CAPÍTULO 6.
El alma se alimenta de misterios

1. Las profecías de Eglantine

—¡Qué amor tan terrible el de Yavé!

Las palabras de Eglantine sonaron como un suspiro ante la tumba de Henri. Como tantas veces, las primeras luces del alba nos sorprendieron en el pequeño cementerio. Así, mis breves días de asueto en el camino del Paraíso comenzaban con el peregrinar cotidiano hasta el camposanto para acompañar a mi madre mientras la oía susurrar el santo rosario y participaba con ella del sencillo homenaje al recuerdo de mi padre.

La ausencia de lápida sobre la tumba siempre me había sorprendido, pero Eglantine tenía sus razones sentimentales.

—Las losas de mármol son frías y pesadas. Mi Henri habría preferido un pequeño jardín sobre su corazón.

Regresamos por el camino hacia la granja y, muy a mi pesar, sentí en la boca, con idéntica intensidad que el primer día, el regusto amargo del deseo de venganza hacia los que le habían roto el corazón al guardabosques.

—Mamá, los vecinos me han dicho que mi padre está enterrado sobre un francés.

Eglantine habló muy quedo, respetuosa para con el silencio del alba:

—Es cierto, cariño, fue cosa de las autoridades del pueblo. En el lugar donde reposa papá estaba la tumba de un soldado francés de la primera guerra mundial y como a mi Henri le mataron los franceses quisieron sacar al soldado, cavar más hondo, enterrarle debajo y poner encima el féretro de tu padre. Dijeron que así se hacía justicia y a los vecinos les complació. Dijeron que Henri ganaría su última batalla después de muerto.

Clareaba, si podía llamarse amanecer a la tenue luz grisácea que teñía los nubarrones grises del horizonte tras el oscuro verdor de los árboles del bosque. De repente, añoré con todas mis fuerzas la luz cálida y evanescente de mi amada Sefarad.

—Sí, mi padre fue como Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, que ganó su última batalla contra los moros después de muerto. Papá también era un sidi, un señor.

Había pasado ya más de un mes desde el trabajo de Luxemburgo y la mercancía ya había partido a enriquecer el patrimonio cultural de la ávida y cristiana Norteamérica. Aun así, y pese al hecho de que me había permitido unas pequeñas vacaciones tras repartir las ganancias, contentar la codicia de Etiénne —el relamido financiador—, permitir a Bergman relamerse como un gato ante un tazón de leche azucarada y retirar algunas piezas «calidad museo» —para encarecerlas con sus expertizaciones y colocársela a algún cliente— y pagar sus honorarios a los cinco franceses enviados por Louis, no dejaba de sentir una especie de intranquilidad que me hacía estar en estado de alerta.

La venganza, en sentido y sensible homenaje a mi fiel Wolf, no había presentado dificultades. Fueron dos fines de semana consecutivos durante los que actuamos con la precisión de un pequeño cuerpo de élite militar. Once hombres trabajaron los objetivos que yo había visitado, inventariado, evaluado y marcado con discreción. Las alarmas eran prehistóricas y no conllevaron obstáculos, pero atacar con un equipo que no era íntegramente mío no me gustó. Durante el trabajo no estuve cómodo, porque desconfiaba de la reacción de los recomendados en caso de que surgiera algún problema, así que decidí no volver a repetirlo jamás. Así se lo comuniqué a Hain, que capitaneaba el grupo de los nuevos:

—Oye, aunque no nos hayan visto las caras, no quiero volver a utilizar a desconocidos.

El judío me tranquilizó:

—Erik, tú recuerdas El Burgo de Osma, pero en este caso es diferente. Todos íbamos con pasamontañas y no se han dicho nombres. Llegaron al punto de encuentro y actuamos como estaba previsto. Todo estaba perfectamente diseñado y la frontera es un coladero. Lo único que han visto ha sido una nave en la que hemos descargado de noche. Seguro que si les preguntaran ni siquiera se acordarían de su emplazamiento.

—Pues no me gusta y basta. Me alegro por Wolf, que ha recibido un buen pellizco, pero mi estilo es más artesanal. Con tanta gente, esto parecía un trabajo en serie, una vulgaridad.

El judío graznó:

—¡Trabajar todo el gótico de un país no tiene nada de vulgar! Creo que te estás volviendo un esnob del arte.

