CAPÍTULO 4
Mi amada Sefarad
Dame limosna, mujer, que no hay en la Tierra nada como la pena de ser ciego en Granada…
1
Llegamos al penal de El Puerto de Santa María en un atardecer de septiembre, tras un largo viaje por carretera desde Zaragoza, con escalas en Carabanchel, en la vieja prisión de Jaén para dormir y, de allí, directos hasta El Puerto en el destartalado autobús de los traslados. Era un penal que albergaba a los delincuentes más peligrosos y levantiscos, a los que cumplían cadena perpetua y a los condenados a garrote vil, así que tenía una siniestra fama de dureza.
Recuerdo aquel primer traslado —entre los muchos a los que me vería sometido a lo largo de mi existencia, porque siempre he despertado una especie de manía persecutoria paranoica en las autoridades— como algo similar a una silenciosa excursión en un viejo vehículo. Íbamos sin esposar, custodiados por guardias civiles pertrechados con mosquetones y se nos avisó antes de subirnos al autobús que al primero que hiciera tonterías o se removiera le metían un tiro en aplicación de la célebre Ley de fugas. El sargento que vociferaba al grupo de presos acabó su alocución intimidatoria con una alusión directa a mí:
—Y va por ti, belga cabrón, que ya sabemos lo de Soria y lo de Zaragoza.
Pensé que aquel Guardia Civil era especialmente descortés por zaherirme y humillarme recordándome mis frustrados intentos de fuga de las cárceles en las que había estado con anterioridad, pero apunté en mi libretilla de español la palabra «cabrón», que era un nuevo insulto que añadir a mi lista. Como siempre he tenido un carácter optimista y capaz de extraer lo positivo de lo negativo, nunca, en ningún lugar, por inhóspito que resultara, abandoné mi libreta de tapas rojas ni mi método de aprendizaje del castellano con el que me sumergía en los vericuetos del bellísimo e intrincado idioma de Cervantes.
Desde los tiempos en los que aprendí a paladear el nombre Gulnara de Sefarad en mis largas conversaciones con el sefardita Raymond, había hecho algunos progresos en la lengua española y había viajado varias veces a Sefarad en busca de paisajes y antigüedades. Recuerdo sobre todo el primer viaje, cuando pasé la frontera francesa por Roncesvalles en una destartalada ranchera y no paré más que para dormir donde me atrapaba la noche: en una venta que ofreciera habitaciones, en un modesto hostal de carretera e incluso en el interior de mi coche; kilómetro tras kilómetro, mapa de carreteras en mano, vi cómo fluctuaba y variaba de tonalidades el paisaje hasta que llegué a mi destino, Granada, la ciudad en la que me esperaba, desde siempre, el reto de salir espiritualmente indemne tras contemplar la puesta de sol sobre la Alhambra. Pero lo perdí. Lo supe nada más llegar y encaminarme hacia ella por el aseo de los Tristes, a la vera del Darro, precisamente a la hora de las campanas, cuando todos los bronces de la ciudad suenan a un tiempo —desde la profundidad de la campana de la Torre de la Vela hasta el tañer festivo de las campanitas de los conventos de las monjas— mientras las bandadas de pájaros intentan silenciar el repicar con sus trinos y buscan acomodo entre los árboles para pasar la noche. Perdí el reto de permanecer impasible ante el cromatismo salvaje, bermejo y azulado, de los ocasos granadinos y, como pintor flamenco con el alma hecha a los bosques frondosos de mi tierra donde se conjugan todas las tonalidades del verde más esplendoroso, se me grabaron en las retinas los vientres asalmonados de las nubes, la calidad evanescente del cielo y los perfiles coralinos del palacio, que parecía guardar en su corazón de tierra rescoldos de fuego rosáceo. Fue allí, sentado en un banco de piedra frente a la Alhambra, donde comencé en mi cuaderno el primero de los mil esbozos que trazaría de una ciudad que me había atrapado los sentidos: me embriagó del aroma de los azahares de la ribera del Darro, de los sones de las campanas, de pájaros locos y de suntuosidad estética. Granada era puro barroquismo, sin una sola concesión a la disciplina mística de mis amados artes gótico y románico. Decidí que allí quería vivir, en un carmen del Albaicín, para emborracharme a diario de tonalidades y vomitar la embriaguez sobre el lienzo. Pero deseaba vivir solo, sin la aburrida presencia de mi bella, educada y displicente esposa Elisa, cuya principal cualidad era borrar todo componente mágico que pudiera acompañar a la existencia y transformarlo en algo terriblemente convencional y prosaico. Tanto era así que hubo un momento en que sospeché sufrir crisis asmáticas, pero acudí a un galeno que me confirmó que mi tracto respiratorio y mis pulmones vendían salud y que se trataba de una vulgar claustrofobia.
Allí, ante el espectacular despliegue de encanto de la Alhambra, decidí que no era feliz en modo alguno con mi primera esposa y que en algún momento habría de cortar, por un simple tema de supervivencia, con la vida burguesa y terriblemente tediosa que ella había diseñado, con la mejor intención, para mí. Era una mujer convencional hasta el punto de tratar de cercenar mi creatividad, porque su principal objetivo era que «me conformara». Pero no lo consiguió. No me conformé y la abandoné. ¡Qué alivio!
Igualmente aliviados llegamos los presos al penal de El Puerto. El asesino al que sentaron a mi lado durante el trayecto —que mascullaba en un español para mí casi incomprensible— no fue un amable compañero de viaje; alternaba un hosco mutismo con las más feroces increpaciones a los guardias civiles; eso sí, las decía entre susurros para que no le aplicaran la famosa Ley de fugas. ¡Qué compañero tan desagradable! Y eso que yo no tenía nada contra los implicados en crímenes rurales. Pero, para mi fastidio, todas mis tentativas de practicar español con él fueron infructuosas. Ni tan siquiera cuando, cada equis kilómetros, se detenía el convoy en un lugar cercano a una venta y de ella nos traían bocadillos, bebidas y café —que teníamos que pagar, por supuesto— y nos los introducían por las ventanillas, dejó de aparecer profundamente amargado el asesino. Le pregunté cortésmente:
—¿Usted quiere comer o beber?
Él masculló:
—No tengo dinero.
Le respondí con mi español aprendido a fuerza de memorizar frases completas:
—Yo tengo dinero, usted puede comer y beber.
El hombre me miró con curiosidad y parpadeó con rapidez antes de asomarse a la ventana y gritarle al mozo.
—¡Muchacho! ¡Un bocadillo de jamón, un huevo duro, un café y algo de fruta!
Fue la frase más larga que le oí decir durante más de mil kilómetros, aunque también repetía con asiduidad otro mantra:
—Antes de llegar a El Puerto degüello a un guardia y luego me quito la vida.
Aquel preso resultaba en verdad muy poco animado; apenas me dio las gracias por las invitaciones que le ofrecí en cada parada, aunque lo cierto es que le convidé la primera vez, el resto de las ocasiones se invitó él solo y, cuando llegaba la hora de pagar, se limitaba a mirarme con una mezcla de vergüenza y disgusto, como temeroso de que me negara a correr con la cuenta y aquello acabara con una queja del ventero y un castigo por parte de los guardias por pedir comida sin tener con qué pagarla.
¡Qué traslado tan pesado! Aunque me dolían terriblemente los dientes rotos y cada cierto tiempo ingería uno de los calmantes que me habían facilitado en la enfermería de Zaragoza, también intentaba, en vano y en susurros, intercambiar impresiones con mi acompañante y poner en práctica mi método de aprendizaje.
—Español para todos —decía yo—. Mi nombre es Erik, ¿cuál es su nombre?
El criminal rural me lanzaba una rápida y disgustada mirada.
—Felipe, me llamo Felipe y me voy a quitar la vida.
Tan sólo al final del trayecto, tras pasar la noche en la cárcel de Jaén —un romántico, apestoso y desastrado edificio de cuando la dictadura de Primo de Rivera—, Felipe fue capaz de mascullar un par de frases seguidas.
—Yo te conozco, tú eres el belga que se iba a fugar de Zaragoza con un inglés. Y te pillaron, pero del penal no hay quien se fugue, de allí se sale con los pies por delante.
El Guardia Civil nos mandó callar con un bufido, pero yo seguí hablando en susurros, practicando las palabras que había aprendido en prisión.
—¿Cuánta condena tiene usted?
—Cuarenta años, pero antes de cumplir degüello a un guardia y me quito la vida, que ya me he llevado a uno por delante y no me importa llevarme a otro más.
Intenté seguir la conversación:
—Yo tengo un problema en España y Francia pide mi extradición.
Fue la primera vez que vi a Felipe algo animado.
—Sí, lo dicen en Zaragoza, que al belga lo piden de Francia para cortarle el cuello. ¡Tú lo tienes peor que yo, majo!
El muy asqueroso sonreía, como si estuviera especialmente complacido de que en el mundo existiera un ser humano con peor suerte que él. Me molestó especialmente que me enseñara sus dientes llenos de caries, aunque yo tampoco podía presumir de dentadura, así que me dediqué a contemplar el paisaje por la ventanilla mientras recorríamos los campos de Andalucía hasta El Puerto. Fue un viaje muy distinto y muy distante en el tiempo y el espacio respecto a mis escapadas aventureras por Sefarad, cuando me detenía en cada rincón porque, para mí, España había sido, desde el principio, un descubrimiento sentimental. A ella acudí por vez primera para aliviarme de la vida que me había trazado en Bélgica, tan monótona y tan aburrida que, durante algún tiempo, me consideré el hombre más desgraciado del mundo, destinado a una existencia gris en la que la magia del arte no tenía cabida más que esporádicamente. Tras cada encuentro con mi vocación, volvía más desencantado, si cabe, a la rutina y, todo ello sin quejarme para no preocupar a mi familia.
Cuando regresé del servicio militar, tenía grandes proyectos. El primero: seguir con mis estudios en la Universidad de Bruselas; ya llevaba adelantados los años de la escuela de arte y me sentía muy capaz de obtener la licenciatura y después el doctorado en Historia del Arte; había elegido automáticamente como tema de mi tesis el arte románico y el gótico. Me encantaba estudiar porque siempre he poseído una gran curiosidad intelectual, y en la pintura había llegado a tal grado de comunión con el pincel y la espátula que poco me quedaba por aprender. Tal vez, eso sí, necesitara pasar unos años en Italia para perfeccionar cielos y paisajes urbanos, y también algo de tiempo en Holanda.
Lo expuse en casa nada más llegar.
—Papá, ¡ahora a Bruselas a la universidad!
Me extrañó que ni mi padre ni mi madre contestaran y noté una atmósfera extraña, un silencio que pesaba en la pequeña villa del camino del Paraíso. Por la noche, desde mi habitación, oí a mis padres hablar; mi madre lloraba, así que me alarmé pensando que se trataba de algún problema con mi hermano, que ya estaba estudiando en la universidad, en otra ciudad y me levanté a hurtadillas para espiar. Recuerdo aquella conversación como si fuera ahora:
—Eglantine, no podemos, no tenemos dinero, se lo tenemos que decir.
Mi madre sollozaba.
—Qué injusto, Henri. ¡Con lo que vale el niño! ¿Cómo le vamos a decir que no podemos pagarle la universidad?
Mi padre respondía con voz quebrada:
—Mamá, ya tenemos a Marcel fuera y el dinero no llega para los dos. Uno se tendrá que sacrificar. Tal vez más adelante, cuando Marcel acabe…
Me quedé helado y sentí un sabor agrio en la garganta y una amarga decepción. ¿Cómo que yo no iba a estudiar? ¡Por supuesto que lo haría! No me importaba trabajar en lo que fuera en Bruselas, pero yo iría a la universidad. ¡Qué se habían creído! Mis padres continuaban hablando.
—Eglantine, por favor no llores. Yo también estoy desesperado, pero ya no tengo edad para buscar otro trabajo donde gane más. De hecho, ya me pesan los años como guardabosques y cada día estoy más cansado al hacer las rondas, pero no podemos permitirnos tener a dos estudiantes fuera de casa…
La voz de mi madre tenía una nota de histeria.
—¿Y si vendiéramos esta casa, Henri? Con ese dinero podríamos pagarle los estudios, a mí no me importa volver a vivir en el pabellón del bosque. La casa se nos ha quedado grande…
Tragué saliva, porque era consciente del amor incondicional que sentía mi madre por aquel lugar mágico del camino del Paraíso, la ilusión y el alborozo que había experimentado cuando pudieron embarcarse en la compra de la que sería nuestra única morada. El pabellón era propiedad de los dueños del bosque, mientras que nuestra casa, con su veranda llena de rosales trepadores, el jardín de plantas medicinales y la rosaleda que era el orgullo y el laboratorio botánico particular de mi madre, aquella casa era plenamente Eglantine, y venderla sería arrancarle un trozo del corazón. Allí tenía su rincón de dibujo, su invernadero, los muebles —tantas veces bruñidos— que amaba sin mesura y que habían pertenecido a mis abuelos, y la inmensa cocina que parecía el refugio de un alquimista con las flores secas y botes de ungüentos curativos. Tenía amigas y vecinas que, a la vez, eran pacientes de sus remedios naturales. ¿Cómo iba mi madre a volver al bosque?
Pero a mi padre no debió de parecerle mala idea.
—Mamá, si tú lo quieres, la casa se vende. Qué le vamos a hacer, nos arreglaremos en el bosque. Pero ya no somos tan jóvenes.
Regresé a la cama pensativo y soñé con mi madre, que me enseñaba a pintar acuarelas, y con el abuelo Alphonse y los planos de nuestra catedral. Soñé con retazos de mi niñez encantada, cuando fui tan feliz que tal vez hubiera cubierto ya de sobra el cupo de mi felicidad, de la misma forma en que llegada una edad hemos tomado todo el sol que la piel puede aceptar. Quizá mi felicidad había alcanzado también su límite.
Me levanté al alba para hablar con mi padre antes de que se marchara a hacer la ronda. Aprovechando que Eglantine, que aún tenía los ojos enrojecidos, le servía el desayuno —el bol de café con leche hirviendo y las rebanadas de pan casero con manteca hecha en aquella misma cocina— comencé:
—Papá, lo he pensado mejor.
—¿Qué has pensado hijo?
—Lo de la universidad. Verás, hace muy poco que he terminado en Alemania y creo que ahora no me apetece ponerme a estudiar y encerrarme otros tres años. Prefiero trabajar y quedarme un tiempo en casa. Así, de paso, puedo ayudarte en las rondas del bosque; alternaremos los días y así no te fatigarás tanto.
Mis padres se miraron con sorpresa; fue mi madre la que pareció escandalizarse.
—¡De eso nada, cariño mío! ¡Tú siempre has tenido una gran ilusión por ir a la universidad y licenciarte en arte! Además, ¿en qué ibas a trabajar? En nada, estudiarás.
Por lo visto, lo tenían decidido, habían determinado vender nuestro hogar para costearme los estudios. Querían desprenderse de lo que tanto amaban, pero yo no lo iba a consentir. Como que me llamaba Vanden Berghe que mis padres no iban a renunciar a su casa para que yo me fuera de señorito a Bruselas a estudiar en la universidad. Quise convencer a mi madre de manera sibilina.
—Mamá, yo no he dicho que más adelante no vaya a estudiar. Pero ahora quiero hacer otras cosas, lo he pensado y prefiero quedarme aquí, en el pueblo, porque lo de Alemania ha sido muy largo.
Tengo la sensación de que mis padres se sintieron aliviados y confusos. No podían comprender que, en unas horas, hubiera variado mi proyecto de vida radicalmente: de estudiar arte en Bruselas a quedarme en el pueblo y buscar un trabajo. Mi padre no estaba convencido del todo.
