miró con sorpresa.

—¿Cómo que no me lo vende? Llevamos tres horas seleccionando piezas. ¿Por qué no me las va a vender?

Mi decisión era firme.

—Porque yo no permito que cálices cristianos que han contenido la sagrada forma vayan a parar a un chino. Ni cálices, ni casullas, ni nada. Yo no vendo arte sacro a budistas.

Los anticuarios se miraron con sorpresa y Van Best reaccionó con rapidez:

—Amigo, en primer lugar, no se trata de un chino, sino de un distinguidísimo coleccionista japonés amante del arte religioso europeo y gran conocedor de nuestra cultura.

Me obcequé:

—Me da igual que ame nuestra cultura, yo el arte religioso sólo se lo vendo a cristianos, es una cuestión de principios.

Van Best sonrió ampliamente.

—¿Ése es el problema? ¿La religión? Pues entonces no existe: mi coleccionista, el señor Kiosy, es tan católico como usted y como yo, se lo puedo garantizar. De ahí su interés por el arte religioso occidental.

Yo no me fiaba.

—Oiga, no intente engañarme para hacer negocio porque en ese caso tendremos problemas. Y serios. —Busqué rápidamente a mi alrededor hasta dar, en el lote de libros, con una antiquísima Biblia—. Júreme por la Biblia que el chino está bautizado.

Van Best empezaba a mosquearse, era evidente.

—Oiga, Erik, el doctor Martin puede garantizarle mi seriedad. Ahora que hemos contactado, espero que hagamos buenos negocios de aquí en adelante. ¿Cree que quiero iniciar nuestra relación engañándole?

Repetí:

—Júrelo por la Biblia o no hay negocio.

El holandés suspiró y puso la mano sobre el lomo polvoriento del libro.

—Muy bien, le juro que el señor Kiosy es católico y que está bautizado, ¿satisfecho?

Asentí con la cabeza.

—Si es cristiano, tiene derecho a poseer las piezas. Pero le advierto, Van Best, que no debe intentar engañarme jamás. No vendo nuestro arte, que es el símbolo de nuestra religión o, lo que es lo mismo, de nuestra cultura, ni a árabes, ni a budistas, ni a sintoístas, ni a animistas. Sería abaratarme moralmente y no soy un tipo barato.

El holandés musitó:

—Comprendo… Pero le garantizo que conmigo jamás tendrá problemas.

—Eso espero.

Y no añadí «por su bien» para no darles a mis palabras un sentido de amenaza que pudiera molestarlo.

12. Samuel, el judío americano, y el alma de los impresionistas

Los holandeses seleccionaron un número de piezas que ascendía a una importantísima cantidad de dinero y se despidieron con la mayor cortesía. Mis hombres comenzaron a embalar las piezas para el transporte y continuamos con el inventario. Entonces llegó un coche con chófer y de él descendió un individuo menudo del que hoy podría decir que se asemejaba a Woody Allen, pero en calvo. Aquel hombre entró impetuosamente en el almacén anunciando en un francés con un espantoso acento inglés:

—¡Soy Samuel y necesito ver a Erik Van der Goes!

Hain, que fue el primero en presenciar su irrupción, le corrigió:

—Querrá decir Vanden Berghe.

El hombre era un manojo de nervios.

—¡Me da igual! Vengo a verle desde Nueva York. ¡Quiero ver al pintor!

Me avisaron y de inmediato comprendí que había olvidado en el hotel al amigo de Edgar el bostoniano, con el que no quería quedar mal en modo alguno, pues teníamos demasiados temas pendientes. Salí a recibirle y tuve que soportar una primera andanada de quejas:

—¡Llevo siglos esperando en un hotel de Bruselas y mi asunto es urgente!

Me disculpé señalando la intensa actividad de los hombres en torno a los fondos de Calahorra.

—He estado muy ocupado. ¿Cómo está Edgar?

El hombrecito prácticamente saltó.