Gruñí, más que contesté:

—Será eso, pero nosotros somos un equipo muy exclusivo, y con esos siniestros que nos mandaron de Francia tenía la sensación de haberme transformado en populacho. No me gusta moverme con tanto personal; mi estilo es la guerra de guerrillas, como la del pastor español Viriato, que volvió locos a los romanos. Los grandes movimientos de masas los dejo para la Metro.

Llegué, pues, al camino del Paraíso para disipar el disgusto de haber trabajado con unos individuos que, por lo poco que hablaron, me parecieron una gentuza de la más baja estofa. ¿De dónde los habría sacado Louis? Confiaba en que el fastidio que sentía se disipara nada más sentarme con Eglantine a la mesa de la cocina para observarla afanarse sobre sus acuarelas de flores y mariposas. Sin embargo, me extrañó observar que, aquella vez, sobre la mesa bien encerada, había hojas con dibujos de barcos y extraños anocheceres con medias lunas rojas de apariencia sanguinolenta. La curiosidad me pudo:

—Mamá, ¿qué es lo que estás pintando ahora? Son marinas un poco extrañas.

Mi madre se mostró verdaderamente confusa, hasta el punto de que, al mirar las acuarelas, su voz se tornó monótona:

—No lo sé, hijo querido, no lo sé. Estoy pintando sueños que tengo y que me vienen cada noche. Son pesadillas y no son pesadillas. Pero sean lo que sean me asustan. De hecho, me despierto temblando y llamando a tu abuelo.

Los sueños de Eglantine siempre me habían inspirado respeto, porque la sabía un ser lleno de luz. Temí que sus pesadillas fueran premoniciones de algún problema inminente.

—Pero, mamá, ¿sueñas con que nos pasa algo malo a alguno de nosotros?

Mi madre movió la cabeza.

—No, es otra cosa. Sueño con un lugar que sé que es Francia y veo arrojar cruces al suelo y oigo una voz que dice: «Expulsaréis a Cristo de vuestras vidas». Oigo llorar y veo a gentes extrañas que escupen contra las cruces bajo una luna creciente que llora sangre. Y luego están los barcos… —A mi madre se le quebraba la voz y se la veía descompuesta—. Son los barcos, Erik, unos barcos donde van nuestras iglesias y catedrales para salvarlas de los invasores, para que no las destruyan. Yo no sé quién es esa gente extraña, pero hay humo y sangre, hay pena y miedo. Algo va a suceder, no sé lo que es, pero la cruz está en peligro. Lo siento y, cuando la voz me dice: «Clama en el desierto la profecía», me confundo, porque no entiendo.

Las palabras de mi madre me dejaron mudo de aprensión. De inmediato empecé a recoger aquellos dibujos de los sueños; eran inquietantes, de alguna manera malvados en su duro realismo y en el mensaje de horror que contenían.

—Mamá, voy a quemar todo esto en la chimenea para que el fuego lo purifique. No quiero que vuelvas a pintar pesadillas ni fantasmas, porque te lastiman.

Eglantine habló con una especie de jadeo:

—Erik, he hablado con el párroco y él se ha asustado. Me ha dicho que en Francia están entrando cientos de árabes y que tenemos que orar para no permitir que acaben con nuestra cruz.

El sueño era inquietante y sentí una ráfaga de ira.

—Nadie va a acabar con el cristianismo en Europa, porque es nuestra cultura, la que nos ha parido. Pero si Francia se llena de árabes, no me extrañaría que los franceses renegaran de cualquier cosa. Pero los belgas somos otra cosa; con Balduino aquí y los militares y los curas en España, no hay forma de que los árabes nos arrinconen. Solo, son malos sueños, y no malos augurios ni profecías. Eso jamás pasará.

Para librar a mi madre de sus demonios nocturnos, decidí hacer lo más amenas posibles sus veladas. Le hablé de mi enamoramiento de la demasiado exquisita donna Olimpia, de su belleza veneciana y sus trinos en alemán. Me quejé en broma de la estúpida Corinne, que había decidido tomarse un trimestre sabático y estaba alojada en mi casa de Bruselas. Yo la ignoraba sin faltar a las normas de la más elemental cortesía y ella andaba ilusionada con una especie de noviete francés, pintor abstracto, que estaba becado en Bruselas.