—Hijo, de verdad, podemos pagarlo y nos gustaría que estudiaras. Es lo que siempre has querido y lo que quería el abuelo.
Los tres sonreímos, porque el abuelo había diseñado para mí un futuro espectacular como arquitecto de catedrales.
—Hijo, ¿recuerdas? «Arquitecto de catedrales». ¡Qué ilusión te hacía de pequeño!
¿Cómo no iba a recordarlo? Todos mis proyectos relacionados con la creación y el estudio, que eran mi vida, iban quedando aparcados en algún lugar del corazón mientras intentaba convencer a Henri y a Eglantine de que, prácticamente, necesitaba un «año sabático» en casa y buscarme la vida.
—De verdad, papá, no tengo claro todavía lo que quiero. En el ejército he aprendido muchas cosas en los talleres que me servirán para trabajar. Prefiero ganar dinero y dedicarme al bosque contigo, como siempre, que lo llevemos a medias, de verdad.
Creo que les convencí, así que conservamos la casa de mi madre, la que estuvo a punto de evaporarse en matrículas, libros de texto, alimentación y alojamiento. No tenía ningún derecho, no tenía derecho a arrancar a mi madre de su jardín —que parecía plantado por los ángeles de Dios— ni de su pequeño rincón del cielo en la tierra. Eglantine, con sus genes de hada, necesitaba la belleza más que el oxígeno que respiraba, y aquella casa era bella y era mágica, tanto como mi madre. El precio que debían pagar mis padres por que yo siguiera mi vocación suponía tal desgarro emocional que jamás lo habría consentido.
Así, ayudado por mi padre, comencé a buscar mi primer empleo y lo encontré valiéndome de los conocimientos adquiridos en los talleres del ejército de la base de Alemania. Sabía soldar al argón, y mi primer trabajo fue de soldador en el taller de un desagradable individuo que fabricaba bombas de purín para extraer los desechos de debajo de los establos. No se ganaba mucho y además me sentía muy infeliz: cambiar los pinceles y el olor a pinturas al aceite y disolventes por los excrementos de animales resultaba muy poco idílico. Además el jefe me tenía siempre en el punto de mira porque sabía que yo había estudiado arte y aquello parecía irritarle.
—A ver, el artista, ¡muéstrese diligente!
Y dale que te pego soldando al argón y huyendo prácticamente a la carrera cuando finalizaba mi jornada laboral. Iba a entrenarme a un rudimentario gimnasio pueblerino donde levantaba pesas y generaba endorfinas pegándome unas palizas memorables con otros aficionados al boxeo. Luego regresaba a buscar ansioso la rosaleda de mi madre, el rincón de la cocina y la gran mesa que servía para todo y que estaba tan encerada que los cacharros de cobre que colgaban del techo de la habitación se reflejaban en su superficie como manchurrones dorados.
Mi madre me preguntaba:
—¿Cómo ha ido el trabajo, hijo?
Y yo le respondía:
—Bien, mamá, muy divertido.
Entre tanto, no paraba de pensar en abandonar las bombas de excrementos y conseguir otro empleo que, por cierto, me llegó a través de un vecino. Consistía en seguir siendo soldador, profesión que parecía haberse convertido en mi sino, pero en aquella ocasión trabajaría para un hombre que fabricaba camillas para veterinarios —sobre las que operaban a los perros—, un trabajo de pesadilla pero un poco mejor pagado que el anterior.
Lo primero que hice con mi sueldo fue encargar a Bruselas, a una librería universitaria, los libros de primero de carrera. Me los hice enviar a la empresucha del hombre del purín y los metí en casa camuflados porque no quería que mis padres los vieran. No sé por qué, pero deseaba que mi familia creyera que me sentía muy satisfecho soldando bombas y camillas de perros, aprendiendo a boxear «en serio» con un entrenador que había sido profesional en sus buenos tiempos y parecía una versión estúpida del hombre de cromañón y sustituyendo de madrugada a mi padre en la ronda por el bosque con la escopeta al hombro.
—Te lo aseguro, papá, me gusta hacer las rondas de noche, es la mejor hora en el bosque, cuando huele mejor. Luego regreso, desayuno y me voy contento al trabajo.
Pero no me iba contento, sino amargado, pese a que la quietud de aquella catedral boscosa me serenaba el alma. Mi bosque tenía mucho de templo, de lugar de adoración al Creador; en nada echaba a faltar las columnas, ni los artesonados, ni las bóvedas y los capiteles; ni tampoco la piedra, que siempre me había hecho sentir vigorizado, tal vez por el telurio. Estoy convencido de que, al igual que una montaña de roca exhala emanaciones de energía telúrica, también las catedrales de piedra están impregnadas de ese halo de espiritualidad y misticismo que te satura el alma y te hace sentir extraordinariamente bien. Es como si exudaran serotonina para el cerebro.
Pero no todo era soldar para los canes, aprender técnicas de boxeo a mamporro limpio y hacer de guardabosques. De noche pintaba y siempre tenía alguna obra entre manos; de hecho, al de las camillas le regalé un buen florero flamenco sobre tabla tan bien falsificado que el hombre creyó que era de la época aunque tenía mi firma. De cuando en cuando, acudía a un anticuario de Bruselas con una tabla religiosa convenientemente envejecida que el tipo aprovechaba para engañar a algún incauto. Con aquel dinero, bastante escaso, por cierto, y obtenido tras furiosas negociaciones, regateos fenicios y amenazas por ambas partes, yo me compraba libros de arte que iba acumulando en mi habitación como una urraca y que estudiaba todas las noches hasta que los ojos me escocían. ¡Y vaya precios tenían los libros de arte! No obstante, fueron meses muy grises para mí y mis padres lo notaron.
Finalmente, un representante de material médico que compraba camillas para perros me ofreció trabajo como representante de sus productos. Sus principales clientes eran los hospitales, y el hombre había pensado en contratarme porque yo dominaba varios idiomas. Era otro rollazo espantoso de empleo, pero para mi familia fue el delirio porque consideraban que era un gran paso con respecto a las soldaduras y a ser obrero. De hecho, cuando alquilé un pequeño local, la placa en la que rezaba «Vanden Berghe-Material Médico» me la regalaron mis padres; era más apropiada para el gran despacho de un notario o de un cirujano que para el de un simple representante: dorada y con grandes letras góticas, excesiva en todos los aspectos. Aun así, la puse por no desilusionarles, el mismo motivo por el que acudía —acompañado por ellos— los sábados por la tarde a los aburridos bailes de juventud que se celebraban en el cercano pueblo de Soignés.
—Tienes que hacer amigos, cariño mío, y salir con jóvenes como tú. No puedes estar tan aislado.
Nunca había tenido muchos amigos y, quitando a Raymond, con el que me escribía y proyectaba negocios ilegales futuros en las Ardenas, no conocía prácticamente a nadie de mi entorno. Me horrorizaba presentarme solo en un baile de pueblo. Además no me gustaba bailar y menos aún en aquel local deprimente y lleno de humo que parecía anclado en la estética de los años cincuenta, pero no en plan kitsch —que es divertido y con cierto encanto—, sino con un aire de posguerra tan lúgubre que me parecía haber vuelto a la Alemania de la ocupación. Sin embargo, iba por acompañar a mis padres y ellos por llevarme a mí y socializarme.
—Verás qué divertido, todos bailando. Así conocerás gente y podrás salir los fines de semana.
Todo era cosa de mi madre, que era tan entrañable y afectuosa que soñaba con que Marcel y yo tuviéramos novias porque siempre había deseado tener una hija a la que habría llamado Rosée, que en español se dice «Rocío» y que era su segundo nombre, Eglantine Rosée. Ella era especialista, precisamente, en pintar gotas de rocío sobre los pétalos de flores; le gustaba casi tanto como pintar manos de emperatriz. Yo he heredado su afición y he fabricado mis propios pinceles de marta, como me enseñó mi madre, a la que, a su vez, había enseñado el abuelo Alphonse, bien recortados con una cuchillita; así puedo usar pinceles para lágrimas, que son los mismos que los de las gotas de rocío y un poco más tupidos que los de pestañas, casi iguales que los de perlas.
2. La bella Elisa y papá Clement
Y aquello fue lo que creí encontrar en uno de aquellos bailes sabáticos: una perla. Era una bellísima joven, alta y de apariencia muy elegante, con una sedosa melena castaña clara que le llegaba a la cintura, los ojos verdosos y una impecable nariz patricia. Fue verla y quedar totalmente prendado de ella. Como todas mis pasiones, fueron emociones intensas y, desgraciadamente, efímeras. Alabé la hermosura de la joven ante mis padres.
—¿Visteis a la chica del pelo largo? ¡Qué mujer tan preciosa!
Mi madre también estaba entusiasmada.
—¡Parecía una princesa! Hijo, ¿por qué eres tan tímido? ¡Podrías haberla sacado a bailar!
No se trataba de timidez, sino de contemplación. Lo que me apeteció desde el primer momento en que vi a aquella mujer fue contemplarla con la admiración que se siente por una obra maestra, estudiar sus rasgos finamente cincelados, el tono amelocotonado de sus mejillas y la elegancia sin par de su cuello. La imagen de aquella muchacha me acompañó durante toda la semana y tracé mil esbozos de su rostro de virgen alemana del siglo XV. Era sencillamente hermosa, pero mi vida no era hermosa, sino aburrida, excepto por los proyectos epistolares que intercambiaba con Raymond y mi firme propósito de dar batidas por los bosques de las Ardenas en busca de armamento para vender armas ilegalmente; el resto era muy tedioso, sobre todo mi profesión, aunque la desempeñaba con la esperanza de ahorrar para comprarme un camión y viajar a los bosques, pues Raymond me comentaba que conocía a una persona en Francia que le había dicho que conocía a un grupo que andaba buscando armas para llevarlas a Argelia. ¡Aquél sí que era un negocio entretenido y no el rollo de las representaciones médicas!
Mi esperanza para el futuro era hacerme con un buen camión y cambiar de actividad, ganar dinero vendiéndole armas a Argelia para que los lugareños se mataran entre sí o mataran a quienes apetecieran; no era problema mío, porque yo no era político, sino negociante, así que no me interesaban los temas geopolíticos, sino estudiar arte. Vendiendo material de guerra usado podría ahorrar y pagarme la universidad en Bruselas sin ser una carga para mis padres.
Ahora puedo decirles sin rubor que mi éxito con las féminas se materializó en mi conquista de la encantadora Elisa, que no sólo bailó conmigo ante la ilusionada mirada de mis padres, sino que me invitó a la mesa de su familia a tomar un licor de cereza y me presentó a los suyos. Continuamos bailando juntos después de que me sometieran a un sutil interrogatorio en el que confesé ser representante de material médico para clínicas y hospitales con despacho propio; no tuve que dar más explicaciones, porque mis padres eran conocidos en el pueblo. Por su parte, la exquisita Elisa era maestra y unos años mayor que yo, los suficientes como para empezar a preocuparse por la falta de novio formal y las escasas perspectivas que ofrecía un lugar como aquél para echarle el anzuelo a un buen partido.
Así, seguí asistiendo todos los sábados con mis padres al baile de Soignés; ellos, al ver que quedaba con la joven, ya no querían venir, pero yo insistía porque sabía que para Eglantine ponerse de punta en blanco y acompañarme eran los instantes mágicos de la jornada sabática, y eso que mi madre fue siempre muy sencilla en el vestir: un traje de chaqueta oscuro y, como único adorno, una de aquellas camisas de batista blanca que ella misma cosía aprovechando los encajes de antiguos camisones de su madre o de su abuela. Pero para mí era la madre más elegante del mundo, sí señor. He de reconocer que Elisa y mi madre eran el día y la noche: lo que en Eglantine era fragilidad, en la hermosa Elisa era robustez casi atlética; mi madre era suave y tímida y la hermosa maestra marisabidilla, locuaz y un tanto altiva. Pero yo estaba perdidamente enamorado de la joven y el amor me distraía del aburrimiento del material médico y hacía menos tediosas mis visitas a los clientes. Yo ansiaba acariciar la piel sedosa de Elisa y hacer el amor con ella; la joven estaba dolorosamente presente en mis sueños eróticos, pero, como era una mujer decente, me dejó muy claro, a la vista de mis lances, que sólo se iría a la cama con el hombre que fuera su esposo, así que decidí, en los ardores de la pasión y porque mi vida era tan monótona que cualquier novedad era recibida como maná caído del cielo, casarme con ella.
Fueron unos cuantos meses de discreto noviazgo, siempre vigilados por ambas familias. Nuestros padres acabaron compartiendo mesa en la sala de baile y, pese a que los padres de ella eran unos adinerados latifundistas y poseían varias granjas de labor y pastoreo, lo cierto es que jamás hicieron de menos a Henri y Eglantine aunque eran mucho más modestos. El hecho de que tuvieran una hija soltera rondando la treintena en una región que ofrecía tan pocas posibilidades de encontrar marido derribó todos los obstáculos. Además, no me consideraban mal partido, para algo era representante con despacho propio, tenía poco más de veinte años y además era un buen hijo, pues sabían que ayudaba a mi padre en el bosque. En una palabra, con un leve empujón del señor Clement, el papá de Elisa, podríamos vivir muy bien.
He de confesar que mis padres no estaban totalmente conformes con mis ansias casamenteras.
—Hijo, eres aún muy joven, espera un poco.
—Hijo, que el matrimonio es para toda la vida. ¿Tú estás seguro?
Sí, estaba seguro; seguro, aburrido como un mono y deseoso de disfrutar de los favores de aquella altiva beldad, así que en casa iniciamos los gozosos preparativos de la boda. Recibíamos continuamente la visita de papá Clement, que se inmiscuía en todo lo relacionado con su hija, a la que él llamaba «mi princesa». De hecho, comenzó a presionar sutilmente en lo relativo a nuestra futura residencia y tuve que entregarle hasta mi último franco ahorrado para pagar parte de la casa en la que íbamos a vivir, muy cercana a la de mis padres. Aún es más, me vi obligado a embarcarme en un préstamo a largo plazo para equiparla y amueblarla, porque «la princesa» estaba acostumbrada a vivir en su magnífica granja de mil metros construidos y amueblada con buenos y sólidos muebles de nogal macizo y no debía notar cambios en su nueva vida de señora casada. Papá Clement era avasallador: me buscaba nuevos clientes en Brujas, Amberes y el sur de Alemania para mis representaciones, se obstinaba en revisar mis libros «para que no me equivocara» y encargó una placa más grande y más moderna, que parecía la de una farmacia, para mis oficinas. Arrancó sin contemplaciones la placa con letra gótica que habían pagado mis padres. Y ahí empezó a fastidiarme en serio.
Pero yo estaba demasiado encandilado por la hermosura de Elisa y su actitud elegantemente provocativa —te dejo pero no te dejo; hasta aquí puedes llegar; eso para cuando nos casemos—. Me divertí preparando la boda y me encantó que empezaran a llegar familiares Vanden Berghe de todos los puntos de Bélgica y que mi hermano Marcel se encargara un traje y me contemplara con una pizca de envidia porque yo tenía novia y él no. Por fin, una hermosa mañana de primavera, me vi salir en dirección a una iglesia cercana a Tournais vestido de frac y escoltado por mi numerosa familia. El frac había sido de mi abuelo y mi madre lo había modificado, aunque papá Clement había insistido en pagarme uno en el mejor sastre de Bruselas. En lo que sí se gastó una pequeña fortuna fue en el traje de su hija, estilo Sissi Emperatriz, en contratar a unos tipos para que tocaran un concierto de trompas de caza durante la ceremonia y en alquilar un carruaje descubierto para que llegáramos y saliéramos del templo: un auténtico bodorrio en el que los Clement se gastaron el cuádruple que los Vanden Berghe, tantas eran las ganas de casar a su «princesa».
