CAPÍTULO 2
La rosa negra

1. La mágica Eglantine

Hasta el pabellón del guardabosques de la Houssière, es decir, hasta nuestra casa, llegaron vecinos curiosos de los pueblos circundantes. Allí estaban los notables de Hennuyères, Henripont y Ronquières, los maestros de la escuela de Braine-le-Comte, varias urracas del Comité de Damas de las Ecaussinnes, un botánico de Gramont que declamaba sus opiniones ante la admiración del resto y hasta un par de catedráticos de Bruselas, la capital, cuya presencia fue acogida con impresionado respeto.

Mi padre, vestido de uniforme de gran gala, con la botonadura dorada concienzudamente bruñida y las botas tan bien lustradas que parecían de charol, ponía orden con ademanes solemnes y permitía a los asistentes ir pasando en pequeños grupos y por riguroso orden al interior del invernadero para que pudieran contemplar y se deleitaran con el prodigio botánico que, durante un tiempo, hubo de ser la noticia local: la aterciopelada rosa negra que mi madre, Eglantine Chrétien, había conseguido cultivar mediante una complicada sucesión de injertos.

Mientras tanto, los niños —o sea, mi hermano Marcel y yo— contemplábamos desde el pajar y con creciente irritación la llegada de los intrusos que rompían la quietud del bosque con sus ruidosos automóviles, y espantaban a los pájaros con unas voces estridentes que mezclaban el amanerado francés y el bello flamenco en sus exclamaciones de estúpida admiración.

Nadie parecía prestarnos la menor atención durante aquellos días apresurados. Mi madre horneaba pan de pasas, galletas de mantequilla y gofres con la ayuda de una mujer del pueblo, una arpía que se atrevió a echarnos con cajas destempladas de nuestra propia cocina y tuvo la osadía de arrojarle un balde de agua a mi gato para expulsarlo de su puesto de vigilancia natural, en el alféizar de la ventana.

Los adultos sólo nos recordaban, a los niños hasta entonces dueños casi absolutos de nuestro pequeño territorio, para obligarnos, muy de mañana y bajo la supervisión del abuelo Alphonse, a rastrillar los senderos del jardín y transportar cubos de agua desde la fuente para fregar la veranda y limpiar a conciencia los cristales del invernadero hasta que todo reluciera de puro.

También teníamos que lavotearnos hasta tener un aspecto excepcionalmente pulcro y luego soportar severas advertencias sobre el comportamiento impecable que habíamos de observar y sobre cuáles serían las temibles consecuencias de ensuciarnos los pantalones del domingo: incómodas fundas con la raya rígidamente marcada con espuma de afeitar para que no nos salieran rodilleras. Y, para colmo de humillaciones, sospechando de nuestras intenciones, nos requisaron las escopetas y las encerraron en el armero.

Yo tenía siete años, dos menos que mi hermano Marcel, y odiaba que mi madre, siempre atenta y cariñosa, se hubiera convertido en un ansioso manojo de nervios que correteaba ignorando nuestra presencia de la cocina al invernadero para que todo estuviera perfecto. Y todo por culpa de una ridícula flor negra. Así que, aprovechando un momento en el que el horizonte aparecía despejado, entré en el invernadero, arranqué la flor y la tiré al pozo.

Mi madre lloró amargamente la desaparición de su rosa negra y todos sospecharon de algún visitante deshonesto, pero, dentro de la gravedad de la pérdida, la situación no era desesperada, porque el odioso rosal manipulado tenía otro capullo, así que Eglantine siguió escribiendo la noticia en tarjetones con su más primorosa letra gótica; luego, mi padre se acercaba al pueblo a depositar las cartas en el correo; iban dirigidas a un selecto grupo de botánicos con los que mi madre mantenía correspondencia y también a una larga lista de estudiantes, la mayoría ya licenciados, que en algún momento de su vida académica le habían encargado a mi madre la elaboración de herbarios, unos preciosos trabajos en los que los nombres de las plantas se escribían en latín y con tinta china y los márgenes se iluminaban con primorosas acuarelas de pájaros del bosque y esbozos de paisajes.

Esos herbarios en los que Eglantine se afanaba sobre la enorme mesa de la cocina eran pequeñas obras de arte. Mi madre tenía unas manos mágicas, manos de hada, y sabía crear belleza con sus delicadas acuarelas de mariposas, pájaros y flores —que llegaron a ilustrar algún libro de la época—, pintando románticos paisajes al óleo, cultivando flores en el invernadero, haciendo complicadas labores de bordado y también tareas más prosaicas como hornear dulces, fabricar mermeladas y compotas, destilar deliciosos licores artesanalmente, así como ejerciendo de aprendiz de boticaria con la preparación de remedios, pociones y ungüentos por medio de hierbas y barros medicinales, como curandera de la zona aliviando los dolores con las manos y como maga a tiempo parcial hallando objetos perdidos…

Mi madre era eso, mágica, y parecía imposible que permaneciera toda su vida felizmente casada con un gigante del norte, tan pragmático y disciplinado como era mi padre, Henri Vanden Berghe, guardabosques del Domaine de la Houssirère, encargado del cementerio local, secretario del Burgomaestre y único policía del pueblo de Braine-le-Comte.

Para Eglantine la desaparición de su rosa fue una pequeña tragedia que aceptó con lágrimas de resignación, porque tenía un carácter muy dulce. Mi padre frunció el ceño y acarició su inseparable bastón, puesto que su carácter podía calificarse de cualquier cosa menos de dulce; no en vano era y se sentía la autoridad que tenía que mantener el orden en los contornos. Pero el abuelo Alphonse reaccionó terriblemente mal. Mi madre era la niña de sus ojos y, ante la ofensa, enrojeció hasta el punto de que temimos que le diera una apoplejía; aulló los terribles castigos que merecía un ser tan abyecto como para robar la rosa de su hija y amenazó con emborracharse e ir personalmente en busca de su principal sospechoso: el botánico de Gramont.

—Hablaba demasiado, eso es. Los hombres que cacarean como gallinas no son como para fiarse de ellos, y ese botánico parecía una clueca, eso es…

Entre todos le tranquilizamos, porque era un viejo muy pendenciero que perdía toda la digna prestancia de su ancianidad en cuanto olía el alcohol. Cuando el abuelo Alphonse empinaba el codo era capaz de provocar una catástrofe. El resto del tiempo resultaba un abuelo aceptable.

En el momento en el que la segunda rosa negra abrió sus pétalos, estaba preparado y había planeado cuidadosamente mi estrategia. Pese a tener tan sólo siete años, era un niño de convicciones profundas y estaba seguro de que el experimento de mi madre no nos acarrearía más que incomodidades y sinsabores. Mi juicioso hermano mayor, el tranquilo Marcel, quedó fuera de la operación.

Parece mentira que un niño tan sensato y apacible como era Marcel se dejara convencer por mi encendida dialéctica y secundara frecuentemente mis tropelías a pesar de que, a veces, salía mal parado. Recuerdo la historia del estanque helado como exponente concreto de la suerte fatídica de mi leal hermano. El maldito estanque helado me persiguió como una sombra durante años y superó, según mi abuelo, la categoría de indicio para convertirse en prueba irrefutable de mi perversidad infantil.

Sucedió durante unas vacaciones de Navidad, cuando el termómetro marcaba muchos grados bajo cero y me faltaban un par de meses para cumplir los diez años. Contábamos con dos pares de hermosos patines de hielo fabricados por mi padre y con la prohibición expresa de acercarnos al estanque hasta que un adulto comprobara la dureza de la capa helada. Yo, que desde la más tierna infancia he opinado que las prohibiciones están hechas para ver lo que sucede cuando se transgreden, tenía el firme propósito de aprovechar mis vacaciones al máximo y convencí a mi hermano para que nos escapáramos en secreto a patinar.

Aquella gélida mañana todo el mundo tenía trabajo, porque la nieve traía múltiples quehaceres. A los niños nos mandaron con dos sacos de hierba a dar de comer a los antipáticos conejos que, si no encontraban alimento y los acuciaba la necesidad, roían desesperados y hambrientos las cortezas de los árboles, y éstos, desprotegidos, morían.

Salimos, pues, bien abrigados, con aspecto de niños buenos y cargados con los sacos de hierba seca, pero, en lugar de dirigirnos al prado, arrojamos la hierba en el sendero y corrimos hacia el estanque. Allí nos calzamos los patines y Marcel emprendió una veloz carrera haciendo piruetas; yo le seguía con precaución, estudiando el color del hielo. Era un niño osado, pero también cauteloso. De pronto observé que Marcel se deslizaba hacia un lugar de la superficie donde sobresalía la hierba. Empecé a gritar:

—¡Marcel, apártate de la hierba! ¡Marcel, que ahí se rompe el hielo!

Se oyó un crujido y mi hermano desapareció bajo la superficie helada. Lo que siguió fue una pesadilla que no acabó en fatalidad porque era un estanque poco profundo. Así los dos terminamos en las aguas gélidas, tirando el uno del otro, rompiendo pedazo a pedazo la capa de hielo hasta conseguir llegar a la orilla, donde mi hermano, pálido, se quedó encogido y amodorrado sobre la nieve. Yo, empapado, corrí a casa a pedir ayuda.

Mi madre estaba con el abuelo en la cocina cuando entré aullando como un verraco; cogió una manta y echó a correr hacia el bosque mientras llamaba a gritos a mi padre y al viejo Anselmo. Cuando trajeron a Marcel, estaba muy enfermo. Yo no pasé de un severo resfriado que mi madre curó con sus pócimas de bruja y dándome friegas con un ungüento aromático de eucalipto. El médico de Henripont acudió a visitar a mi maltrecho hermano y le diagnosticó pleuresía; es más, recomendó que le llevaran al hospital de Nivelles, pero Eglantine se negó: nadie iba a cuidar a su hijo mejor que ella, y en los hospitales, opinaba, la gente muere de soledad.

Marcel estuvo muy grave y sufrió mucho; cada poco tiempo le sacaban líquido de los pulmones. Mi papel de héroe doméstico que había acudido a buscar ayuda duró lo que mi hermano tardó en confesar que yo había sido el inductor de la aventura; eso sí, confesó llorando, porque no sabía mentir pero tampoco quería que me dieran de bastonazos. Me salvé por la intercesión de Marcel, a quien no querían disgustar, porque estaba tan debilitado que parecía un pajarillo o un gato mojado: era todo orejas y sólo pedía mi compañía. Los ojos le brillaban de fiebre al preguntar:

—Erik, ¿estaré bien en primavera?

Yo le veía tan feo y tan escuálido que se me partía el corazón.

—Apuesta algo a que sí, apuesta lo que quieras a que en primavera…

Marcel se quedaba adormilado, pero, en cuanto yo me levantaba despacio para irme, abría los ojos.