—¡Él está muy bien y piensa regresar pronto a Europa! —Hablaba con cierta exaltación e intuí que podía encontrarme ante un coleccionista—. Quien está mal soy yo, por la espera. No acostumbro a esperar, sino a que me esperen a mí.

Si no llega a ser un recomendado del bostoniano, le habría echado del almacén, pero, por deferencia a Edgar, me abstuve de patearle.

—En Europa las cosas son distintas. ¿En qué puedo ayudarle?

Lo conduje al salón de la granja; el tipo me acompañó mascullando quejas:

—Mi tiempo es valioso y no puedo perderlo.

El que comenzaba a perder la paciencia era yo.

—Bueno, pues no lo pierda, dígame lo que quiere. Deje de quejarse o lárguese.

Samuel se indignó:

—¿Me está echando? ¿Después de lo que he hecho por usted? —proclamó—. ¡Sepa que yo soy quien ha colocado sus tablas góticas en los mejores museos y más refinadas colecciones de América! Aquí tengo las facturas. Y Edgar, que es mi socio, me pregunta adónde le transfiere el dinero. ¡Vengo a encontrarme con un colega de profesión y me veo despreciado!

Traté de tranquilizarlo. Aquel individuo parecía una polvorilla.

—Mire, usted no ha avisado de que es el socio de Edgar; tan sólo dijo que venía de su parte. Pero no hay problema y aprecio que haya sido usted quien ha negociado mis tablas. Por cierto, no estaban nada mal, ¿eh?

Samuel soltó una risilla maliciosa.

—¡Eran perfectas! ¡Habrían soportado hasta el carbono 14! Le digo que no encontramos el más mínimo obstáculo. Los conservadores y los coleccionistas se quedaron embelesados, y los certificados eran inigualables, por desgracia.

Pregunté:

—¿Y por qué es una desgracia lo de los certificados? El que los firma es una autoridad.

Samuel asintió con vigor.

—Sí, es una autoridad en gótico, pero el asunto que me trae aquí no tiene nada que ver con ese estilo. Mi socio me ha asegurado que usted nunca falla, y supongo que esta vez no será una excepción.

Sentado en un sillón, comenzó a revolver los papeles que llevaba en la abultada cartera que descansaba a sus pies. Con ademán triunfante, sacó unas fotos enormes.

—¡Helas aquí!

Y me entregó seis fotos de otros tantos cuadros impresionistas. Se las devolví.

—No me interesan, no son de mi época.

Samuel botó sobre su asiento.

—¡Un momento! ¡Un momento! ¡No diga nada y déjeme que le explique!

Decidí ser cortés:

—Bien, explíqueme, pero ya le habrá comunicado Edgar cuál es mi especialidad. Soy experto en gótico y románico, no me interesa el impresionismo. Rectifico, me interesa, pero ni tengo mercado ni quiero dedicarme a él.

La expresión del americano se tornó tormentosa.

—¡Detesto las conclusiones precipitadas! No se trata de que tenga mercado o no; eso ya lo pongo yo. Estos cuadros vienen de colecciones particulares europeas. Me han enviado las fotos porque están en venta y me interesan.

Yo lo veía muy fácil.

—Pues si le interesan y los venden, vaya y cómprelos. ¿O quiere que lo acompañe yo para realizar algún tipo de gestión?

Samuel respiró hondo y adoptó un aire conspirador que me puso en alerta.

—Pues sí, quiero que haga una gestión: quiero que los falsifique y me obtenga cualquier tipo de certificado, el que sea. Yo me ocupo del resto.

Con un gesto, rechacé la propuesta.

—Lo siento, ahora estoy muy ocupado. Además, no tengo manera de obtener certificados de ese tipo de obras, no colarían.

El norteamericano me lanzó un torrente de palabras:

—¡Si colarían! Si usted es capaz de falsificar el más exquisito gótico, es que puede falsificar cualquier cosa, y más aún impresionista. Tiene las fotos, tiene las dimensiones y sólo le pido un estúpido papel firmado en el que diga que esa obra es auténtica.

