CAPÍTULO 5.
Erik el Rojo, Erik el Belga
1. «África tiene a los monos y Europa a los franceses», Schopenhauer dixit
—¿Cuánto vale la vida de un padre?
Lancé la pregunta en voz alta, como quien hace una reflexión sin esperar ninguna respuesta. Mi camarada Louis, que estaba al otro lado de la mesa desmontando y engrasando un subfusil al que llamaba cariñosamente «mi mascota», alzó los ojos con sorpresa.
—¿Cómo puedes preguntar eso? El valor de la vida de un padre es incalculable, vamos, pienso yo.
Estábamos juntos en un viejo presbiterio de Bretaña que yo había comprado a través de las amistades de mi amigo de la OAS y que estaba restaurando con dinero que me había hecho enviar por la gentil Wenche desde mi cuenta de Suecia. Debía tener un domicilio fijo en Francia, ya que el juez francés me mantenía en libertad provisional debido a una serie de confusos cargos por robos de arte y había ordenado mi extrañamiento a Bretaña, de donde, supuestamente, no podía salir hasta que se aclararan todos los procedimientos en mi contra. En una palabra: estaba desterrado y confinado entre los límites geográficos de una región. Pero la respuesta de Louis no me pareció la adecuada.
—Por supuesto que es «difícil» de calcular. De hecho, llevo un mes, desde que salí de la cárcel, haciendo cálculos. Creo que es difícil pero no imposible; yo ya tengo una valoración aproximada de lo que me tienen que pagar los franceses por haber matado a mi padre.
Hain, que estaba en un rincón de la mesa haciendo un solitario, intervino gruñendo:
—Yo fui al entierro, todos fuimos, y la gente decía que al viejo Henri le habían partido el corazón los franceses por pedir la pena de muerte para su hijo. Vamos, que se murió de pena por culpa de los franceses.
Los mecanismos mentales de aquel judío, sin ser idénticos a los míos, me resultaban bastante agudos.
Louis empezó a interesarse por el tema.
—¿Y en cuánto has calculado la muerte?
Le rectifiqué:
—La muerte no, el asesinato. Bueno, no he querido excederme, pero en estos momentos los franceses me deben mil millones de francos. Es poco para mi padre, que era alguien muy importante aunque sólo fuera un sencillo guardabosques y policía. Mi padre fue mi libro de cabecera y mi enciclopedia de la vida; de él aprendí todo lo que sé.
En verdad, ¿puede valorarse la vida de un hombre de Dios? La imagen de mi padre —con la escopeta al hombro y andando por su bosque bajo la nieve, bendiciendo la mesa y haciendo la señal de la Santa Cruz sobre la hogaza de pan, enseñándome a tallar, a disparar, a curar a los animales; mi padre azorado y confuso cuando recibía una regañina de la mágica Eglantine—, y el olor de mi padre, único, inconfundible. Yo amaba a aquel hombre con cada fibra de mi ser y los franceses me lo habían arrebatado; aquello merecía una reparación.
Hain pareció animarse.
—¿Y cómo piensas cobrar los mil millones? Vamos, te lo pregunto por curiosidad.
Louis también se interesó:
—Oye, Erik, la deuda ¿es moral o real?
Yo lo tenía claro:
—¿Por qué os creéis que me conformo con estar desterrado en Francia? Yo me largo cuando me dé la gana. Sin embargo, necesito estar aquí y vivir aquí para cobrar, porque la deuda es real y esos me la van a pagar. Se lo quitaré todo, si es necesario vaciaré Francia, pero me cobraré lo que me deben.
Jacques, que había permanecido mudo hasta el momento, pareció volver a la vida.
—Y yo te ayudaré, jefe, te ayudaré a quitárselo todo. Y si hay que matar por ti, yo mato.
¡Y dale con matar!
Louis era el más sensato.
—Bueno, compañero, si quieres trabajar a lo grande, me parece muy bien. Pero vas a necesitar más hombres.
Hain aportaba soluciones:
—Pues llamamos de inmediato a mi primo Raymond. La lástima es que el italiano que nos mandó el de las alarmas esté muerto, pero él se lo buscó, por meterse en problemas sin ir armado. Ya se lo avisé.
Jacques puso cara de duelo.
—Sí, jefe, pero luego fuimos en busca de los tipos que lo habían matado y les dimos una buena. —Se le animó la expresión—. ¡Me lo pasé muy bien! Aquellos tipos estaban mal hechos y no aguantaban nada.
La perversa sonrisa de Hain me demostró que durante mi largo cautiverio mis hombres no habían permanecido inactivos.
—No, a Raymond le dejamos en Bélgica con las antigüedades. Además, ahora es un hombre casado y allí nos resulta útil. —Me dirigí a Louis—: Tienes razón, necesito al menos tres hombres más, pero de auténtica confianza, ya sabes a lo que me refiero.
Louis lo «sabía» porque fueron los suyos quienes me recomendaron al italiano que me delató en El Burgo de Osma. Aquel tema me tenía intrigado.
—Por cierto, Louis, ¿tú sabes quién fue el gracioso inoportuno que se me adelantó para ir a hablar con el chivato? Aquello era un asunto mío.
El de la OAS se encogió de hombros.
—Tuyo y, al parecer, de mucha gente más. En fin, espero que no descanse en paz.
Jacques agregó solemnemente:
—Hay que respetar a los muertos, pero si supiera donde está enterrado ese italiano iría a mearme sobre su tumba. ¿Tú sabes dónde está la tumba del chivato?
Louis no tenía ni idea.
—Yo no lo sé. Sé que hubo problemas, algo me contaron, cosas de la vida…
Hain suspiró:
—¡La vida es dura!
En el antiguo presbiterio reinaba una camaradería ejemplar y, aunque tenía contratados a dos albañiles del pueblo para que fueran repellando y haciendo reformas, mis hombres no tenían inconveniente en arremangarse y colaborar con los trabajadores mientras yo hacía batidas por Bretaña para ir rescatando hermosos muebles antiguos que pertrecharan el que iba a ser mi refugio espiritual durante el tiempo que los franceses tardaran en saldar su deuda conmigo. O durante el período que yo tardara en cobrármela. Al menos allí contaba con el mayor de los lujos: metros cuadrados, así que pude montar mi estudio de pintura mirando hacia el prado trasero. Era un lugar mágico, con reminiscencias de mi casa del camino del Paraíso. Así se lo relataba a mi madre en las largas cartas que le escribía en días alternos: «Mamá, no te preocupes, pronto iré a abrazarte, en cuanto terminen mis juicios en Francia. No sé exactamente cuántos son, pero todas las acusaciones son falsas y no tienen pruebas, tan sólo sospechas. Mis abogados dicen que saldré absuelto de todo y que luego pediremos indemnizaciones».
No se trataba de que yo fuera excesivamente optimista, sencillamente «sabía» que en mi contra sólo había sospechas policiales.
El caso es que, tras las primeras semanas de quietud, durante las que los tres amigos —Jacques, Hain y Louis— no me dejaron ni un instante, llegó el momento de comenzar a hacer planes de futuro. Nuestras conversaciones giraban en torno a una enorme y maciza mesa de nogal de sacristía que yo había comprado legalmente, aunque el cura en principio mostró reticencias y Louis tuvo que hacer un tenso aparte con él y enseñarle la culata del calibre para que palideciera y fijara un precio. La gente de la OAS solía ser muy persuasiva, y yo era muy afortunado de que tuvieran una importante deuda moral conmigo. Por culpa del chivato que ellos me habían recomendado caí en España, y Louis estaba dispuesto a reparar el daño colaborando a fondo con mis proyectos y ofreciéndose para todo lo que necesitara. Así que comencé a hacer planes:
—Amigo, necesito gente de mucha confianza, tipos duros y sin cargas familiares que, por supuesto, hayan sido militares. Si no están entrenados no me sirven. —Reflexioné y añadí—: También quiero, claro está, que sean cristianos.
Hain saltó como una serpiente:
—¿Y por qué tienen que ser cristianos? Raymond y yo somos judíos. ¿Te has vuelto nazi?
Rectifiqué algo azorado:
—Bueno, los judíos también valen. —Me volví a Hain—. Ya te lo he dicho mil veces: vosotros, los judíos, sois una especie de cristianos de alta época, porque la Virgen y Jesucristo eran judíos y todos nosotros somos judeocristianos.
Pero Louis tenía una curiosidad:
—¿Y qué tiene que ver la religión con «pelar» a los franceses?
Se lo aclaré:
—Bastante, porque pienso saquearles el país y vaciarlo, entre otras cosas, de arte religioso. Por cierto, mucho lo robó Napoleón en Flandes, así que ésta va a ser mi cruzada. No me gusta que en mis iglesias entren herejes, no voy a permitir que uno que no sea católico —añadí apresuradamente— o de la misma religión que Jesucristo y su parentela toque una imagen. Es una cuestión de respeto y de coherencia.
El de la OAS se conformó:
—Eso también es verdad, tienes razón. En todos los trabajos tiene que haber un respeto. Tú déjame viajar a París y a Marsella y contactar con los hombres. En mi círculo no conozco a nadie que no haya sido militar y que no haya estado en la legión extranjera; ésos son los que sirven, porque han regresado con mucha mala leche acumulada.
Mi amigo de la OAS se fue a buscar gente y nosotros permanecimos en nuestro presbiterio, cumpliendo con un riguroso programa de entrenamientos, ya que mi estancia en prisión me había anquilosado los huesos en parte y me encontraba algo desentrenado. Localizamos un siniestro gimnasio en una pequeña ciudad cercana donde se practicaba el boxeo y los tres nos apuntamos para machacarnos en el cuadrilátero, aunque ya había contactado en París con el sargento y estaba a la espera de que nos avisaran para iniciar las jornadas especiales de entrenamiento. La forma física es esencial para trabajar y el hombre que no es disciplinado se convierte en un perezoso saco de manteca.
Mientras tanto, haciendo —por supuesto— caso omiso a la orden del juez francés de que debía permanecer confinado en Bretaña, viajé varias veces a París, donde intentaban arreglarme la dentadura. Les resultó imposible, y tuvieron que arrancarme los deteriorados dientes de la parte superior y sustituírmelos por una dentadura postiza.
Me sometí a una serie de dolorosas extracciones pensando en que, en algún momento, «alguien» tendría que pagar por mi boca destrozada. Era sentarme en el potro de tortura del dentista y venírseme a la memoria el sacerdote chivato de El Burgo de Osma, Jon —el etarra de Soria— dándome papillas como a un bebé, Zaragoza, el suicidio de mi amigo el inglés, los pobres mendigos enloquecidos del penal de El Puerto, el abrazo final de mi amigo el constructor de barcos antes de ser ajusticiado con el garrote vil, los gitanos cantándole a la muerte de mi padre por peteneras… ¡Qué hermosa, pero qué cruel era mi amada Sefarad!
Pero mi confinamiento en Bretaña no había supuesto una ruptura con mi vida anterior en Bélgica: Raymond, que se encargaba de mi negocio de antigüedades, me visitaba asiduamente; también empecé a recibir cartas de la bella Roxana, a la que mi madre le había facilitado la dirección. En sus misivas insinuaba que podríamos «volver a empezar»; eso sí, cuando se aclarara totalmente mi situación legal. Asimismo, me anunció, con auténtica generosidad, que estaba «hasta» dispuesta a perdonarme. Mi madre también tocaba en sus cartas con sutileza el tema de la reconciliación y la ilusión que le haría que yo volviera con mi esposa y mi encantadora hija. Yo no deseaba contrariar a mi madre y le estaba muy agradecido a Roxana porque la visitaba con la niña y paliaba un poco su terrible soledad, pero cualquier sentimiento que yo hubiera experimentado hacia la exquisita Roxana había quedado muerto y sepultado no porque me hubiera fallado como esposa, sino por haberme fallado como amiga. Caso distinto era el de la hermosa Wenche, a la que guardaba una gran estima por su lealtad. Lo comenté con Raymond:
—A Roxana no la quiero. Para mí es como si perteneciera a otro mundo. Mi amiga sueca es una buena persona, y muy amable, pero ninguna de ellas pertenece a mi «hoy». —Me pasé la mano por la cabeza—. Mira, ¿tú que ves?