—Erik, aunque me duerma, tú no te vayas, porque no duermo, sólo cierro los ojos. No te vayas, que tengo miedo…

Yo tenía el corazón como la cabeza de un alfiler, me daba tanta pena que, aunque yo no tenía pleuresía, también me dolía el pecho al respirar. Sufría la enfermedad de mi hermano sintiendo tal impotencia que en la escuela, para desahogar mi angustia, peleaba como un salvaje con los otros niños. Solía volver a casa en muy malas condiciones; mi madre me curaba en silencio, sin regañarme, porque sentía mi pena.

—Erik, se va a curar. Hoy ha reído al ver un petirrojo cantando en la ventana.

Yo la miraba con un ojo tumefacto por un puñetazo.

—¿Será para primavera, mamá? A Marcel le gusta la primavera.

Eglantine, aprendiz de hada, intentaba sonreír animosa.

—Cuando vuelvan los pájaros del sur, cuando vuelvan los pájaros al bosque, estará curado si lo quiere el buen Dios.

Y el buen Dios lo quiso y, muy poco después de que volvieran los pájaros del sur, bajaron a Marcel envuelto en una manta —más orejón que nunca— y le sentaron en una butaca en la veranda. Me puse tan contento que poco faltó para que le abrazara; luego me dio vergüenza y escapé a esconderme en el bosque. Aunque mi madre jamás me dijo simplezas del tipo «los hombres no lloran», el que mi familia viera que se me escapaban las lágrimas era algo que no podía soportar. Las lágrimas son algo íntimo, entre el niño y el bosque, nada más.

A pesar de la recuperación de mi hermano, el viejo Alphonse insistía en que se me aplicara un severo correctivo. Pero mi madre, que le reprochaba amargamente a mi padre el uso del bastón para castigar, prefería hablar y razonar conmigo. Dialogábamos en torno a la mesa de la cocina.

—¿Qué puedo hacer, Erik, cariño mío, para llegar a tu corazón?

Yo la miraba con sorpresa porque aquello no era necesario: ella, Eglantine, era parte de mi corazón.

2. Los huéspedes judíos

Recuerdo la cocina de la casa del bosque como una habitación enorme, presidida por la gran chimenea donde casi todo el año ardía un buen fuego de leña con un caldero sujeto por una cadena encima. Allí bullía la soupe, la sopa belga, una comida insípida pero reconfortante. Mi madre era una maravillosa cocinera y del horno, que se cerraba con dos puertas de hierro, salían los más deliciosos asados de caza.

De la pared colgaban sartenes, cacerolas, moldes de bizcochos, bandejas de hornear y todo tipo de extraños artilugios domésticos hechos de un cobre muy brillante, tanto que reflejaba el fuego de la chimenea y todo se llenaba de guiños anaranjados. Mi madre era feliz entre sus pucheros y allí, en la cocina, transcurría nuestra vida. Sobre la gran mesa de nogal que Eglantine enceraba hasta hacerla relucir como una moneda nueva, aprendí a pintar a la acuarela antes que a escribir. Recibía lecciones de mi madre y copiaba sus delicadas flores o cooperaba en la clasificación de las plantas que luego se prensaban en planchas especiales como primer paso para la elaboración de sus bellos herbarios.

El abuelo Alphonse también ocupaba una parte de la mesa; era su territorio y lo protegía celosamente. Allí desplegaba sus planos, estudiaba, gruñía e inventaba. Mi abuelo alcanzó cierta fama como arquitecto en Bélgica gracias a sus aljibes, que allí se llaman castillos de agua. Toda su vida diseñó y construyó aljibes inspirándose en el arquitecto Horta, al que consideraba su maestro. Cada obra representaba un año de trabajo para mi abuelo y sus hombres, a veces en condiciones climáticas muy duras, por eso, cuando colocaban el último ladrillo, coronaban la construcción con un bouquet de flores y el equipo celebraba una merecida fiesta con borracheras monumentales a base de ese alcohol blanco que destroza por igual las neuronas y la vergüenza.

La bebida tornaba a mi gigantesco abuelo en un hombre violento y lenguaraz, y más de una vez tuvo que rescatarle de la comisaría de algún pueblo mi avergonzado padre haciendo valer su cargo y tirando de contactos, lo que le causaba un enorme bochorno.

Pero aparte de borracho y pendenciero, el abuelo era un hombre muy sabio y extraordinariamente culto, amén de un dibujante excepcional. Trazaba sus planos de aljibes a lápiz, con reglas, compases, escuadras y cartabones, y luego los repasaba con tinta china; se trataba de construcciones que parecían sueños de ese hombre santo que fue Antonio Gaudí. Así, las edificaciones que diseñó en su vejez y que nunca pudo ver realizadas eran obras fantásticas y, siempre inspiradas —según el— en su maestro Horta; durante su ejecución, no dejaba de murmurar y tomar notas con una caligrafía antigua y picuda. Yo espiaba por encima de su hombro y él me lanzaba un reglazo de trámite, sin esperanzas de alcanzarme.

Su rincón de la mesa era intocable y sólo pude acceder a él cuando se empeñó, pese a mi evidente desgana, en enseñarme a dibujar. Yo detestaba el dibujo lineal, porque era árido, de manera que las clases se convertían en un cruce de quejas y duros reproches. Dos horas diarias de dibujo lineal impartido a pescozones y collejas. Aprendí a dibujar, ¡qué remedio!

Los recuerdos de mi infancia están envueltos en la luz dorada de la cocina, el resplandor del fuego en los cacharros de cobre, la elaboración azucarada de las compotas, los colores y los aromas inolvidables de las flores puestas a secar, los bizcochos, las manzanas asadas, los gofres, el pan de pasas y toda una sucesión de delicias que Eglantine horneaba incansablemente. Recuerdos dorados y olorosos junto con sonidos familiares: el viento entre los árboles del bosque, el crepitar de la leña, la lluvia sobre la gravilla del jardín, el rasgueo de la pluma de mi abuelo sobre el papel, la voz de mi madre que cantaba y la risa de Eglantine, que era para mí mejor que cualquier música y que aún hoy continúa siéndolo.

Cuando pienso en aquellos tiempos, lo sufro como un sentimiento de infinita nostalgia. Fueron buenos tiempos, pese a que nací en 1940 y los primeros recuerdos de mi niñez se unen a la gran guerra, pues la vivimos a doscientos kilómetros de la frontera con Alemania. Yo, de pequeño, estaba convencido de que las estrellas se movían en el cielo, por mucho que mi padre nos explicara que aquellas luces eran de los aviones alemanes que iban a bombardear Inglaterra.

Caía la noche y los dos niños subíamos a la buhardilla para mirar por el único ventanuco de la casa que no tenía las obligadas cortinas negras de seguridad las formaciones de luces amarillas y rojas que corrían por el cielo dejando tras de sí un eco lejano, similar a un rugido. Mi madre pasaba las veladas suspirando frente a la chimenea. No podía pintar porque cortaban la luz y los faroles de petróleo dibujaban sombras chinescas sobre el papel. Eglantine se afanaba sobre la labor de punto sin dejar de mover los labios; ella siempre rezaba en silencio, en una especie de afable compadreo con el Creador, a quien sentía que debía dar las gracias, de alguna manera, por los pequeños milagros cotidianos.

Yo tendría cuatro o cinco años, pero conservo vívidas imágenes de aquellos tiempos. Como la de la tarde en que mi padre entró en la cocina, con la capa de guardabosques empapada por la lluvia y una expresión de preocupación en el semblante, y le hizo a mi madre una señal con la cabeza; ella se levantó y le siguió hasta el salón, donde se encontraban los expositores de armas —vacíos por culpa de la guerra—, las cuernas y los trofeos de los propietarios del bosque. Desde la puerta, Marcel y yo espiamos la queda conversación de nuestros padres:

—Son seis personas, el matrimonio y los niños. Por lo visto han pagado una fortuna por cruzar la frontera, están desde anoche en una de las cabañas. Anselmo les ha encontrado y me ha dado el aviso. Están aterrorizados y uno de los niños parece enfermo. ¿Qué hacemos, mamá?

La voz de mi madre sonaba frágil y temblorosa.

—Pero, Henri, ¿serán gentes de bien?

—Son judíos, mamá.

Eglantine, pese a su apariencia, era una mujer muy resuelta.

—Si son judíos, son gente de bien. En la cabaña no pueden encender el fuego, porque cualquiera podría verlo y avisar a los alemanes. Está amenazando nieve. Henri, hay que traerlos a casa.

Mi padre que, a pesar de la ocupación alemana seguía siendo el policía del pueblo y guardabosques confirmado en sus funciones por las nuevas autoridades, dudaba un poco.

—Pero, mamá, están los niños…

—Confía en ellos, se lo explicaremos. —Mi madre se impacientaba—. Si tú no vas a por ellos, me pongo los chanclos y voy yo.

Ya anochecido, mi padre volvió con la familia judía. Se sentaron a cenar en la mesa de la cocina. Hablaban muy poco; en realidad el único que les entendía era mi padre, que dominaba bien el alemán porque había pasado varios años de su juventud trabajando en una fundición del Rhin. Mi madre ejerció de curandera con el niño enfermo y le obligó a beber una tisana. Mi padre les bajó a la bodega una estufa de carbón y, durante los días que permanecieron en casa, prácticamente no les vimos. Marcel y yo sabíamos que esa familia era un secreto y que estaban escondidos por culpa de la guerra.

Conocíamos a los alemanes, unos militares muy correctos que visitaban a veces nuestra casa en busca de mi padre por asuntos relacionados con el pueblo. Por su culpa mi padre tuvo que sacar todas las armas de los armeros y llevárselas para esconderlas; eran escopetas de caza magníficas, la mayoría propiedad de los dueños del bosque, pero los alemanes no permitían que la población civil tuviera ningún tipo de arma y todos los vecinos de Braine-le-Comte y de los otros pueblos se vieron forzados a entregarlas. A Henri, por su cargo, le toleraban una escopeta, pero sólo una.

Para ayudar a la familia judía, mi padre tuvo que viajar hasta Bruselas. Allí contactó con alguien y, por fin, una noche, vinieron a buscarles en un coche.

Nos besaron antes de irse y la mujer quiso regalarle a mi madre un broche, pero ella no aceptó. Se fueron llorando y cargados de paquetes de provisiones y remedios de Eglantine para el resfriado del niño. Ella lloraba también, y nosotros no acertábamos a comprender el motivo de tanta pesadumbre, porque a los judíos les iban a llevar a Francia y luego les harían pasar a España, que era un país sin guerra donde, al parecer, estaban muy bien mirados y nadie se empeñaba en fabricar jabón con ellos. En verdad aquéllos fueron los segundos judíos a los que escondimos; los primeros eran de un pueblo de la comarca donde tenían un colmado y también salieron corriendo a los primeros atisbos de ocupación alemana. Se quedaron un par de días en casa mientras alguien les llevaba de Amberes unos salvoconductos que habían comprado.