Negué con la cabeza.

—Un coleccionista jamás tragaría, como dice usted, con «un estúpido papel». Pedirá un certificado en condiciones.

Samuel tenía respuestas para todo:

—Basta con un certificado del experto en gótico que autentificó sus tablas, se lo aseguro. Cualquier papel servirá. Ya le digo que yo cuento con los clientes adecuados y que me ocupo de todo. —Y añadió, sibilino—: Estas obras valen mucho dinero y, claro está, repartiríamos el beneficio.

Volví a negar.

—No colaría; ni siquiera los estadounidenses son tan tontos como para comprar un impresionista que no esté bien certificado.

Samuel se puso serio.

—Erik, yo soy un judío neoyorquino, marchante de arte y asesor de una gran clientela. Es cierto que algunos de mis clientes son extremadamente selectos, pero otros son simples patanes adinerados y prepotentes. Entienda una cosa: nunca desconfíe de un judío de Nueva York; para los negocios somos los tipos más listos del mundo. ¿O es que usted no es capaz de falsificar impresionismo?

Me ofendí.

—Oiga, Samuel, yo falsifico cualquier cosa. Consígame las telas de la época adecuada y le hago cualquier falsificación. No permito que nadie dude de mi capacidad… De hecho, incluso podría aceptar el reto. ¿Usted quiere que yo le pinte esos cuadros? Yo se los pinto, y apueste a que mejoro el original. Ahora bien, usted debe conseguirme las telas. ¿Es eso lo que quiere? ¿Que pinte a Corot, Manet, Monet, Renoir y Degas? No hay problema.

El neoyorquino asintió.

—Eso es lo que quiero: que pinte sobre unas telas, que me consiga un papel y, después, que haga una llamada que yo le diré. ¿Dónde puedo conseguir las telas?

Suspiré.

—En París, en cualquier buen anticuario. Si el bastidor es de otras dimensiones, no hay problema, porque yo consigo madera de cualquier época para hacerlo. Sin embargo, no tengo tiempo de ir a cazar telas y, además, me gustaría hablar con Edgar.

El judío se apresuró a aclarar:

—Edgar no entra en este asunto directamente. Los clientes son míos en exclusiva, aunque, por supuesto, le entregaré una comisión por haberme facilitado su contacto. Por cierto, ¿cuánto tiempo tardará?

Eché una rápida ojeada a las seis fotos.

—No mucho, pinto rápido. Pero le advierto que el único certificado que le puedo conseguir es el de un anciano profesor experto en gótico. Avisado queda.

Samuel murmuró crípticamente:

—Es suficiente, le aseguro que los tipos que los van a examinar no son muy listos.

No obstante, cuando conseguí despachar a Samuel, telefoneé a Edgar a su número privado. Me costó contactar con él, pero, cuando lo hice, constaté que aquel Samuel era un tipo realmente interesante. La voz del bostoniano sonaba muy lejana pero llena de ímpetu:

—Amigo Van der Goes, le ruego que atienda a mi socio. No puede ni figurarse la fama profesional de la que goza en Nueva York, es la élite de la élite.

Le respondí con un gruñido:

—Pues la élite de la élite ha venido a proponerme que falsifique impresionistas para engañar a no sé qué incauto; no parece que sea muy serio con los clientes.

La risilla que me llegó a través del teléfono, entre interferencias, me demostró que Edgar estaba al tanto del asunto y que, encima, el tema le producía un cierto regocijo.

—Amigo Erik, sólo quiero referirle, rápidamente, una anécdota: a uno de esos incautos a los que usted se refiere le vendimos un cristo románico que hoy preside su salón tocado con un sombrero de cow boy. —Ahogué una exclamación de horror y el bostoniano se apresuró a añadir—: Ésa es una minoría. Nuestra clientela es selectísima, pero a veces se nos cuela algún patán con dinero y nos equivocamos. Con eso le quiero decir que le ruego que atienda a Samuel con especial atención. Hay mucho dinero que ganar con su propuesta. No olvide que usted es el gran Van der Goes y que con sus manos es capaz de cualquier cosa.