Por mi parte, actuaron como testigos Marcel y mi amigo Raymond, que parecía muy impresionado ante el despliegue de medios de la ceremonia: los adornos florales, el coro infantil, el concierto de trompas y la elegancia de mi acaudalada familia política. Yo, la verdad, estaba un poco agobiado, pero aguanté el tipo hasta la salida de la ceremonia, con papá Clement dirigiendo el cotarro y dos fotógrafos captándonos para la posteridad. La comitiva, para mi sorpresa, se dirigió directamente a una impresionante casa palacio a las afueras de Tournais, un lugar majestuoso con unas rejas palaciegas que se cerraban para guardar una alameda impresionante y, al fondo, la mansión palaciega y la inmensa fuente de mármol del jardín. Pues bien, allí descendieron todos y el fotógrafo me animó a colocarme con la novia y los padrinos delante de las rejas para hacernos fotos. Yo me sorprendí.
—¿Y por qué vamos a hacernos fotos delante de esta casa?
Elisa sonreía deslumbrante.
—Para que parezca que es nuestra. Todas las fotos de familia nos las vamos a hacer aquí, porque a papá le gusta esta casa.
A mí todo aquello me parecía humillante.
—Pero Elisa, esta casa no es nuestra, hacernos fotos aquí es un engaño.
—No, amor mío, es bonito, porque éste es el mejor palacio de Tournais.
Y, de pronto, ante la verja palaciega, sentí algo similar a un resplandor y a una dolorosa revelación, como si alguien empezara a tirar sutilmente de un extremo de la venda que cubría mis ojos de enamorado. Y aquella persona era fácilmente identificable por su risa, similar a un desagradable graznido.
—Hombre casado, mira a tu novia con los ojos del alma, je, je, je.
Miré y vi a Elisa tal como era: una tonta exigente y llena de pretensiones. El orondo papá Clement no era más que un campesino enriquecido y lleno de ínfulas. Mis padres parecían avergonzados ante mi negativa a hacerme fotos delante de la mansión, pero seguro que me comprendían; no así Raymond, que reía encantado y parecía encontrar mi disgusto muy cómico.
—Anímate, Erik, vas a parecer el rey Balduino ante Laaeken. ¡Mi compadre va a entrar en la realeza!
Pero yo no era un rey, ni un noble, ni quería parecerlo, ni presumir de lo que no era mío; no tenía interés en impresionar a nadie fingiendo con unas estúpidas fotos. Y así, con un serio disgusto por parte de la novia y de sus familiares ante mi tozudez, que les había arruinado unas fotos espectaculares, se inició mi vida de casado. Que, por cierto, creo que duró algo más de un larguísimo, tedioso e interminable año.
He de aclarar que, después de haber mirado con nueva lucidez a mi flamante esposa y a mi familia política sintiendo el regusto amargo del desencanto, ya en el propio banquete de bodas hice un largo y oxigenante aparte con Raymond:
—Mira, tenemos que hacer negocios, porque ya estoy harto. El dinero que estaba ahorrando para el camión se lo he tenido que dar a mi suegro para la casa. ¿Tú conoces a alguien en tu zona que nos pueda prestar dinero a buen interés?
Raymond tampoco andaba bien de posibles, pues trabajaba en la tienda de su padre y con lo que había ganado se había comprado dos coches y una moto; además, se gastaba un buen dinero en correr con los automóviles en los circuitos.
—Tú eres imbécil, Raymond. ¿Para qué quieres coches de rally? Con eso habríamos pagado parte de nuestro camión. Y encima, quizá batimos los bosques y no encontramos nada.
Raymond susurraba:
—Hay armas, Erik. Tengo a dos furtivos sobornados y dicen que hay material de sobra; luego tengo a los de Francia, pero eres tú el que se tiene que decidir, porque llevas un año perdiendo el tiempo con las jeringas y las tonterías.
—Sí, pero lo mismo llegamos y los furtivos ya han arramplado con la mercancía.
—No, qué va. Saben que hay prohibiciones y no se atreven a tocarla, porque les puede costar la cárcel y ambos han cumplido ya mucha condena por robos, hurtos y cosas así. Tienen los puntos localizados y los están guardando, pero yo no puedo esperar más. Verás, mi tío Isaac es prestamista y nos podría adelantar la cantidad, pero ya sabes cómo somos los judíos con los intereses.
A nuestro alrededor, la gente gritaba «¡Vivan los novios!» y «¡La novia va mejor vestida que Fabiola!». Pero la anécdota de las fotos ante el palacio me había dejado un poso amargo, un toque de fastidio que sólo conseguía superar haciendo planes de futuro con mi amigo Raymond. Ya empezaba a presentir que la amorosa tutela de papá Clement sobre «la parejita» iba a resultar mucho más que agobiante.
Y así fue.
También he de confesar que la vida de casado no se correspondió con las expectativas que yo me había trazado: las relaciones sexuales, apasionantes en un primer momento, entran en la pura rutina a no ser que se sea un rijoso compulsivo, que no era mi caso. Tras una breve luna de miel, volví a mis aburridas visitas a los hospitales, que eran mis principales clientes, con la novedad de que tenía dos empleados y de que a partir de entonces fue mi suegro el que se ocupó, con esmero y meticulosidad, de mi contabilidad. Aquel hombre interfería constantemente en mi vida, hasta el punto de que criticaba mis entrenamientos pugilísticos porque le parecían «una pérdida de tiempo y una afición de salvajes». Sin embargo, para mí consistían una válvula de escape; salía espiritualmente fortalecido tras cada machaque con las pesas, cada feroz entrenamiento con el saco y cada combate en el mísero ring. Eran la única actividad vigorizante de mi existencia.
Para colmo de las desdichas, en mi pareja era obligado pasar los fines de semana en la granja familiar, y los viernes comer ensalada todos reunidos en torno a la mesa de nogal macizo. Aquella costumbre me resultaba tan exasperante que, en una botica, adquirí un potente laxante líquido; tenía la trasparencia del agua, así que podía deslizarlo furtivamente bajo la mesa y, al menor descuido de los anfitriones, cada fin de semana, cuando la mesa estaba ya puesta, lo vertía en el vaso de uno de los familiares antes de iniciar el largo y ceremonioso almuerzo y al menos me entretenía a los postres viendo al fulano o a la fulana empezar a descomponerse y correr al servicio entre retortijones. Era un pobre consuelo, en verdad, porque mi principal obligación vital era, según aquella familia vampirizadora, atender a todos los caprichos de la hermosa Elisa, que, por cierto, detestaba todo lo que tuviera relación tanto con mi afición por el boxeo —«¡Qué vulgaridad!»— como con el arte y con mi faceta de pintor, que le parecía «una pérdida de tiempo y una fantasía», hasta el punto de que se negó en redondo a que tuviera en la casa un estudio de pintura porque decía que aquellas habitaciones eran «para los hijos» y que los pintores eran tan poco serios como las gentes de la farándula. Y eso por no hablar de las horrorizadas críticas que en ella despertaba mi pasión por la caza furtiva. La practicaba cada vez que Marcel regresaba a casa; ambos hermanos éramos más que expertos en aquella actividad, pero allí, en aquella especie de prisión dominada por las rígidas normas de la «corrección familiar», lo que había de hacerse era recorrer hospitales, vender mucho material y que el dinero lo administrara el padre de Elisa; sobre todo, había que «conformarse» con aquella existencia tediosa y tener muchos hijos, porque, según mi esposa, «los hijos consolidan la pareja». Pero yo no quería ser padre de nadie, me bastaba con ser hijo de Eglantine y de Henri. Además, quería viajar, a España concretamente, y que Elisa, por supuesto, no me acompañara en el descubrimiento de la tierra de los santos, los guerreros y los poetas. Mi esposa no quería ni oír hablar de España, para ella un país sucio, lleno de moscas y gobernado por los militares. De acuerdo con ella, lo único bueno que había dado España era Fabiola de Mora y Aragón, la reina más querida y admirada de la historia de Bélgica, la única dama idónea para casarse con nuestro querido Balduino del que contaban que, tras declararse a la aristócrata española y ser aceptado por ella, se detuvo para dar las gracias con una oración a la Santísima Virgen. Así de buena gente eran nuestros reyes. Aprovechando el primer y apresurado embarazo de «la princesa» para «consolidar la pareja», me marché para realizar mi primer recorrido sentimental por mi amada Sefarad. Allí, ante la Alhambra, comprendí que tenía que cambiar de vida rápidamente porque aquello era un muermo y no funcionaba.
A la vuelta de Sefarad, prolongué las vacaciones para ir en busca de Raymond y de su tío Isaac, el usurero que nos prestó el dinero para el famoso camión a un interés tan elevado que nos hizo palidecer.
—Señor Isaac, ¿no le parece que los intereses que nos cobra son un disparate? ¡Y encima pagarle por semanas!
El viejo Isaac suspiró como quien sufre ante la incomprensión humana.
—Joven, yo tengo que comer.
Yo, gracias a la contabilidad paralela con la que engañaba al entrometido papá Clement, disponía de algún dinero para alquilar una discreta nave y emplear con sueldo fijo al par de rudos furtivos conocidos de Raymond para que nos ayudaran a rastrear los bosques ardeneses que, según la leyenda negra que los acompañaba, estaban siempre desiertos. La gente decía, y con razón, que como durante la guerra se habían librado allí batallas muy sangrientas, aún se encontraban muchos cadáveres en la espesura y que era posible que estuvieras de excursión y, al ir a sentarte, te encontraras con la cabeza desgajada de un soldado todavía con el casco puesto o con unas vísceras resecas y pestilentes. Aquellos bosques estaban considerados grandes cementerios y pasarían lustros hasta que volvieran a la normalidad. Al contrario de lo que había ocurrido entre los vecinos de mi pueblo —e incluso los niños—, que nos habíamos lucrado vendiendo lo que encontrábamos en el bosque pese a las prohibiciones, allí no había llegado la plaga de termitas humanas y aquello estaba a rebosar de armamento abandonado y municiones.
Sin atender a los histéricos ruegos de mi esposa, que reclamaba mi inmediato regreso a casa mediante furiosas cartas, y sin tan siquiera prestar atención a una visita conminatoria del propio papá Clement —que me acusó de estar abandonando el negocio, aunque gracias a él no se había arruinado totalmente, sino que los clientes continuaban pidiendo material y mis dos empleados actuaban de forma diligente—, me dediqué durante un par de meses a respirar y a oxigenarme hasta el punto de que, todas las mañanas, mi compañero y yo practicábamos el rudo entrenamiento físico al que en su día nos obligaron los militares, amén de realizar prácticas de tiro de precisión por puro placer, por acabar rendidos, sudorosos y bien dispuestos a batir los bosques con los furtivos y a almacenar el material en la nave. Mientras, Raymond contactaba con la gente de Francia interesada en adquirir armamento y ambos trazábamos planes acerca de cómo hacer llegar la mercancía a Marsella eludiendo la frontera y los controles policiales. La solución nos la dieron los propios furtivos, grandes conocedores del terreno, quienes nos informaron de que había algunas casonas, tipo pabellones de caza, cerradas en los contornos de los bosques y de que aquellas casas guardaban muebles que parecían valiosos. Pero ellos querían comisión. De inmediato, Raymond y yo hicimos una visita a las casas; entramos por las ventanas y comprobamos que, en efecto, parecían más que abandonadas, cerradas y polvorientas. Sin embargo, dentro pude identificar algunas piezas de mobiliario interesantes: un par de comedores de nogal macizo, armarios y arcones ardeneses, y unas cuantas vitrinas y piezas de sillería. Los cuadros ya no estaban, aunque sí su señal en las paredes, así que en seguida sospechamos que los furtivos se nos habían adelantado y habían arramplado con todo lo de valor y pequeño tamaño.
—Esto lo vaciamos, Raymond. De hecho, está abandonado y, si no nos lo llevamos nosotros, se lo van a llevar otros; estamos haciendo una especie de «favor», porque los muebles se van a pudrir aquí, o puede que alguien queme los pabellones. Así que, para que se pierdan, nos los llevamos nosotros. Y encima, le estamos haciendo una especie de favor al arte, porque son muebles muy hermosos y, si los destrozan, pierde el arte, mientras que si nos los llevamos nosotros se conservarán y quienes los compren los cuidarán.
Raymond estaba muy de acuerdo con mis teorías.
—Tienes razón, si han abandonado los pabellones es porque no les interesan; es una pena que se arruinen buenas piezas y, para eso, nos aprovechamos.
—Eso es, es como encontrar algo tirado en la calle y recogerlo antes de que alguien lo destruya. Lo que hacemos beneficia a nuestra cultura belga, porque impedimos que se pierdan muebles tradicionales ardeneses.
—Eso es, tienes razón, encima hacemos una especie de buena obra.
Y nuestros argumentos nada tenían que ver con las excusas morales, sino que yo estaba plenamente convencido de mis razonamientos y sentía que la lógica y la razón estaban de mi parte.
El trabajo fue muy simple: nos hicimos con cuatro monos de trabajadores por si alguien nos sorprendía y llegamos con el camión hasta los pabellones para vaciarlos. No sufrimos ningún inconveniente, ni el más mínimo disturbio en la labor. De hecho, forzamos las puertas principales con una palanqueta y lo sacamos todo como quien hace una mudanza. Luego, una vez cargado el material, decidimos seguir con la segunda parte del plan, que consistía en viajar hasta Francia con un camión cargado de muebles para constatar qué tipo de controles de carretera existían.
Pasamos por un lugar discreto de la frontera que estaba custodiado por unos aburridos aduaneros que ni nos miraron. Sin ningún inconveniente, viajamos hasta Marsella y pasamos un solo control de carretera que nos permitió seguir.
—¿Qué carga llevan ustedes?
—Muebles antiguos para Marsella.
Enseñamos una factura que habíamos falsificado previamente, le echaron una rápida ojeada y seguimos adelante. El problema que se nos planteó fue el de encontrarnos en Marsella con un camión lleno de muebles ardeneses y no saber si teníamos que volvernos a Bélgica con ellos, pero las amistades de Raymond nos presentaron a un par de tipos que compraban antigüedades y ganamos más con aquella transacción que yo en seis meses vendiendo a los hospitales. Resultó que aquella gente enloquecía por los muebles tallados de las Ardenas y que allí, en Francia, eran muy codiciados. Fue un negocio redondo y así se lo dije a Raymond:
—Mira, Raymond, éste sí que es un buen negocio aunque tengamos que comprar los muebles siempre que no podamos «rescatarlos» de casas abandonadas. En tu tierra son muy baratos, nadie los quiere, y con éstos triplicamos el precio. Hacemos un doble fondo para las armas y encima colocamos los muebles. «Nadie» te hace descargar un camión de muebles en medio de la carretera para ver si llevas otra cosa.
3. No me conformo
Los contactos en el sur de Francia estaban establecidos y las armas, al parecer, eran para los argelinos o para la resistencia. Por mí, como si eran para el sah de Persia: yo vendía en Francia y a franceses, lo que fueran a hacer con el viejo material de guerra me traía sin cuidado. ¿O es que acaso era analista político? Pues no, señores, no lo era. Así, mientras seguíamos llenando el almacén de la bendición de Dios que encontrábamos en los bosques y colocando algunos restos mortales en lugares estratégicos que íbamos hallando —sobre todo en lugares accesibles para que los encontraran los visitantes curiosos y les obligaran a volver sobre sus pasos, horrorizados—, regresé de las Ardenas a Bruselas con Raymond y con un pequeño cargamento de arcones y plateros tallados que les habíamos comprado a varios anticuarios de la zona, así como con un discreto lote de muebles elaborados en Lieja. Para nuestra sorpresa, en Bruselas también nos los quitaron de las manos y ganamos un buen dinero.