Raymond me respondió:
—Veo tu cabeza.
Me indigné.
—Joder, no seas torpe, te estoy diciendo que si ves que tengo el pelo completamente blanco, como si tuviera sesenta años.
Mi amigo asintió.
—Sí, todos lo vimos en el juicio y dijimos: «A Erik se le ha puesto el pelo blanco». Pero no hemos querido comentarte nada porque ya sabemos que cuando a un hombre de menos de treinta años se le pone el pelo blanco es porque las ha pasado canutas.
Asentí.
—Eso es, y lo he pasado solo y quiero seguir solo.
Pero Raymond me conocía.
—Hasta que aparezca alguna mujer hermosa y te enamores una pequeña temporada, como siempre.
A veces mi amigo parecía no comprenderme.
—Pero aunque aparezca alguna mujer «de ésas» seguiré estando solo. Puedo retozar con cualquier belleza, pero el sexo es el sexo y el espíritu es el espíritu, y ése no lo comparto con nadie. Cuando encuentre a una mujer que sea como mi madre, con ésa me quedaré, mientras tanto… Bueno, tú ya sabes lo que pasa.
Seguía, pues, muy vinculado a Bélgica, aunque estaba dispuesto a permanecer en Francia el tiempo que fuera necesario. Las gestiones de Louis no se hicieron esperar; de hecho, acudió a anunciarme que ya había encontrado, entrevistado y seleccionado a tres hombres muy interesantes. Los tres procedían de la legión; dos eran franceses y otro luxemburgués; además, todos ellos habían tenido problemas graves en algún momento de sus vidas.
—Pero son de absoluta confianza, yo respondo por ellos. Son de los «míos» y están acostumbrados a obedecer. Quieren trabajar para retirarse dentro de unos años. Te lo juro, Erik, si te haces con ellos y eres un buen jefe, no encontrarás a hombres más leales. Son fieras, pero son perros fieles.
Me interesaba un tema:
—¿Alguno de ellos está buscado?
Louis no me iba a mentir.
—Sí, el de Luxemburgo tiene sangre pendiente. Los otros dos han tenido problemas en Argelia, pero en Francia están limpios.
—¿Y están entrenados?
Louis asintió.
—Son legionarios, sirven para todo aunque nunca hayan podido pagarse los entrenamientos fuertes del sargento, porque ya sabes los precios.
Para mí el dinero, de momento, no era problema, y en el futuro lo iba a ser menos aún.
—Si valen, yo les pagaré los entrenamientos. De hecho, los haremos todos juntos, quiero verles actuar sobre el terreno y ver cómo manejan las armas.
Mi amigo se extrañó.
—Está bien que sepan utilizar las armas, pero tú siempre has dicho que los trabajos de arte tienen que ser «limpios» y nunca te ha gustado ni que lleven el calibre encima.
Se lo aclaré:
—Eso era antes de que mataran a mi padre. Ahora es distinto. Ahora iremos armados porque a las guerras no se va dando golpes de kárate ni partiéndole a la gente la tráquea de una manotada. Las guerras son serias, no a parar a primera sangre.
Louis me cogió del antebrazo.
—Erik, tú has cambiado.
Moví la cabeza con amargura.
—Han matado a mi padre; ahora soy huérfano y mi madre es viuda. Por supuesto que he cambiado.
Los hombres de Louis no me decepcionaron. Llegaron una tarde en coche con sus petates y todos nos reunimos en torno a la mesa de sacristía. El de la OAS me los fue presentando:
—Éste es Gilbert —dijo señalando a un individuo rubio de aspecto sombrío que me estrechó la mano—. Es de Normandía y su especialidad es la guerrilla nocturna; vamos, que ve en la oscuridad como los gatos. También es un virtuoso de la tortura cuando el enemigo no le gusta.
Gilbert gruñó:
—Argelia es francesa.
Louis me presentó al siguiente:
—Éste es Jean le Coq, un patriota al que no le han ido bien las cosas. Llegó a ser sargento de la legión, pero le degradaron.
Me interesó la expresión animada de le Coq.
—¿Cuál es tu especialidad?
—Pues comer polvo del desierto, el rancho de los calabozos, el póquer profesional y los explosivos. Pero hago cualquier cosa.
Asentí.
—Eso está bien.
Louis había dejado para el final de la presentación a un tipo corpulento con aspecto de alemán y nariz de boxeador.
—Te presento a Wolf, es de Luxemburgo.
No añadió nada más, pero yo sabía que el tal Wolf tenía sangre pendiente.
—Wolf no es un nombre, ¿cómo te llamas?
El tipo me miró mal.
—Louis me dijo que aquí no se hacían preguntas. Si tengo que contestar preguntas, me largo.
Bien, un hombre al que le gustaba tener la boca cerrada.
—Por supuesto que no tienes que contestar, aquí nadie te preguntará nada, aunque somos una familia. Yo sí te digo cómo me llamo, me llamo Erik.
Le Coq intervino:
—Sabemos quién eres, tú eres Erik el Rojo. Se habla mucho de ti, dicen que eres el mejor y estamos orgullosos de trabajar contigo.
Tras las presentaciones, hice un aparte con Jacques y Hain:
—¿Qué os parecen?
Jacques no era excesivamente expresivo.
—Yo lo que tú digas, jefe; si a ti te gustan, están bien.
Hain sí dio su opinión:
—A mí el tal Wolf me parece una bestia de la legión extranjera, no me lo figuro tocando arte. No es un tío con clase y, encima, no se fía de nosotros, porque no nos quiere decir cómo se llama. Oye, ¿y si la sangre pendiente que tiene es porque es un asesino en serie de mujeres o algo por el estilo?
Louis, que se había acercado, oyó la última parte.
—Oíd, no os equivoquéis, Wolf es un gran tipo. Tuvo un problema en un lugar donde acabó degollando a una persona con un alambre, cosas entre hombres. Me ofende que penséis que entre mi gente puede haber violadores o asesinos de mujeres. A esos los matamos, no trabajamos con ellos.
Decidí quedarme con los hombres porque venían muy bien recomendados. De inmediato entraron en la rutina de entrenamientos físicos, aunque se notaba que estaban preparados. Todos habían estado en gimnasios y Wolf era boxeador casi profesional. Estaban ágiles y no eran perezosos ni para levantarse al alba para correr, ni para seguir los pasos de la instrucción militar que conocían al dedillo, ni para acudir al mísero gimnasio de la ciudad a subir al cuadrilátero. Además, manejaban bien las armas; Gilbert lo hacía excepcionalmente bien, mientras que le Coq nos reveló muchos extremos del apasionante mundo de los explosivos. Era muy didáctico, se detenía en las explicaciones e insistía en que participáramos todos. Era capaz de fabricar una bomba con cualquier cosa. Pero seguimos las recomendaciones de Louis de no jugar jamás con él a las cartas.
—Está sacando la baraja de la caja y ya está haciendo trampas. Es algo natural en él, así que le hemos tenido que sacar de más de un problema por culpa del póquer. Así que estáis avisados.
Yo advertí a le Coq:
—Mira, Jean, aquí no se juega a las cartas, porque si nos haces trampas sería una falta de respeto a tus camaradas y te descuartizaríamos. Si quieres jugar, te buscas a otros, pero aquí no quiero ver una baraja.
Le Coq asintió.
—Yo obedezco, Erik. Si quiero jugar, me iré por ahí. Pero te advierto que Hain me ha pedido que le enseñe a hacer trampas; no estoy chivateando, es para que lo sepas. Si tú me dejas, yo le enseño.
Reflexioné.
—Está bien, te permito que les enseñes a hacer trampas al póquer a todos tus compañeros, pero prohíbo jugar con dinero, que quede bien claro.
—Está bien, jefe, jugaremos con alubias; ni un franco, te lo juro. Es por enseñarles, sin interés, de corazón, de verdad.
¡Lo que faltaba! ¡Mis hombres convertidos en tahúres! Pero los pobres tenían pocas diversiones, aparte de los entrenamientos. Sin embargo, no tardé en convocarles en torno a la mesa de la sacristía para anunciarles que comenzábamos a trabajar.
2. El precio de la sangre de mi padre
Tenía preparada para la ocasión una breve intervención, así que esperé a que estuvieran sentados y en silencio para comenzar:
—Llevamos todos un tiempo juntos, conociéndonos a fondo y entrenando. Ya es el momento de comenzar el trabajo. —Mis hombres me miraban en medio de un silencio total—. Todos vosotros sabéis que los franceses mataron a mi padre y que tienen pendiente conmigo una deuda. Voy a empezar a cobrarla. Mi plan tiene dos partes. En primer lugar, cogeré parte de mi dinero; luego seguiremos con otras cosas más delicadas.
Hain cortó mi intervención:
—Perdona, Erik, pero nosotros nunca hemos ido a por dinero. ¿Te estás refiriendo a bancos?
—No. Ya sé que nosotros no robamos dinero, jamás lo hemos hecho. Pero este caso es especial. Se trata de empezar a cobrar una deuda y haremos exclusivamente cajas postales, todas las de Francia si es preciso. Si con eso, incluyendo vuestra parte, logro cobrar, pararé. Yo sólo quiero lo que es mío y me deben, no quiero nada de nadie.
Expliqué someramente cómo iba el reparto de las ganancias obtenidas, aunque yo, como siempre he sido honesto, consideraba pago de mi deuda la cantidad total cobrada a los franceses, aunque tuviera que darles una buena parte a mis hombres, que, por cierto, parecían muy motivados.
—Jefe, ¿cuándo empezamos?
Yo llevaba tiempo estudiando mapas de ciudades, vías de entrada y salida, y seleccionando objetivos concretos.
—Éste es el plan: vamos a empezar por aquí y por aquí —di el nombre de tres ciudades—. Primero, una inspección del lugar; iréis dos, habrá que vigilar tres noches seguidas cada objetivo antes de actuar. Necesitamos una furgoneta y varios juegos de placas de matrículas; eso se consigue en París, al igual que el material que necesito para los trabajos. Las herramientas las monto yo. ¡Vamos! ¡Todo el mundo en marcha! Comenzamos a actuar…
Para iniciar el cobro de mi particular deuda, necesitaba cierta movilidad geográfica. Mis abogados ya habían conseguido que el juez me permitiera estar o residir en siete departamentos, algo fundamental, ya que tendríamos que alquilar viviendas en determinadas áreas para hacer los trabajos. Decidí que alquilaríamos las casas en solitario, porque podía ser sospechoso que un grupo de individuos se instalara en un mismo lugar. De hecho, uno viviría en el punto indicado y los otros nos moveríamos por el lugar, pero sin permanecer en la casa. Los trabajos eran sencillos, dignos de niños de teta: primero la vigilancia y luego atacar de noche unas oficinas que no tenían apenas dificultad de acceso; si acaso, contaban con viejísimas alarmas. Lo más simple era acceder por alguna ventana forzándola con una palanqueta o aserrando los barrotes.