Ladré:

—¡Soy Van der Goes, pero no un jodido impresionista! Le dice a su amigo el judío que estoy dispuesto a hacer el trabajo pero sin garantizarle absolutamente nada.

Edgar me tranquilizó:

—No se preocupe, las obras que va a falsificar pertenecen a discretas colecciones privadas europeas, no están en el mercado. No es cuestión de falsificar un cuadro y que luego el cliente se entere de que está colgado en un museo, porque el comprador es tonto, pero hasta cierto punto.

Murmuré:

—Claro, claro, mejor no excederse. Pero, oiga, ¿estamos hablando de los precios «auténticos», de «auténticos» impresionistas?

Edgar me lo confirmó:

—Por supuesto. Y usted se llevará el cincuenta por ciento, mi comisión me la paga Samuel.

Hice rápidos cálculos; aquello ascendía a una suma muy elevada, lo suficiente como para recapitalizarme con gran rapidez si el tema salía bien. Decidí arriesgarme y contemplé con detenimiento las seis fotos mientras amenazaba mentalmente a los maestros del impresionismo: «Os atraparé el alma, apostad lo que queráis. Os atraparé el alma y os mejoraré, palabra de Van der Goes, de Erik el Rojo, de Erik el Belga o de cómo les dé la gana llamarme».

Pero, de pronto, me sentí muy agobiado; sentí lo que entonces aún no se conocía como estrés, y lo hablé con Raymond:

—Los temas se me acumulan: aún no hemos acabado de inventariar en condiciones lo de Calahorra, tenemos pendientes un montón de trabajos en Francia para terminar de cobrarme la deuda y cumplir con el bostoniano, y ahora me han hecho un encargo de pintura con el que puedo ganar lo mismo que con todo el lote de los fondos del obispado. Además, he detectado tres piezas esotéricas para el banquero y tengo que hacer su encargo… No sé por dónde empezar…

Raymond me aconsejó:

—Empieza por Roxana, que está histérica. Déjame a mí el inventario de los fondos; ya tenemos casi separada la mercancía de menos época, y ésa se la podemos vender a los anticuarios alemanes. Dile al bostoniano y al banquero que se esperen y, si puedes ganar dinero rápido con la pintura, ponte a pintar de inmediato.

Yo dudaba.

—Estoy nervioso. Me gustaría hacerlo todo al mismo tiempo, pero, por primera vez en mi vida, me siento hasta cansado. ¿A que es extraño?

Raymond meditó.

—A lo mejor dos horas diarias de entrenamiento durante un tiempo tan prolongado sean demasiado; o puede que tengas anemia.

Mi amigo no me comprendía.

—Joder, Raymond, ni tengo anemia, ni me cansa el entrenamiento; lo que tengo agotado es la cabeza y falsificar impresionistas me va a cansar más.

Mi compañero buscaba soluciones:

—Vete a Bruselas y allí, en tu casa, te pones a pintar.

No me satisfacía la idea:

—Bruselas y Roxana son cenas diarias, exposiciones, inauguraciones y tonterías. Necesito encerrarme a pintar. ¿Sabes qué te digo? Que me dan ganas de irme a Bretaña; es el único lugar en el que me puedo aislar.

Raymond no lo veía claro.

—Pero ¿y la policía francesa? En cuanto se enteren de que estás allí no te dejarán un instante.

Me encogí de hombros.

—Me da igual. No se trata de ir a trabajar para cobrarles, sino de estar doce horas al día pintando. De hecho, si aparecen, les puedo hasta invitar a tomar un café y a que vean lo que pinto.

A mi compañero no le pareció mala idea.

—¿Quiénes se van contigo?

Pensé con rapidez.

—Hain y Gilbert el Normando. Mientras yo pinto impresionismo, quiero que vayan a determinados lugares para comprobar si unas piezas están donde deberían estar. Luego que regresen. Para preparar los cuadros necesito estar solo. Voy a llamar a Samuel y decirle que se apresure en traerme las telas. Prepararé todo el material que necesito para hacer la paleta.