Ellos fueron la avanzadilla de una serie de personas silenciosas y pálidas que buscaban refugio en el bosque durante su huida hacia el sur. Mis padres intentaban ayudarlos a todos y Marcel y yo teníamos claro que había que mantener la boca cerrada. Sentíamos el miedo que se palpaba en casa cuando la bodega tenía «huéspedes». Mi hermano, que era mayor, una vez preguntó:

—Mamá, ¿por qué escondemos a los judíos?

Y Eglantine respondió:

—Porque es nuestro deber, son nuestros primos hermanos; porque judía fue la Santísima Virgen y judío nuestro Señor Jesucristo.

A partir de ahí, los hermanos comprendimos que los huéspedes eran una especie de familiares lejanos. Cuando cenaban con nosotros en la cocina, permanecíamos atentos al ulular del búho mientras el viejo Anselmo o mi padre hacían la guardia por el sendero principal. Si el búho ululaba, todos a la bodega, y sobre la trampilla la estera y nosotros jugando con nuestros soldados de plomo. Eran falsas alarmas tras las que nuestros primos surgían de la bodega desencajados y llorosos. Los niños aguzábamos el oído: los alemanes siempre aparecían en grupos y motorizados, así que el sonido de un motor lejano era peligro, el ulular del búho era peligro inminente.

Mi hermano y yo aprendimos de aquella manera y por auténtica necesidad la virtud de la discreción y el significado de la palabra «secreto». Para nosotros, el ser más despreciable de la creación era el chivato, seguido a escasa distancia por el «colaboracionista», que confraternizaba con los alemanes. Y por culpa de la delación de un chivato vinieron los de la SS a detener a mi padre, acusado de resistencia pasiva; le hicieron una especie de juicio en Nivelles y le condenaron a un campo de trabajo en Alemania. Los cargos fueron variados: sospecha de que ocultaba armas de fuego, la célebre resistencia pasiva y el escaso interés en colaborar con las autoridades en la detención de judíos, gitanos, izquierdistas y demás elementos subversivos. Como policía confirmado en sus funciones gracias a que dominaba perfectamente el alemán, las nuevas autoridades habían concebido falsas esperanzas en cuanto al entusiasmo con el que Henri Vanden Berghe iba a responder a sus demandas. Pero, en lugar de topar con un chivato de élite, lo hicieron con un prototipo belga, es decir, con un hombre en ocasiones socarrón y en otras decididamente hosco.

3. La matanza de Dresde y los amigos americanos

He de aclarar que los primeros alemanes que llegaron al pueblo eran militares normales, sin ganas de dramatizar; vinieron porque se lo mandaron, pero no querían problemas añadidos, así que intentaban que la vida siguiera dentro de los cauces de la normalidad. Sencillamente, ellos eran los que mandaban; se sintieron aliviados por que mi padre pudiera hablar con ellos con fluidez, dictaron nuevas normas y enumeraron los castigos que recaerían sobre quienes las incumplieran; el pueblo guardó silencio y, por lo demás, todo siguió siendo lo mismo.

Los auténticos problemas se plantearon cuando aparecieron los de la SS y desplazaron a los militares. Mi padre contaba que estos últimos aborrecían a los nazis, cuya llegada supuso una convulsión para toda la comarca, porque eran brutales y estúpidos. Los nazis sentían una especial inquina hacia el gran bosque, como hacia todo aquello que no podían controlar. Era un lugar en el que resultaba muy fácil perderse; en algunos lugares el ramaje de las hayas, los olmos, los castaños centenarios y los avellanos formaba una bóveda verde. Era como estar en el interior silencioso y sombrío de una catedral silvestre y, al igual que una catedral, el Domaine de la Houssière guardaba en su interior brumoso misterios y secretos; sólo un hombre conocía cada umbroso recoveco como la palma de su mano: el guardabosques.

Los nazis detestaban el bosque en general y a mi padre en particular, porque Henri Vanden Berghe era un auténtico belga que reflexionaba con largueza antes de tomar cualquier decisión. No le gustaba responder a las cuestiones a tontas y a locas, por esa razón, cuando le llamaron para constatar que contaban con su colaboración incondicional y él pidió un tiempo para pensárselo antes de contestar, a los nazis les sentó como una patada en sus partes pudendas, ya que estaban habituados a bregar con pequeñas autoridades locales histéricas de puro terror, no con un belga que hacía de la cachaza una cuestión de estilo. Poco después regresaron para exigirle una respuesta y Henri contestó: «Eso depende», y los SS se enfurecieron aún más.

Las nuevas autoridades se encontraron ante un dilema: podían hacerle arrestar y perder al único ciudadano que hablaba alemán o tolerar que siguiera reflexionando sin pronunciarse al tiempo que desempeñaba unas funciones que les eran muy útiles. Optaron por lo último, aunque le tenían una profunda ojeriza y bastó la insinuación de un chivato para que lo condenaran por pura represalia a trabajos forzados en un campo de concentración alemán.

El tiempo que mi padre pasó encarcelado fue muy extraño. Eglantine iba a diario en bicicleta hasta el pueblo, a la estafeta de correos, por si llegaba alguna carta. Pero a la vuelta parecía más pequeña aún, si cabe, porque durante ese larguísimo plazo tan sólo llegaron a través de la Cruz Roja dos sobres estropeados. Papá se mostraba optimista; cuando leíamos las cartas, me parecía oír su voz: «Mamá, aquí no hay políticos ni judíos, sólo arios condenados. Dicen que los judíos y los comunistas van a lugares de muerte, cuentan historias terribles, pero aquí somos presos condenados a penas de trabajo. Hay quienes sufren por la fatiga y el frío. Nuestros guardianes son también SS, destruye esta carta si llega a tus manos. Hijos, cuidad de mamá».

Mi madre, en la distancia, sentía auténtico frío y tan sólo la atención a los familiares lejanos que seguían llegando y que se refugiaban en la bodega hasta que Anselmo se los llevaba paliaba su nostalgia. Los refugiados traían buenas noticias de las derrotas de los ejércitos de Hitler y oíamos hablar de «los aliados». Eglantine únicamente volvió a sonreír cuando una noche, enflaquecido sobremanera y con expresión aturdida, papá regresó a casa junto con otros hombres esqueléticos que después siguieron su camino. Se había escapado del campo de trabajo en compañía de unos alemanes aprovechando un bombardeo. Ya nos había advertido en sus cartas que no estaba en un campo de exterminio. «La gente moría de fatiga, con los pulmones reventados, o de frío, pero cuentan que alguno consiguió salir por su propio pie tras cumplir su pena».

Durante las primeras semanas del retorno vivimos con la zozobra de que volvieran a detenerle, hasta que, gradualmente, comenzó a recuperar sus veinte kilos perdidos y también el trabajo en el bosque. Se corrió la voz en la comarca de que Vanden Berghe había regresado tras cumplir su condena y nadie pensó que se hubiera fugado. El descalabro que iban sufriendo los alemanes era tal que los que mandaban en la zona eran reemplazados para marchar al frente y los nuevos desconocían la historia del guardabosques. Se decía que Hitler sacaba a los niños de las escuelas para mandarlos a luchar o, mejor dicho, para mandarlos a morir.

Las estrellas siguieron moviéndose y lanzando guiños por el cielo; yo sabía que eran aviones, sólo que en aquella época no venían de Alemania, sino de Inglaterra. Los aeroplanos pasaban a todas horas, brillantes y lejanos; me recordaban a bandadas de ánades salvajes. Muchas veces dejaban caer en el bosque gigantescos depósitos de combustible vacíos; lo cierto es que en la Houssière cayó de todo: depósitos, bombas sin explosionar, obuses, un par de aviones siniestrados… Aquello, unido a la impedimenta que abandonaron los alemanes y posteriormente los norteamericanos, habría de enriquecernos durante muchos años, pero ésa es otra historia. Mi madre seguía murmurando sus oraciones, pero entonces rezaba por la población civil alemana, por los ancianos, mujeres y niños a quienes estaban masacrando. ¡Dios mío, Dresde! Por muy siniestros y mamarrachos que fueran los nazis, no todos los alemanes eran nazis. Y por quienes no lo eran rezaba mi madre mientras seguía con sus pociones mágicas, haciéndole una relativa competencia al achacoso médico de la zona que sustituía al titular, que estaba en el frente.

Lo cierto es que Eglantine sanaba a más gente que el galeno: sabía curar herpes y enfermedades de la piel, aliviaba los dolores con las manos, era partera y todos los vecinos decían que madame Vanden Berghe tenía «el don de curar». Mi madre poseía el resplandor en la más amplia acepción del término y grandes facultades de vidente, por eso fue afortunada de vivir en unos años en los que la Santa Inquisición había caído definitivamente en desuso; de lo contrario el destino de su resplandor habría pasado directamente por el auto de fe en su camino hacia la hoguera. Pero no había mujer más sabia en toda la región, y ella se avergonzaba un poco de su «don de curar» y no aceptaba que le pagaran. La gente le llevaba pequeños obsequios: un frasco de esencia, un bol de buena manteca, un queso, dulces caseros y la risa. Cuando mi madre veía reír a una persona se sentía feliz. Y si la risa era de un niño la felicidad era doble.

Sanaba a más gente que el médico sustituto —un anciano indolente con los bigotes manchados de nicotina—, entre otras cosas porque él prescribía fórmulas magistrales que el boticario no podía realizar por falta de materias primas o medicamentos imposibles de encontrar porque la guerra había provocado grandes carencias. Ni con dinero podían comprarse determinadas cosas en el mercado negro; carecíamos de todo hasta que llegaron los estadounidenses, que Dios les bendiga, a liberar Europa. ¿Qué habría sido de nosotros sin ellos?

Fue uno de los más gloriosos acontecimientos de mi infancia: la llegada de los americanos. Todo el mundo lo sabía; mi padre lo comentaba: «Han muerto centenares de jóvenes soldados en las playas por liberar Francia; espero que esos franceses no lo olviden jamás». Avanzaron encontrando resistencia, pero los alemanes empezaron a replegarse y las escaramuzas bélicas se sucedían sin descanso. Mi padre oía Radio Londres; fue un período de incertidumbre porque se ignoraba si los alemanes en su retirada iban a arrasar cuanto encontraran a su paso. Mi madre suspiraba: «¡Dios mío, Dresde! ¿Ya para qué? Los muertos eran pobres refugiados. ¿Para qué?». Mi padre dormía con la escopeta a mano y nunca salía sin su pistola, que era una 765. En Braine-le-Comte se libró una pequeña batalla, pero los alemanes se retiraron rápidamente. Por fin, una mañana el párroco echó las campanas al vuelo cuando, con ayuda de unos prismáticos, avistó a lo lejos los primeros tanques aliados. Mi padre fue en bicicleta al pueblo y regresó con la buena noticia: la columna pasaría por la carretera de Henripont para tomar la ciudad de Nivelles, que aún se encontraba ocupada, y de allí continuaría hasta Bastogne, donde se libraría una sangrienta batalla contra las tropas de Hitler.