Me interesaba apasionadamente oír las opiniones de Eglantine sobre mi futuro, porque, desde siempre, ella había «sentido» cosas y toda la mágica familia Chrétien había poseído el resplandor. Así, bromeaba con ella sobre mis conquistas sentimentales:

—No tengo suerte, mamá, no encuentro a mi Gulnara de Sefarad por más que busco. —Mi madre movía las agujas de hacer ganchillo a toda valocidad; ya era noche cerrada, a pesar de que tan sólo eran las seis de la tarde, y la envolvente luz de la cocina era dorada y cálida—. Dime, mamá, tú que tanto sueñas, ¿has visto alguna vez a mi Gulnara? Vamos, si es que existe.

Eglantine paró la labor y, tras las gafas, su mirada se tornó pensativa.

—Sí existe, cariño mío, pero aún es muy joven y está muy lejos, en algún lugar junto al mar.

Seguí con aquellos instantes de encantamiento:

—¿Y es muy bella?

Eglantine sonrió.

—No, no es muy bella. Se me aparece como una especie de gnomo con ojos sabios y ancianos. Su alma será… Su alma será muy parecida a la de nuestra reina Fabiola.

La respuesta me llenó el corazón de algo cálido y hermoso.

—Madre, si es como nuestra Fabiola, merece la pena esperar, aunque tenga que aguardar toda mi vida. Pero, mamá, cuando sientes esas cosas, ¿cómo lo haces?

Eglantine tenía una expresión soñadora.

—No lo sé, corazón, es un misterio. Será que el alma se alimenta de misterios.

Empezó a llover y las gotas repiqueteaban en el tonel de agua de lluvia del patio. Sentí que el momento era mágico.

—Madre, ¿qué nos pasa a ti y a mí? Creo que tenemos una especie de lenguaje en clave que tan sólo nosotros utilizamos, pero a veces no lo entiendo. ¿Por qué has dicho esta mañana que el amor de Yavé es terrible? Nuestro Dios no es terrible, nuestro Dios siempre está con nosotros.

Eglantine había vuelto a sus agujas.

—Sí, es una religión de esperanza, pero cuando Dios te ama te moldea a su imagen y semejanza, y para conseguirlo se han de superar pruebas, algunas durísimas. Pero si queremos merecer ese amor tan grande, tan terrible, tenemos que llegar a ser como… Bueno, siempre recuerdo la guerra, cuando hablaban del acero de los cañones de los Krups. Pues hay que llegar a ser como ese acero, eso creo yo. Y también creo que debes de tener hambre, así que haré unos gofres…

Mi madre estaba trasteando en los fogones cuando oí ladrar a unos perros y el ronroneo lejano de los motores de lo que identifiqué como varios vehículos que se iban acercando por el camino del Paraíso. Me quedé paralizado durante tan sólo unos segundos, hasta que oí la voz del viejo Alphonse:

—¡Erik, huye!

Podía hacerlo, podía huir por la puerta trasera en dirección al bosque, pero mi madre se afanaba sobre la masa de los gofres y sentí que, al cabo de unos momentos, la magia de la cocina podría verse rota por la irrupción de unos hombres, presumiblemente armados, que aterrarían a Eglantine. Aquellos hombres me arrojarían al suelo para esposarme ante los ojos de mi madre y la violencia se apoderaría de aquel lugar maravilloso. Pero si yo huía, registrarían la casa y comenzarían a perseguirme con mi Eglantine como testigo de la cacería humana.

Mi coche estaba en la puerta, sabían, por lo tanto, que yo estaba en el interior, así que decidí adelantarme y salir a la espera de los hombres:

—Mamá, deja los gofres porque vienen unos amigos a buscarme y tengo que irme con ellos. Lo siento, voy a esperarles fuera. —Eglantine protestó débilmente—. No te preocupes, madre, son unos amigos policías con los que tengo que ver unos temas en Bruselas, gente importante.

Mi madre siguió protestando:

—Pero hijo, haz la maleta, no te vas a ir así. ¿Quieres que te la prepare?

El corazón me latía tras los ojos, pero logré que mi voz sonara normal:

—No, dejo esta ropa aquí para cuando vuelva. En la casa de la capital tengo de todo. Regresaré lo antes posible.