La semana que tardé en prepararme para regresar a mi casa de Francia fue muy ajetreada. Primero apareció un coleccionista austriaco, que dijo que lo enviaban los barones, para interesarse por los antiguos libros del obispado. No obstante, buscaba piezas muy concretas. Se presentó como Wappler y se mostró terriblemente estirado.

—Estimado señor, vengo recomendado por amigos comunes de los barones. Me interesan los códices y los libros de horas.

Le respondí:

—A mí también. ¿A quién no le van a interesar en Europa los libros de horas?

El estirado carraspeó

—Pero yo tengo especial predilección por los grimorios. —Lo miré con desconfianza; algo se hablaba ya de las sectas satánicas, aunque en aquella época no había tantos majaretas como ahora. Wappler no se inmutó—. Lógicamente, estoy dispuesto a adquirir, a pagar, se entiende, cualquier manuscrito interesante, y más aún si versan sobre magia negra o se refieren a antiguos cultos paganos.

Mi desconfianza empezó a transformarse en animadversión.

—Mire, señor Wappler, lo que tengo aquí son libros cristianos que vienen de un obispado, algunos muy antiguos y valiosos. Puede examinarlos, pero ni la magia negra, ni la brujería, ni los ritos paganos han sido nunca mi especialidad.

El coleccionista insistió:

—Pero usted puede conseguir «cualquier cosa», al menos eso me han dicho.

Suspiré.

—Dígame dónde está lo que desea y veré si puedo hacer algo.

El individuo contestó:

—Ya entiendo. Comprenda mi interés, yo soy un estudioso del mundo de los brujos y experto en los rituales de la antigua religión. ¿Conoce la antigua religión?

Negué:

—No, no la conozco, sólo conozco la mía.

El coleccionista estuvo un rato examinando los libros y eligió unos cuantos especialmente antiguos. Pagó y, antes de marcharse, señaló con la cabeza una talla gótica de un crucificado.

—Ese cristo podría interesarme. ¿Cuál es el precio?

Respondí automáticamente:

—Lo siento, ya está vendido. De hecho, todas las tallas del almacén están comprometidas a un cliente.

Hain, que estaba a mi lado, me miró con sorpresa pero no dijo nada. El coleccionista se marchó con un gesto de decepción y, antes de que mi compañero pudiera preguntarme nada, le aclaré.

—No me gusta ese tipo. Dile a Raymond que, si regresa y yo no estoy aquí, no le venda nada de arte sacro. Si quiere algún libro, que se lo lleve, pero nada religioso. —Hice un gesto de repugnancia—. ¡Grimorios y antigua religión! ¡Un maldito pagano! ¡Puaj!

Después, llamé a la baronesa para referirle la visita y ella me explicó:

—Erik, ese caballero no es amigo nuestro, sino que nos fue recomendado por otras amistades y presentado como un rico coleccionista y bibliófilo. Tan sólo le comentamos su calidad como anticuario y buscador de piezas imposibles de encontrar en el mercado, pero ha de ser un personaje muy distinguido, porque quien nos lo recomendó es un político muy importante.

No quise disgustar a Hilda hablándole de brujería y magia negra, pero lo cierto era que, a veces, mi fama me superaba y atraía a gente francamente inusual.

También Herr Ernest me telefoneó para repetirme su mantra favorito: viga de gloria. Conseguí que se conformara prometiéndole que lo visitaría al cabo de un mes con unas piezas muy selectas y confirmándole que le llevaría su viga.

—Señor, si ha estado siglos en su actual emplazamiento, por un par de meses más no va a pasar nada. Le doy mi palabra de que llevaré a cabo su encargo en nombre del esoterismo.