Tal vez la única dificultad fuera la caja fuerte, pero no era problema para alguien como yo, experto en soldar. Ingenié un sistema de soplete con una bombona de acetileno y otra de oxígeno dotadas con reguladores de presión. Era una especie de soplete transformado que cortaba el hierro sin dificultad. Sin embargo, más tarde, tras estudiar las cajas, comprendí que también se podían abrir atacando los pivotes de los extremos y sacando la puerta. Eran trabajos fáciles, sosos y lucrativos. No resultaban motivadores, no tenían nada que ver con el misticismo de los trabajos de arte, pero de alguna manera tenía que cobrarme mi dinero, ya que no estaba dispuesto a perdonarles ni un franco. Llegábamos de noche con el terreno ya bien estudiado, entrábamos forzando la puerta —una nimiedad— o por cualquier otra vía de acceso predeterminada, montábamos el equipo y, sin decir ni una palabra durante todo el trabajo, que era tan tedioso como una tarde de domingo, acabábamos lo antes posible.
A veces mis hombres añoraban algo de acción: encontrar a un guardia armado para neutralizarle, que pasara «algo» diferente… pero todo era igual, tan sólo cambiaban las ciudades. Seguíamos con el soplete, aburridos como monos, mientras la policía francesa se volvía loca, como son ellos de histéricos. Yo iba contando las ganancias con extraordinaria seriedad y apuntándolo todo, porque no se trataba de «robar», sino de cobrar, que es algo distinto.
Fueron unos meses poco movidos, con escasa adrenalina debido a la monotonía de los trabajos y que podrían haber continuado hasta que hubiéramos vaciado todas las Cajas Postales de Francia. No obstante, el factor humano lo impidió.
El final de aquel negocio se debió a un fallo perfectamente evitable. Siguiendo mi estrategia, había instalado a Jean le Coq en una determinada ciudad, en Lille, que era el centro geográfico de todos los puntos que debíamos atacar. El francés estaba en un apartamento alquilado y desoyó dos de mis consejos: «Nada de cartas y pon siempre el dinero a buen recaudo y lo más alejado posible». Empezó a salir a jugar al póquer a los bares; apostaba fuerte, como un estúpido ludópata, y encima hizo amistad con un grupo de jugadores y se le fue la boca con ellos. Empezó a fardar ante sus compañeros de mesa y a darse importancia a lo largo de las largas noches de póquer y alcohol. «Yo pertenezco a la banda de Erik el Rojo.», pequeñas e indiscretas confidencias que se hacen cuando uno se siente entre camaradas. No sé exactamente cómo, pero habló. Una mañana, estando yo en la ciudad de Aras, me desperté con una pistola en la frente y cinco policías armados hasta los dientes en la habitación de mi apartamento. Afortunadamente para nosotros, llevábamos al menos quince días inactivos y no nos pudieron pillar sobre un trabajo, pero habían investigado a partir de una delación sobre Jean le Coq y nos habían visto a todos juntos en varias ocasiones, así que llegaron a la conclusión de que iban a desarticular «la banda de Erik el Rojo» y a obtener un gran éxito policial. Ni que decir tiene que en los registros no encontraron nada en absoluto: ni dinero, ni herramientas, y eso que pusieron mi antiguo presbiterio patas arriba. En realidad todo estaba escondido, junto con la furgoneta, en un garaje de mi propiedad situado a varios kilómetros; el dinero, por otro lado, estaba a buen recaudo en Bélgica.
Pero a le Coq le intervinieron en la casa grandes cantidades de monedas aún con el precinto de la Caja Postal. Una vez estuvimos todos juntos en el calabozo, me lo quería comer.
—¿Es que eres imbécil? ¿Cómo se te ocurre guardar el dinero en tu casa? Y a ver, cómo han llegado a encontrarnos…
Estábamos todos en dos calabozos contiguos y mugrientos; mis hombres aguantaban con una expresión absolutamente neutra: allí nadie iba a hablar, nadie sabía nada. Estaban perfectamente aleccionados, eran profesionales, y, después de lo mucho que habían vivido, sobre todo los que venían de Argelia, un interrogatorio de aquellos franceses era algo que no les impresionaba en lo más mínimo. Tan sólo dirigían miradas furibundas y bufidos en dirección a le Coq, que callaba avergonzado, enmudecido por el horror de habernos hecho caer a todos por su imprudencia. Sabía perfectamente que el chivatazo había salido de alguna de sus partidas de póquer, que alguien le había delatado. En su declaración dijo, en primer lugar y tratando vanamente de exculparse, por si colaba, que las monedas se las había comprado a un árabe. Al tercer día, sin haber recibido ningún tipo de presión por nuestra parte, ya que no le hablábamos, sino por simple coherencia y hombría, decidió confesar su culpabilidad. Pero, para hacer que sus amigos pudiéramos salir, dijo que lo había hecho en solitario. Le dieron fuerte, le propusieron todo tipo de tratos a cambio de delatarme, mil beneficios a cambio de implicarnos a todos:
—Di que tu jefe es Erik el Rojo, ese belga hijo de puta, que él lo ha organizado todo; lo firmas y quedas en libertad por colaborar con la justicia.
Pero le Coq permaneció inmutable y «se lo comió» en solitario, porque era un hombre y los hombres son así.
Al resto nos tuvieron que soltar; rabiaron, nos amenazaron y patalearon, pero nos soltaron. Nos despedimos de nuestro amigo con un apretón de manos.
—Me han dicho que me condenarán a doce años. ¿Cuántos se cumplen de los doce?
Yo tragué saliva.
—Se cumplen aproximadamente ocho, pero te estaremos esperando y estaremos contigo durante todos esos años. Pero eso ya lo sabes, no hace falta que te lo diga.
Todo aquello aconteció en unos tiempos en los que la palabra de un bandido valía su peso en oro molido, no como ahora, cuando impera la moral de los aficionados, de los chorizos y de la gentuza. Ya no quedan en el bandidismo hombres de honor ni profesionales. Nosotros nunca abandonamos a le Coq durante su largo cautiverio: Louis se encargó de su dinero y, cuando salió, muchos años más tarde, mis hombres estaban esperándole a la salida. Como Dios manda, como tiene que ser.
Tras los días de calabozo, volvimos a reunirnos en el presbiterio en torno a la mesa de sacristía. Ninguno de mis cuatro hombres parecía afectado en absoluto por el incidente.
—Mirad, a nuestro camarada le Coq le van a caer doce años por imprudente y por poco profesional.
Wolf intervino con voz cavernosa:
—Ha hecho bien en comerse su error, si hubiéramos entrado en la cárcel por su culpa, yo, personalmente, lo habría matado a dentelladas en la yugular.
Me irrité.
—Los compañeros no nos matamos entre nosotros, a no ser que sea por chivatear.
Hain rabiaba.
—O por tener la lengua larga y poner en peligro a todo el grupo. Wolf tiene razón. Nos hemos librado de ésta, pero yo creo que ya estamos quemados para seguir cobrando la deuda en las cajas postales; vamos, que nos hemos quedado sin un trabajo cómodo y sin complicaciones. A ver, ¿cómo cobramos ahora el dinero por el asesinato del padre de Erik? ¿Nos llevamos la torre Eiffel y la vendemos al peso?
El presbiterio era un lugar ideal para conspirar e idear. La verdad es que siempre hacía mucho frío, que el viento se deslizaba por las ventanas emplomadas y que los techos de cuatro metros no contribuían a dar calidez al ambiente, pero era un lugar hermoso que me reconfortaba espiritualmente gracias a sus muros de piedra invadidos por la hiedra y su aspecto de vieja abadía. Por lo general, si el ambiente no me acompaña y no logro crear en un lugar mi laboratorio mágico de ideas, me bloqueo y me siento muy desdichado, pero aquél no era el caso de mi nuevo hogar. Sin embargo, le faltaba antigüedad para mi gusto, ya que era una construcción de finales del siglo XVII. Tenía un aire absolutamente monacal y yo la había amueblado con bellos muebles franceses antiguos primorosamente encerados por el fiel Jacques. Además, no estaba muy lejos de un romántico cementerio. Yo vivía solo; a mis hombres les había alquilado una granja cercana, pero nos reuníamos en lo que yo llamaba el refectorio. En un granero cercano habíamos acondicionado un gimnasio a base de bricolaje casero. Necesitaba mi espacio y así se lo dije a Hain:
—Ya sé que aquí hay espacio para todos, pero necesito estar solo para pensar y, más adelante, para pintar y tallar.
A Jacques no le gustaba el lugar.
—Esto es muy triste, jefe, parece una iglesia y no tiene los lujos y las comodidades que tú mereces: si no fuera por el grupo electrógeno, no tendrías ni luz; la estufa no da calor por culpa de los muros de piedra y podrías enfermar. ¿No sería mejor que te compraras un chalé moderno con piscina? Además, este sitio no me gusta, es de esas casas que salen en las películas de terror. Tú eres un hombre importante, tú mereces más.
Yo agradecía el interés sincero de mi rudo compañero, pero aquel lugar era absolutamente encantador. Mi madre habría sido feliz en un entorno así, entre árboles centenarios y prados, y con un enorme ciprés en la puerta. Era el rincón idóneo para «crear». Se lo confesé a Jacques, aunque me constaba que, en su simpleza, no podía entenderme:
—Mira, compañero: éste es un lugar para pensar y para crear obras de arte.
El bruto se animó.
—Muy bien, jefe, si te pones a falsificar, ya sabes que siempre lo has vendido todo muy bien.
Me exasperé.
—No me refiero a «esas» obras de arte, sino a estrategias para trabajar. Todos los trabajos que yo diseño son como una obra de arte: tienen que ser hermosos y tienen que ser perfectos y llenarme espiritualmente.
Jacques ponía cara de estar abrumado por el esfuerzo mental que suponía para su cabezota comprender un par de frases seguidas.
—Pero, jefe, y disculpa, porque no quiero que pienses que soy un interesado, ¿por todo eso se gana algo? Digo por lo del espíritu —y añadió apresuradamente—, aunque, si hay que hacer algo sin cobrar dinero, me da igual: yo por ti doy la vida y, si tengo que matar, mato.
Suspiré con resignación, consciente de que la mayor muestra de afecto y lealtad que podía recibir de mi fiel Jacques era que destripara a alguien en mi honor, ¡qué cruz!
A todo esto, comparecí en un juicio por un robo de arte. No recuerdo exactamente dónde fue, pues han sido muchos pese a que también se archivaron algunas causas. Salí absuelto por falta de pruebas mientras la policía francesa hacía patéticas morisquetas para demostrar su indignación. El juez me concedió permiso para residir en toda Francia, lo cual era innecesario, porque yo iba a hacer siempre lo que me diera la gana. Pero, por supuesto, me quedaría dentro del país debido a intereses concretos. A no ser que me interesara instalarme en mi tierra y tomarle un poco más el pelo a las autoridades francesas yendo y viniendo. Pero lo más importante fue que aquel hombre me devolvió la documentación para que pudiera ir a visitar a mi madre a Bélgica.
En realidad, podría haber vuelto a mi país en cualquier momento, pues conocía al dedillo los controles fronterizos y las carreteras. Sin embargo, por algún motivo, había ido atrasando el momento del reencuentro y paliando mi ausencia con docenas de cartas. Era consciente de que el regreso a casa me iba a suponer un fuerte choque emocional y de que los recuerdos que me iba a traer dispararían mi aborrecimiento hacia los franceses hasta cotas inimaginables. Yo tenía perfectamente controlado y dosificado mi odio hacia ellos, pues quería utilizarlo a largo plazo y con infinita sutileza, como soy yo.