Mi padre, con el uniforme de guardabosques de gran gala, que todavía le estaba grande, formaba parte del comité de bienvenida de Henripont; nosotros, los niños, nos contentamos con ir en bicicleta desde la casa del bosque hasta la carretera para verles pasar. Era un espectáculo impresionante: primero iban los tanques con los cañones girados hacia atrás, luego unos camiones color caqui con las letras MAG, después las ambulancias, los camiones grúa para ir retirando los vehículos averiados de la carretera, la intendencia y la tropa. Los norteamericanos eran riquísimos y tenían de todo; tenían gloria bendita, como se diría en Andalucía. Por eso, al vernos a Marcel y a mí sentados en la cuneta, nos arrojaron chocolate, chicles amarillos con sabor a limón envueltos en papel de aluminio, chicles duros color rosa con sabor a fresa y latitas con porciones de queso cremoso. Ante la avalancha de obsequios, volvimos a casa y regresamos a toda velocidad a la carretera con dos grandes cubos de los de la leche para ir metiendo los tesoros.

Así, seguimos acudiendo día tras día a la carretera principal, puesto que el Ejército norteamericano continuaba pasando; llegamos a quitarnos las botas y los calcetines para parecer pobres de verdad y que nos regalaran más cosas. A ellos les sobraba de todo; vamos, que los estadounidenses no remendaban de viejo. A veces instalaban las tiendas de la intendencia en un prado de frutales cercano al bosque; por allí remoloneábamos hasta que nos regalaban raciones de supervivencia consistentes en unas galletas duras como piedras envueltas en plástico y porciones de queso enlatado.

La comarca entera estaba revolucionada; se hacían lenguas de los tanques Sherman y de la generosidad de sus afables ocupantes, amén de estar todos firmemente decididos a sacar de los aliados cuanto fuera posible. Pero la ruta de Bastogne no fue un paseo de placer para los dadivosos yanquis: Hitler se había sacado de la manga un tanque que se llamaba Tigre y con un par de ellos era capaz de inmovilizar una columna de Sherman, así que los norteamericanos trajeron otro tanque más grande al que mis paisanos saludaron con tanto alborozo como al chocolate blanco, la comida enlatada y todo aquello que se pudo distraer de su bien surtida intendencia. Ocuparon Bélgica dejando por todas partes toneladas de buen material de guerra con el que, más tarde, sus habitantes realizaríamos negocios muy lucrativos. Robar a los estadounidenses era, más que un placer, un deber. ¡Tenían tantas cosas!

Los yanquis liberaron Bélgica y fueron recibidos como héroes; nos sentíamos relativamente en paz pese a que cada noche las estrellas se multiplicaban raudas en el cielo, en dirección a Alemania, para destrozar sus maravillosas ciudades llenas de cultura y de monumentos. Odiábamos a los nazis, pero no a los alemanes normales, hacia quienes sentíamos más afinidad que hacia los hipócritas y relamidos franceses o hacia esos seres ficticios que son los italianos.

Pero nuestros problemas con los alemanes no acabaron ahí. Una mañana, estando mi padre en el bosque, llegaron a la casa nada menos que once soldados. Entraron a la cocina a punta de máuser, nos secuestraron a mi madre, a Marcel y a mí, y se comieron nuestro desayuno. Así nos encontró Henri cuando regresó: secuestrados. Y estaban dispuestos a tomarle como rehén a él también, pero afortunadamente hablaba alemán y pudo negociar. Resultó que eran once soldados adolescentes —ninguno de ellos mayor de dieciséis años— que en la batalla de Nivelles se habían separado de su compañía o habían desertado; nunca estuvimos muy seguros de aquello, y ellos parecían estar también muy confusos. Mi padre les convenció de que, sin ayuda, no lograrían jamás salir del bosque. Si les encontraban los vecinos, levantada la veda de caza del alemán, les descerrajarían un par de tiros. En la comarca no había aún una autoridad militar aliada a la que poder entregarse como prisioneros de guerra, así que la situación de aquellos niños disfrazados con uniformes que les venían grandes, sacados de la escuela como carne de cañón, era desesperada.

Mientras mi padre encontraba la solución, se quedaron en la bodega y mi madre les obligó a escribir a sus familias para intentar hacer llegar las cartas a las madres a través de la Cruz Roja. Los adolescentes alemanes fueron otro secreto; mi primera infancia estuvo llena de secretos de adultos y presidida por los grandes silencios y la desconfianza. Mi padre predicaba que quien te puede apuñalar por la espalda es tu vecino o tu amigo, el enemigo no, porque al verle llegar le pegas un tiro y se acaba el problema.

Al igual que nuestros familiares judíos, los alemanes no causaban problemas. Mi padre enterró los uniformes en el bosque, pero guardó las ropas y mi madre les vistió con prendas viejas. Así, una noche, tras estudiar largamente varios mapas de senderos, el viejo Anselmo y mi padre se llevaron a los muchachos a un punto recóndito de la frontera alemana y tardaron dos días en regresar. Mi madre rezó por todos ellos, pero jamás regresó nadie para darle las gracias, ni alemanes ni judíos. Tampoco mi padre, que se jugó la vida, aparece mencionado en un sólo renglón de la historia del pueblo de Israel como hombre justo. Tampoco era ésa su intención, pero aquella ingratitud me enseñó a desconfiar de la naturaleza humana, a saber: si haces algo muy bueno por alguien y no te lo agradece, figúrate los instintos del de enfrente cuando no haces absolutamente nada por nadie; pueden degollarte.

Tras los norteamericanos llegaron los soldados belgas y franceses, melifluos y envalentonados imbéciles que hicieron en nuestra casa lo que no se habían atrevido a hacer siquiera los alemanes: patear el huerto, destrozar lo que pudieron y robarnos la comida. Los cobardones primos pobres de los aliados llegaron en plan prepotente, como si hubieran ganado ellos la guerra. Mi padre decía que eran unos mamarrachos embriagados por victorias militares ajenas, auténtica gentuza a la que temíamos más que al enemigo. Teníamos que esconder los animales y la comida para que no arramplaran con todo.

4. Mi querido Mistigrís

Y de nuevo enfilaron a Henri Vanden Berghe. Habían dictado estrictas ordenanzas respecto a que cualquier material de guerra que encontraran los vecinos había de ser entregado a la policía, pero mi padre pasaba de estúpidas directrices, así que en su zona el numeroso material de guerra que se hallaba desperdigado por los contornos era del primer vecino que le echara mano. Que cada cual se buscara la vida como pudiera, porque él, Henri Vanden Berghe, no le iba a quitar a ningún cristiano el pan de la boca.

Lo cierto es que armas, camiones averiados, jeeps, municiones, obuses alemanes sin explosionar, excedentes de todo tipo… todo se aprovechaba, vendía e intercambiaba ante la irritación de la gendarmería. El viejo Anselmo encontró, para él solo, un depósito de municiones de cañones de la Marina que se debía de haber enviado a Henripont por error; con el dinero que obtuvo por cambalachar su hallazgo, remozó su casa y se compró una motocicleta. Todos ganamos dinero, adultos y niños. A los cuatro años de finalizada la guerra, Marcel y yo teníamos un auténtico arsenal de armas y municiones escondido en distintos rincones del bosque. Tan sólo nos denunciaron una vez; fue un envidioso del pueblo que nos delató a la gendarmería de Braine-le-Comte por haber vendido varios máuseres que luego un tornero del pueblo convertía en armas autorizadas modificándoles la cámara para que se pudieran utilizar balas normales y no munición de guerra.

Los máuseres modificados se toleraban, pero la munición del ejército era tema tabú. Mandaron llamar a nuestro padre y le amonestaron; él prometió reflexionar sobre el asunto y, de hecho, nos soltó un breve discurso recomendándonos que fuéramos prudentes. Mi padre se sentía muy orgulloso de nuestra afición a las armas; crecimos con una escopeta entre las manos y la primera que me regaló fue un calibre 28. Debíamos valorar las armas y cuidarlas; un arma sucia o en malas condiciones era garantía de un severo castigo.

Pero no todo eran armas de fuego en el bosque; también nos enseñó a construir, tirar con tirachinas y hacer arcos y flechas; luego aprendimos a tirar con honda y con el cuchillo, y más tarde con el hacha.

El abuelo Alphonse, que enviudó después de la guerra y se trasladó a vivir —muy a regañadientes— a casa de su hija, se impuso la obligación de enseñarnos a boxear y nos aleccionó durante años en el boxeo francés, llamado le savat, que le servía como excusa para golpearnos sin piedad sin que Eglantine le reprendiera por ello. Mi padre aceptaba las enseñanzas del anciano y continuaba con las propias de un guardabosques, porque ser hijos de Henri Vanden Berghe conllevaba una serie de responsabilidades ineludibles, como aprender a trampear, mantener la leñera bien repleta en invierno y acarrear ramajes hasta formar círculos en torno a los grandes árboles para que, durante las heladas, se pudiera encender una hoguera y los troncos tomaran calor y evitaran que se les congelara la savia.

También los animales del bosque eran un trabajo constante en el que yo participaba más que mi hermano; asimismo, fui yo el que se obstinó en domesticar y tener como mascota al animal más salvaje, arisco y odioso del bosque: el armiño.

Mi armiño se llamaba Mistigrís; pasé una odisea hasta capturarlo y lograr ponerlo a buen recaudo en una amplia y hermosa jaula que había construido. Era un macho agresivo y excepcionalmente antipático, pero yo estaba decidido a hacerme su amigo pese al escepticismo de toda mi familia. Le cuidaba con mimo; me gustaba sobre todo cuando, a las primeras nieves, su pelaje de color marrón se tornaba blanco. Pero mi querido Mistigrís no vivía a la intemperie, sino bien calentito en el establo, donde le alimentaba con conejos vivos a los que el animal les chupaba la sangre antes de devorarlos. Para darle de comer me ponía un guante especial; así lo hice durante meses, hasta que conseguí introducir en la jaula, sin guante, un cuenco de leche caliente sin que me atacara. Mistigrís enloquecía por la leche azucarada, como un bebé, y a mí se me derretía el corazón.

Estaba tan obsesionado con mi armiño que el día en que Marcel, para hacerle enfurecer, empezó a pincharle con un palo que el animal mordió hasta arrancarse un diente, no me quedó otro remedio que meterle a mi hermano un cabezazo en la boca que le dejó unos días en muy malas condiciones; a mí me costó un castigo del que me vengué tirando al perro de Marcel al pozo.