Salí a esperarles y, antes de que del coche descendieran cuatro individuos y no sé cuántos policías del furgón, me adelanté:

—Si vienen a por mí, aquí estoy, pero les ruego que no asusten a mi madre. Si entran en la casa a asustarla, tendrán que matarme para detenerme, así que ustedes deciden.

Los recién llegados estaban confusos. Cuando les tendí las manos para que me esposaran, lo hicieron automáticamente.

—Queda usted detenido.

—¿Puedo conocer las razones de mi detención?

El que parecía llevar la voz cantante me dijo:

—Robo y receptación en distintos países de Europa.

De repente me sentí algo fatigado.

—No es cierto.

Uno soltó una risita y dijo:

—Eso lo dice usted en Bruselas. Tenemos pruebas, tenemos testigos y estamos registrando su nave. Esta vez no tienen escapatoria ni usted ni sus hombres, Vanden Berghe.

Decidí permanecer en silencio hasta que me aclararan los cargos que había en mi contra. Tenía varias naves, pero aquellos monos hablaban tan sólo de una. ¿Cuál de ellas sería?

Durante el trayecto, en el que iba incómodamente esposado a la espalda y con una pistola apuntándome a la cabeza, reflexioné con rapidez. Habían detenido a mis hombres, pero Raymond y André estarían a salvo en las Ardenas, al igual que Wolf, que se encontraba en algún lugar comprando un local para montar un gimnasio. Rogué mentalmente para que Hain no se hubiera resistido a tiros a causa de uno de sus raptos de furor. Con el Normando y Hervé no había problemas, eran unos tipos gélidos, pero el judío tenía unos instintos muy discutibles y detestaba que lo detuvieran.

El trayecto se me antojó interminable. En los calabozos de comisaría vi que allí se encontraban mis tres hombres. Afortunadamente, no habían dado con Wolf, y digo afortunadamente no porque mi hombre se impresionara en absoluto ante unos policías belgas que eran cualquier cosa antes que similares al más zafio e incapaz de los miembros del Mossad, sino porque ya había sufrido bastante y no quería que padeciera más, sólo por eso.

Durante las horas que estuvimos en los calabozos nos mantuvieron separados y los guardias nos vigilaban para que no habláramos, ya que se suponía que estábamos incomunicados. No podíamos hablar, pero nadie mandó callar a Gilbert cuando comenzó a dar leves golpecitos contra la reja: «Toc, toc-toc… toc». Gracias a nuestra instrucción, el morse era una segunda lengua para nosotros y Gilbert nos informó que dos inspectores descuidados habían comentado en su presencia que el chivatazo venía de Francia. Los golpes de Hain sonaban irritados: «Si es de Francia, viene seguro de uno de los cabrones que nos mandaron para ayudarnos en Luxemburgo». Respondí con suavidad dando con los nudillos sobre la pared: «Seguro que han pillado a alguno sobre un trabajo y ha pactado a cambio de delatarnos, pero no hay problema, recordad a Cohen».

Ya ante el comisario, pude saber que alguien había delatado la ubicación de una nave que estaba a mi nombre y en la que habían encontrado multitud de mercancía. Sospechaban que parte de ella era francesa, así que los gabachos andaban por allí, pululando por las dependencias. Mi declaración fue muy simple:

—La nave es mía, pero se la tengo alquilada a un anticuario francés llamado Cohen. Tengo el contrato en mis oficinas. Yo ni siquiera tengo las llaves de la nave e ignoro lo que ese individuo guarda allí. Lo que sí quiero garantizar es que los otros detenidos ni tienen nada que ver con la nave, ni son propietarios, ni la han alquilado. Asumo la responsabilidad que yo pueda tener, pero ellos son totalmente ajenos a este asunto.

Durante mi declaración la oficina estuvo muy animada, con policías saliendo y entrando. Oí que estaban haciendo un registro en mi domicilio, y le agradecí a Dios mentalmente que cuando llegaran a mi antigua granja-negocio la encontrarían cerrada, porque Raymond lo había trasladado ya todo a las Ardenas. Con respecto a mi casa, estaba limpia, siempre que no les diera por investigar dentro de la chimenea o por levantar determinadas tablas del suelo del sótano. Entre ellos comentaban que en la nave habían encontrado mercancía procedente de robos en Francia y que era una investigación conjunta y exhaustiva. Yo permanecí tranquilo, aunque, por precaución, había pedido permiso para tomar mi medicación para el corazón y los agentes se habían apresurado a dármela. La peor ignominia que podría haber sufrido en aquel lugar sería que me hubiera dado un ataque cardiaco, porque podrían haberlo achacado a miedo o debilidad, cosa que me habría hecho sentir muy humillado.