—Mira, Raymond, parece que nadie va a comprar a las Ardenas pero que en la capital todos quieren estos muebles, así que vamos a aprovechar que ya le hemos pagado con lo de Francia la mitad del préstamo al mierda de tu tío y vamos a utilizar el camión en Bélgica.
Regresé a casa con dinero y me encontré con que papá Clement llevaba y dirigía mi negocio. Mi suegro disponía de mi patrimonio y estaba dispuesto a fiscalizar mi vida hasta el punto de que ponía todas las ganancias en una cuenta a nombre de su hija, porque yo era «joven e inexperto». La convivencia empezó a convertirse en un puro reproche, y no por culpa de Elisa, que era sencillamente una mujer muy convencional, sino por la mía, pues yo intentaba estar el menor tiempo posible en aquella casa agobiante y llena de muebles y alfombras (pagados, eso sí, con el material médico) donde Elisa era la reina y señora y yo no poseía ni un minúsculo rincón donde evadirme y, menos aún, enfrascarme en mis libros de arte. Así evitaba ácidos comentarios del tipo: «¡Ya estás perdiendo el tiempo! ¿Es que te crees que tienes edad para hacer la carrera de arte? ¡Olvídate ya de las fantasías!». De hecho, opté por guardar todo aquello que constituía mi «jardín secreto» en mi habitación de la casa de mis padres y por escapar lo más a menudo posible al camino del Paraíso, a casa de mi madre, para sentarme en la cocina a pintar —algo que no podía hacer en mi propia casa porque era una «actividad poco seria, mírame a mí que soy maestra»—, a leer y estudiar mis libros de primero y segundo curso de arte y a ayudar a Eglantine en el huerto botánico o a fabricar los herbarios que ella seguía vendiendo a los estudiantes.
La casa del camino del Paraíso era para mí una auténtica evasión; significaba respirar aire puro y reencontrarme con la escasa magia de la que podía disfrutar en mi gris existencia, sobre todo en un momento en el que me empezaban a interesar los muebles antiguos. Se lo comuniqué a Henri:
—Papá, en Bruselas hay negocio con los muebles antiguos. Si te enteras de alguien que los venda por la región, podemos sacar beneficio.
Y resultó que mi padre conocía a mucha gente que quería desprenderse de algunas pieza e, incluso, de herencias completas.
—Pero, hijo, trabajar con muebles antiguos no es tan sólo comprar y vender; muchas veces hay que restaurarlos, porque el precio del mueble restaurado es mayor que si se encuentra en malas condiciones. Yo sé bastante de carpintería, ya lo sabes, pero necesitaríamos a alguien que supiera un poco más, y un almacén.
—Yo tengo dinero para el almacén, papá, y también para comprar, así que vamos a empezar.
A mi padre le ilusionó la perspectiva de hacer antigüedades, máxime cuando me veía profundamente decepcionado con mi vida conyugal. No era culpa de Elisa, que era una buena maestra y una gran ama de casa, pero no teníamos nada en común y nada de lo que hablar. Ella ya se encontraba en la etapa de madurez de su vida y yo me sentía como si acabara de empezar a vivir. Me sentía muy incómodo con el futuro que ella y su padre habían diseñado para mí; en aquella relación existía una evidente diferencia generacional y yo, sencillamente, no me conformaba. Aquél pasó a ser mi mantra particular cada vez que salía de mi agobiante hogar para ir al trabajo y evadirme en el gimnasio, donde golpeaba con furia el saco y hacía abdominales de manera compulsiva, o para dirigirme a casa de mis padres. «No me conformo». Aunque entonces aún nadie nos había revelado, a través del nuevo pensamiento, que las palabras no describen la realidad, sino que la crean, sin saberlo, a nivel psicológico, aquél «No me conformo» cotidiano iba construyendo una férrea rebelión interna contra la realidad impuesta e impidiendo que, en ningún momento, ni durante una milésima de segundo, me resignara.
Los meses que siguieron fueron un poco menos tediosos. En primer lugar, porque nació mi primera hija, para el alborozo de mi madre, que estaba encantada con su nuevo papel de abuela.
—Cariño, ya tienes a tu Gulnara de Sefarad.
—No, mamá, que la niña se llame como quiera su madre. Ella no entendería ese nombre.
Y entonces mi madre comprendió que ya había muy poco que hacer con la encantadora Elisa. No es que yo no quisiera a mi hija, pero, a los veintipocos años, no estaba preparado para ser el padre de nadie, me faltaba madurez. De haber sido imperativo para tener hijos la posesión de un «permiso para concebir», yo no lo habría obtenido jamás. Nació mi hija, participé en un combate semiprofesional en un pueblo cercano —acabé con la nariz rota, pero mi contrincante terminó peor que yo, porque me enfurecí y le machaqué la cabeza— y comenzó mi idilio con la madera, ya que los hados me fueron favorables y contacté, a las afueras de Nivelles, con un carpintero especialmente habilidoso que completó mis incursiones en el terreno de la talla. La madera es caliente y está viva, como el alabastro; el mármol es gélido y la piedra fluctúa según el momento. Mientras tanto, Raymond había vaciado una antigua casona y, además, ya teníamos material de guerra suficiente como para bajar a Francia: contábamos tanto con muebles adquiridos de manera dudosa pero a la postre rescatados del olvido, como con municiones, ametralladoras, explosivos, máuseres, granadas y pistolas para pertrechar a un pequeño ejército, así que en un taller de confianza nos hicieron un discreto doble fondo y emprendimos nuestro primer viaje a un puerto del sur de Francia. Íbamos armados, por supuesto, con las escopetas escondidas debajo de los asientos, y, por precaución, no les comunicamos la ruta a los amigos de Raymond, tan sólo la fecha de llegada; el judío no se fiaba de los marselleses y pensaba que podían hacernos alguna sucia jugarreta para no pagarnos el material.
Durante el viaje tan sólo encontramos un control en la frontera; allí enseñamos las facturas falsas y luego, sin incidentes, continuamos hasta el puerto. Realizamos una parada en un anticuario para descargar los muebles y una gran lámpara que llegó bastante dañada; después nos acercamos a los muelles y allí descargamos durante la noche, rodeados de los individuos de aspecto más patibulario del continente. Llenamos una barcaza y allí, a pie de muelle, nos pagaron. A continuación fuimos a remojar el negocio a un bar de aspecto siniestro, aunque ni Raymond ni yo queríamos celebrar nada con los amigos de sus amigos por mucho que se presentaran como soldados y combatientes; nosotros estábamos convencidos de que eran gentuza de mal vivir y barriobajeros y no nos gustaban ni su apariencia ni sus miradas ni la codicia que demostraban en el aspecto comercial. Además, tenían un inusitado interés por conocer la ruta que habíamos tomado, la carretera exacta, las paradas, los controles; nos ofrecieron todo tipo de consejos sobre cómo llegar más directamente hasta aquella ciudad, lo cual nos produjo un mosqueo infernal.
El ambiente era tan incómodo que, en un momento dado, enseñé la culata de mi arma.
—No os preocupéis, a nosotros no nos paran. Hemos estado dos años de fuerza de ocupación en Alemania, estamos bien entrenados y sabemos usar esto muy bien.
Nuestros interlocutores intercambiaron nerviosas miradas.
—Claro, claro, seguro que no tenéis problemas. Por nuestra parte todo va a ser siempre correcto.
Salimos de allí con lentitud, tras un largo intercambio de cumplidos, pero nos faltó tiempo para llegar al camión y salir pitando; hasta que no abandonamos la ciudad siguiendo la ruta contraria a la que nos habían indicado, no pudimos respirar tranquilos.
—Erik, yo no vuelvo a hacer negocios con esa gente.
Me indigné.
—¿Y qué hacemos con el material de las Ardenas? ¿Nos comemos los máuseres? Hay que volver, pero con cuidado. Lo bueno sería poder traer a más gente, pero entonces desconfiarían. ¿No te han dicho tus amigos que son de confianza?
—Bueno, mis amigos tampoco les conocen demasiado; tan sólo saben que necesitan armas y que tienen dinero para pagarlas, pero nada más.
El viaje de vuelta fue muy tenso. Por un lado estaba la avaricia de ganar dinero con un material que nos había salido gratis, y por otra la desconfianza provocada por la catadura de los tipos. El problema era que teníamos que volver a la semana siguiente porque había que vaciar el almacén; era peligroso tener todo aquello allí, y además los furtivos tampoco resultaban muy fiables, aunque les habíamos amenazado de muerte por descuartizamiento y nos tenían mucho miedo.
El segundo viaje transcurrió sin inconvenientes para que nos confiáramos; fue en el tercero cuando, a catorce kilómetros de Marsella, nos estaban esperando en un recodo de la carretera. Era una noche tan lluviosa y oscura que el asfalto mojado, del color del alquitrán, parecía absorber incluso las luces largas del camión, de modo que lo primero que alumbraron los faros de nuestro vehículo fue un coche semicruzado en el centro de la calzada. Luego aparecieron cuatro hombres cubiertos por pasamontañas y armados.
—¡Raymond, ya están aquí!
No dio tiempo ni a que nos dieran el alto: comenzamos a disparar por las ventanillas mientras yo aceleraba y embestía el coche; después, cruzamos a su vez nuestro camión en medio de la carretera, nos bajamos del habitáculo y seguimos disparando resguardados tras las puertas. Se produjeron dos bajas en el bando de los atacantes; los otros les recogieron y se perdieron en la noche abandonando el vehículo sin dejar de disparar. Fueron unos cuantos minutos de tensión extrema.
—¿Qué hacemos, nos damos la vuelta?
Yo rechinaba los dientes; es algo que me ha pasado siempre en las refriegas: una vez empezadas, me parecen muy cortas y me saben a poco.
—No, continuamos.
En Marsella, el anticuario nos estaba esperando para recoger los plateros. Vio los cristales laterales pulverizados y las puertas agujereadas, pero no hizo comentarios; se ve que era un hombre poco curioso. Luego, en el mismo almacén, levantamos el doble fondo, cogimos dos ametralladoras y las cargamos y nos dirigimos a nuestro destino en silencio. Allí estaban los hombres para descargar, pero no debían de esperarnos a nosotros, porque se mostraron consternados cuando llegamos y observaron nuestras caras de pocos amigos. Al vernos bajar, pertrechados con las ametralladoras, no hicieron un solo comentario, tan sólo empezaron a descargar con rapidez. El que dirigía el cotarro se acercó y nos preguntó con cierto nerviosismo:
—¿Algún problema?
—Ninguno, todo en orden.
Pero en ningún momento bajamos las armas; nosotros lo sabíamos y ellos lo sabían. De hecho, tenían, como siempre, preparado el dinero. Tal vez ya preveían que su plan podía no dar resultados; pagaron sin rechistar.
Tuvimos que esperar a la mañana siguiente para dejar el camión en un garaje; no podíamos recorrer Francia con un camión agujereado por balas, así que compramos una bolsa para las ametralladoras y regresamos a Bélgica en tren sin dejar ni por un momento de vigilar nuestras espaldas. Fue un largo viaje de vuelta; íbamos armados, con una importante cantidad de dinero y estábamos agotados. En todo momento experimentamos el temor de que nos estuvieran siguiendo para arrebatarnos las ganancias y se armara una carnicería: si había algo cierto era que no nos íbamos a dejar robar. No obstante, al parecer, habían quedado lo suficientemente escarmentados.
Ni que decir tiene que no volvimos a Francia. El teléfono de los amigos de Raymond echó chispas con las andanadas de insultos y amenazas; no obstante, los marselleses seguían necesitando armas.
—Pues que vengan a buscarlas a las Ardenas, al mismo precio que en Marsella.
Los muy fanáticos viajaron hasta Bélgica para realizar un par de transportes: llegaban con el camión a nuestro almacén, cargaban, pagaban y se volvían. Eso sí, siempre aparecieron escoltados por un par de vehículos. Mientras, nosotros habíamos contratado para cargar a dos furtivos más, también con muy mal aspecto; es decir, que en cada viaje se encontraban con seis individuos armados y con apariencia de estar dispuestos a todo si a alguien se le ocurría gastar alguna broma de mal gusto.
Con el dinero trabajosamente obtenido gracias al contrabando de armas, Raymond y yo empezamos a vaciar las Ardenas de muebles después de que un camionero nos trajera de Francia nuestro vehículo ya reparado. Mi padre, por su parte, también hacía batidas por la región. Luego vendíamos los muebles en Bruselas, una ciudad en la que me encontraba tan cómodo que alquilé allí un apartamento para descansar durante mis frecuentes viajes; asimismo, me apunté también a un gimnasio mucho más selecto del que yo frecuentaba: allí los entrenadores eran profesionales cualificados y no un pobre ex boxeador medio tarumba como el que me daba lecciones en mi pueblo. Me interesaba estar bien preparado físicamente y, sobre todo, me atraía la lucha por la lucha. Había algo casi místico en el cuadrilátero, en la fuerza bruta de dos energúmenos dispuestos a machacarse el alma a golpes. No obstante, mi nariz era intocable y yo mismo lo avisaba, pero en aquel nuevo gimnasio, mucho más equipado y con más disciplinas, comencé a iniciarme, con una especie de instructor de apariencia vietnamita, en mis adoradas artes marciales, una actividad que me resultaba espiritualmente similar a la de abrir una nueva ventana a un apasionante universo de posibilidades físicas y mentales.
En cierto modo, puede decirse que inicié una vida paralela y mucho más confortable en Bruselas, aunque era en mi casa donde guardaba todas mis ganancias en una caja fuerte que había hecho instalar y cuya llave jamás poseyó papá Clement pese a los ruegos de Elisa, para quien mis nuevos negocios eran una «pérdida de tiempo», puesto que lo sensato era que pasara el resto de mi vida de hospital en hospital vendiendo material aséptico, y los fines de semana desplazándome a la granja para pasar allí soporíferas jornadas de asueto. Ella estaba cada día más metida en su papel de madre de familia y yo sufría una claustrofobia cada vez mayor y estaba tan aburrido que la vida familiar constituía una especie de dolorosa obligación creciente, como si aquel fuera el karma que me correspondía debido a los errores cometidos en vidas pasadas. Detestaba mi casa, llena de pesados muebles oscuros que no me gustaban; aborrecía no tener un rincón donde perderme en la pintura o sencillamente dedicarme a estudiar; odiaba las continuas injerencias de papá Clement, que intentaba manejar mi vida y mi patrimonio; me irritaba la indiferencia de Elisa ante todo lo relativo al arte o a la belleza. Si no enloquecí de puro tedio fue por mis cada vez más frecuentes escapadas a las Ardenas y a Bruselas. Mis padres eran conscientes de mi desánimo y Eglantine se sentía muy apenada.
—Ya te lo dije, cariño mío, ya te dije que eras muy joven para casarte.
Era verdad, me había equivocado en todo, pero no estaba dispuesto a sufrir el resto de mi vida ni a padecer un castigo perpetuo por un error de juventud. Lo de que la vida es un valle de lágrimas y hemos nacido para cargar con una cruz es una idea que choca con mi carácter, y eso que nunca he sido hedonista, en absoluto, sólo es que no he nacido para sufrir y morir, sino para ser feliz, o al menos para intentarlo con todas mis fuerzas. ¿A que la vida puede ser muy mágica y muy bella?