Le envié un telegrama a mi madre anunciándole mi inminente llegada, pero tuve que retrasarla para sacar a Gilbert el Normando de la comisaría por meterse en problemas en París con un grupo de argelinos a los que había aplicado un severo correctivo motu proprio. Cuando llegó el momento de regresar a mi tierra, tan sólo me acompañó Hain, los otros se quedaron en Bretaña. A mi amigo el judío le dejé en Bruselas.
—Ve a ver a tu familia, compañero. Estaremos en contacto y nos vemos de vuelta dentro de una semana.
Hain gruñó enfurecido:
—No voy a visitar a nadie porque no me hablo con nadie de mi familia. Si tú tuvieras una familia de conspiradores tampoco te hablarías con ella.
Aquello era cierto, aunque los padres de Hain tan sólo habían querido para su hijo una vida convencional, que trabajara en el negocio familiar, que se pusiera en tratamiento por los nervios y que se casara con una buena chica judía. Pero él únicamente se hablaba con su primo Raymond, aunque tampoco le perdonaba que se hubiera casado y dedicado al negocio de las antigüedades. Consideraba que, de alguna manera, había abandonado el equipo.
—Un desertor asqueroso, eso es mi primo.
Y quejándose con amargura sobre la supuesta «deserción» de Raymond, le dejé en el apartamento de Bruselas para dirigirme a mi pueblo conduciendo un flamante Mercedes blanco coupé que había sido mi último capricho.
Aparqué el coche a las afueras del pueblo. Necesitaba, espiritualmente, entrar andando, recorrer un trayecto que conocía de memoria para reencontrarme con el cromatismo verdeante de mis orígenes y con los olores a hierba y a bosque, tan conocidos, tan amados. Así, al llegar al recodo donde se iniciaba el camino del Paraíso, vi a una anciana vestida de negro sentada sobre el murete de piedra. «Una vecina», pensé. Pero la mujer, cuando advirtió mi presencia, se levantó y se dirigió lentamente hacia mí con un andar algo vacilante. Apresuré el paso porque supe que aquella mujer de pelo blanco era mi madre, lo «sentí» con una mezcla de angustia e incredulidad. Habían transcurrido unos tres años desde la última vez que la había visto y, al regresar, me encontraba con una mujer prematuramente envejecida a la que yo había confundido con una abuela del pueblo. Cuando llegué hasta ella me tendió las manos.
—Hijo, te estaba esperando. —Luego supe que mi madre, desde que había recibido el telegrama, me había esperado cada día al principio del camino, sentada en el muro, hora tras hora. No me abrazó, sino que se empinó un poco para tomarme la cara entre las manos—. Cariño mío, tienes el pelo blanco.
Yo la tomé por los hombros al tiempo que tragaba saliva.
—Tú también, mamá, y llevas gafas.
Nos mirábamos, espiando en nuestros rostros los estragos no del tiempo, sino del destrozo emocional que había supuesto mi paso por las cárceles y la muerte de mi padre. Las huellas estaban ahí, en las arrugas de mi madre y en sus ojos, que, tras las gafas, habían perdido las chispas de miel. Empezó a llover; caía esa lluvia fina de mi tierra y, sin decir una palabra, con mi brazo sobre los hombros de Eglantine —que eran frágiles y huesudos—, nos dirigimos a casa.
Al llegar al umbral de mi hogar, volví a experimentar un doloroso choque: los rosales trepaban salvajes por la veranda, nada quedaba de aquel maravilloso jardín que mi madre cuidaba con primor. Los árboles frutales necesitaban una buena poda y los hierbajos parecían haberse hecho los dueños de la situación; incluso la fachada necesitaba una urgente mano de pintura y los cristales estaban llenos de polvo. Era como si la casa hubiera permanecido abandonada. Sin embargo, al atravesar la puerta de la cocina, pude notar que el descuido imperante en la parte de fuera no se había adueñado del interior. Los cacharros de cobre seguían relucientes y la mesa brillaba bien encerada. Eché en falta el rincón de pintura de mi madre, pues la paleta de óleo, las acuarelas y el caballete habían desaparecido; tampoco había lienzos con esbozos, como si en aquella casa jamás hubiera vivido una pintora.
—Mamá, ¿y tus pinturas?
Eglantine daba la sensación de ser una mujer agotada.
—Hijo, no puedo pintar, me tiemblan demasiado las manos, y mis ojos…
Apreté la mandíbula y sentí un conato de ahogo. Los franceses no sólo habían dejado viuda a mi madre, sino que le habían arrebatado una parte de su espíritu, que era la magia del pincel, y eso «alguien» iba a pagarlo con creces; alguien pagaría la destrucción física de mi madre, que, con menos de sesenta años, parecía una anciana y había perdido al menos diez kilos de peso.
—Mamá, te llevaré al mejor oculista de Bruselas. Eres demasiado joven como para haber perdido la vista, eso no es normal.
Mi madre suspiró.
—Los ojos me enfermaron hace un par de años y desde entonces he ido peor. Pero tú no te preocupes, cariño mío, con las gafas no veo mal.
—Pero no puedes pintar.
Mi madre trataba de parecer animada.
—Eso no es sólo por los ojos, es que me tiemblan las manos.
—Pues te llevaré a un especialista para que te quite el temblor de las manos.
Eglantine parecía resignada.
—No sé si va a poder ser, me tiemblan las manos porque me tiembla el corazón.
Yo sí que no me resignaba.
—Joder, mamá, pues te llevaré al mejor cardiólogo de Europa. ¿Es que no te das cuenta de que yo estoy aquí?
Y estaba allí, en mi casa, adonde había regresado para encontrarme con mi madre medio ciega de tanto llorar, primero a causa de mi condena a muerte y luego por la muerte de mi padre. Todo estaba igual pero era distinto: en el salón hacía frío y olía a cenizas, la chimenea estaba apagada y el sillón de mi padre vacío, en la mesita que siempre había junto al sillón permanecían un libro abierto y la pipa de mi padre —«Mi Henri lo dejó así»—, y también, cuidadosamente doblado, un edredón.
—Mamá, ¿qué hace aquí un edredón?
Eglantine parecía confusa.
—Es que duermo mal, ¿sabes? Y en ese sillón parece que concilio un poco mejor el sueño. Tu padre, al final, tampoco podía dormir y se pasaba aquí las noches.
Comprendí que mi madre dormía noche tras noche en el sillón de su marido, acurrucada junto a sus recuerdos.
—Pero, mamá, aquí hace mucho frío.
Eglantine murmuró:
—Más frío tendrá mi Henri ahí fuera, solo bajo la lluvia. ¡Cuánto frío tendrá…!
Y mi madre tembló, como si el helor que ella pensaba que sentía su compañero bajo la losa de mármol hubiera impregnado los frágiles huesos de su esqueleto de gorrión.
Susurré:
—A quienes se les van a helar los huevos es a los franceses cuando yo acabe con ellos. —Después le dije a mi madre—: Pero esta noche estoy yo en casa y puedes dormir en tu cama; yo he vuelto, mamá.
Los ojos enfermos de Eglantine empezaron a lagrimear.
—No puede ser, hijo, la cama que compartíamos tu padre y yo está como él la dejó la última vez que se acostó, con las mismas sábanas. Al final los dos dormíamos aquí abajo, él en su sillón y yo en el sofá, por si sonaba el teléfono y era el abogado de París para darnos alguna noticia, por si sonaba y no nos daba tiempo a bajar a cogerlo.
Incluso con mi incómoda dentadura postiza, prodigio de la técnica de un protésico francés, conseguí rechinar los dientes. Me dolía la mandíbula de la tensión al figurarme a mis padres anhelantes junto al teléfono, esperando una llamada que confirmara o denegara mi petición de extradición, que les informara de si me iban a ejecutar nada más llegar a Francia como castigo por un delito que aquellos franceses nunca lograron probar.
Pero yo no iba a dejar a mi madre durmiendo sola en el salón.
—Tengo una idea, mamá: encenderé la chimenea y dormiremos los dos juntos aquí abajo, como cuando yo era pequeño y tenía miedo y tú te quedabas conmigo hasta que me dormía.
Mi madre no quería.
—No, cariño mío, desde que recibí tu telegrama tienes preparada tu habitación con la estufa encendida. Tú vete arriba. Yo apenas duermo.
Intenté parecer animado:
—Pues esta noche dormiremos los dos. Tú prepara una tisana, nos la bebemos y nos quedamos hablando hasta que nos durmamos, bien arropados con el edredón…
Es verdad lo de «En casa del herrero cuchillo de palo». Mi madre era una maga capaz de tratar con hierbas medicinales cualquier mal; mil veces había visto a los vecinos acudir a pedirle remedios contra el insomnio, y sus brebajes eran eficaces. Sin embargo, ella prefería el atormentado duermevela, navegar por sus recuerdos, como si al caer en el sueño traicionara los pensamientos sobre mi padre en aquel salón helado en el que no se encendía el fuego aunque en la leñera de la casa nunca faltara madera.
—Mamá, ¿es que se te ha acabado la leña?
Ella negó con la cabeza.
—No, me la trae el vecino. Pasa por aquí y, cuando ve que falta, me llena la leñera. Pero no tengo fuerzas para encender el fuego, el último fuego que se encendió en esta chimenea fue el de la noche en que tu padre murió. Luego los rescoldos se apagaron. De eso hace ya mucho tiempo… Pero da igual, yo siempre tengo frío, incluso junto a la estufa de la cocina, tengo mucho frío…
Y lo cierto era que la casa, pese a tener estufas en todas las habitaciones, estaba gélida. Sin la figura bondadosa de Henri, sin el humo dulzón de su pipa, sin el olor a bosque que impregnaba su capa de guardabosques, mi padre faltaba de una manera cruel, y con él parecía haberse evaporado aquel cálido aire de hogar tan mágico que siempre tuvo la casa del camino del Paraíso.
Aquella noche permanecimos juntos en el sofá, tapados con el edredón. El fuego que yo había encendido crepitaba alegremente. Hablamos poco. Yo, por las cartas de mi madre, sabía que mi hermano Marcel se había casado y que la visitaba con frecuencia porque no vivía lejos; también sabía de las visitas de Roxana con la niña, que era la luz de los ojos de mi madre. Pero, al tiempo, ignoraba multitud de detalles. Supe que, al igual que yo maquillaba la realidad para no hacer sufrir a los míos, mi madre, en sus cartas, también callaba más que contaba. Había intentado mostrarse optimista y me había mentido descaradamente sobre su estado. Yo había notado la letra temblorosa, pero la había achacado al sentimiento que Eglantine ponía al escribir y comunicarse con alguien querido, no al deterioro físico, terrible, que había experimentado. Así, poco a poco, fui conociendo detalles de los últimos días de mi padre.
—Íbamos juntos a todas partes: al consulado, al abogado, al tribunal francés… A veces ni siquiera nos recibían y en una ocasión tu padre se puso de rodillas delante del juez.
Tragué saliva.
—¿Que mi padre hizo qué?
—Se arrodilló, se arrodilló pidiendo clemencia, pero el juez hizo que nos echaran de su despacho.
Me levanté del sofá.
—Disculpa, mamá, tengo que hacer una llamada de teléfono.
—Pero, hijo, es muy tarde, es de madrugada. ¿A quién vas a llamar a estas horas?
Sin responder, marqué el número del doctor Martin, pues aún lo recordaba. Lo desperté, por supuesto, pero a la sorpresa inicial se sumó en seguida una evidente alegría.
—¡Vanden Berghe! ¡Sólo a usted se le ocurriría llamar a las dos de la mañana! Lo sé todo de su apasionante historia a través de los amigos. ¿Dónde está? Me levanto de inmediato y acudo a verle. ¡Qué inmenso placer!