Aquella alusión pareció tranquilizarle, aunque se mostraba impaciente. En realidad, todos los que me rodeaban estaban impacientes: mis hombres refunfuñaban porque no había cumplido mi promesa de que nos iríamos un mes entero a entrenar con el Sargento, Roxana me hacía todo tipo de recriminaciones y deseaba que volviera a pintar abstracto para vivir la magia de otra exposición de pintura en alguna distinguidísima galería, y el judío neoyorquino me había llevado al menos veinte cuadros del XIX, francamente mediocres, que había pescado en anticuarios para que llevara a cabo las falsificaciones sobre las telas de la época. Para colmo, Edgar me llamó para recordarme que el patrimonio artístico de los Estados Unidos de América seguía ansioso de aportaciones culturales y Van Best me telefoneó para informarme de que su chino bautizado quería sagrarios y una talla de un cristo románico para instalarlos en su colección particular allá en el imperio del sol naciente.

Exploté ante Raymond:

—Oye, no puedo más, me largo a Bretaña a pintar y que se olviden de mí durante al menos seis semanas.

Seleccionar lo que debía transportar a mi casa de Bretaña me llevó un día. Los dos hombres que me acompañaban iban con el Mercedes Break; yo, por mi parte, conducía mi cupé. Habíamos cargado los coches a tope: en primer lugar, todas las telas que nos había facilitado el judío neoyorquino; las metimos en una caja de madera para evitar desgarrones o cualquier otra vicisitud que pudiera dañar los lienzos. Luego, guardamos una gran caja con las pinturas al óleo; eran suficientes como para realizar una exposición, pero no quería quedarme corto. A continuación, metimos pinceles y espátulas de diversos tamaños, productos de tratamiento, barnices y demás, y unos cuantos libros sobre el impresionismo de gran tamaño. Por último, cargamos nuestros equipajes. Hain dudó ante la gran caja de herramientas «especiales».

—Erik, vamos muy cargados, ¿van a ser necesarias las herramientas?

Afirmé:

—Por supuesto, nunca se sabe. No es serio viajar sin herramientas, es como si un camionero se dejara el volante del camión en su casa.

Hain insistió:

—¿Y los calibres?

—Claro, mi arma y mi dentadura postiza siempre me acompañan: son dos piezas de mi anatomía que no se quieren separar de mí jamás, como unas hermanas siamesas.

Partimos hacia Francia con un evidente sentimiento de gozo, sobre todo por mi parte. No obstante, antes de hacerlo tuve que engañar a Roxana y decirle que estaba preparando una nueva exposición de pintura moderna para la galería de su amigo y que necesitaba concentrarme. También llamé a mi madre, a la que seguía visitando con frecuencia, para decirle que me iba a encerrar un tiempo a pintar.

—¿Te han encargado, tal vez, un retablo de la virgen, cariño mío?

Le respondí:

—No exactamente, mamá. ¿Por qué me lo preguntas?

Eglantine me ofreció una explicación sorprendente:

—Porque he soñado varias veces con tu abuelo Alphonse y me ha dicho que un día tú pintarás vírgenes y que el pueblo les rezará. Rezarán a la virgen que pintes y dirán tu nombre. Por eso he pensado que tal vez…

—No, mamá; es un encargo de pintura, pero no son vírgenes.

Lo del sueño me intrigó. ¡Qué mensaje tan curioso! Yo ya tenía tablas en colecciones y museos norteamericanos, pero eran falsificaciones, así que no las firmaba y no estaba dispuesto a arruinar el negocio por darme bombo y fama como pintor.

Llegamos al viejo presbiterio y lo encontramos impecable. El matrimonio bretón al que había encargado su conservación eran unas personas honradas y, como les había avisado de nuestra llegada, la vieja casa estaba ventilada, los muebles bien encerados y la despensa repleta de alimentos de primera necesidad. Gilbert el Normando lo comentó:

—Estos bretones son gente de palabra. Mira cómo tienen el jardín: ni una mala hierba. Y no se les ha ocurrido fingir un robo y llevarse los muebles.

Hain soltó una risilla.