Dos años tuve que cuidar y mimar al consentido Mistigrís hasta que, al fin, ufano, pude convocar a mi familia para que presenciara la gran victoria que para mí suponía que el armiño comiera, sumiso y agradecido, de mi mano desnuda. Era todo un logro del que me pavoneaba mucho. Así, abrí la puerta, introduje la mano con un delicado trozo de carne, y Mistigrís se abalanzó sobre ella para propinarme un cruel mordisco. Entonces, con la mano sangrando, le agarré por el cuello, le saqué de la jaula y, ante mi horrorizada familia, le estrangulé. Mientras, Mistigrís me arañaba desesperado con las patas. Fueron unos minutos interminables; yo miraba los ojos amarillos de mi adorada mascota y apretaba más y más fuerte al tiempo que sentía cómo la vida iba abandonando su cuerpecillo blanco. Luego, una vez muerto, lo arrojé sobre la nieve y me volví hacia la familia: «Era un traidor, y los traidores merecen morir». Tenía el corazón roto, pero me sentía obligado a decir algo digno; no quería que vieran que estaba tratando de no llorar, al menos allí, delante de todos, por todos los medios.

Mi padre, moviendo la cabeza, recogió al animal y se lo llevó. Algún tiempo después dejó en mi habitación la piel convenientemente curtida. Aquel día la vida me dio una lección y me planteó un reto: no hay excusas para la traición, nunca, jamás. Y puedo afirmar que, cuando he tenido que reafirmar mis valores ante un traidor, durante mi larga vida, nunca he sufrido ni una centésima parte de lo que sufrí con mi mascota.

Entonces, no fue fácil, pero la vida en el Domaine de la Houssière no era fácil. Mi madre decía que el bosque enamora o repele, no hay términos medios. Y nosotros, los niños, estábamos irremediablemente enamorados de nuestro entorno y vivíamos cautivados; nos dábamos cuenta de los periódicos cambios de las estaciones con renovada sorpresa, sin perder nuestra capacidad de asombro, sin dejar nunca de maravillarnos ante los ciclos de la naturaleza. Siempre estábamos dispuestos a disfrutar de ella como quien rebaña del molde las últimas migajas de un dulce especialmente sabroso; era una sensación de plenitud y libertad que exprimíamos hasta la última gota.

Creo que todos los niños del mundo merecerían nacer y crecer en un bosque y disfrutar de su magia. Además, todos los niños del mundo merecerían tener una madre como Eglantine, y tal vez hablo así porque ella y una madre judía a la que le mataron a su hijo de treinta y tres años son las mujeres a las que más he querido y que más me han querido. Mi madre, aprendiz de bruja que fue capaz de crear con su magia una rosa negra.

Eglantine era una belga de belleza menuda y frágil, con ojos almendrados, ambarinos y chispeantes; era una mujer vivaz, de risa fácil y lágrimas más fáciles aún. Le gustaba vestir de largo, por comodidad, con enormes delantales de hilo que parecían un muestrario de primores. Almidonados y planchados, níveos delantales crujientes que cambiaba por baberos cuando trabajaba en el exterior de la casa. Mi madre era una artista y una romántica visceral que sufría al ver sus encallecidas manos forjadas por el duro trabajo de acarrear leche, amasar, sacar las pesadas bandejas del horno, batir la leche, hacer mantequilla y requesón en los moldes de madera, encerar, fregar, pulir y, sobre todo, hacer las labores del jardín y de los dos huertos. Lógicamente, la laboriosa polvorilla que era Eglantine tenía las delgadas manos como la lija por mucho que se diera masajes con aceite de nueces o con pomada de rosas. Para consolarse, dibujaba a la acuarela manos bellísimas y aristocráticas en todas las posturas y realizando las más delicadas tareas: manos que bordaban, que escribían con largas plumas de cisne, o manos lánguidas en reposo sobre una labor de petit point o sobre un libro. Diáfanas e irreales «manos de emperatriz» que a mí no me gustaban. Yo prefería las suyas, llenas de vida, que eran ásperas cuando me rozaban, pero que siempre me estaban acariciando o revolviendo el pelo por mucho que yo gruñera de cara a la galería. Mi madre tenía su propia filosofía, decía que ella, Eglantine, sólo iba a tener una vez en la vida la oportunidad de darnos un equipaje de amor que llevaríamos con nosotros el resto de nuestra existencia.

Y decía la verdad. Muchos años más tarde, en algunas cárceles en las que tuve que permanecer como huésped forzoso de distintos y rencorosos gobiernos europeos, pude soportar la soledad y el frío de las celdas gracias al recuerdo cálido de los ojos de mi madre, que son como gotas de miel que reflejan el sol.

Cuando floreció la segunda rosa negra, yo estaba listo para realizar el primer gran robo de mi historia. Mi hermano intuía que yo maquinaba alguna maldad. No pensaba hacerle participar en la operación, en aquélla no. En otras, en aquellas a las que me seguía con horrorizada incredulidad, sí contaba con su lealtad resignada. Para Marcel yo debía de representar una especie de karma que le tocaba padecer.

Marcel no era exactamente melindroso, pero tampoco osado. Yo era ladino, emprendedor, temerario e imaginativo. Mi padre acusaba a Marcel más de estupidez que de fraternal solidaridad, por eso le castigó más duramente que a mí tras el sonado robo de la puerta de la casa de campo del alcalde.

Era una puerta de roble macizo tan primorosamente tallada que suscitaba la admiración de todo el pueblo. Tuvimos que esperar a que el alcalde y su familia salieran de visita para desmontarla aprovechando la oscuridad del atardecer de invierno. Fue un auténtico escándalo en Henripont, y mi padre, encargado de la investigación, rabiaba porque se trataba de un hecho sin precedentes. Marcel sudaba de miedo, pero a mí me daba igual, porque la hermosa puerta ponía un toque aristocrático a la cabaña que habíamos construido a pesar de que no podíamos moverla y teníamos que entrar en la cabaña por una oquedad trasera. La desgracia fue que mi padre, rastreando furtivos, se topó con la obra de arte y no le cupo la menor duda sobre la autoría del delito.

Fue humillante: tuvimos que limpiar la puerta, devolverla al alcalde y pedirle perdón de rodillas. Marcel lloraba por la vergüenza; a mí me arrodillaron a pescozones mientras el alcalde disimulaba una perversa sonrisa de satisfacción que representaba una afrenta más lacerante que los golpes, una injuria que yo no estaba dispuesto a tolerar. Tuve que esperar casi un mes para que llegara al pueblo el buhonero que vendía los petardos y cohetes que la gente utilizaba para las fiestas; reuní mis ahorros, obligué a mi hermano a que me entregara los suyos, le compré al buhonero quince tiras de petardos y esperé el momento propicio.

Durante la espera, me dediqué a vigilar las costumbres de la familia del alcalde. Una vez que las conocí, decidí que el trabajo tenía que hacerse al final de la tarde, cuando la familia se reunía para cenar al amor de la chimenea y dejaba salir por última vez al gato antes de retirarse a dormir. El gato del alcalde era un felino asqueroso con clara tendencia a la obesidad al que su ama llamaba con tono meloso Miou-Miou. Al gordo Miou-Miou le bastó con oler los higadillos que le ofrecía para ponerse a ronronear de placer. Nadie, en su gatuna vida, le había causado el menor sobresalto, así que se acercó a mí zalamero y confiado. Liarle los petardos alrededor del cuerpo fue laborioso, pero yo sabía tratar a los gatos y contaba con bastantes higadillos. Cuando el felino estuvo bien liado con las tiras de petardos, nos pareció un gato enfajado. Entonces Marcel y yo comenzamos la cuenta atrás; así, mientras él rompía de un bastonazo el cristal de la ventana, yo encendí la mecha de la tira de petardos y arrojé a Miou-Miou al interior del comedor, donde cenaba la familia. El flemático Miou-Miou se volvió loco cuando el primer petardo explotó bajo su panza; en él resucitaron sus más tenebrosos y salvajes ancestros, que lo convirtieron en una fiera demoníaca que aullaba, bufaba, arañaba y se subía por las paredes mientras continuaban las explosiones.

La familia del alcalde escapó pegando alaridos; la única forma de calmar a aquel energúmeno felino fue propinarle un par de tiros de escopeta mientras la esposa y las hijas del edil sufrían crisis de histeria y eran atendidas por las vecinas. Se rumoreó que el episodio venía de manos de la oposición política y se realizaron arduas investigaciones. Afortunadamente, el buhonero tardó un año en regresar y, por el momento, el honor Vanden Berghe quedó reparado.

5. Cuando la vida se convierte en fábula

En el golpe de la hermosa puerta tallada pecamos de exceso de confianza; por eso, el siguiente trabajo importante lo planeé con mayor cuidado, más que nada porque ya tenía doce años, era astuto y contaba con la preclara inteligencia de un miembro del Mossad amén de haber aprendido a conducir junto con mi hermano en el primer coche de mi padre, un Triumph Mayflower con el que nos permitía, siempre acompañados por él, recorrer los senderos principales del bosque hasta la carretera.

Así, tracé la estrategia reflexionando largamente durante un par de horas; era incapaz de permanecer quieto más tiempo si no era pintando con mi madre. El objetivo estaba a treinta kilómetros de Hennuyères, en el pueblo de Mons. Allí, en los muros de una casa palaciega, tenían un simpático mono de bronce por el que los vecinos sentían auténtica adoración, pues lo consideraban un talismán. Así que decidí sustraer el mono y llevarme toda la suerte para mí solo. Marcel me acompañaría, por supuesto, de modo que lo primero que hicimos fue robar el Citroën del propietario de una granja cercana y hacerle un puente. Tardamos por lo menos una hora en recorrer aquellos treinta kilómetros, porque Marcel conducía aterrado. Para arrancar el mono de la columna donde se encontraba, yo llevaba una pluma de hierro y una maza. Llegamos a Mons y empezamos nuestro trabajo, concienzudamente, pero el maldito simio estaba atornillado a la columna y no había forma de separarlo de ella. Hicimos ruido y, como estábamos en medio del pueblo, los vecinos se alertaron y comenzaron a asomarse a las ventanas y a chillar. Para asustarles y poner orden, pegué un par de tiros al aire con mi escopeta, pero no se acobardaron, sino que muy los asquerosos armaron más escándalo. Tan sólo conseguimos romper la columna y tirar el mono enganchado a un gran trozo de piedra de al menos cien kilos. La gente salió gritando y tuvimos que huir dejando por los suelos y con una mueca burlona en el rostro de chimpancé el simio de la suerte. Fue uno de los primeros grandes fiascos de mi vida; luego abandonamos el coche en la carretera principal y volvimos andando a casa, enfurecidos. Me fallaron la estrategia y el material humano: de haber hecho el trabajo con tres niños y haber volado la columna con una granada de mano, seguro que habríamos logrado arrebatar el mono de Mons. Aquello me enseñó que hay que trabajar en equipo tras una rigurosa selección de sus componentes.