Tres días permanecí incomunicado, hasta ser conducido ante el juez. Siempre se ha dicho de Bélgica: «Pequeño país, pequeña justicia». Pero los jueces con los que, personalmente, he topado han resultado ser correctos e inteligentes; ellos cumplían sus funciones y yo cumplía las mías, sin injerencias incómodas.

2. Secuestrando a Edward Munch

Mi testimonio ante el juez sirvió de bien poco, así que fui conducido a la cárcel de Nivelles con gran cantidad de cargos en mi contra, todos indemostrables, a mi entender. Mis hombres quedaron en libertad tras pagar una fianza y declarar, cada cual por su lado, la historia del anticuario Cohen. Los acusaron de encubridores sin ser capaces de determinar si habían participado o no en los supuestos robos. Ellos aseguraron que eran simples obreros sin idea alguna de arte; Hain incluso se presentó como un contable con menos conocimientos artísticos aún.

Todos nosotros describimos a la perfección al individuo que había arrendado la nave: era muy parecido a Pompidou. Por lo tanto, contra los demás, en verdad, no tenían gran cosa, y además los franceses centraban todas sus iras en mi persona, dispuestos a ahogarme en acusaciones de una endeblez paranoica, como son ellos de repugnantes, por más que Bélgica no extraditara a sus nacionales.

Las cárceles belgas son malas, y aquélla, en concreto, era pésima. Yo, a aquellas alturas de mi vida, podía considerarme un experto en el tema penitenciario, pero les juro que, al lado de las deshumanizadas, silenciosas y lúgubres prisiones belgas, un lugar infernal como era El Puerto de Santa María parecía cálido y familiar. Allí la gente vivía y hablaba, cantaba y lloraba, enloquecía y rescataba colillas para hacerse cigarros de picadura. No había color. Yo salí en «mi». Puerto de la celda de aislamiento porque, gracias al nacimiento del Niño Dios, me concedieron un indultillo navideño. Los compañeros podían ser bestiales, sucios, y salvajes, pero, cuando mataron a mi padre, el patio del penal cantó por peteneras y hasta las gaviotas acomodaron sus vuelos al ritmo de la guitarra. En mi penal, los vientos del levante se detenían antes de seguir su paseo oceánico, porque aquél era un lugar vivo, por muchos muertos por el garrote vil que se contaran al alba. Los españoles estaban vivos y eran personas: latían, soñaban, chillaban… Estaban vivos.

Pero la cárcel de Bélgica era una helada y aséptica tumba. Los funcionarios parecían los sirvientes de Drácula y en algunos momento hasta pensé que la estrategia consistía en matar al individuo no con el garrote vil, sino a fuerza de soledad y silencio, matarle el espíritu y volverle loco. Eso sí, con mucha educación, corrección, limpieza y buenas maneras. A los reclusos nos proporcionaban zapatos de madera para que nunca pudiéramos sorprender a ningún funcionario por la espalda. «Tac, tac, tac» resonaban aquellos zuecos sobre el suelo gris, gélido y silencioso. El régimen era feroz: silencio y aislamiento. De vez en cuando, se nos permitía algún breve paseo por un helado patio de cemento que estaba techado con mallas de alambre y una tristeza densa y profunda. Se trataba de aniquilar el alma del recluso a fuerza de soledad.

La justicia belga era punitiva, iba a castigar y a vengarse de los sinvergüenzas o de los desventurados que cayeran en sus garras. Ni derechos humanos, ni reinserción, ni demás zarandajas. Pero lo más espantoso era la noche eterna que parecía presidir aquel lugar. Supongo que del exterior debía de entrar algo de claridad, pero el lúgubre color de las paredes la absorbía transformándola en penumbra. Había algunas cosas buenas: la comida era sana y abundante, me dejaban leer, me permitían introducir libros del exterior y también utilizar los volúmenes de la biblioteca penitenciaria e incluso me dejaban escribir. Con lo de pintar tuve algunos problemas, pero mi abogado, que era el mismo que el de mi leal Jacques, consiguió que me facilitaran los materiales a excepción de las espátulas, que eran instrumentos cortantes.