Intenté tranquilizarle:
—Disculpe, doctor, pero no es la primera vez que le despierto por temas de trabajo. Estoy de vuelta en Bélgica, en casa de mi madre, y necesito verle urgentemente. Tengo cosas que le pueden interesar.
El doctor hablaba con animación.
—¡Por supuesto! Yo también he recibido durante este tiempo temas de interés para usted, muchos temas. ¿Me dará la enorme satisfacción de anunciarme que vuelve a trabajar?
—Sin duda, doctor, voy a trabajar más que nunca. Tengo ofertas concretas para usted.
El doctor parecía delirar.
—¡Qué gran alegría, amigo mío! Muchos amantes del arte hemos estado muy desamparados sin su presencia. ¿Me permite avisar a algunos buenos amigos de que usted está de nuevo aquí?
—Claro, doctor, avise a todo el mundo y, si es tan amable, venga mañana a visitarme. Mi madre está enferma y he de permanecer un tiempo con ella.
Me constaba que al doctor Martin la noche se le iba a hacer muy larga. Intuía que aquella euforia se debía a asuntos muy concretos; los coleccionistas de arte son como son.
—Allí estaré mañana sin falta. Le reitero mi alegría.
—Yo también me alegro de haber vuelto al trabajo, doctor.
3. Misión pendiente: vaciar Francia
Mi madre se había amodorrado, sin duda por la tisana, y yo también dormité hasta el alba, cuando la oí trastear en la cocina. Me levanté de inmediato y encontré a mi madre con el abrigo puesto y las botas de agua.
—¿Adónde vas, mamá?
Se mostró avergonzada y confusa.
—Vuelve a dormir, Erik. Yo voy a ver a tu padre, pero vuelvo pronto.
Me sorprendí.
—¿Que vas al cementerio? ¿Y por qué vas a ir ahora? Es muy temprano y está lloviendo.
—No es muy temprano, corazón, es la hora a la que tu padre se levantaba para hacer la ronda. Yo me levantaba con él para darle el ponche caliente. Ya estoy acostumbrada y no he faltado ni un día.
Me figuré a mi madre, mañana tras mañana, año tras año, peregrinando al alba, cuando aún no clareaba, rumbo al cementerio. El camposanto estaba bastante alejado de mi casa, a más de una hora andando. Imaginé la visita ritual y doliente y el regreso a la casa vacía.
—Espera a que vaya a por el coche, mamá, y vamos juntos.
Mi madre negó con la cabeza.
—No, no quiero ir en coche, me gusta ir andando, ya estoy acostumbrada.
—Pues iremos andando, mamá.
Y así fuimos, caminando bajo la lluvia, en un trayecto que se me hizo interminable por la oscuridad, por la pena que latía en el murmullo del agua al caer sobre el paraguas. Llegamos al cementerio aún rodeados por la oscuridad y Eglantine sorteó varias sepulturas hasta pararse ante una tumba bordeada por rosales, la de mi padre, en cuyo interior se pudría el hombre que me dio el ser.
—Henri, he venido con Erik, tu muchacho, que llegó ayer…
Arrodillada sobre el barro, mi madre murmuraba no sé si oraciones o confidencias mientras en el horizonte el cielo se tornaba gris por el amanecer…
El doctor Martin llegó a mediodía en su Rolls. Lo conducía un chófer de apariencia oriental. Nada más verme en el huerto que daba a la carretera, donde me encontraba podando unos frutales, abrió la puerta y se lanzó hacia mí prácticamente con el coche en marcha y sin dejar que su empleado realizara el ceremonial de abrirle la puerta para que descendiera. Aquello era lo que siempre recordaba que había hecho el doctor, ya que Martin tenía una gran conciencia de su propia importancia. Yo me dirigí rápidamente hacia él, pues lo veía dispuesto a saltar la valla para venir a mi encuentro. Cuando llegué a su altura, se abalanzó sobre mí para darme un fuerte abrazo.
—¡Mi magnífico amigo! ¡Qué inmenso júbilo!
Yo también estaba contento al verle, como si la canosa y elegante presencia de mi coleccionista borrara de alguna manera mi vía crucis carcelero. Me parecía imposible que, dentro del planeta, pudieran coexistir lugares como el penal de El Puerto de Santa María y los místicos reductos de las grandes colecciones de arte. Tras el abrazo, nos examinamos mutuamente. Yo vi a un elegante caballero y él reparó en mi pelo encanecido.
—Tiene usted el pelo blanco, Vanden Berghe, pero volver al mundo del arte le hará recuperar el color. Tenemos mucho que hablar…
Yo no estaba dispuesto a relatarle lo que había sido mi vida durante los últimos años.
—Dejemos el pasado, doctor, no es interesante.
Martin me agarró con fuerza por el brazo.
—Paseemos, amigo mío. En efecto, no hace falta hablar del pasado, lo sé todo. Su fiel amigo Raymond me ha ido informando, nunca perdimos el contacto. Espero que le comunicara que yo le ofrecí mi ayuda en todo momento.
Asentí.
—Lo sé, doctor Martin, Raymond me lo ha contado todo: las veces que ha ido a visitarle y sus ofertas. Se lo agradezco.
—Todos los coleccionistas nos movilizamos, pero no sabíamos qué hacer. Raymond nos pidió que fuéramos discretos en todo momento. Hasta recibí ofertas de tres museos para contratarle como conservador si eso servía para obtener su libertad en Francia.
Me quedé espantado; mi amigo el judío no me había comunicado nada de aquellas ofertas de trabajo. Yo conservando museos… ¡lo que faltaba!
—Yo no conservo museos, doctor Martin, yo «me los llevo».
El anciano rectificó con rapidez:
—Por supuesto, eran museos belgas y no de otros países. No me negará que usted es uno de los mayores expertos en arte románico y gótico, a su temprana edad, y que las ofertas no eran desdeñables.
—Y yo las agradezco, pero no me interesa trabajar en ningún museo. De hecho, tengo otras cosas que hacer, y de eso quería hablarle. Quiero, si es usted tan amable, que mueva todos sus contactos, porque mi proyecto inmediato es vaciar Francia de arte.
El doctor se sobresaltó.
—¿Cómo que vaciar Francia? Se referirá a piezas concretas y muy determinadas, ¿no? ¿Y por qué Francia? —Reflexionó unos segundos y luego me miró directamente a los ojos—. Claro, su amigo me contó lo que sufrió su familia cuando le condenaron a muerte y que su padre falleció de dolor. Claro, Francia, es natural… —Los mecanismos mentales del doctor eran rápidos; había seguido mi historia paso a paso—. Estimado Erik, durante el tiempo de su injusta privación de libertad, sus amigos hemos recibido numerosos encargos, la mayoría muy especiales. Todos ellos siguen en pie, porque nadie dentro del mundo del arte iba a confiar en vulgares e ignorantes mercenarios incapaces de evaluar una obra sobre el terreno y determinar si es la adecuada. Para trabajar en arte, hay que ser un estudioso y un experto. No hay nadie como usted en toda Europa.
Suspiré con una pizca de nostalgia.
—Hubo un tiempo en el que yo presumía de ser capaz de recitar de memoria todos y cada uno de los textos de todos los años de la carrera de arte. Creo que, con un poco de esfuerzo, aún sería capaz de recitar aquellos libros, pero necesito volver a «tocar» arte, y a «vivirlo», y a estudiarlo.
El doctor Martin hacía planes con rapidez:
—Precisamente, querido Vanden Berghe, hace aproximadamente un año y a través de Herr Fritz, contactó conmigo, una nobilísima señora baronesa austriaca, muy recomendada, para encargarme un trabajo muy delicado, algo absolutamente delicioso. Esta mañana he llamado a nuestro amigo alemán, que está feliz por su regreso, y al parecer la dama sigue interesada, pues aún no ha conseguido lo que buscaba.
Paseábamos lentamente, el doctor cogido de mi brazo, por la carretera. El Rolls nos seguía a escasa distancia.
—Me interesa comenzar. ¿De qué trabajo se trata?
El coleccionista se entusiasmó.
—¡De algo sencillamente exquisito! La baronesa desea conseguir, para un pabellón muy especial de su mansión, vidrieras de la época. «Que hayan jugueteado con los rayos del sol de una antigua iglesia», eso dijo la dama.
Me pareció un poco irreal.
—Pero las vidrieras se siguen fabricando en algunos talleres, ¿no podría encargarlas?
—Bueno, en ese caso, el ser modernas y estar recién hechas le quitaría encanto a su mansión, que al parecer es un templo del buen gusto de época. Cuanto más antiguas sean mejor, porque el barón y ella se encargarán de acoplarlas. Si pueden tener escenas bíblicas, ya sería algo espectacularmente bello. Todos los coleccionistas confiamos plenamente en su exquisito gusto y en su capacidad de elección.
Yo reflexionaba.
—No es lo mismo manipular la madera que el cristal. Es un encargo difícil; vamos, que será la primera vez que lo haga y me tendré que preparar. Esos preparativos serán costosos.
El doctor Martin pareció escandalizarse.
—¡Amigo Erik, por favor, no hablemos de algo tan prosaico como el dinero cuando estamos tratando de la belleza en estado puro! Por supuesto que la cuestión económica no es problema. Los barones confían en Herr Fritz y en mí para que tratemos esos detalles. Sin embargo, sé que insistirán en conocerle.
Yo asentí.
—Por supuesto, también a mí me gusta conocer a mis coleccionistas. Ya sabe usted que si no me gustan no acepto el encargo.
—Hecho, organizaré una reunión para la semana próxima en mi residencia. Espero contar con su presencia.
—Allí estaré.
La visita de mi buen amigo me había vigorizado espiritualmente, pero quedaba por solventar el problema del estado emocional de mi madre. Se encontraba tan deprimida que hasta había abandonado, en parte, sus actividades como curandera. Los vecinos seguían acudiendo en busca de remedios.
—Vienen, cariño mío, y les atiendo, pero a veces no tengo fuerzas. Mi huerto de plantas medicinales está en muy malas condiciones.
No podía permanecer, como habría sido mi deseo, con Eglantine, viviendo con ella y cuidándola. Debía trabajar, pero intenté tomar una serie de decisiones rápidas. La primera fue desplazarme al pueblo, donde me recomendaron a un buen jardinero que además conocía muy bien a mis padres.
—Usted ya sabe que mi madre está enferma; quiero contratarle para que vaya a diario a cuidar el jardín y el huerto. Le pagaré un año por adelantado, pero quiero que sea el mejor jardín del pueblo y el huerto cuidado con más esmero.
El hombre estuvo de acuerdo.
—No se preocupe. Yo apreciaba mucho a Henri y recuerdo muy bien la rosaleda de madame Eglantine. Confíe en mí. Y no es necesario que me pague un año por adelantado.
Yo insistí:
—Le voy a pagar por adelantado no un año, sino dos. Yo tengo que viajar y es probable que haya épocas en las que no pueda volver por algún tipo de problema, pero cada vez que regrese quiero encontrarme el jardín y el huerto impecables. No me gustaría tener problemas con un buen vecino.
El tono que empleé, sin ser amenazador del todo, pareció surtir efecto. El jardinero se mostró amedrentado.
—Por favor, entre nosotros nunca habrá problemas. Yo sentí mucho la muerte del viejo Henri y estuve en su entierro, puede usted confiar en mí.
El vecino fijó un precio, bastante modesto, por cierto, y yo le pagué el doble de la cantidad por dos años exactos.
—Otra cosa, quiero que obligue a mi madre a que trabaje con usted.