Remontándome al pasado tras el episodio de Mons, diré que cuando planeé el robo de la rosa negra ya iba a la escuela. Me escolarizaron recién acabada la guerra o la segunda guerra mundial, porque durante la misma los caminos no eran seguros. Para mí fue un trauma verme arrojado de la gozosa libertad de la Houssière hacia un aula lóbrega y sofocante. Llegué sabiendo leer, escribir, las cuatro reglas matemáticas, pintar a la acuarela y las labores del bosque, así que mis compañeros se me antojaron en estado semicomatoso —cuando no declaradamente autistas— y decidí comenzar a pelearme con ellos para que me expulsaran. De entrada, me castigaron y yo aproveché el recreo para huir al bosque, donde Anselmo me encontró ya de noche. El maestro había avisado a mi familia y puedo decir que mi padre me sermoneó un poco y mi madre lloró amargamente, porque deseaba que yo fuera feliz en la escuela e hiciera muchos amiguitos. Las lágrimas de mi madre fueron el detonante para que me fijara el noble propósito de portarme bien para no defraudarla. Lo prometí; luego me fue imposible cumplir mi palabra.

De entrada, aborrecí al maestro, un hombrecillo con cara de hurón, escasa inclinación hacia la docencia y la mirada huidiza del chivato vocacional. Él, por su parte, me detestaba y se esforzaba en tolerar mi presencia por respeto a los cargos que mi padre desempeñaba en el pueblo, pero aun así las cartitas en las que se quejaba de mi mal comportamiento se sucedían. El problema era que yo debía devolverlas firmadas, así que todos los días mi madre imitaba la firma de papá y escuchaba preocupada mis airadas quejas sobre la parcialidad del maestro, que se llamaba señor De Comti. Era una persecución en toda regla: aquel mandril rijoso se impuso el objetivo de hacerme detestar cada segundo que pasara en sus clases y me obligaba a memorizar poesías bucólicas para ridiculizarme ante mis compañeros o me hacía cantar con mi voz potente y desafinada ridículas canciones escolares como Oh, Saint Nicolas, patron des écoliers… En esas ocasiones se reía de mí llamándome «la alondra de la Houssière». Yo memorizaba cada afrenta para tomar represalias cuando llegara el momento; allí aprendí a ejercitar con expresión impasible el don de la paciencia.

Por culpa de aquel De Comti de espíritu retorcido, también me vi injustamente acusado de un robo que no había cometido. Todo comenzó con los pequeños encargos que tenía que realizar para mi madre en el pueblo, en la tienda de la vieja Eugenie, el colmado de Henripont. Compraba para Eglantine hilos, agujas, café, azúcar y todo lo que se necesitaba en casa; yo no lo pagaba, sino que la tendera apuntaba los pedidos en la cuenta de mi padre y él la abonaba por meses. Eugenie tenía la costumbre de sacar punta a su lápiz antes de escribir en el cuaderno, y lo hacía con una cuchilla de afeitar; así fue como descubrí —bien protegidas en el interior del mostrador, que era al tiempo expositor— la maravilla de las nuevas cuchillas de afeitar con envoltura roja que se alineaban bajo el cristal. Yo envidiaba los lápices afilados de Eugenie y despreciaba mi sacapuntas, que tenía la hoja roñosa. Ansiaba poseer una cuchilla para afilar mis lápices, pero no podía apuntarla en la cuenta de mi padre porque él se afeitaba con una afilada navaja de la que estaba muy orgulloso, y no estaba dispuesto a cambiar sus hábitos.

Mi problema era el dinero; no tenía un franco y mi paga semanal estaba embargada por tiempo indefinido debido a un estúpido asunto relacionado con una rotura de cristales con tirachinas. Cada vez que iba al colmado trataba de convencer a la mezquina Eugenie para que alguna vez me regalara una cuchilla que ella desechara, pero era una vieja avarienta que no regalaba nada si podía venderlo. Veía en mis ojos el anhelo de poseer una de aquellas cosas y me las mostraba: las sacaba de la envoltura roja para que viera cuán brillante y afilada era y luego la volvía a guardar bajo el mostrador intentando parecer apesadumbrada. «Éstas son buenas, pero he pedido que me traigan otras mejores de Bruselas. ¡Lástima que no tengas dinero, niño Vanden Berghe!».

Así una y otra vez, hasta que decidí que debía arriesgarme para conseguir el dinero y le ofrecí a la propia tendera parte de la munición de guerra que Marcel y yo habíamos encontrado en el bosque y teníamos escondida. La vieja aceptó; todavía me pregunto para qué querría aquella malvada estúpida con alma de estraperlista cinco cajas de balas; seguro que las revendió con beneficio. Tasó las cinco cajas de balas en una miseria y me llevó, como una conspiradora, a la trastienda, donde me hizo sacar los lápices de mi plumier y lo llenó de cuchillas. Sentí que me robaba dos veces: al comprarme las balas y al darme su precio en cuchillas, porque en mi estuche no cabían demasiadas, pero me conformé aun sabiendo que me estaba estafando.

Me sentía tan feliz que fui a la escuela casi contento; pasé gran parte de la jornada afilando los lápices y contemplando las cuchillas, no podía creerme mi buena suerte y estaba tan eufórico que condescendí, a la hora del recreo, a enseñarles mi tesoro a los demás niños. Así, me habían rodeado para ver cómo afilaba un lápiz, cuando apareció el maestro. «¡A ver qué tiene usted ahí! ¡Una cuchilla! Puede usted cortarse, pequeño diablo; en mi clase están prohibidos todos los instrumentos cortantes». Y me la confiscó. Pero un niño envidioso informó de que yo tenía un plumier lleno de cuchillas; entonces, ante mi horror, me las confiscó todas e hizo avisar a mi padre para hablar con él personalmente.

En mi casa se produjo una pequeña conmoción, porque todos sabían que no tenía dinero y la traidora Eugenie, cuando mi padre fue a interrogarla, tan sólo dijo que yo había llegado con unos francos para comprar cuchillas y que no sabía más del asunto. Yo tampoco podía explicar el cambalache con las balas para no recibir un castigo aún más severo, así que me acusaron de haber robado el dinero y, para escarmentarme, dejaron que De Comti se quedara con las cuchillas, me quedé sin paga semanal otro año más y Henri prohibió que en casa se me hablara durante un mes, porque un ladrón de dinero no merece que nadie le dirija la palabra.

Mi hermano Marcel salió de su pasividad para informarme de que, si quería vengarme del maestro, él me acompañaría y me ofreció, generoso, una de las dos cuchillas que yo le había regalado para comprar su silencio. Marcel no era maravilloso, pero sabía estar en los momentos malos.

El maestro De Comti vivía en una casita con jardín a las afueras de Henripont. Sólo tuvimos que saltar el pequeño muro para camuflar, entre la hojarasca del camino, un cepo que habíamos cogido del almacén. Era una trampa temible y oxidada que mi padre no permitía colocar en la espesura y que pertenecía al anterior guardabosques. No fue difícil montarlo en el caminito que iba desde la cancela del jardín hasta la casa del maestro. Lo camuflamos bien, y allí quedó dispuesto antes de que tanto Marcel como yo nos retiráramos satisfechos; sólo quedaba esperar. Lo triste fue que el cepo, en lugar de pillar al maestro, atrapó a su perro y le destrozó una pata. Fue una auténtica desgracia, porque disfrutábamos por anticipado del espectáculo de ver cojo al maligno De Comti. Se trató de una cuestión de mala suerte, aunque los vecinos contaban conmocionados que el maestro se llevó un susto de muerte cuando oyó los lastimeros aullidos de su perro y que tuvo que pedir ayuda, en medio de un ataque de ansiedad, para abrir el cepo. Pensar que el perro había quedado atrapado porque se había adelantado a él le descompuso tanto que estuvo dos días de baja por enfermedad y puso una denuncia para que mi padre investigara los hechos.

El pueblo se alborotó. ¿Quién podía querer tan mal al maestro como para ponerle una trampa tan brutal y salvaje? ¿Sería algún tipo de venganza relacionada con el pasado? ¿Tendría De Comti algún punto de oscuridad en su vida anterior? Rumores y sospechas. Le entregaron el cepo a mi padre y él lo reconoció al instante como de su propiedad, pero no dijo nada, tan sólo comentó durante el almuerzo que alguien debía de haberlo robado del almacén; tenía sospechas pero jamás las expresó. Él sabía y nosotros sabíamos, pero también estaba la lealtad a la familia. Mi padre podía castigarnos, pero los problemas se resolvían en casa, él nunca nos delataría. En Henripont, el atentado contra el maestro fue el tema preferido de conversación durante mucho tiempo. ¿Sería la venganza de una amante? ¿Se trataría de un maníaco asesino? ¿Qué había hecho De Comti durante la guerra para que le quisieran tan mal?

Cuando volví, adusto e indiferente, al colmado de Eugenie para comprar hilos y café, la vieja me recibió con una risilla perversa. «Te quitaron las cuchillas, niño Vanden Berghe». Le entregué la nota de mi madre sin dignarme a contestar; pero aquella arpía volvió al ataque.

—Dime, niño, ¿es verdad que fue el maestro quien te las quitó?

Le respondí:

—Fue el maestro, pero no su perro. A mí me gustan los perros.

Eugenie cocleó alborozada y luego me miró con algo parecido al respeto.

—Mira —señaló el expositor—, he traído las nuevas cuchillas. Vienen de Bruselas y son mejores que las otras, pero tú no tienes dinero. —Eché un rápido vistazo con aparente desinterés y me volví, amargado, hacia la puerta para que aquella vieja odiosa no disfrutara de mi dolor. Eugenie graznó—: Niño, ya está el paquete de tu madre. —Sacó con parsimonia una nueva y reluciente cuchilla y afiló su lápiz antes de escribir. Luego me tendió la bolsa—. Niño Vanden Berghe, a veces es más importante tener cojones que tener dinero. —La miré con antipatía antes de cerrar la puerta. Aquella arpía deslenguada me guiñó un ojo—. Mira dentro de la bolsa antes de llegar a tu casa.

Ya en la calle miré con hastío el interior de la bolsa, la cerré y, un poco más lejos, volví a abrirla. Y luego otra vez, porque yo, que desconfiaba de toda la humanidad, no podía creer que, junto con las madejas de hilo de bordar, en la bolsa hubiera al menos veinte francos de las mejores cuchillas de afeitar de Bruselas.

6. Naranjas en papel de seda roja

Después del frustrado intento de lisiarlo, el señor De Comti no volvió a ser el mismo. Estaba nervioso y tenía manía persecutoria; hizo que unos albañiles elevaran el muro de su jardín y sufrió algo similar a una crisis psicótica cuando, una mañana, al entrar en el aula, descubrió sobre su silla otro siniestro cepo que yo me había arriesgado a colocar allí una hora antes de las clases. Tras aquella nueva provocación, tuve la osadía de presentarme como testigo y conté que dos manouches, dos gitanos, me habían parado la tarde anterior en la carretera del bosque para preguntarme dónde se encontraba la escuela en la que trabajaba De Comti porque tenían un mensaje para él.