Siempre he sido un enamorado de la magia, de la belleza, y he buscado la felicidad continuamente, así que, cuando en un elegante salón de baile de Bruselas, encontré a Roxana, «supe» al instante que aquélla podría ser la mujer de mi vida.
Era más joven que yo y de una belleza tal que rondaba la perfección de un camafeo. Tenía el cabello rubio trigueño y los más increíbles y sorprendentes ojos azules con los que me he topado a lo largo de mi existencia. La invité a bailar y, cuando me preguntó por mi profesión, respiré hondo y respondí:
—Me dedico a las antigüedades.
Y en aquel momento empezaron a difuminarse para mí, como si adquirieran un tinte de lejanía, las soldaduras de las bombas de mierda, papá Clement, las camillas de perro, la convencional y exigente Elisa y el material médico.
La preciosa joven sonrió.
—¡Ah! Anticuario, qué hermosa profesión. Yo adoro el arte, de hecho me gustaría estudiarlo…
La joven Roxana era preciosa; poseía una piel delicadamente nacarada y era muy risueña. Yo le hablaba de muebles ardeneses y de las preciosas tallas de los muebles de Lieja y ella me escuchaba con una sonrisa deslumbrante, como si el tema la apasionara. Le conté que estaba aprendiendo a tallar en serio y que mi ilusión era crear un retablo, sobre todo la escena de la Anunciación; la idea le pareció maravillosa. Que fuera boxeador aficionado y alumno de artes marciales la cautivó, y cuando le confesé que era pintor me miró con una admiración tan sincera que intuí que podía haber encontrado mi alma gemela. El enamoramiento de la rubia y romántica Roxana también fue fulminante; aquella jovencita no tenía nada de la madurez casi solemne de Elisa e incluso parecía ser de otra generación. Ambas eran el día y la noche en cuanto a estilo y actitud. Elisa parecía haber nacido con treinta sensatos años; Roxana era alegre como un cascabel y extraordinariamente aniñada, un encanto de criatura, insensata de una forma deliciosa. Ella también se enamoró de mí, por lo que decidí no engañarla:
—Mira, Roxana, yo estoy casado, pero voy a arreglar ese asunto de inmediato.
Y lo arreglé. Primero hablé con mis padres y les presenté a la rubia jovencita cuya belleza, sencillez y encanto les cautivó. Luego fui muy sincero y muy directo:
—Papá, con Elisa me equivoqué. No la quiero y no quiero vivir con ella; es una buena mujer, excelente, pero no la quiero.
Luego fui a mi casa y hablé con Elisa. También con ella fui sincero, aunque no lo entendió; es más me acusó de haberme enriquecido gracias a los buenos oficios de papá Clement.
—¿Qué habría sido de ti si mi padre no llega a llevarte las cuentas y buscarte clientes? ¿Ibas a vivir de vender cuatro muebles viejos con tu amigo el judío?
El caso es que me acusó de todo en un tono tan histérico que resultaba difícil de descifrar; hizo especial hincapié en la modestia de mi familia y la riqueza de la suya, como si los espantosos fines de semana que había tenido que sufrir en la granja hubieran constituido oportunidades únicas de escalar socialmente. ¡Qué mujer tan pesada! Además estaba fuera de sí por completo ante el riesgo de ver truncada su convencionalmente correcta existencia; su tono iba ascendiendo de manera gradual.
—¿Has venido a decirme que nos abandonas a tu hija y a mí? ¿Y ahora qué quieres? ¿Llevarte también los muebles de la casa?
Retrocedí un paso, horrorizado ante la idea de tener que cargar con aquellos muebles deprimentes.
—No, por favor, no quiero nada, te lo dejo todo, los muebles, los regalos, la casa, el negocio…
Pero Elisa parecía haber perdido su proverbial calma.
—¿Qué guardas en la caja fuerte? ¿Las cartas de alguna fulana? ¡La caja fuerte está en la casa y la casa me pertenece!
Aquella mujer ya empezaba a causarme un más que profundo fastidio.
—Por supuesto, también para ti la caja fuerte, aquí tienes la llave, todo para ti. Yo me voy y, aunque te lo quedes todo, soy yo quien sale ganando.
Elisa, perdida su habitual frialdad, afrontó mi confesión con gran histeria y finalmente abandonó la casa chillando y dando un portazo.
—¡Vete! ¡Cuando vuelva quiero que hayas desaparecido y no verte más! ¡Pero haré que te arrepientas de esto!
Y me fui sin llevarme ni un pañuelo. En la casa quedaron todos mis bienes, hasta mi ropa; lo único que cogí fue la cartera con la documentación. Incluso abandoné los regalos que me habían hecho mis padres: todo me parecía poco como precio para mi libertad, y si hubiera tenido más, más habría pagado por sentir aquella maravillosa liberación, aquel deseo de cantar como los pájaros y aquella dicha infinita. Mis neurotransmisores destilaban serotonina y rara vez a lo largo de mi vida las endorfinas han hecho tan bien su tarea. Así, dejándole a Elisa aparcado en la puerta de aquella casa del terror el mejor coche, me marché en un viejo Volkswagen y, aliviado, emprendí el camino hacia mi casa. Atravesé el bosque conduciendo a una velocidad normal, pero aún no había acabado aquella noche de pesadilla: al tomar una curva, una figura desmelenada se abalanzó sobre el capó chillando y tuve que frenar más que bruscamente para evitar un atropello mortal. Era Elisa; ni con mis durísimos entrenamientos físicos era capaz de controlarla; había tratado de que la atropellara mientras aullaba:
—¡Me has querido matar! ¡Me has querido matar!
¡Dios, qué susto! Recuerdo aquella hora como una tremenda pesadilla: traté de introducir a aquella Elisa —que me estaba desvelando una faceta desconocida y maníaca de su personalidad— en el coche, pero me arañaba la cara, se hacía daño a sí misma, pataleaba y se había convertido en una especie de fuerza descontrolada de la naturaleza; no paraba de dedicarme los insultos y las maldiciones más procaces y de amenazar con suicidarse. Se suponía que yo debía conducirla a la casa y entregarla a la señora que cuidaba de la niña para que le diera algún tipo de calmante; aquello sería lo correcto. Reflexionaba con rapidez: también sería correcto avisar a los loqueros para que le pusieran una camisa de fuerza, pero no había ningún manicomio en los alrededores y yo no tenía teléfono. Resultaba imposible meter a aquella loca en un pequeño coche, dado su estado anímico, así que me limité a quitármela de encima de un empujón que la dejó sentada sobre un charco de la carretera, a subirme al coche y a marcharme a toda velocidad: si aquella energúmena había sido capaz de llegar hasta aquel recodo del bosque para acecharme, también sería capaz de regresar por sus medios, así que me fui a casa de mis padres consciente de haber vivido una diabólica pesadilla y dándole las gracias a mi ángel custodio por haberme ayudado a lograr quitarme de encima a semejante paranoica.
Comuniqué en casa la primera parte, es decir, que le había dicho a Elisa que me separaba y que se lo había dejado absolutamente todo: casa, coches, ahorros y negocios, incluso mis trajes. Pero mis padres no lo comprendieron, sobre todo, Henri.
—Hijo, está bien que se lo quieras dejar todo, pero allí tenías el dinero de los muebles, que nada tiene que ver con la familia Clement, e incluso tu ropa. Tienes que recoger tu ropa, es absurdo irse así y empezar de cero.
4. La luz de Sefarad
Mi padre no estaba conforme en modo alguno con mi altruismo, pero, a pesar de mi generosidad con Elisa, la familia de ésta fue a reclamar al camino del Paraíso con tanta furia que mi padre incluso tuvo que echar mano del bastón para aplacar los ánimos y poner orden; y eso que yo me había ido sin nada. Mi postura era firme.
—Pues empezaré de cero, pero no quiero nada de esa casa. Eso es, empezaré de cero con Roxana…
¡Qué gran amor el que sentí por la rubia Roxana, mi linda muñeca holandesa! ¡Y cómo se disgustaron sus padres al enterarse de que su única hija se iba a vivir con un hombre separado y sin un franco! Fueron unos comienzos duros en los que mi madre, con sus pocos ahorros, y Raymond, que me apoyó incondicionalmente y puso a mi disposición su parte de lo que habíamos ganado con los muebles y el contrabando, me ayudaron mucho. Así, alquilamos una vieja granja a pie de carretera, un destartalado edificio absolutamente mágico, con un prado rodeado de árboles frutales en la parte posterior. Decidimos ser anticuarios y vivir mil aventuras maravillosas, porque Roxana era joven y romántica, así que no le importó instalarse en una granja vacía con un par de petates y un infiernillo.
—Roxana, lo siento, pero éste es el principio; apuesta lo que quieras a que algún día tendremos una casa decorada tan sólo con muebles de época.
La rubia reía jubilosa.
—¡Esto me encanta! ¡Es lo más divertido que me ha pasado en la vida!
Yo ya no tenía nada que ver con el hastiado representante: iba a hacer algo que me gustaba e incluso instalé en una gran estancia mi estudio de pintura. Trasladé desde la casa del camino del Paraíso todo el material y hasta la paleta ya hecha; en el granero preparé mi estudio de talla de madera y, en la inmensa buhardilla, un improvisado gimnasio con el saco, las pesas y una especie de tatami. Sin embargo, tenía el firme propósito de seguir viajando a Bruselas a los entrenamientos, ya que me interesaba sobre todo la técnica y me estaba iniciando con especial voluntad y poniendo en ello mis cinco sentidos en las nuevas artes de lucha que me descubría mi sensei. En ellas se alternaban los ejercicios físicos, durísimos, con la antigua sabiduría oriental. Mientras, Raymond había empezado a traernos muebles ardeneses y piezas muy hermosas de Lieja; cada mañana los sacábamos al exterior de la granja para venderlos a pie de carretera. Al principio todo fue divertidísimo: vivir sin luz y con las visitas de mis padres —que iban a vernos y a llevarnos comida—, como si fuéramos dos adolescentes después de que un matrimonio a destiempo me llevara a una madurez que, por edad, no me correspondía. Con la joven y graciosa Roxana regresé a la juventud. Ahora bien, el trabajo era duro, porque pasaba horas realizando falsificaciones religiosas sobre tablas que conseguía despedazando viejos armarios o arcones. Ofrecer pinturas de apariencia muy antigua le daba al negocio un grado de solidez y categoría.
—Oye, Roxana, ya sabes: tú dices que «te parece» que es una tabla de la época porque la compramos en una vieja iglesia, pero sin dar demasiados detalles.
Con las tallas sucedía lo mismo: mis principales obras se inspiraban en el románico y las vírgenes empezaban a parecer muy logradas. A veces la pátina me daba problemas y no conseguía revestirlas de la suficiente antigüedad; entonces la risueña Roxana le explicaba al cliente:
—La pieza es antigua, pero está restaurada.
Poco a poco, empezaron a llegar clientes; al principio aparecían con cuentagotas, y luego ya comenzaron a acudir directamente algunos marchantes que tenían tiendas abiertas, porque nosotros vendíamos con precios «al por mayor». El negocio iba consolidándose y captando clientela, atraída por la belleza de los muebles ardeneses, por las pinturas antiguas a precio muy competitivo y por alguna que otra talla de buena apariencia que conseguíamos «comprando herencias» (aquello era mentira: la pintura y las tallas eran de mi propia cosecha). Todo mejoró aún más cuando empecé a falsificar esos espectaculares bodegones flamencos que resultan tan lucidos en decoración; fueron un auténtico éxito, pero, pese a que el negocio iba marchando lentamente y Raymond y yo comenzamos a ver algunas ganancias, continuábamos viviendo como jipis mes tras mes. Finalmente, los padres de mi pareja intervinieron y perdonaron a su hija; empezaron a ejercer en mi vida una sutil y elegante influencia, nada que ver con la injerencia de papá Clement. Los padres de Roxana eran educadísimos, socialmente impecables y tenían muchísima clase; creo que llegaron a adorarme al ver que yo adoraba a su única hija. ¡Eran y son muy bellas personas! Eso sí, los exquisitos papás de Roxana deseaban que contrajéramos matrimonio y que yo obtuviera la anulación de mi primera boda por la iglesia. Lo cierto era que a mí me daba lo mismo casarme que no, pero era tal el empeño de los señores que tuve que regresar al pueblo para informarme de cuál era mi situación legal. Allí, a la casa de mis padres, habían llegado varias citaciones, porque Elisa había pedido el divorcio. Pues muy bien. Pero para lo de la boda religiosa me trasladé hasta la iglesia cercana a Tournais con el objetivo de hablar con el cura y ver qué papeleos se necesitaban para la anulación. Con aquel sacerdote puedo decir que experimenté una auténtica revelación, porque el contenido de la conversación que mantuvimos quedó grabado en mi alma.
Recuerdo que me recibió en la sacristía y que me dijo adustamente que para anular un matrimonio católico las causas deben ser muy concretas, pues están claramente definidas en el derecho canónico. Añadió que se trata de un proceso muy largo y costoso. Yo había ido a hablar con el cura por cumplir, porque me importaba una higa anular o no mi anterior matrimonio: con o sin nulidad, nadie iba a obligarme a vivir con Elisa o con cualquier otra mujer con la que a mí no me diera la gana convivir. Pero allí, en la sacristía, lo que llamó de inmediato mi atención fue el mobiliario: un par de armarios con tallas en diamante, un arcón espectacularmente hermoso y unas sillas que parecían prodigios de la ebanistería. Eso sí, todo bastante deteriorado.
—Oiga, padre, deje lo de la anulación, que ni me interesa ni me estoy enterando. Además, me da igual. ¿No vende usted los muebles?
El cura pareció sorprenderse y titubeó:
—No, la verdad es que no los vendo, pero nadie antes me lo había preguntado.
—Es que yo restauro muebles y me dedico a la compra-venta de antigüedades. Podría restaurar éstos si me los vende.
El cura seguía dubitativo.
—La verdad es que pertenecen a la Iglesia, aunque están muy viejos. Si quisieras restaurarlos, lo aceptaría de buen grado, porque nos pertenecen a todos, porque la Iglesia somos todos.
Me gustó el planteamiento.
—Es decir, que esos muebles también son míos, porque yo soy cristiano.
—Por supuesto, eres Iglesia.
La solución me pareció perfecta.
—Pues usted me los vende y, como son de la Iglesia, continuarán estando dentro de ella aunque los tenga yo, porque yo soy Iglesia y los restauraré. Sin embargo, aquí se están destrozando y usted acabará por tirarlos; es, sencillamente, cambiarlos de sitio, de Iglesia a Iglesia. No se los compro exactamente, sino que, a cambio del mobiliario le doy un dinero para sus caridades y esas cosas que hacen los curas.
¡Qué bien! Podríamos decir que aquel sacerdote se lo pensó y me vendió unas sillas desvencijadas de indudable antigüedad, una mesa bastante deteriorada que tenía arrumbada en un rincón pese a que era de nogal y un par de reclinatorios rotos. Bueno, en realidad no me los vendió, sino que trasladamos las piezas y yo, por las molestias, le entregué una cantidad de dinero. Nadie puede comprar lo que le pertenece, y todo aquello era tan mío como de aquel cura. El descubrimiento me cautivó y, cuando llegué con las piezas, se lo comuniqué a Raymond:
—Oye, ¿tú sabes que lo que hay dentro de las iglesias nos pertenece a todos los cristianos? Y me parece que en las sacristías pueden encontrarse piezas interesantes.
Raymond se puso receloso.
—A mí no me gusta hacer negocios con la Iglesia.