El jardinero no parecía entenderme:
—¿Cómo que obligue a madame Eglantine a trabajar conmigo? No es necesario, yo trabajo solo, no me hace falta que la señora me ayude. Además, ella está delicada de salud.
Me exasperé.
—Mire, zoquete, mi madre ha cuidado su huerto y sus rosales sola durante años. Es la mujer que más entiende de flores y plantas de la región y quiero que trabaje codo con codo con usted, como ha hecho siempre. Quiero que usted le consulte y que la «obligue» a trabajar. ¿Me entiende?
—No, no le entiendo.
Aquel cateto era cerril.
—Pues me da igual que me entienda o no, si no quiere buscarse problemas graves, conseguirá que mi madre vuelva a trabajar entre sus plantas.
El vecino reculó:
—Oiga, joven Vanden Berghe, le devuelvo el dinero, no quiero problemas.
Aquel tipo me iba a hacer enfadar.
—No, el dinero es suyo. —Intenté explicárselo con cierta amabilidad—: Le estoy pidiendo que me ayude a que mi madre vuelva a vivir. Ella está muy triste, pero, si vuelve a ocuparse de sus plantas, mejorará. Usted va a ayudarme y hará exactamente lo que le digo. ¿Me ha entendido? ¿O es que el tiempo que he pasado en la cárcel me ha hecho olvidar cómo se habla el flamenco?
Ante la mención de mi paso por prisión el hombre palideció. Yo había sido la comidilla del pueblo durante años y todos conocían mi historia, aumentada y dramatizada por la fantasía popular.
—En absoluto, habla perfectamente y conmigo no tendrá problemas. Trabajaré para su señora madre y nunca tendrá una queja de mi labor. ¿Cuándo empiezo?
—Hoy. Y le estaré observando, no lo olvide.
A mi madre le anuncié de manera sutil que había contratado a un jardinero:
—Verás, mamá, hay un vecino del pueblo al que tú conoces que está pasando por dificultades económicas graves. No tiene para dar de comer a su familia, así que yo le he dado trabajo y le he pagado. Pero si tú no quieres que te ayude, le pido que me devuelva el dinero y le despido.
Eglantine pareció conmocionada.
—Pero hijo, si el hombre no tiene para comer, ¿cómo le vas a quitar el dinero? Pobrecito, que venga y que haga lo que sea.
Se lo expliqué:
—No se trata de que haga lo que sea, sino de que ponga el jardín y el huerto en condiciones. Tú le vas dando instrucciones y le vigilas; si no funciona, tendrá que devolver el dinero. Si sus hijos pequeños no tienen qué comer, que rumien hierba.
Mi madre me miró con incredulidad.
—Cariño mío, tú no eres así. ¿Cómo les vas a quitar a unos chiquitines el pan de la boca?
Intenté parecer «muy» serio.
—Me dan igual las bocas de los chiquitines, se trata de que el padre trabaje bien y de que yo vea los resultados. Quiero la rosaleda, el huerto de frutales y el huerto de plantas medicinales como cuando vivía papá. Si no lo consigue, no me limitaré a quitarle el dinero, sino que le daré bastonazos con el cayado de mi padre hasta que el lomo le huela a ajo, porque me habrá estafado.
La angustia de mi madre era real.
—¡Pero hijo! ¡Cómo vas a pegar a un padre de familia! No hijo, seguro que lo hace muy bien. Yo le indicaré, no te preocupes, seguro que es un buen trabajador. Toda la gente del pueblo es muy buena.
Llegó el jardinero. Yo le había dicho que no trajera útiles porque en mi casa había de todo, pero llegó cargando con un saco de abono en una destartalada furgoneta. Hice con él un rápido aparte:
—Dígale a mi madre que sus hijos se mueren de hambre.
El vecino se revolvió:
—¡Pero qué dice! En mi casa nadie ha pasado hambre en la vida. ¿Qué se ha creído usted?
Le tomé del brazo y le hice una llave muy suave, por supuesto.
—¡Dígaselo o va a salir de aquí con el brazo a trozos! ¡Y no vuelva a replicarme jamás!
Algo debió de ver en mis ojos y, aunque me constaba que el pobre hombre estaba más que arrepentido de haber accedido a mi en cargo y de haber aceptado mi dinero, saludó a mi madre gruñendo:
—Mis hijos se mueren de hambre.
A Eglantine se le saltaban las lágrimas. Obligó al desdichado individuo a comerse un plato de gachas. El hombre no tenía ganas, porque seguramente ya había almorzado, pero yo le miré.
—Coma.
Y vació el plato ante la mirada enternecida de mi madre.
—Mamá, acompaña a este padre de familia al huerto y dile lo que tiene que hacer. Pero me parece que le voy a despedir.
Mi madre se mostraba algo más animada.
—Por supuesto que este honrado vecino sabrá lo que tiene que hacer. Además, le conozco del pueblo. —Después le dijo al hombre—: Venga conmigo y yo le iré indicando…
Cuando les vi inclinados sobre los parterres, sentí que parte de la antigua Eglantine podía recuperarse. Tan sólo había que presionar un poco desde el punto de vista sentimental y el corazón de mi madre se derretía. No podía soportar el sufrimiento ajeno, así era ella, un ángel del buen Dios. Aquella noche decidí darle también una buena noticia:
—Mamá, he decidido volver con Roxana e intentarlo de nuevo. No hay nada más importante que la familia, y quiero que veas crecer a tu nieta.
Dije exactamente lo que mi madre esperaba que dijera, pero ella se inquietó.
—Pero, corazón mío, ¿tú sigues queriendo a Roxana?
Las mentiras no tributan a Hacienda.
—Por supuesto, mamá, nunca la he olvidado. Si se divorció fue porque la obligaron sus padres, pero ha llegado el momento de sentar la cabeza y darte muchos nietos.
Yo no quería tener más hijos y Roxana me importaba un ardite porque me había decepcionado como ser humano, pero estaba dispuesto a mantener las apariencias y a fingir lo de la «pareja feliz» por la felicidad de mi madre. Si Eglantine me hubiera pedido la vida, yo se la habría dado, por eso el sacrificio que me suponía la reconciliación pasaba a convertirse en una simple molestia; como se diría ahora, en «un rollazo». Pero la alegría con la que mi madre acogió la noticia me compensó del tedio futuro. Debía empezar a moverme de inmediato, no podía quedarme en el camino del Paraíso y necesitaba dejar a mi madre pertrechada con la esperanza de mi vuelta con Roxana y con la obligación moral de que su nuevo jardinero cumpliera con su obligación para no convertirse en objeto de mis iras.
Así, un poco menos intranquilo, pude desplazarme hasta mi almacén de antigüedades, donde me esperaba mi leal Raymond, que había conseguido mantener a flote el negocio y que me recibió con una sonrisa de complicidad.
—Te tengo reservada una sorpresa.
Me introdujo en el interior de la nave y allí, barnizando un arcón, había un hombre al que yo conocía, aunque tardé unos segundos en asignarle a su rostro un lugar y unas circunstancias. Él me vio y se acercó sonriendo.
—¿No me conoce, mi teniente? Soy André, del Congo, estuvimos juntos en la misma compañía en Katanga.
El encuentro me resultó agradable, porque recordaba con afecto a todos mis compañeros del Congo Belga. Raymond me iba dando explicaciones:
—André llegó buscándote hace unos meses. Había leído en la prensa que estabas en libertad y quería ofrecerse para trabajar contigo. Conduce bien los camiones y se va soltando en el trato de los muebles. No te había dicho nada porque sabía que tenías que volver y quería que le encontraras aquí.
A André no le habían ido bien las cosas.
—Me quedé en el Congo, mi teniente, trabajando para los de las minas, rescatando las cajas fuertes y los diamantes. Nos pagaban bien, pero eran muy desconfiados y hasta teníamos que cagar delante de ellos por si nos habíamos comido las piedras; un país de mierda y una gente de mierda. Luego regresé, pero parece que no hay trabajo para un ex mercenario.
Observé a André con nuevo interés mientras hacía rápidas cábalas.
—Oye, compañero, a aquellos Mau Mau no había quien los tumbara, ¿te acuerdas?
André rio entre dientes.
—El viejo André, el flamenco, sí que los tumbaba. Si tuviera que hacer la cuenta de a cuántos me cargué, necesitaría estar un año pensando… ¡Qué buenos tiempos! Al menos volví con algunos ahorros y el hígado en su lugar. ¿Recuerdas, mi teniente, lo que les gustaba a aquellos salvajes comernos el hígado y el corazón?
Hice memoria.
—Sí, eran unos caníbales muy antipáticos. Pero eso ya pasó, camarada, ahora hay que realizar otros proyectos. ¿Has hablado con Raymond en serio?
André y Raymond asintieron solemnes.
—Hemos hablado en serio de negocios y de trabajo. —Mi amigo el judío no bromeaba—. La sorpresa, Erik, no es que te hayas encontrado aquí a un viejo camarada del frente, sino que le he estado preparando para que trabaje en serio en el equipo. Está perfectamente entrenado, es prudente, está casado, tiene un hijo, y quiere que su mujer viva como una princesa.
André intervino:
—Quiero lo mejor para mi familia. Ellos se mantienen aparte y saben que yo tengo que viajar, pero quiero darle buenos estudios a mi hijo y que no se vea nunca en un consejo de guerra, expulsado del ejército por cumplir con su deber de matar gente, y luego de mercenario en un país de bestias reventando cajas fuertes para sobrevivir. Yo quiero que mi hijo estudie en Lovaina y que sea cirujano.
Vale, aquélla era una buena motivación. Yo necesitaba hombres fiables y disciplinados, acostumbrados a obedecer y con un acrisolado espíritu militar.
4. Mis coleccionistas: el reencuentro
Avisé a Jacques para que volviera de Francia y a Hain para que se desplazara de inmediato desde Bruselas. En el almacén, donde yo continuaba teniendo mi vivienda y mi estudio de pintura y escultura, celebramos una reunión de trabajo. «Todo está como lo dejaste, amigo, nadie ha vivido aquí. Yo me he comprado una casa cerca, pero hasta el caballete sigue montado, exactamente igual que cuando te fuiste a El Burgo de Osma», me dijo Raymond.
Yo había avisado de antemano a Raymond para que me localizara a alguien que fabricara vidrieras. Había encontrado a un hombre que vivía a las afueras de Amberes.
—Yo esta tarde tengo una reunión en casa de un coleccionista, pero mañana viajaremos a Antwerpen (a Amberes, aunque yo lo decía en flamenco) para ver al tipo de las vidrieras. Necesito que me explique un par de cosas. A partir de hoy, todos preparados para volver a Francia.
Raymond se agitó inquieto.
—Esta vez voy, amigo, esta vez os acompaño.
Negué con la cabeza.
—No, tú te tienes que quedar aquí esperando a que regresemos con el encargo. Si hay problemas, tiene que quedar alguien completamente legal fuera. Lo siento, Raymond.
Aquella misma tarde, vestido como un milord y conduciendo mi coupé blanco, me adentré en la avenida arbolada de la mansión del doctor. Allí me esperaban Herr Fritz, que me abrazó con fuerza, y una elegante pareja compuesta por una dama cuyo cabello blanco azulado hacía juego con la soberbia capa de zorro plateado que lucía y un caballero que parecía una reliquia del imperio austrohúngaro. Tras las presentaciones protocolarias, nos sentamos a tomar el té en una veranda acristalada que daba sobre el jardín de invierno. Hablábamos en alemán por cortesía hacia los visitantes y Herr Fritz ofreció una sentida sarta de alabanzas hacia mi persona. Fue tan excesiva que me ruboricé, pero los barones se mostraron convenientemente impresionados. Ella era la que llevaba la voz cantante; mientras, la reliquia se empleaba con el coñac.