El maestro me hizo repetir la historia una y otra vez; automáticamente, había pasado de ser su víctima favorita a convertirme en «el único niño al que unos gitanos con mal aspecto y cargados de malas intenciones habían preguntado por De Comti». Incluso llamó a mi padre para que yo le contara la historia. «Díselo, amigo Erik, dile cómo eran los hombres que me buscaban…». Yo adornaba más y más mi versión ante el impresionado maestro, pero mi padre, lejos de mostrarse interesado, me llevó aparte. «Sólo quiero decirte una cosa, Erik: no te excedas, ya es suficiente».

Cuando mi padre decía «es suficiente» había que obedecer. Pero aquello no impidió que, día tras día, el maestro me interrogara con humildad y que, cuando me pilló afilando los lápices con una excelente cuchilla de Bruselas, sólo vacilara un momento antes de seguir su ronda por el aula.

Mis primeros años escolares pasaron con más pena que gloria. De Comti pidió la excedencia por problemas mentales y fue sustituido por un canijo llamado Hubert que había sido seminarista. Mi padre lo recibió con fría desconfianza, ya que no le gustaban los curas rebotados. Para mí siguieron siendo buenas únicamente las primeras semanas de cada curso, justo el tiempo que tardaba en leerme los libros, resolver los problemas de aritmética y disfrutar con las enciclopedias. Luego me limitaba a aburrirme y dormitar, dibujar y pegarme con los compañeros.

Lo que me perjudicaba era la actitud, muy distinta a la de mi hermano Marcel, así que mi padre, para escarmentarme, decidió que durante las vacaciones de verano debía trabajar. Es decir, que, además de cumplir mis ineludibles obligaciones en el bosque y con los animales, tenía que desempeñar un trabajo honrado para aprender a ganarme el pan con el sudor de mi frente. Así, de favor, me colocó en la modesta empresa de un vecino que importaba camiones de naranjas de España.

Nunca, ni entonces ni ahora —pese a mis achaques—, he temido el trabajo honesto. Por otra parte, pasar tres meses en compañía de otros niños cribando olorosas naranjas no era desagradable; es más, resultaba tan placentero que incluso convencí a Marcel, que no estaba castigado, para que viniera a trabajar conmigo; así entre los dos podríamos averiguar el método apropiado para robar más naranjas. En aquellos tiempos, en Bélgica considerábamos las naranjas un fruto exquisito y exótico. Mi madre compraba cuatro los sábados para que nos las comiéramos los domingos, porque eran un lujo muy caro. Ni que decir tiene que mi hermano y yo comenzamos a birlar naranjas y a esconderlas en la nave para volver después a por ellas deslizándonos por un ventanuco. El dueño, que era un rácano, nos cacheaba a todos, y nosotros, para escarmentarle, robábamos la fruta cuando ya estaba envuelta en el precioso papel de seda rojo, lista para ser enviada al mercado. Nadie, a nuestro parecer, tenía más derecho que la dulce Eglantine a recibir cestillos de jugosas naranjas envueltas en papel de seda rojo.

Pero la avaricia nos pudo y multiplicamos nuestras incursiones. Llegamos a ir al pueblo a vender naranjas a precios económicos; el dueño se enteró y fue a quejarse a mi padre, que nos dio una azotaina, nos obligó a devolver el salario y, de paso, como los dos eran socialistas, estrechó los lazos de amistad con Roger, el de las naranjas, al que incluso ayudó a ser elegido alcalde en las elecciones ordenándole a todo el vecindario que le votara. Como premio, el alcalde le intentó matar.

Ésa fue una historia que oímos infinidad de veces a lo largo de nuestras vidas; mi madre no se cansó jamás de oírla mientras lanzaba exclamaciones de horror. Resultó que el alcalde de las naranjas tenía un vicio oculto: una malsana afición por la caza furtiva, concretamente por la caza de faisanes durante la temporada de nieve, cuando las aves se resguardan en los árboles. Era una noche de luna y mi padre oyó disparos mientras realizaba su última ronda; acudió de inmediato y dio el alto; el furtivo se volvió y disparó dos veces —afortunadamente con mala puntería—, así que mi padre le envió una andanada de plomos y permaneció quieto, consciente de que el cazador que huía había intentado matarle.

Ya de día, todos los hombres de la familia acudimos al bosque y observamos asustados el impacto de las postas en un árbol. Aquellas balas eran mortales de necesidad, y aquello hacía la agresión aún más grave. La investigación fue sencilla: mi padre se limitó a acudir al practicante para preguntarle a quién le había extraído plomos últimamente, y el hombre confesó que al alcalde y que aquél le había exigido silencio. Sin embargo, el practicante temía más a mi padre que al edil, por eso confesó.

Mi padre se sumió en una de sus largas reflexiones, pero Marcel y yo siempre partíamos de la acción y decidimos que el escarmiento era cuestión de justicia, así que en nuestra primera ronda por el bosque aprovechamos para pedalear rápidamente hasta el pueblo, trepamos al tejado de la casa del alcalde e introdujimos por la humeante chimenea un puñado de cartuchos. Descendimos a toda velocidad; de hecho, ya estábamos sobre nuestras bicicletas cuando comenzaron las explosiones y los alaridos.

Repetimos la acción de los cartuchos escalonadamente a lo largo de tres meses; cada vez que lo hacíamos dejábamos sobre la acera, en lugar bien visible, un faisán muerto. El alcalde denunció los hechos y mi padre llegó a comentar que en casa de Roger sufrían tal psicosis que no se atrevían a encender la chimenea. Pero una mañana, Henri me tomó por el hombro y me advirtió con seriedad: «Erik, es suficiente». Vengado estaba, al menos a mi manera.

Henri Vanden Berghe era para mí mucho más que un padre: era maestro, consejero, capitán y alguien a quien yo deseaba parecerme cuando fuera mayor, por mucho que nos hiciera trabajar hasta que caíamos rendidos —más a mí que a Marcel, que siempre corría el riesgo de enfriarse y recaer en la pleuresía—. Una de mis obligaciones era hacer pequeñas rondas nocturnas por la espesura. A los diez años, una ronda con escopeta por la sonora oscuridad de un bosque, de una catedral sombría, no es para reírse. Arturo Pérez Reverte me preguntó en un almuerzo en el Bodegón de Gurpegui si alguna vez había sentido los latidos del corazón en los oídos. Yo le contesté:

—Sí, cuando hay miedo.

Y él, curtido en tantas guerras, me guiñó un ojo.

—Eso es, cuando hay miedo.

Puedo asegurar que, durante mis primeras incursiones nocturnas como ayudante del guardabosques, el latido de mi corazón era el único sonido cercano que me acompañaba. Luego aprendí a oír el silencio del bosque, un silencio profundo que tan sólo volví a encontrar, años más tarde, en los templos. Era un «no sonido» rico, lleno de matices, casi solemne, que se siente más que se oye. Se percibe en la piel, se olfatea la soledad y se intuye automáticamente cualquier presencia, el menor signo de vida. Y se aprende a ver en la oscuridad; en lo sombrío, la luz artificial alumbra un punto en concreto y excluye el resto, pero lo fundamental es abarcar el todo, identificar ese universo oscuro en una inmersión total.

Gracias a Henri Van den Berghe, mi padre, un hombre de Dios, aprendí a escalar, trepar, reptar, usar armas, permanecer oculto y fundirme con el paisaje. Él siempre quiso hacer de mí un hombre de bien, un hombre del bosque y un gran cazador. Gracias a sus enseñanzas, a veces brutales, pude salir airoso más tarde de situaciones extremas de todo tipo, porque él entrenó mi cuerpo y mi alma. Mientras, mi madre, pacientemente, ejercitaba mi espíritu enseñándome a pintar incluso antes que a leer y a escribir. El aprendizaje con mi madre era un bálsamo espiritual; cultivaba la paciencia que requería fabricar pinturas con pigmentos, aprender a tallar los pinceles, la técnica para preparar los distintos materiales —papel, lienzo, madera, cobre— y la magia de la creación. Mi madre hablaba: «Cariño mío, no hay privilegio más grande para un ser humano que ser capaz de crear belleza; no hay privilegio más grande para un cristiano que pintar una Santísima Virgen y que el pueblo le rece». Y hoy puedo afirmar que Eglantine, que Dios la bendiga, tenía razón, toda la razón.

A mi padre no le interesaba demasiado el arte, pero era un apasionado bibliófilo que aprovechaba uno de sus empleos, el de policía vigilante de la fábrica de papel de los linderos del bosque, para hacerse con auténticas joyas que rescataba de entre los fardos que iban llegando en camiones. En casa todos éramos lectores apasionados y teníamos la ventaja de dominar indistintamente el flamenco —nuestro idioma— y el francés; luego estudiamos alemán, una de las lenguas más hermosas y matemáticas del mundo; ojalá los alemanes consigan conservarla en lo que nos quede de Europa.

Pero, profecías agoreras aparte, los niños leíamos novelas de aventuras; mi impertinente abuelo me hacía estudiarme los libros de arte y arquitectura y, sobre todo, disfrutaba haciéndome copiar planos de iglesias y edificios antiguos. El abuelo Alphonse tenía un don natural para el dibujo artístico y lineal y yo, para mi desesperación, era su único discípulo, así que dibujaba hasta que me dolían los dedos y me salía un callo; cuando ya no podía soportar más la tortura, aprovechaba el momento en que el despótico viejo dejaba sus gafas de ver de cerca sobre la mesa para robárselas; luego, si quería recuperarlas, tenía que ir en busca de la cabra favorita de mi madre, que se llamaba Fineza. A Fineza le favorecían las gafas del abuelo, que yo le ataba con un cordón; incluso creo que veía bien con ellas, porque no intentaba morderme cuando se las ponía. Aquélla era una forma suave de rebelión y una delicada manera de llamar al temible Alphonse «vieja cabra». Como castigo me hacía dibujar estúpidas ventanas góticas, pero sin calcar. Si sospechaba que eran calcadas, rompía el papel y vuelta a empezar.

—Pinta gótico, cabezón; pinta románico, borrico, que es nuestra cultura. Aprenderás a pintar nuestra cultura o te moleré a golpes.

Yo rabiaba.

—No es cultura abuelo, son iglesias y cosas así…

El viejo enloquecía de ira.

—¡Animal! ¿Qué es la religión sino nuestra cultura? ¡Ignorante mentecato!

7. La rosa negra

Mis relaciones con el arte religioso empezaron siendo conflictivas. No fue mi abuelo, pese a su religiosidad artística, quien le dio a mi padre la genial idea de que me hiciera monaguillo en Braine-leComte; la ocurrencia vino del viejo Anselmo, el de las violetas, que, a pesar de todo, era mi amigo.

El viejo Anselmo fue una constante de mi niñez. Pertenecía a la Houssière, como los árboles y los animales. Mi madre decía entre suspiros que Anselmo tenía en su casa «una tragedia», así que pasé toda mi infancia espiando para ver la famosa tragedia que no aparecía por parte alguna. La que sí estaba era su esposa, una mujer sucia que daba risotadas y era bizca.