—Pues eso es porque eres un simple; los cristianos y los judíos son lo mismo. De hecho, Jesucristo, la Virgen y San José eran judíos, como tú, y en la Biblia y los libros esos no pone que se convirtieran en cristianos, sino que fueron siempre judíos, así que vosotros sois como cristianos antiguos, o algo por el estilo. Pero si no te gusta tratar con curas, ya lo haré yo, pero ahí hay negocio, y serio. Además, trataré con piezas que moralmente me pertenecen, así que como si no pagara por ellas y me las llevara sin más.
—Joder, Erik, con la de piezas que hay, ¿por qué tenemos que hacer «precisamente» arte religioso?
Aquel judío era un cabezón.
—Porque sí, porque a la gente le gusta lo religioso y, además, descendemos del humanismo cristiano. Bueno, tú no desciendes de ese humanismo… A ver, ¿de qué desciendes tú, si se puede saber?
Raymond lo tenía claro.
—Yo desciendo de los sefarditas españoles y los askenazis alemanes, pero más de los primeros. Nuestras raíces están en España.
—Pues eso es: España es precisamente el país más católico del mundo, y allí mandan primero los curas y luego los militares. Además, lo que deberías hacer es bautizarte y apuntarte a cristiano, que no sé para qué eres judío. Si eres cristiano, tienes muchas ventajas porque puedes celebrar la Navidad.
—Pues soy judío porque me da la gana. Además, en mi casa San Nicolás siempre nos ha traído regalos aunque seamos judíos.
—Pues si eres judío te vas a Israel a comer polvo y piojos del desierto.
—He dicho que soy judío, no que sea imbécil. Si acaso a Israel te puedes ir tú.
Me quedé mirándole.
—Oye, pues tienes razón; apuesta lo que quieras a que algún día iremos juntos a Israel a hacer negocios. Pero por ahora lo que me parece más interesante es ir a España. ¿Por qué no nos damos una vuelta en coche y luego, si hay algo interesante, mandamos el camión?
—No se llama España, sino Sefarad. Si quieres, por mí, partimos mañana, aunque tenemos poco dinero para comprar.
Raymond y yo formábamos un equipo excelente al que también pertenecía, subsidiariamente, la linda y alegre Roxana. Sus acaudalados padres deseaban ayudarnos y les hablaban a todas sus amistades de nuestro negocio a pie de carretera para que vinieran a ver las piezas. Incluso organizaron unas cuantas exposiciones en los salones de sus residencias para vender mis cuadros. Aquellos sí iban firmados por mí, aunque siempre estaban inspirados en la pintura antigua, de Van der Weyden o Van der Goes.
Mi suegro, un excelente caballero, fue quien financió uno de nuestros primeros viajes a España para que compráramos un cargamento de portones antiguos. Yo conocía el país, aunque superficialmente, y en aquella ocasión me limité a recorrer Navarra y la Rioja, siempre en compañía de Raymond, que presumía de saber unas cuantas frases —todas ellas bastante estrambóticas— en castellano. Yo me equipé con mi cuaderno de tapas rojas para ir apuntando las palabras nuevas; ponía especial interés en términos que pudieran utilizarse durante una agria discusión o un airado regateo comercial. Así, recuerdo que, estando en Pamplona degustando un chocolate con churros en el café de una plaza, observé una disputa entre una madre y un niño que no debía de tener más de siete años. El niño arrojó su bebida al suelo en un rapto de furia y la madre le dio una bofetada.
—¡Toma, por malo!
Me resultó una frase sencilla de escribir y memorizar y se suponía que había de utilizarse cuando se golpeaba a alguien. El pequeño no se conformó con aquello y arrojó al suelo otro vaso, aquella vez el de su madre. La señora se levantó airada y empezó a azotar al chico en el trasero mientras le gritaba:
—¡Travieso! ¡Revoltoso! ¡Eres un caprichoso!
Lo repitió varias veces y yo lo escribí con arrobo. ¡Qué extrañas palabras! «Travieso, revoltoso y caprichoso»; las «erres» se me enredaban entre el paladar y los dientes y, como me constaba que eran palabras gruesas —pues la situación lo merecía y aquel pequeño era un clon de Barrabás—, empecé a memorizarlas encantado. La palabra que me cautivó más tarde fue «bolígrafo», y luego «indudablemente» y «titilar», que es el parpadeo de las estrellas.
España era un universo por descubrir, pero nos pillaba muy lejos. Por eso, tras vaciar las Ardenas, dirigimos nuestros ojos codiciosos a Francia, donde nos habían dicho que había un mercado espectacular.
—Erik, España está bien, pero mi primo Hain, el francés, que aunque no anda bien de los nervios se entera de las cosas, dice que allí se vende mucho y que hay muchos «mercados de las pulgas» donde los particulares venden también. Además, asegura que hay muchas mansiones de vacaciones cerradas prácticamente todo el año, «casi» abandonadas, y que se vende arte religioso, que es lo que a ti te gusta.
Empezamos nuestras incursiones en Francia; aquello era una auténtica viña. Al principio, nos financiaba mi suegro, con el que siempre me comporté con excepcional seriedad, pues le devolvía los préstamos íntegramente, aunque nunca jamás me permitió que le diera ni un franco de ganancias ni se inmiscuyó en mis negocios. A él le bastaba con comprobar la felicidad de su rubia Roxana, con quien, por cierto, me casé por lo civil en una sencilla ceremonia dadas las dificultades de obtener la nulidad religiosa. Casi de inmediato, mi bella esposa se quedó embarazada y dio a luz a una linda niña a la que llamó Marie y que se convirtió en la muñeca de sus abuelos. La niña, adorada y mimada desde la cuna y amante de la música clásica desde que tenía pocos meses, era una reina en miniatura y hoy es una excelente e inteligente joven que ha metabolizado los mimos exagerados de sus primeros años hasta llegar a convertirse en un gran ser humano. Pero tampoco aquella vez fui un padre excesivamente responsable; el ambiente jipi de los primeros tiempos se fue transformando en una patente prosperidad que, de haber acontecido hoy, podríamos haber definido como un fenómeno «Bobo», es decir, bohemio-burgués. La granja estaba amueblada con antigüedades y exquisitamente decorada por Roxana; mi esposa nunca interfirió en mis correrías por Francia, en las que colaboraba conmigo un simpático equipo de gitanos bastante trajinosos y de moral aparentemente relajada en lo que a los límites de la propiedad privada se refería. Habíamos contactado con ellos a través de un anticuario de Amberes que nos compraba mucho. Creo que juntos vacíamos toda Francia de art déco y de mobiliario Luis XIII, XIV y XV que luego venían a comprar los holandeses. Entre tanto, en Alemania adquirí algunas buenas tallas y limpié alguna que otra sacristía para salvar el mobiliario del deterioro.
5. El doctor Martin y sus lecciones magistrales
En aquella época, en Europa los curas vendían tímidamente lo que les sobraba de las iglesias; así pude hacerme con buenas piezas religiosas que después ofertaba a una clientela cada vez más selecta. Un afamado médico, el doctor Martin, coleccionista y buscador incansable de piezas originales, pasó a ser mi principal cliente. Me visitaba tras cada incursión en Francia, siempre husmeando entre la crème de la crème y con un especial olfato que le hacía pararse «precisamente» en piezas de sacristía de gran antigüedad y que a veces habían sido «aligeradas» ante la negativa del sacerdote a venderlas. Creo que en el fondo el doctor presumía de que algunas de sus adquisiciones fueran de origen más que dudoso, pero parecía impermeable a los autorreproches morales. En ocasiones iba con otro caballero de mediana edad que parecía muy experto pero que jamás compró nada. Sin embargo, un día me invitó a su casa.
—Me gustaría invitarlo a usted a mi residencia, porque tengo algunas piezas que le pueden interesar.
—¿Es que usted vende?
—No, yo compro. Venga y verá.
Acompañado por el doctor, fui a la casa-palacio de aquel misterioso experto, una morada impresionante situada a las afueras de Bruselas y rodeada por un parque con un espectacular invernadero. Allí sufrí una fuerte impresión, porque toda la casa era un auténtico museo de arte religioso: tallas de diversas épocas, vírgenes y cristos románicos tenuemente iluminados y varios retablos espectaculares e impecablemente restaurados. La mansión parecía diseñada de forma expresa para albergar la colección, puesto que vi humidificadores, algunos termómetros camuflados con habilidad y un auténtico montaje de luces directas e indirectas para resaltar lo mejor de cada pieza. El tipo era un gran coleccionista, así que comprendí su escaso interés ante mis muebles franceses, el arte religioso que yo ofertaba y mis tablas y tallas falsificadas. En la casa sonaban cantos gregorianos y el té que nos sirvió sabía a incienso; el salón donde nos atendió parecía el interior de un templo de medianas dimensiones, pues el techo lucía un artesonado bellísimo. El anfitrión hablaba en susurros, como si no quisiera alterar el sueño secular de sus piezas.
—¿Qué le parece mi pequeña colección?
Yo me sentía humillado y miserable ante aquel despliegue.
—Impresionante, señor, mi enhorabuena.
El doctor Martin parecía muy satisfecho ante mi emoción.
—Mi amigo no compra, Vanden Berghe; es decir, no compra cualquier cosa, sólo piezas muy especiales y siempre religiosas.
Murmuré:
—De Iglesia a Iglesia.
El hombre se interesó:
—¿Qué quiere usted decir?
—Bueno, que en realidad todo el arte religioso es nuestro porque todos somos la Iglesia. Desde luego, seguro que aquí está mejor que en cualquier otro templo.
El coleccionista cruzó las piernas con elegancia.
—Mire, muchas de estas piezas fueron rescatadas en estado desastroso y me he gastado una fortuna en restaurarlas. De hecho, si yo no las hubiera adquirido hoy no existirían, habrían perecido a causa de la carcoma, la humedad y el descuido.
—Es decir, que usted las ha salvado.
Aquel tipo parecía moverse a cámara lenta.
—En efecto, las he salvado para el arte.
Me animé.
—Yo pienso lo mismo; opino que cuando un mueble o una obra están abandonados es mejor recuperarlos, porque si no se pierden.
El doctor Martin intervino:
—Desgraciadamente, mi buen amigo no siempre puede conseguir las piezas que desea, porque quienes las poseen no las quieren vender, prefieren dejarlas morir.
Yo tenía mis propias ideas.
—Eso es una injusticia: quien descuida una obra de arte no merece tenerla, habría que quitársela.
El coleccionista dirigía la conversación con gran sutileza.
—Es cierto, pero a los amantes del arte no siempre nos dan la razón. Por ejemplo, yo estoy interesado en piezas concretas que no están a la venta y lo que desearía es conocer a «alguien» capaz de convencer a sus propietarios de que me permitan adquirirlas.
El doctor Martin intervino de nuevo:
—Mi amigo se refiere a una serie de retablos flamencos que Bonaparte robó en Bélgica y que hoy se encuentran en Francia. Se trata de reparar, en parte, una injusticia histórica. Pero no encontramos a la persona adecuada.
Pensé con rapidez: aquella gente me estaba invitando con gran profusión de eufemismos a conseguir lo que ellos no habían sido capaces de lograr. Me lanzaban el anzuelo, eso sí, de manera muy elegante.
—Sabemos que usted cuenta con un equipo de gente en Francia; tal vez ellos fueran capaces de negociar. ¿Entiende? Digamos, de llevar a cabo los pasos necesarios, no sé si me explico…
—No, esa gente no es capaz de negociar. Aclárenme una cosa: los retablos están en las iglesias y los curas no los quieren vender, ¿no es eso?
El coleccionista parpadeó ante mi brusquedad, pero me estaba hartando de tantas vueltas.
—Eso es.
Proseguí:
—Y, encima, los retablos son belgas, nos los robaron los franceses y no los quieren devolver, ¿no es eso?
El exquisito caballero parecía muy tenso.
—Sí, exactamente.
Ya nos íbamos entendiendo.
—Y como los retablos son belgas y usted es belga, digamos que está dispuesto a pagar una recompensa a quienes sean capaces de devolverlos a su tierra; porque es como si estuvieran secuestrados, ¿verdad?
Mi interlocutor parecía nervioso porque la conversación era demasiado directa para él.
—Es lo que usted dice.
Reflexioné con rapidez; la aventura me parecía fascinante: ir a rescatar para un hombre de arte belga lo que nos habían birlado los de Bonaparte; era algo moralmente muy satisfactorio y, por añadidura, me constaba que aquel cursi me iba a pagar por mis servicios. Me lancé:
—Yo puedo intentarlo, pero sin demasiadas preguntas ni segundas partes: yo intento rescatarlos para usted, usted me compensa y se acabó.
—Por supuesto, por supuesto. Su trabajo de anticuario tiene fama de ser muy serio; además, consigue arte religioso y, sobre todo, tiene contactos, me lo ha dicho el doctor Martin. Por eso confío en su profesionalidad.
Aquel tipo pretendía dar a entender, para quedar bien, que yo iba a dirigir una comisión negociadora, a tratar poco menos que con el Vaticano, cuando en realidad me estaba pidiendo mi primer robo de arte por encargo. ¡Lo que es la gente!
«Trabajé» mucho en Francia; hay trabajos que recuerdo sólo levemente, tantos y tan repetidos fueron. Me ahorraré muchos detalles para no buscarme problemas con esos a los que Schopenhauer definía con exactitud e idoneidad con esta sencilla frase: «África tiene a los monos y Europa a los franceses». Las perspectivas de aquel primer encargo me llenaron de ilusión y, de inmediato, se lo comuniqué a Raymond, que no parecía muy convencido.
—Verás, Erik: no es lo mismo entrar por la parte trasera a una sacristía y recuperar unos cuantos muebles que entrar en una iglesia y robar retablos. Encima, deben de estar pegados a la pared y eso conlleva muchas dificultades.
Me indigné:
—¿Quién habla de robar? ¡Lo que estamos haciendo es rescatar nuestro patrimonio! Y, además, he pactado un precio con el tipo que nos permitirá ir a por arte español sin tener que depender de mi suegro, así que, si tú no quieres acompañarme, iré solo.
—Solo no puedes ir; de hecho ni siquiera los dos juntos podemos hacer el trabajo; alguien tiene que esperarnos en el exterior vigilando al volante del coche.
Me exasperé:
—¿Y a quién coño buscamos?
Raymond pareció titubear.
—Yo tengo a mi primo Hain, el francés, en Limoges, pero está loco y es muy mala persona.
El tal Hain me interesó, precisamente por ser familia de Raymond y mala persona.
—Pero ¿cómo está de loco? Me refiero a que si oye voces y todo eso, porque si es así no nos sirve; lo mismo está vigilando, oye una voz que le dice que vaya a matar a alguien o algo por el estilo y se larga y nos deja tirados.
Raymond meditó.
—Bueno, no oye voces, pero los médicos le han dicho a mis tíos que es psicópata o algo así. Me parece que es por un accidente que tuvo de pequeño con una bicicleta, se cayó y se descalabró. Es un psicópata normal y corriente que trabaja con su padre y todo; lo único es que le encanta hacer maldades, vamos que disfruta haciéndolas.
—Pero ¿qué tipo de maldades? ¿Atacar a la gente e historias por el estilo o sólo cosas de ser mala persona?
A Raymond trabajar con su primo no parecía convencerlo mucho.
—Hace cosas de auténtico cabronazo: de joven, le cambiaba a su madre el salchichón judío por salchichón cristiano; el día de su comunión judía escondió en la sinagoga el candelabro y la tora; fue conductor de ambulancias y parece ser que los pacientes llegaban muertos a causa del susto; le echaron del ejército; y ahora se mete en riñas por el gusto de pegarse y estrella coches… pero voces no oye. Al menos por el momento.
Lo fundamental.
—Mira, a mí no me importa lo de los salchichones, lo esencial es que sea discreto, que podamos confiar en él y que no estrelle «nuestro» coche.