—Nos han hablado maravillas de usted, apreciado señor Vanden Berghe. Confiamos en que pueda ayudarnos a conseguir lo que necesitamos… Es un encargo «muy especial». —Insisto en que todos los coleccionistas consideran sus caprichos altamente especiales—. Nuestro amabilísimo anfitrión nos ha comunicado que para aceptar el trabajo usted ha de saber adónde van destinadas las piezas. Pues bien, le aclaro que mis ansiadas vidrieras embellecerán un pabellón…
El barón levantó la mirada del coñac.
—No es un pabellón, Hilde, es una catedral de hierro. «Mi» catedral. No confundas al caballero, porque podría pensar que estamos hablando de un vulgar pabellón de caza.
Me atraganté con el té.
—¿Cómo que una catedral de hierro? —Pequé de indiscreto—. ¿Quién puede construir algo tan espantoso?
Herr Fritz intervino oportunamente:
—No, querido amigo, usted no se la imagina. Le puedo asegurar que es una bellísima obra arquitectónica diseñada por grandes profesionales. Es de un depurado estilo gótico, algo único en Europa, se lo aseguro. Los barones tienen un gusto exquisito.
Yo no podía imaginarme una catedral fabricada con hierro, se me antojaba una especie de horror futurista. Sin embargo, Herr Fritz era un hombre de buen gusto y, si decía que se trataba de una gran obra, debía de serlo, lo suficientemente importante como para que sus dueños se gastasen una pequeña fortuna en adquirir vidrieras de alta época. La dama gesticulaba haciendo ondear con elegancia su capa de zorro.
—El color de las vidrieras es el toque que necesita nuestra pequeña catedral. Puede que usted no se la imagine, pero está en nuestra finca, en medio de un pequeño prado y junto al bosque. Es una mezcla de arquitectura y escultura.
El barón se estiraba las puntas del bigote.
—Puro gótico, y en su interior tan sólo obras de arte en piedra, un patrimonio para nuestros descendientes. Por cierto, señor, necesito piedra… Todo lo que usted pueda conseguir, gótico por supuesto…
El doctor Martin intervino:
—Tranquilo, barón, tranquilo. Vamos a comenzar por las vidrieras y, si todos quedan contentos, seguiremos con otras piezas. Pero poco a poco, no podemos agobiar a nuestro amigo.
Yo no estaba en absoluto agobiado. Si aquellos cursis querían vidrieras, yo se las llevaría, y si querían piedras, estaba dispuesto a desmontar la catedral de Notre Dame. Siempre que me dejaran trabajar en Francia, no había problema.
Nos despedimos con grandes muestras de cortesía porque habíamos quedado de antemano en que el doctor trataría el precio. El anfitrión me acompañó hasta el coche.
—Por cierto, Erik, ¿cómo está su madre?
Le agradecí el interés.
—Mejorará, doctor.
Martin me apreciaba sinceramente.
—No puedo dejar de reiterarle cuánto sentí la muerte de su padre, tan temprana, pero me consta que debió de vivir una bella existencia.
—Así fue, doctor, quitando el tiempo que estuvo en el campo de concentración en Alemania y, después, mi problema. Puedo asegurar que tuvo una vida muy feliz.
El doctor Martin se interesó por mi comentario.
—¿Su padre estuvo en un campo de concentración? Lo ignoraba.
—Sí, por no colaborar con los nazis. Pero era un campo de trabajo, no de exterminio. Se escapó durante un bombardeo. —Me dio la sensación de que una extraña luz me envolvía y repetí con lentitud—. A mi padre le tuvieron los alemanes trabajando como un esclavo. —Me dirigí a Martin hablando de forma muy pausada—: Doctor, a veces soy un estúpido. Me he obsesionado con los franceses porque mataron a mi padre y me he olvidado de los alemanes, que le tuvieron trabajando como una bestia y que a poco le matan de hambre y de agotamiento. —El corazón empezó a latirme en los oídos—. Esos tipos tienen una gran deuda conmigo y me la cobraré por la memoria de mi padre.
El coleccionista me tomó por el brazo.
—Poco a poco, Erik, no se obsesione usted. Cobre, pero con prudencia. Sería una lástima perderle de nuevo. Francia y Alemania son dos frentes demasiado amplios.
—Por mí como si son la Línea Maginot. Déjelo, doctor, son cosas mías.
Pero así era, había dos países que estaban en deuda con Henri Vanden Berghe, y por Dios que me la iban a pagar.
Al día siguiente, Hain, André y yo viajamos a Amberes. Aunque nos costó algún trabajo localizar el taller de las vidrieras, no tardamos en hallarnos ante el artesano. Las presentaciones fueron muy breves. Luego le aclaré que no estaba interesado en comprar nada, pero sí dispuesto a pagarle a cambio de información.
—Estoy haciendo un trabajo documental sobre vidrieras y necesito saber cómo se desmontan.
El artesano estaba un poco confuso.
—Yo aquí fabrico vidrieras, nunca me había planteado la posibilidad de que alguien se interesara en ellas para desmontarlas. Es evidente que pueden montarse y desmontarse, sólo requiere cierta habilidad.
Aquello era lo que estaba buscando.
—Fije el precio que considere necesario por sus horas y enséñenos a desmontar vidrieras.
—Les llevará cierto tiempo.
No era problema.
—No tenemos prisa, aquí nos quedaremos.
Durante varias largas jornadas, aprendimos todo lo que aquel artista pudo enseñarnos sobre su profesión. Es cierto que todo fue de forma algo apresurada y que lo cortábamos cuando se extendía sobre materias que no eran de nuestro interés, pero al menos nos enseñó lo esencial. El problema fue que no pudimos practicar. Hain se inquietó.
—Erik, todo lo que nos ha dicho el de las vidrieras está muy bien, pero ¿no podríamos practicar al menos una vez antes del trabajo? Es muy arriesgado ir a la primera.
—No, no somos sordos y nos hemos enterado de todo. Practicaremos sobre el terreno, haciendo directamente el trabajo.
André quería ser de utilidad como fuera.
—Yo me ocupo de reunir el material, tengo una lista de lo que necesitamos. —Le brillaban los ojos—. Tengo ganas de estar ya allí. Por cierto, ¿adónde vamos?
Titubeé:
—A Francia, por supuesto. Primero recogeremos a mis dos hombres de allí y luego recuerdo al menos tres lugares en los que se podría trabajar. Pero, antes que nada, tenemos que hacer una inspección, algo rutinario. Hay que seleccionar, después pasar un par de noches vigilando y luego ya atacaremos.
Recordaba, efectivamente, al menos tres iglesias dentro de una determinada zona que contaban con vidrieras aceptables. Siempre había amado aquel tipo de ventanales, así que las había observado con interés y admiración en el pasado a pesar de que ni siquiera se me había pasado por la cabeza la idea de llevármelas.
Volvimos a Bretaña y nos reunimos en el presbiterio. A Jacques le caía muy bien André y se extasiaba oyéndole relatar las entretenidas matanzas de la guerra del Congo. Todos hervían de impaciencia por comenzar a trabajar. No obstante, tuvieron que esperar mientras Gilbert y yo visitábamos las tres iglesias distintas y evaluábamos las vidrieras de cada una de ellas. Tenía que «soltar» al Normando en el mundo del arte, porque hasta entonces había sido un correctísimo reventador de cajas postales y un hombre silencioso y atento que tan sólo resultaba insoportable cuando se ponía a enumerar su lista de agravios y las razones por las que consideraba que Argelia era francesa, algo que a mí, en verdad, me importaba un carajo. Yo consideraba que aquel país ni siquiera merecía que me molestara en tomarlo en consideración. Los países que no cuentan con obras de arte góticas y románicas y que no pueden alardear de llevar en su ADN el misterio de las catedrales, me importan una mierda. A excepción de Israel, por supuesto, que es la cuna de nuestra religión y patria de la Virgen María, amén de contar con el ejército constituido por los soldados más valientes del planeta. ¡Qué pueblo tan admirable!
Pero, opiniones personales aparte, Gilbert y yo nos desplazamos en un Renault, pues mi coupé era demasiado vistoso, e hicimos una rápida inspección. Finalmente seleccionamos una iglesia cuyas vidrieras reunían las características idóneas. No obstante, estaba emplazada en un lugar incómodo, ya que la parte trasera daba a un romántico y recoleto cementerio, pero la delantera daba justo a la plaza del pueblo. Aun así, los vitrales, pese a estar en un estado de conservación auténticamente penoso, estaban intactos y eran góticos. Cuando le indiqué al Normando que aquél era el objetivo, Gilbert sacudió la cabeza con incredulidad.
—Pero jefe, ¿quién puede querer esa porquería? Se supone que son vidrieras, como tú dices, pero tienen tanta mierda que ni se ven. Apuesto lo que sea a que han cagado en ellas todas las lechuzas de Francia. ¿Estás seguro de que eso vale algo?
Intenté ser paciente con mi hombre.
—Eso vale una fortuna y es una gran obra de arte. Y si yo digo que es el objetivo, es el objetivo y punto.
Pero el Normando insistió:
—Y si dices que valen una fortuna, ¿por qué están así de abandonadas? Nadie que posea una fortuna la deja llegar a ese estado.
Yo estaba de acuerdo.
—Por eso nos las llevamos, porque esta gente no merece tenerlas. Además, este del gobierno me sigue debiendo cientos de millones de francos, pero, aunque no tuviera la deuda pendiente, es mejor llevarse las obras de arte para que se conserven que dejarlas pudrirse en sus manos.
5. La baronesa y «sus» vidrieras
Determinado el objetivo, Jacques y André vigilaron la iglesia durante tres noches y recorrieron el pueblo de cabo a rabo aprovechando la oscuridad. Era un lugar pequeño que, al anochecer, quedaba prácticamente deshabitado. Seguramente había varios policías, de hecho había una comisaría, pero no se les veía por ninguna parte. Decidí atacar de noche y cuando lloviera. Cargamos nuestra furgoneta blanca con grandes rollos de tela metálica, de la que se utiliza para hacer vallas, y con las herramientas necesarias para la acción. En la furgoneta íbamos dos, el resto se subió en el Renault. Cada vehículo se aparcaría en un lugar distinto:
—Coged las armas y ponedles los silenciadores.
Jacques me miró.
—Jefe, es un trabajo de arte, el arte es limpio.
Hain rio entre dientes.
—No te equivoques, compañero, es un trabajo en Francia. El padre de Erik está muerto por su culpa y ya no hay trabajos limpios. La gente de París no merece limpieza.
Pero la cabezota de Jacques no funcionaba con la suficiente celeridad.
—Pero jefe, ¿a primera sangre?
Me dirigí a todos mis hombres:
—No hay que dejarse pillar jamás sobre un trabajo ni ponerles las cosas fáciles a los policías franceses. ¿Vosotros sabéis lo que son las cárceles de aquí?
Gilbert murmuró:
—Peores eran los calabozos de la legión en Argelia. Pero la verdad es que son muy malas. Francia se ha convertido, en general, en un mal lugar.
Llegamos al pueblo y comenzamos la acción. Era ya noche cerrada y caía una fina y helada lluvia. Sacamos la escalera de la furgoneta y comenzamos por las vidrieras de la parte que daba al cementerio. Primero cortamos una mugrienta tela metálica que las protegía de las agresiones externas. Estaba tan podrida y deteriorada que simplemente con tirar cedía. Luego, con unas grandes tenazas de mango corto, de las que se utilizan para cortar los candados, empezamos a cortar el hierro inferior sobre el que se sostenían las vidrieras. Mientras, Jacques y André sacaron la tela metálica, calcularon el tamaño de los vitrales y la cortaron en total silencio. Yo murmuraba advertencias:
—Cuando acabemos de cortar la parte de abajo, empezaremos a tirar lentamente de la vidriera hasta sacarla. No olvides, Hain, que es flexible, pero hasta un límite, y que debe de pesar al menos cien kilos. ¿Están preparados los soportes?