—¡No sería problema si hubieran robado! Estaría claro que la culpa sería de ellos, porque para abrir la cerradura de esta casa hay que ponerle una carga de dinamita y las ventanas tienen rejas. Si robaran sería porque han descuidado su trabajo y yo les dejaría cojos.

Afortunadamente para todos, los muebles de sacristía seguían en su lugar y no faltaba nada. El hombre incluso había llenado la leñera, pues, aunque ya apuntaba la primavera, en aquellas tierras seguía haciendo frío.

Transportamos todos mis materiales a la gran sala que había destinado al estudio de pintura y empecé a montar los caballetes, que ya estaban allí. Siempre había pensado en pintar aprovechando aquella quietud, de ahí que la sala contuviera ya algunos elementos. Las telas, de pie, cubrieron totalmente dos paredes. Con las fotos en la mano, fui estudiando las dimensiones y opté por seleccionar lienzos un poco más grandes que los originales. Con la ayuda de Hain, medí con una cinta métrica.

—Hain, no hay ninguno que tenga las dimensiones exactas, así que tendré que pintar sobre telas más grandes y luego, en el almacén, que los hombres me corten los bastidores.

El judío repuso:

—Pero si te cortan los bastidores, tendrás que mear en los clavos o echarlos al estiércol del corral para que cojan tiempo.

—Por supuesto, ¿es que te crees que soy tonto de baba?

—No, era un simple comentario, pero ¿vamos a ayudarte con los fondos?

Moví la cabeza.

—No es necesario, son muy pocos cuadros. Lo que me llevará más tiempo será secarlos. Esto es tan húmedo que habrá que tener la estufa de madera siempre encendida. Tenemos que conseguir que la temperatura varíe lo menos posible.

La instalación del estudio de pintura fue muy entretenida. Trasladamos la gran mesa de la cocina —una sólida mesa de pino bastante corriente— para colocar sobre ella mis libros. Luego, en el pueblo, compramos otra mesa mediana, también corriente, para hacer allí mi paleta. Mi antigua y valiosa mesa de sacristía seguía reservada para los almuerzos y tertulias en el comedor. Estudié con atención cada foto y comencé por un Monet especialmente delicado que reflejaba un bello paisaje. Escudriñé la foto con una lupa, detalle por detalle, preparé un boceto y me aislé en el estudio. Antes, envié a los hombres a hacer una visita informativa a una determinada iglesia:

—Cogéis el coche y vais aquí —señalé un punto en el mapa—. Sois turistas y tan sólo tenéis que comprobar si un retablo de alabastro está donde debería estar. Los curas están vendiendo tanto que lo mismo llegáis y lo han cambiado por uno de plástico.

Hain suspiró.

—No me extrañaría, porque en estos tiempos hay muy poca seriedad y muy poca vergüenza. Si está, ¿qué hacemos?

Me apresuré a responder:

—¡Nada! Sólo mirar. No quiero más experimentos de entrar a la luz del día con la gente espiando y que después corten las carreteras. ¡Por favor, Hain! Tenemos que vivir un tiempo aquí y no quiero problemas. —Rectifiqué—: Quiero decir «demasiados» problemas.

Mientras mis hombres hacían una batida de inspección, yo luchaba contra los lienzos utilizando indistintamente el pincel y la espátula mientras dialogaba con el cuadro:

—Monet, te he espiado y «siento» tu alma, así que no te resistas, porque la he atrapado y ahora la tengo yo. Además, pinto mejor que tú porque tengo más técnica.

En mi cabeza, una voz irritada me respondía:

—Cretino, payaso, prepotente. Puedes imitarme, pero nunca mejorarme. La obra es mía.

Yo le replicaba mientras mi espátula golpeaba el lienzo:

—Eso es lo que tú te crees. Van der Goes siempre vencerá a Monet.

El impresionista bufaba:

—¡Tú no has inventado nada! ¡Copista mediocre! ¡Pintor gótico de pacotilla!

Yo le replicaba:

—Tengo más medios, más técnica, mayores conocimientos y te he robado el alma. ¡Jódete, Monet!