Con aquello no había problemas:
—Discreto es, porque habla muy poco y dice que odia a todo el mundo. A mí me odia bastante, me lo ha dicho. Y nuestro coche no lo estrellará porque se trata de un trabajo y, aunque está ido, no es tonto y adora el dinero; sólo que a mí me odia.
Vaya.
—Pero ¿es algo personal?
—No, no es nada personal, pero es que Hain es así, como está loco…
Lo bueno que tenía la rubia Roxana era que no se metía absolutamente en nada de mi trabajo. Así, empecé a trazarme una especie de vida paralela: tenía duplicidad de proyectos, unos estrictamente legales y siempre relacionados con el anticuariado —en los que mi esposa participaba— y otros que no eran tan lícitos y que ella ignoraba totalmente. Aquélla era la causa por la que vivía feliz, y disfrutaba vendiendo antigüedades y participando en los actos sociales que convocaba su adinerada mamá —quien seguía comprándole ropa a medida en París—, y no me preguntaba nunca por mis idas y venidas. Así, el viaje a Francia para contactar con el pirado de Hain y visitar los lugares que me había señalado el coleccionista pasó desapercibido.
Teníamos que examinar tres templos; diseñamos la estrategia de ataque sobre planos, como si se tratara de una operación militar. Uno podía ser atacado por la puerta, forzándola, pero los otros dos estaban situados en lugares poco discretos y había que entrar escalando y por las ventanas. Para nosotros aquello no era ningún problema, pues, dada nuestra disciplina inamovible de durísimos entrenamientos físicos al estilo militar, la escalada no representaba inconveniente alguno para dos soldados. Hain también debía de estar en buena forma física, pues su primo me había informado de que había sido paracaidista pero que lo habían echado, tras celebrar un consejo de guerra, por enfermedad mental: lo pillaron trasteando con malas intenciones entre los equipos de paracaidismo de sus compañeros. Pese a su psicopatía, Hain no me disgustó, aunque era un individuo que miraba de forma atravesada. Su primo le explicó el trabajo de forma sencilla y, como se trataba de hacer algo malo, le encantó.
—Podéis contar conmigo y, si alguien aparece durante el trabajo, le corto el cuello.
Me asusté.
—¡De eso nada! Los trabajos de arte tienen que ser limpios y, si hay sangre, se ensucian. ¿Es que estás loco?
—Pues sí, lo estoy, ¿pasa algo? —Meditó brevemente—. Bueno, para que no haya sangre, también, puedo estrangular a quien aparezca. O partirle la tráquea. Así no sangran.
—Pues yo te digo que trabajando conmigo ni se mata a nadie ni se cae en el bandidaje. Aquí somos gente de arte y no delincuentes.
—Entonces, si nos descubren, ¿qué hacemos?
—Pues pegarle a quien sea un culatazo en la cabeza para neutralizarle, pero sin sangre; es decir, poco violento.
Hain gruñó su disconformidad:
—Os digo que, si aparece el cura, habría que sacarle los ojos para que no nos pudiera reconocer.
Le miré de mala manera.
—Mira, tío, tú le tocas un solo pelo de la cabeza a un sacerdote cristiano, y tienen que ir a buscar tus pedazos por todos los vertederos de Francia porque te descuartizo yo personalmente.
Las conversaciones con Hain eran siempre un pelín escabrosas, pero de alguna manera le tenía controlado. Además, estaba dispuesto a pegarle un par de tiros en las rodillas si causaba algún mal innecesario, y lo bueno era que él lo sabía.
Los trabajos de recuperación de los retablos fueron impecables. Actuamos de noche y con lluvia; en uno entramos y salimos por la puerta transportando los paneles; en los otros dos entramos por las ventanas escalando con una cuerda de nailon y guantes especiales, y salimos por una puerta trasera. Las piezas eran difíciles de transportar por lo voluminosas y cabían en la furgoneta muy justamente. Encontramos las obras sucias, descuidadas, polvorientas y con la policromía cuarteada; los xilófagos habían atacado algunos paneles y éstos casi se desintegraron cuando los despegamos realizando un trabajo de pura artesanía. Íbamos cubiertos por pasamontañas y nos alumbrábamos con linternas, pues en el interior de las iglesias la iluminación era muy tenue: unas lamparitas de aceite ante el Santísimo y alguna vela agonizante. Recuerdo que empecé a oír «aquello» durante el segundo trabajo.
—Psss —me siseó alguien desde un rincón.
Susurré:
—Raymond, ¿has oído?
Mi colega negó:
—Yo no he oído nada, sólo la lluvia.
De nuevo:
—Psss.
Eché mano de la pistola y me dirigí a uno de los altares laterales, que estaba en la penumbra. Alumbré con la linterna sin dejar de apretar la culata del arma y vi una talla de virgen con niño de tipo renacentista. Entonces oí la voz:
—Erik, ¿qué estás haciendo?
Provenía del interior de mi cabeza; en un estado de semiobnubilación, respondí también mentalmente:
—Me estoy llevando un retablo a Bélgica.
De nuevo la vocecita:
—¿Y por qué lo haces?
—Porque los franceses nos lo robaron y no pertenece a este lugar.
—Eso no está bien.
Yo no estaba para escuchar moralinas.
—Mira, métete en tus asuntos, porque el tema no va contigo.
Eso sí, cuando tuvimos cargada la furgoneta, una vez sacadas las piezas por una puerta lateral, regresé rápidamente y coloqué la imagen de la virgen en el altar mayor, donde antes estaba el retablo.
—¿Ves qué bien?
Enfurruñada, la virgen no me respondió, y eso que yo hice todo lo que pude para satisfacerla. ¡Mujeres!
Mi primer encargo tuvo un éxito espectacular. Llegamos al palacio de «el Rey de los Coleccionistas Cursis» y el hombre se abalanzó sobre mí y me besó las mejillas. Luego cayó postrado ante el camión del que empezamos a bajar los paneles y llegó a mesarse los cabellos al ver el estado de algunas piezas.
—¡Qué fatalidad! ¡Qué descuidados están! —Luego, se dirigió con voz persuasiva a los paneles—: No os preocupéis, vuestro padre os restaurará y cuidará de vosotros.
Aquel tipo arrullaba a los retablos de tal forma que Raymond se inquietó:
—Oye, Erik, este tío está peor que mi primo y no hemos traído las armas. ¿No correremos peligro?
El doctor Martin, que andaba, como siempre, de por medio, oyó la conversación y tranquilizó a mi socio:
—Amigos, ¡así somos los coleccionistas!: auténticos enamorados del arte; el amor nos hace perder la cabeza y casi delirar.
¡Y tanto que el cursi deliraba! Estaba enloquecido, pero no era tonto: unos días después de haberme pagado, volvió a contactar conmigo.
—Querido amigo, me ha informado el doctor Martin de que es un notable pintor con estudios académicos; sería conveniente que viniera a ver de nuevo los retablos, porque creo que con el transporte han sufrido un importante deterioro añadido y, lógicamente, usted debería reparar esos daños.
Me mosqueé:
—¿Qué está usted tratando de decirme? ¿Que le restaure gratis los retablos? Mire, olvídeme. Si quiere que se los restaure, me paga aparte, porque le aseguro que los paneles no han sufrido daños en el transporte: iban cubiertos con mantas, yo no tengo la culpa de que algunos estén carcomidos. ¿O es que los xilófagos son mis socios? —¡Qué individuo más pillo! No se atrevía a mandar los retablos a restaurar porque eran de dudosa procedencia y desconfiaba de la prudencia de los profesionales, así que quería sacarme gratis el trabajo—. Además, yo sólo pinto en mi estudio y, como comprenderá, yo no voy a meter «eso» en mi casa.
El coleccionista se apresuró a rectificar:
—Por supuesto, por supuesto. Usted venga, acordamos un precio y me dice lo que necesita para su trabajo.
Fui tajante:
—Necesito el material y metros cuadrados.
Eso es fundamental para la actividad artística: metros cuadrados. Con agobios de espacio, me resulta imposible crear, me ha ocurrido siempre. Pero aquel fanático me acondicionó una gran sala en su mansión e iba comprando todo lo que yo le pedía. Necesité meses de minucioso trabajo —un año y medio, prácticamente— para acabar. Eso sí, durante aquel tiempo, gracias al coleccionista y al doctor Martin, me llovieron los encargos.
Ni que decir tiene que, a lo largo de aquel período, alterné la restauración con rápidos trabajos que me iban solicitando. Mientras, Raymond me ayudaba en el almacén y seguía vaciando Francia de muebles y brocantes gracias al equipo de gitanos; Roxana, por su parte, atendía con su especial encanto a la clientela y a veces me hacía suaves reproches por mis largas ausencias.
6. El lujo supremo: que una virgen sonría para ti
A buscarme a mi estudio de restauración acudió un coleccionista, íntimo amigo del que me empleaba. Según me informó el doctor Martin, se trataba de un acaudalado hombre de negocios que cultivaba ficus por afición, invertía en arte parte de sus fabulosos beneficios empresariales y vivía en un auténtico palacio —no en una mansión, como el de los retablos—. Se notaba que aquel señor Marius era un hombre muy directo y bastante poco remilgado; era mucho más fácil dialogar con él que con mi mojigato empleador.
—Me han dicho que usted tiene cierta facilidad para conseguir piezas difíciles.
Lo miré sin parpadear.
—En efecto.
El hombre no se cortaba un pelo:
—También me han dicho que actúa como un militar.
Seguí mirándole.
—He sido militar.
Marius tenía la costumbre de mantener la mirada con fijeza, como intentando escarbar en el cerebro de su interlocutor.
—Quiero hacerle una pregunta: ¿usted sabe cuál es el lujo supremo?
Yo no tenía ninguna duda:
—Sí, el coleccionismo de arte antiguo.
—Pues bien, yo soy coleccionista de vírgenes que sonríen, ¿entiende? Vírgenes con una media sonrisa, con la expresión risueña. Tengo un museo en mi casa y puedo decirle que soy el único que lo visita, pero me faltan varias piezas y doy lo que sea por ellas.
El asunto me interesó.
—¿Tiene las piezas localizadas?
El hombre asintió:
—Perfectamente.
Reflexioné.
—Me gustaría, si no le importa, ver su colección.
Marius negó con la cabeza.
—Lo siento, eso no es posible. —No insistí, pero acordamos un precio que marqué en relación al supuesto valor de las piezas y teniendo en cuenta que debía operar en Francia y Alemania, un país que consideraba casi propio, pues hablaba alemán perfectamente, lo cual era una innegable ventaja—. Eso sí, le puedo prestar un libro que he editado para mi propio consumo acerca de mi colección de vírgenes sonrientes. Pero visitar la colección no es posible, es algo muy personal.
Mientras sorbíamos el té inciensado del coleccionista de retablos, casi no atendí a la agradable charla del doctor Martin, porque pensaba con intensidad en el trabajo. Al final, cuando nos despedimos, ya había llegado a una conclusión:
—Señor Marius, creo que se equivoca cuando dice que el lujo supremo es el coleccionismo de arte antiguo.
Marius se sobresaltó.
—¿Cómo puede decir eso?
Se lo aclaré:
—Para mí, el lujo supremo, señor Marius, es tener una virgen que sonría y que lo haga sólo para usted.
Cumplimos los cuatro objetivos que nos había marcado el señor Marius con precisión milimétrica. Atacamos los lugares siempre por las alturas, puesto que nos encontramos con pesadas puertas de iglesia que podríamos haber derribado, pero que habrían requerido mucho tiempo y un equipo especial. En uno de los templos, concretamente en uno de Alemania, tuvimos que entrar por un semisótano que estaba tan lleno de muebles que parecía la cueva de Alí Baba del mobiliario religioso. Sin embargo, resultaba imposible vaciarlo porque, seguramente, habían llenado el sótano y hecho las obras después, ya que la puertecilla de salida era demasiado pequeña como para sacar por ella mobiliario de tal envergadura.
En aquel caso, la virgen sonriente era gótica y estaba «tocada», es decir, mal restaurada. Lucía una chillona policromía que iba a ser muy difícil de retirar. En relación a la virgen que recuperamos en Îlle de France, he de decir que nada más cogerla «supe» que era falsa, porque para eso tengo «el don»: con sólo tocar la madera con mis manos sé si la pieza es auténtica o no, como si me lo revelara. Aquella virgen era una copia del XIX, y así se lo hice saber al señor Marius.
—Marius, no se la he traído porque no es auténtica.
El hombre se escandalizó.
—¡Eso es imposible! ¡Tengo bibliografía de la pieza que dice que es de la época!
—Pues yo le digo que es falsa o que le dieron el cambiazo el siglo pasado. Vaya usted personalmente y compruébelo, pero yo no me juego seis años de cárcel por traerle una pieza falsa.
Y, en efecto, aquél ser fanatizado viajó hasta el lugar con un experto de su confianza y consiguió que le mostraran de cerca la pieza alegando que estaba escribiendo un tratado sobre vírgenes sonrientes. El experto confirmó lo que para mí era ya una certeza: la pieza no era de la época y el libro en el que aparecía estaba equivocado.
Desde entonces, Marius me trató, si cabe, con mayor respeto.
—¿Cómo supo usted que no era auténtica? ¿Es tal vez un experto?
No podía darle una respuesta: mi única explicación es que toco una talla y ella me dice lo que es, la madera confía en mí y sabe que yo la acaricio y la adoro, que he tallado cien imágenes falsificándolas con infinita paciencia, muchas veces —las más— sin otra ayuda que una foto o un libro de arte; la madera está tan viva que suda y te transmite su calor, sufre y te transmite su dolor; es materia viva, es mágica, es como es y yo la adoro. Con Marius amplié los estudios de arte que aún seguía afanosamente; hablaba con él durante horas y tomaba furiosos apuntes para luego repasarlos y memorizarlos en mi estudio. Me instruía acerca de pliegues y posturas, de misticismo y expresión hierática, de cuándo una talla es esotérica o no… Lo curioso era que casi nunca estábamos de acuerdo en nada, y si más de una vez no la emprendí con él a collejas fue por no perderlo como cliente y porque, en el fondo, le tenía cierto aprecio. Además, pasábamos mucho tiempo juntos, porque, mientras restauraba los retablos, a veces permanecía durante casi toda la semana en la mansión para aprovechar el tiempo, y él acudía allí a hablar conmigo incluso cuando finalicé sus encargos con la sustracción de una poupée de Malines que estaba en una inhóspita y perdida iglesia. ¡Lástima de arte en lugares tan destrozados! Pero a Marius yo le interesaba como persona, así que trataba de escarbar en mis sentimientos.
—Dígame, Vanden Berghe, ¿qué se siente al robar?
Recuerdo que le miré con sorpresa y fastidio.
—¿Y quién le ha dicho a usted que yo robo? Oiga, no se equivoque conmigo. En primer lugar, lo que es de la Iglesia nos pertenece a todos: al cura, al Vaticano, a usted y a mí; de hecho, robaría si me llevara una obra para entregársela a un árabe o a alguien por el estilo, pero yo la cojo de un lugar cristiano y la deposito en otro lugar cristiano en el que pienso que va a estar mejor y más cuidada. ¿O es que en su palacio no están mejor conservadas que en esas iglesias húmedas?
La expresión de Marius era de profundo reconocimiento.
—Así planteado, tiene usted razón: cambia las cosas de lugar, como una especie de decorador de interiores cristiano.
¡Aquélla era la palabra exacta!
—Pues sí, señor, me puedo considerar una especie de decorador de interiores. Y si cobro es por las molestias y los gastos del, digamos, «trabajo de decoración». Y soy cristiano, por supuesto: por raza, por religión y por cultura; y estoy muy orgulloso de serlo, ¡vaya que sí!