Entre tres hombres fuimos deslizando la vidriera lentamente hacia abajo. El peso era increíble. El cristal se amoldaba, como una especie de papel duro. El trabajo requería un exquisito cuidado, porque una doblez excesiva supondría la fractura del cristal. Así, mientras la bajábamos, Jacques y André esperaban con la fuerte tela metálica que haría las veces de camilla preparada para que pusiéramos la vidriera encima y la lleváramos hasta el camión. Tuvieron que cortarse seis soportes para las seis vidrieras —las tres posteriores y las tres anteriores—. Fue un trabajo silencioso y concienzudo. A través de la gruesa capa de mugre, se adivinaba la representación de la vida de la Virgen María. Mis hombres se movían como autómatas. Desplazamos la furgoneta en punto muerto hasta la zona de la plaza para sacar de allí las tres vidrieras. Hain murmuraba furioso:
—Oye, esto no está en condiciones, esto está asqueroso. No me he topado con tanta mierda y tantas telarañas en mi vida. Esto así no hay quien lo quiera, tendremos que limpiarlo.
Susurré furiosamente:
—¡Con eso ya contaba!
El único sonido que se oía en la noche era el impacto metálico de las gruesas tenazas contra el hierro inferior. Creo que tardamos horas en acabar y en cargar. Sudábamos a causa del peso y de la tensión que nos producía intentar cargar los vitrales sin provocar desperfectos. Cuando todo hubo finalizado, camuflamos las vidrieras poniéndoles encima cajas vacías de cartón.
—¡Todos para Bruselas, nos vemos en el almacén!
Y partimos raudos del lugar del trabajo. El resto de la noche y parte del día siguiente los pasamos conduciendo a mediana velocidad. Atravesamos la frontera por un lugar discretísimo que yo conocía de cuando el contrabando de armas. Seguramente, para cuando los del pueblo se dieran cuenta de que habían desaparecido sus mugrientas vidrieras, nosotros estuviéramos ya a cientos de kilómetros.
En Bélgica respiramos más tranquilos; incluso nos detuvimos en un café para comer algo. No ha habido lesiones, porque todos habíamos utilizado guantes, así que nos sentíamos cansados pero satisfechos. Ya en el almacén, descargamos la obra con cuidado y mandé llamar al doctor Martin, que acudió raudo y veloz. Se quedó mudo de horror ante el estado de deterioro del encargo.
—Mi buen amigo, ¿usted cree que podrá entregar la obra en condiciones aceptables? Así no se le puede llevar a los barones. ¡Qué estado de conservación tan terrible!
Yo esperaba su reacción.
—Negocie, por favor, la restauración y la limpieza con los barones, porque me va a llevar tiempo. Además, tengo hasta que asegurar los cristales con puntos de soldadura, porque se mueven. Pero le digo, doctor, que es una obra magnífica. Es gótica, sólo que esa gente la han dejado pudrir.
—¿En cuánto tiempo estará listo el encargo?
Reflexioné.
—Para empezar, deme quince días.
El doctor partió con el mensaje. Yo no contaba en absoluto con ver llegar a mi almacén, a los dos días, un impresionante Rolls del que descendió la baronesa con una ondeante capa de visón.
—Vengo a ver mis vidrieras.
Habíamos comenzado las tareas de limpieza. Utilizábamos agua caliente, detergente y pequeños cepillos para ir rascando la mugre con delicadeza, pero el estado de la obra seguía siendo desastroso. La dependencia, muy discreta, en la que habíamos instalado las vidrieras, estaba totalmente encharcada.
—No están en condiciones, baronesa. Si las ve ahora, se desilusionará.
La dama inició una especie de pataleo.
—¡Quiero verlas ahora! ¡Son mías y las quiero ver!
—Allá usted.
La llevé a la nave y la baronesa examinó en silencio los seis enormes vitrales que aún no dejaban ver su color.
—No veo nada, pero intuyo que es lo que yo quería. ¿Cuándo empezamos a limpiar?
Aquella mujer era una pesadilla.
—Ya estamos limpiando, pero hay que ir con mucho cuidado.
La baronesa insistió:
—Nuestro amigo el coleccionista me ha dicho que después de limpiar hay que soldar. ¿Tiene usted a la persona adecuada?
—Sí, Frau Hilda, yo soy un experto soldador.
Aquella arpía era incansable.
—Bueno, ¿pues por qué no limpian? Yo tengo prisa y no puedo quedarme aquí durante meses.
Supuse que se refería a permanecer como invitada en la mansión del doctor Martin.
—No, Frau, puede volver a su casa. Yo la avisaré.
La baronesa volvió a patalear.
—¡De eso nada! Yo estaré aquí, y cuando digo aquí, me refiero a que limpiaré con ustedes. Las vidrieras son mías y permaneceré con ellas.
Me quedé mudo de horror.
—Lo siento, baronesa, no se puede quedar. Tengo hombres suficientes; aquí no trabaja ninguna mujer.
—Pues yo sí.
Y, para mi espanto, se quitó la capa de visón y la dejó caer en un lugar seco. Bajo la capa, aquella loca llevaba un impecable mono azul de trabajo.
—Por favor, señora, la capa se va a manchar. —Me dirigí a Jacques, que contemplaba la escena con mirada de susto—. Jacques, recoge la capa de la dama y acompáñala a la puerta.
Ante mi estupefacción, la baronesa se volvió hacia Jacques y le propinó una patada en la espinilla.
—¡No se atreva a tocarme, pedazo de bruto! Pienso quedarme aquí y limpiar mi obra. Nadie me echará.
Se acercó con decisión hacia donde estábamos trabajando, se arrodilló sobre el suelo mojado, cogió el cepillo que mi hombre acababa de abandonar y comenzó a limpiar con cara de concentración.
Jacques me susurró:
—Jefe, ¿saco a esa bruja por los pelos?
Era una solución apetecible, pero lo cierto era que las vidrieras eran de su propiedad, y si ella quería limpiarlas, moralmente yo no me podía negar. Sin embargo, sí podía obligarla a formar parte del equipo.
—Escuche, Frau Hilda: puede colaborar, pero esto es un equipo y se hace lo que yo digo. No tolero indisciplinas. Cuando yo no esté, mandará alguno de mis hombres y usted obedecerá o la echaré, le devolveré la cantidad que me ha entregado a cuenta y me quedaré con la obra para vendérsela a otro coleccionista.
La amenaza pareció surtir efecto, porque la baronesa asintió con gesto malhumorado y obedeció cuando Jacques la mandó a por un cubo de agua caliente y la situó en una esquina para que empezara a frotar.
Las dos semanas que aquella bruja permaneció con nosotros fueron memorables. Jacques, que era su inmediato superior, la hacía trabajar en serio, enjabonando, frotando y luego enjuagando con la manguera. Y todo ello con sumo cuidado, porque había partes en las que los pequeños y coloreados cristales se movían. La baronesa obedecía, pero sus labios eran una fina línea de mal humor. Llegaba de mañana con su chófer, que la esperaba hasta la tarde. Había dado por sentado que comería con el equipo, pero cuando vio que nuestro menú consistía en carne roja asada sobre una parrilla en la chimenea y en ristras de salchichas puso el grito en el cielo:
—¡Si como esos groseros alimentos perderé la salud! ¡Háganme una ensalada!
—No hay ensalada, aquí sólo comemos carne. Si no le gusta, se va a un restaurante.
Los labios de la baronesa conformaron una línea aún más fina.
—No me iré a ninguna parte. Me traeré mi propia comida.
El vulgar Jacques se burlaba de la noble dama sin compasión. Incluso imitaba su cerrado acento alemán y la llamaba «recluta». Cuando al mediodía siguiente su chófer llegó con una gran cesta de mimbre de las que se utilizan para las meriendas campestres, extendió un mantel en la mesa que utilizábamos para almorzar y comenzó a sacar, platos, cubiertos y una exquisita selección de viandas, el bruto de Jacques torció el gesto. Para aquella dama, almorzar era un elegante ritual de buenas maneras. Partió con delicadeza una baguette, cortó una deliciosa porción de foie de estupendo aspecto y, para nuestra sorpresa, le ofreció a Jacques el pan con foie:
—Señor, ¿quiere compartir mi almuerzo?
Mi compañero negó con la cabeza.
—No, yo como lo mismo que mis camaradas.
La dama se sorprendió.
—¿Es que no le gustan el foie y el salmón? Le advierto que este Burdeos es exquisito…
Jacques gruñó:
—Todo lo que usted tiene parece muy bueno, pero yo como lo mismo que mis camaradas.
Entonces, para nuestra sorpresa, la baronesa se levantó y comenzó a distribuir sus delicatessen por toda la mesa tras apartar nuestra fuente de salchichas y carne asada.
—Pues bien, todos comeremos lo mismo. Yo compartiré su comida y ustedes compartirán la mía. Páseme una de sus patatas asadas, si es tan amable.
Yo observaba en silencio, pero sentí que con aquel intercambio alimentario la baronesa comenzaba a integrarse en el equipo.
Y allí permaneció. Cuando empezamos a montar los atriles en los que subiríamos una por una las vidrieras para soldar las partes más débiles —una labor de pura artesanía—, la señora se aferró al brazo de Jacques y contempló nerviosa mi delicada tarea. Fue un trabajo de chinos que culminé con éxito soldando pequeños puntos y reforzando las juntas. Al fin, una mañana me retiré las gafas y anuncié:
—Hemos terminado. —Luego, le dije a la dama—: Ya tiene listas sus vidrieras, Hilda.
Las lágrimas de la dama eran auténticas. Incluso carraspeó:
—Propongo un brindis por el equipo y por la amistad.
Saqué unas botellas de mi bodega y, con toda solemnidad, brindamos por cada una de las piezas. Cuando acabamos las rondas, la baronesa estaba notablemente achispada y tuvimos que conducirla a su coche. Mientras, Raymond y el resto de los hombres fueron metiendo las vidrieras en las cajas de madera recubiertas de espuma que yo había mandado fabricar a nuestros carpinteros. Por la tarde, apareció el doctor Martin.
—Amigo mío, la baronesa ha llegado ligeramente embriagada y cantando groseras canciones militares.
Moví la cabeza.
—Sí, las ha aprendido aquí.
El doctor entró en el almacén para admirar la obra. Poco a poco, se fue embalando.
—¡Maravillosas! Han hecho ustedes un gran trabajo. Mañana llegará el camión para transportarlas. Me alegro de haber acabado con este asunto en concreto, porque desde hace una semana tengo en Bruselas a un buen amigo norteamericano. Ha contactado conmigo a través de nuestro común amigo el experto y sabio Arthur, el del desgraciado tema español, y conoce a otro para el que usted realizó un encargo —recuerde: el museo de cerámica—. Este caballero podría ser definido como un gran embajador del arte y de la belleza y necesita hablar con usted.
—Yo estoy dispuesto, doctor, pero antes tengo que viajar urgentemente a París, porque me ha llamado un amigo para un asunto que parece importante.
Era cierto; Louis el de la OAS me había telefoneado al menos tres veces pidiendo verme con urgencia, y si él me llamaba, no era para ninguna tontería. Así pues, acompañado por André, me dirigí a París y dejé a los otros encargados de finiquitar el tema de las vidrieras y cargar el camión.