Nadie recordaba cuándo había llegado el viejo Anselmo al bosque; para mí que siempre estuvo allí, vistiendo las ropas usadas de mi padre. Henri le pagaba un pequeño sueldo y él obtenía la comida de la caza, porque era un excelente tirador. También tenía permiso para criar ovejas, y con las boñigas abonaba durante todo el año un amplio espacio del prado que, en su momento, se alfombraba de violetas. Era el único lugar del bosque donde florecían, y el viejo se había ganado el derecho de hacer negocio con las flores, por eso en Henripont era conocido como Anselmo «el de las violetas». Como era el suministrador oficial de flores, todas las mujeres le compraban violetas para fabricar esencia. Todas las féminas del pueblo parecían usar un perfume idéntico y empalagoso; mi madre no, ella prefería el aroma de la rosa y, sobre todo, el de la madreselva.

Pues bien, Anselmo —harto de mis maldades y como venganza sutil por el saqueo de su escondrijo secreto en una mina de arena abandonada, donde guardaba sus rapiñas de guerra— tuvo la idea de convencer a mis padres de que la religión y el contacto con el pío sacerdote de Braine-le-Comte, que era un santo, podrían influirme beneficiosamente.

Mi padre dudaba, pero a mamá le hizo mucha ilusión, así que, tras persuadir al cura, se limitaron a informarme de que los domingos debía hacer las veces de monaguillo y ayudar al sacerdote en la misa. Yo me negué, porque no estaba dispuesto a disfrazarme con unos faldones rojos y una camisola blanca con encajes. Mi madre reaccionó con desolación, me confiscaron la escopeta por tiempo indefinido y minaron totalmente mi moral: el abuelo Alphonse y mi padre, arteramente, comenzaron a hablar de las ventajas de estar interno en un colegio de curas de Gramont. La presión psicológica fue tan brutal que accedí, humillado y rebosante de malos propósitos. ¡Se iban a enterar!

El párroco de Braine-le-Comte era un anciano pasmado y medio lelo, con la nariz perpetuamente goteante y catarro crónico desde que estuvo en un campo de concentración durante la guerra. Llevaba bufanda y a veces mitones para oficiar la santa misa. Tan gélido e inclemente era el interior del templo y tantas las corrientes de aire que se colaban por doquier que el siempre griposo sacerdote sólo encontraba consuelo en la pobre botella de coñac que guardaba bajo llave en el armario de la sacristía, junto con los ropajes, la casulla, el sobrepelliz, la cestita de la parca colecta dominical, los santos oleos y algunos copones y candelabros que no se utilizaban por no tener que limpiarlos.

Ni que decir tiene que acabé averiguando dónde escondía la llave el cura —bajo el pedestal de un relamido San Luis Gonzaga— y que abrí el armario, que era una buena pieza de nogal antigua, para descubrir lo que mi jefe guardaba tan celosamente. Creo que hasta sustraje, como indemnización por los momentos de vergüenza, un misal con grabados para mi madre. La colecta del domingo no pude agenciármela en concepto de daños y perjuicios porque el cura, aunque mocoso y lelo, había sido más rápido que yo.

Mi primer encuentro con la pequeña y mohosa delegación de mis raíces culturales cristianas en Braine-le-Comte no estuvo presidido por el éxito. Yo era un monaguillo pésimo y de lo más impropio: entraba en la iglesia avergonzado, dando traspiés y arrastrando los faldones, sin querer mirar hacia el banco donde se ufanaban mis padres y el abuelo. Mi hermano Marcel sufría mi bochorno en la distancia. Yo no ponía el más mínimo interés en aprender el ritual latino y lo único que consiguió enseñarme el párroco fue que, a una señal convenida, yo debía tocar enérgicamente la campanilla. Por lo demás, se limitaba a indicarme con muecas y gestos, irritado, lo que tenía que hacer a lo largo de la celebración eucarística. Pero yo me distraía a cada momento, sin atender sus gorigoris y sin enterarme de nada.

Alzaba los ojos hacia la bóveda, examinaba el modesto retablo del altar mientras trataba de adivinar si sería o no capaz de dibujarlo y pasaba casi todo el tiempo con la atención puesta en una gigantesca imagen de san Cristóbal con el Niño Dios que estaba a la derecha del altar y venía a ser, por sus dimensiones, el centro neurálgico de la iglesia.

El san Cristóbal se me antojaba inquietante, turbador y malévolo, porque era una de esas imágenes cuyos ojos parecen seguirte allá donde vayas.

Yo sacudía escandalosamente la campanilla a destiempo, como era lógico, y el cura me lanzaba una mirada de reconvención y el santo otra de antipatía.

Durante la eucaristía, dejaba caer la bandejita; el cura suspiraba mortificado, al tiempo que sorbía la moquita, y yo observaba de reojo cómo el santo parecía sonreír perversamente ante mis fallos. Acabé convencido de que todo lo hacía mal por culpa de la vigilancia despiadada de san Cristóbal. Yo tenía once años y un sentido de la dignidad que se veía machacado, domingo a domingo, por mis poco afortunadas actuaciones; por lo tanto, tenía que vengarme y acabar de una vez por todas con el espionaje de aquella imagen inquisidora y de su Niño de expresión mimada.

Un sábado por la mañana, me colé en la iglesia por la ventana de la sacristía. Mi plan consistía en girar el santo y ponerle de cara a la pared para que no estuviera mirándome cuando le rociara con alcohol de quemar y le prendiera fuego. Tuve hasta la precaución de llevar un haz de ramas secas para avivar las ramas. Entré con un nudo en el estómago, temeroso en el fondo de desatar la ira divina; pero no podía soportar por más tiempo ni el ridículo disfraz de monaguillo ni las risitas ahogadas con las que saludaban mi entrada en escena los poco piadosos feligreses ni menos aún los ojos burlones de san Cristóbal posados en mi cogote durante toda la misa. No entraba exactamente en mis cálculos que el fuego pudiera propagarse, aunque tenía la secreta esperanza de que, sin haberlo provocado a conciencia, ardiera toda la iglesia para no tener que volver más.

Empecé el que sería mi primer trabajo relacionado con el arte religioso intentando volver la imagen, pero era muy pesada y estaba asentada con firmeza sobre una base de madera que no se desplazaba ni un centímetro. Empujé y empujé hasta desollarme las manos y, al final, rabioso, cargué contra ella con todo mi peso una y otra vez. Tomé cada vez más impulso y, tras una acometida, en cuestión de segundos, me vi en el suelo junto al santo, que no me había aplastado por unos centímetros, sangrando por una brecha en la frente que me había producido una arista de los ropajes del Niño. El estrépito fue notable, como si hubieran cedido los cimientos del templo. Me reincorporé con rapidez, todavía atontado por el golpe, y le pegué al santo una vengativa patada en la cabeza que hizo que la corona de santidad saliera rodando. Luego hui a toda velocidad y trepé hasta la ventana temeroso de que el ruido hiciera acudir al cura. Otro trabajo que se estropeó por actuar sin el apoyo de un equipo y con un cálculo inexacto de mis posibilidades en solitario.

Al día siguiente, el santo, con la corona averiada, me volvió a contemplar con mirada dañina durante la misa. El viejo sacerdote, todavía sofocado por el incidente, no se molestó ni en dirigirme con sus desagradables muecas; íbamos tan descoordinados que el regocijo de la feligresía era tan evidente como impío, así que determiné que había llegado el momento de finalizar mi relación laboral con el clero y ataqué al cura donde más le dolía: le robé la botella de coñac y dejé mi gorra en el suelo, junto al armario, para que no le cupiera la menor duda sobre la autoría de la sustracción.

Mis padres se escandalizaron cuando el moqueante y sufrido sacerdote les comunicó que no era necesario que volviera a actuar como monaguillo, que, de hecho, para él era un imperativo moral encontrar a un niño más piadoso como ayudante. Para mi familia fue una ofensa y para Anselmo el de las violetas, que tanto se preocupaba por mi salvación, una tragedia. La historia de la rosa negra también fue durante un tiempo, un período que no puedo precisar con exactitud, una pequeña y callada tragedia doméstica, sin grandes aspavientos. La historia estaba ahí, como algo a lo que no se hacía referencia.

Mi despertar al mundo fue gradual y poco traumático, con excepción de la pesadilla de la escuela. Muchos de los recuerdos de aquel tiempo dorado vuelven a la intersección de los cuatro senderos en la que se encontraba la casa del bosque. Allí alguien había construido una capillita que guardaba una pequeña virgen. Mi madre era la encargada de su mantenimiento y le ponía flores, sobre todo en primavera, cuando crece el muguet. Pero ¿por qué tenía que ir mi madre a la capillita? Mejor tener a la virgen en casa. Así que, cada cierto tiempo, la robaba por disfrutar de los bramidos del viejo Anselmo cuando acudía a encender una mariposa. Sin embargo, era un robo sin gracia: siempre sabían quién era el autor, me tiraban de las orejas, rescataban la sagrada imagen y Anselmo me reñía, profético: «Si con siete años robas la virgencita de tu propio bosque, ¿qué vas a robar de mayor? ¿Una catedral?».

Como mi padre no estaba muy convencido de lo ocurrido cuando desapareció la primera rosa negra, podría decirse que, cuando floreció la segunda, fui objeto de una discretísima vigilancia. Pero lo planeé a la perfección. Incluso prendí fuego a un montón de rastrojos en el otro extremo del jardín ante la mirada atónita de Marcel, que empezó a dar gritos de alarma. Fue entonces cuando me deslicé a toda velocidad hasta el invernadero, arranqué la rosa negra y me la metí en el bolsillo. Justo en la puerta, me pilló mi padre. Echó un vistazo al despojado rosal y luego clavó su mirada en mí. Yo intenté asumir una expresión inocente y le mostré las manos vacías, pero mi padre, sin decir una palabra, me arrastró hasta la cocina, llamó a mi madre, a mi hermano y al abuelo Alphonse y, cuando estuvieron todos reunidos, me dijo con voz queda: «Vacíate los bolsillos». Aterrado y tembloroso, saqué mi navajita, un pedazo de cuerda, un pañuelo mugriento y, por fin, maltrecha, apareció la rosa negra. Se hizo un silencio sepulcral. Mamá palideció y Marcel no dejaba de mirar, nervioso y asustado, el bastón vengador.

Nunca olvidaré el momento en que Eglantine, tras hacerle una seña con la cabeza a mi padre, se inclinó y, con suavidad, me hizo levantar la cara: «¿Por qué has cogido la rosa? ¿Es que te gustaba?». Asentí avergonzado, casi llorando, y mi madre me acarició el pelo. «No tenías que robarla, si me la hubieras pedido, yo te la habría dado». Luego, mi madre, también al borde de las lágrimas, me tendió los restos de la rosa negra y me abrazó.