La restauración de los retablos iba avanzando. Aprovechaba muchos fines de semana para ir a visitar a mi madre al camino del Paraíso e incluso vendía en mi almacén algunas de sus delicadas acuarelas, que tenían mucha aceptación. Mi madre me preguntaba:
—Hijo, ¿eres feliz?
Y yo le contestaba de corazón:
—Sí, mamá, estoy haciendo lo que me gusta. Además soy restaurador y estudio mucho; vaya, mucho más que si estuviera matriculado en la facultad.
Y mi madre permanecía hechizada mientras yo les contaba, sentados los tres en la cocina —papá, mamá y yo— detalles sobre la mansión del coleccionista y sobre cómo doraba al pan de oro, lámina a lámina, utilizando las pinzas y la magia inenarrable de la policromía. Lo único que omitía era mi faceta de «decorador de interiores católico», porque no lo habrían entendido y se habrían horrorizado. Pero, en verdad, aquélla era la parte más divertida de mi existencia y me estaba ayudando a reunir un pequeño capital para invertir en mi amada Sefarad cuando llegara el momento.
Estando precisamente en casa de mis padres, recibí una llamada del señor Marius, que me había localizado a través de Roxana. Quería decirme que debía ir «de inmediato» a su palacio porque un señor americano, íntimo amigo suyo, tenía la urgente necesidad de verme.
—Pues que se espere, porque yo estoy de visita en casa de mis padres y mi madre ha preparado platos especiales para mí. ¿Habrasen visto las exigencias?
Entonces Marius apareció en el camino del Paraíso con su Rolls, conducido por un chófer, para recogerme. Era un domingo y todo aquello me pareció muy poco cortés y excesivo, sobre todo porque se presentó con un viejo que debía de ser su apresurado amigo y tuve que recibirles en el saloncito de casa de mis padres. No me avergonzaba en absoluto su modestia si se comparaba con el lujo desaforado en el que vivía aquella gente, pero estaba bastante molesto.
—¿Es que no podían esperar ustedes a mañana?
—No, mi buen amigo el señor Conrad quería verle hoy.
Me mostré cauteloso.
—¿Se trata de algún tema de negocios?
—En efecto.
—Entonces, si no les importa, vamos a dar un paseo y hablamos. Esta casa es pequeña.
Me entendieron y salimos los tres. Empezamos a pasear mientras el chófer nos seguía por si sus jefes se fatigaban a causa de la caminata, pero cuando nos adentramos en el bosque tuvo que pararse.
—Aquí podemos hablar, ustedes dirán.
El americano permanecía en silencio y jadeaba furiosamente por la caminata. Fue Marius el que me dio las explicaciones:
—Mi buen amigo es un gran coleccionista de gótico y románico y está interesado en un retablo románico de paneles que se encuentra en Francia.
Yo quería atar bien todos los cabos.
—Si se hace el encargo, ¿habría que restaurar?
Hablaron entre ellos en inglés, idioma que yo dominaba relativamente. Ellos no lo sabían, así que el viejo le comentó a Marius que yo era demasiado joven y le preguntó si era realmente fiable. Marius le contestó que yo era el mejor y que además actuaba en plan militar; que encima era experto en arte y un gran estudioso. El cabrón del americano le contestó:
—Pues no tiene aspecto de estudioso ni de experto, tiene aspecto de bestia. No me gusta su mirada, tan fija, tiene unos ojos malignos; pero si tú dices que es el mejor, el trabajo es suyo.
¡Yo, aspecto de bestia! Era cierto que resultaba fornido, pero me tenía a mí mismo por un tipo elegante. Si para aquel mamarracho tener aspecto de flamenco era ser un bestia, me enorgullecía de mi bestialidad, porque amo profundamente Flandes y me siento orgulloso de mis raíces. Ser un apasionado del arte, belga, flamenco, católico y de derechas es lo mejor que me ha pasado en la vida, como si me hubiera tocado la lotería de la Historia; aunque, en los tiempos que corren, sólo ser católico practicante es ser ya una persona muy destacada.
En el trabajo del desagradable americano me sonrió la fortuna. No tuvimos que escalar, porque mientras trazábamos los planos de situación vimos que eran las fiestas del pueblo y que por las noches todo eran celebraciones, alegría y cohetes, así que colocamos una pequeña carga en la puerta posterior y la explosión pasó desapercibida y pudimos trabajar con absoluta tranquilidad. Mientras trasladábamos de lugar aquellos hermosísimos paneles —del lóbrego templo a la sin duda espectacularmente mimada colección del yanqui— tuve la fortísima tentación de quedarme con algunos de ellos y decirle que no los había podido retirar todos; una vez en mi poder, realizaría falsificaciones, me quedaría con los originales para mi propio disfrute y después le daría el cambiazo al viejo. Fue una idea esclarecedora que no puse en práctica en aquel momento porque ya había anunciado la fecha de ejecución del trabajo y no me daba apenas tiempo a tramarlo. Además, el tipo regresaba de inmediato a su país con su particular botín místico y yo no tenía muy claro el tiempo que me llevaría falsificar con exactitud, rigor y seriedad un panel. Sin embargo, me decidí con firmeza a engañar la avaricia de algún coleccionista particularmente altivo y odioso y a meterle una falsificación; no era por codicia, sino por la satisfacción intelectual y profesional de llegar a alcanzar el virtuosismo y la perfección en mi faceta de falsificador.
Engañar a aquel yanqui patán que me pagó en dólares con ademán displicente habría sido un bello reto personal, pero la cosa no estaba preparada. Aparqué el proyecto en mi hipotálamo para alguna ocasión venidera, y les adelantaré que más tarde lo hice, ¡vaya que si lo hice! Las víctimas tardaron once años en constatar que lo que les había entregado era una magnífica falsificación, aunque aquellos tipos se habían merecido que les engañara, porque eran unos pesados y me causaron un profundo daño psicológico e hirieron mi frágil sensibilidad, pero ésa es otra larga historia.
Los trabajos y encargos que me iban llegando nos permitieron a mis socios y a mí plantearnos un viaje a España. Abandoné, pues, lo que restaba de la restauración de los retablos para tomarme unas merecidas vacaciones y dejé a la hermosa Roxana decorando nuestro nuevo piso de Bruselas; la prosperidad del negocio legal y las ganancias de las actividades como «decorador de interiores cristiano» se dejaban notar claramente en nuestras vidas. Eso sí, yo era consciente de que llevaba una existencia paralela y de que había una parte importante de mí que no podía compartir con mi rubia y risueña esposa, una magnífica mujer que llegaba a mí pero no totalmente y que ocupaba el tercer lugar en mi lista de afectos: primero estaban el arte antiguo, el estudio y la creación, luego mis padres y más tarde Roxana y la niña. Eso era así y nada lo podía cambiar.
El problema del viaje a España fue que Raymond no me pudo acompañar porque estaba recibiendo un importantísimo lote de muebles del renacimiento flamenco y francés, unas piezas maravillosas que parecían talladas por orfebres más que por ebanistas. Nos las había encargado un coleccionista de Gant que además era especialista en los armarios de punta de diamante Luis XIII, así que tuve que embarcarme con el loco de Hain.
Entre tanto, tuve que realizar apresuradamente un trabajo en un lugar cercano a Châlons-sur-Marne; era un encargo especial de un coleccionista del que se decía que era medio cura, pues había llegado a tal grado de misticismo que hasta había hecho voto de castidad; si no se ordenaba sacerdote era porque el voto de pobreza no le habría permitido seguir atesorando su fabulosa colección, que era la luz de su existencia. Ante aquellas piezas iba orando, por riguroso turno, ataviado con una especie de túnica con casulla y sobrepelliz. Así, disfrazado de algo similar a un diácono de la iglesia cristiana primitiva —o, más bien, vestido como un irreverente mamarracho en un baile de máscaras de pueblo—, iba recitando sus devociones ante cada obra y atesorando una bibliografía que nos obligaba a examinar a quienes teníamos la mala fortuna de visitar aquella mansión estrambótica a la que él llamaba «el santuario del misticismo y la espiritualidad». ¡Qué tipo más pelmazo!
Además, el trabajo resultó incómodo y peligroso porque, dado que parecía muy sencillo, extremadamente simple, tuve la idea de que me acompañara tan sólo Hain, pues Raymond estaba de viaje debido a lo del mobiliario del renacimiento flamenco y francés y yo no podía esperar. Elegimos, como siempre, una noche de lluvia para acercarnos hasta la iglesia con una gran furgoneta. Teníamos previsto atacar por una enorme puerta trasera que accedía directamente a la nave central; forzamos la puerta y, nada más abrir una ranura, pude apreciar el resplandor de unas velas.
—¡Hain párate, hay luz!
Si hay algo común a todos los templos durante la noche, eso es la oscuridad —quitando la temblorosa lamparilla de aceite del sagrario—. Es en esa penumbra donde yo me siento más cómodo, porque me resulta mullida, como un inmenso edredón de plumas negro que me arropa. Pero allí no sólo iluminaban las velas, sino que, contra la puerta, parecía haber apoyado algún obstáculo muy pesado. Permanecimos en silencio durante un buen cuarto de hora, espiando los ruidos del interior de la nave, pero, aparte de lo curioso que resultaba que aquellas velas estuvieran encendidas, la quietud era total.
—No sé lo que pasa, pero no me gusta. ¡Empuja, Hain!
Empleamos todas nuestras fuerzas y la puerta se abrió al tiempo que se oyó un auténtico estruendo que nos dejó paralizados de horror. Han pasado cuarenta años, pero aún recuerdo la angustia de aquel momento, cómo empecé a escuchar en los oídos los latidos del corazón, algo que asocio con el temor y que me ha sobrevenido muy pocas veces a lo largo de mi existencia. Hain susurró furioso:
—Tengo la pistola en la mano, ¡vámonos!
Respondí alterado:
—¡Métete la pistola en el culo, nos quedamos!
Qué manía la de ese Hain de ir siempre armado, ¡qué asco de tío!
Y tras el ruido, nada, silencio total. Con lentitud, nos deslizamos por el portalón para comprobar, impresionados, que el obstáculo que había apoyado contra la puerta era un inmenso ataúd historiado que, al parecer, estaba colocado sobre dos trípodes. Al empujar la puerta, habíamos volcado los trípodes y el ataúd había caído al suelo con tan mala fortuna que el muerto que había en su interior —un individuo ataviado con algo semejante a un uniforme con condecoraciones— había rodado y yacía en una postura rígida cerca de la tapa desgajada del ataúd. Hain, como no estaba bien de los nervios, experimentó un rapto de furor:
—¡Un muerto! ¿Y qué hace aquí un muerto a estas horas? ¡Y encima rodeado de velas! ¿Por qué no está en su puta casa? ¡Este cadáver quiere arruinarnos el trabajo!
Le siseé furioso:
—¡Cállate de una vez! ¿No ves que esto es una especie de velatorio o algo por el estilo?
Pero la irritación de Hain seguía creciendo.
—Y si es un velatorio, ¿por qué no hay gente rezando? ¡Vaya velatorio de mierda, con el muerto solo para jodernos el trabajo!
—Hain, si no te callas, te rajo las tripas con la palanqueta.
Pero mi socio no pareció sentirse impresionado.
—¿Ves cómo eres? ¡Y tú eres el que dice que en los trabajos de arte no puede haber sangre! Me quieres rajar a mí en vez de tomarla con el muerto, que es el culpable de todo.
¡Qué espantoso trabajo! Confieso que temblaba de irritación cuando empecé a retirar las piezas. A duras penas me fui concentrando en mi labor mientras que Hain, bastante silencioso por fin, iba y venía hasta el furgón que habíamos aparcado en la parte trasera para transportar el material. Acabé en un tiempo que se me hizo eterno y, cuando me dirigí a la puerta, vi que el muerto no estaba donde había caído. Empecé a llamar a mi alocado socio con furiosísimos susurros:
—¡Hain, Hain!
Pero él ya estaba en el interior de la furgoneta y, en cuanto subí, arrancó y salimos de allí a una velocidad discreta para no perturbar la noche con acelerones. Mi socio conducía con cara de enfado.
—Oye, Hain, cuando he salido no he visto al muerto. ¿Tú lo has tocado?
La expresión de aquel maníaco era diabólica.
—Sí, lo he tocado.
Me intranquilicé.
—¿Y dónde lo has puesto?
No parecía dispuesto a soltar prenda.
—Pues por ahí.
Me empecé a cabrear en serio.
—¿Dónde es por ahí?
Aquel loco me dirigió una mirada atravesada.
—Ese muerto ha conspirado en nuestra contra para que no trabajemos, así que tiene que tener su merecido.
Empecé a subir el tono.
—Hain, ¿dónde has puesto al muerto?
Pronuncié con lentitud y claridad cada sílaba al tiempo que me embargaba el furor y el horizonte empezaba a iluminarse con las primeras luces del alba. Al final Hain se derrumbó y señaló con un gesto hacia el asiento trasero.
—Está ahí.
Me giré y vi con horror que aquel psicópata había metido al muerto en el asiento de atrás de la furgoneta. Eso sí, le había costado bastante debido a la rigidez post mortem, pero lo había mantenido rigurosamente ataviado con su uniforme y todas sus condecoraciones. Me desesperé en serio.
—¡Joder, joder y joder, Hain! ¿Es que estás más que loco? ¿No ves que va a llegar la gente a la iglesia y lo primero que va a hacer es buscar al muerto? ¡Y ya amanece!
Mi socio guardaba un hosco silencio; todo había ido mal en aquel encargo: habíamos tardado demasiado tiempo en el trabajo, llegaba el día, estábamos a muchos kilómetros de Bélgica e iban a descubrir todo el pastel, así que pondrían controles en las carreteras porque los indignados familiares reclamarían a su muerto. Pensé con rapidez.
—¡Hain, métete por la primera desviación que veas hacia cualquier pueblo!
Unos kilómetros más allá, torcimos hacia la derecha siguiendo un cartel indicador y mi atravesado socio rompió su furioso silencio.
—¿Adónde vamos?
—Pues a dejar en algún lugar al muerto.
—¿Dónde? ¿En un cementerio?
Sí, para aquello estaba yo, para localizar un cementerio. Y, de paso, para llamar a un cura y que le echara los responsos, y para encargar una lápida con una frase sentida.
Antes de llegar a la población, vi una parada de autobús.
—¡Párate! El muerto se queda aquí.
Bajamos el cuerpo de aquel cadáver viajero a duras penas y le acomodamos de mala manera en la parada. Allí quedo, con expresión de disgusto y el pecho adornado por sus condecoraciones. Yo reñía a Hain con indignación:
—¿Ves lo que has hecho? ¡Ya no podemos volver a Bélgica cargados! Hay que parar y esconder las piezas.
Así, buscando por la carretera, llegamos a una masa boscosa y detuvimos la furgoneta. Cavamos un agujero con gran esfuerzo durante un rato de pesadilla e introdujimos los paneles apenas cubiertos por una manta para volver después a recogerlos. Una vez enterrado el material, tuvimos que esperar a que llegara el día para orientarnos y trazar un mapa de dónde se encontraban las piezas. Regresamos a Bélgica en un lúgubre silencio para comprobar que, en efecto, habían empezado a poner controles en las carreteras. Como íbamos vacíos, pasamos sin dificultad, pero me prometí firmemente que jamás volvería a trabajar en pareja con aquel individuo que estaba más loco que una vicuña —que es la cabra salvaje del Perú—. O venía Raymond para controlar a su primo o no se trabajaba. ¡Y es que aquel Hain era mucho Hain!