—No importa, señor, tráigame pinceles, lienzos y, sobre todo, varios cartones duros.

Le dije al letrado cuáles eran las dimensiones exactas de los cartones que necesitaba y me concentré en lo que iba a ser un gran reto, dada la tristeza de aquel cementerio y el estado de ánimo en el que me encontraba no a causa de la privación de libertad, sino de las cartas doloridas pero llenas de cariño que recibía de mi madre. Tenía que abstraerme y, cobardemente, no recordar las noches en vela que de nuevo estaría pasando la mágica Eglantine en el sillón, junto al teléfono. Había tan sólo un espíritu atormentado que podía ayudarme —por ser el último gran místico— a sobrellevar, compartiendo su agonía, la estancia en aquella tumba de los sentidos. Si Sefarad era puro cromatismo y bajo su cielo podía pintar cualquier cosa, en mi universo gris me propuse espiar, estudiar, invadir y robar el alma y el misticismo de Edward Munch.

El noruego era para mí una asignatura pendiente. Me intrigaba su atormentada personalidad, palpaba el esoterismo implícito en su obra, así que, en mi solitaria celda, haciendo bosquejos a carboncillo, charlaba con él:

—Amigo, eras un gran místico, similar a los pintores góticos flamencos en cuanto a la profundidad. El mejor lugar para arrebatarte el alma es la celda de esta cárcel, que parece una grisalla; en este lugar hay dolor, y tu obra es puro dolor. —El genial homosexual no parecía muy conforme, pero yo comprendía sus quejas y reproches, pues siempre fue un desequilibrado—. Mira, no te lamentes. Tu obra está en lugares deprimentes y, cuando yo esté impregnado de tu espíritu, mejoraré tu pintura y, si todo sale bien, la enviaré a la reserva espiritual de Occidente, que son los Estados Unidos de América, e intentaré que alguna viaje a Israel.

Edward Munch se enfurecía:

—¿Y me puedes decir qué pinta mi obra en Israel? No me entenderán. Porque la pinté cuando estaba muy enfermo.

Yo le daba la razón en parte:

—Atiéndeme y no me contradigas. Y, en cuanto a las enfermedades, yo he sufrido un infarto y ahora tengo tendencia a la deshidratación porque estoy sediento las veinticuatro horas del día.

Mi amigo Edward me aconsejó:

—Copión, mírate lo de la sed porque no es normal. No me gustaría que enfermaras en serio, pues me complacerá mucho burlarme de ti cuando estés destrozando mi obra y haciendo pintarrajos imposibles.

Le respondí entre dientes:

—Que te jodan, Munch.

Mi acompañante replicó:

—Que te jodan a ti, meón.

Era cierto, bebía y orinaba continuamente. Tenía mucho apetito y comía en abundancia, pero no me encontraba bien. Mientras esperaba los materiales, acudí a la biblioteca de la prisión, donde había muchas obras científicas sin duda producto de donaciones, y comencé a interesarme por los síntomas de las enfermedades. Lo que leí me inquietó, así que pedí en enfermería que me hicieran una prueba de glucemia. El resultado, para alarma del personal sanitario, fue que tenía el azúcar muy alto.

—Vanden Berghe, ¿usted desconocía que es diabético?

Fue una conmoción. Nadie en mi familia era diabético, de manera que no existía el factor hereditario ni había precedente alguno. Sencillamente, me había tocado a mí. De inmediato, me condujeron a la cárcel de le Foret, otro antro, para realizarme más pruebas y prescribirme insulina. Así, fastidiado en extremo por la diabetes y ya con mis útiles de pintura, instalé un modesto estudio en mi celda y comencé a expresar mi estado de ánimo mejorando El grito. Lo hice sobre cartón, por supuesto, como el original, y utilizando idénticas mezclas de pintura. La obra parecía surgir angustiada y con ese demencial toque cromático que hay que sentir en la boca del estómago. A mi amigo, o se le aprecia y se le comprende o mejor dejar el pincel, o se escuchan sus quejas y su lista de agravios o mejor falsificar a cualquier pintor avant-garde con su componente de atentado a la más elemental estética.

En el exterior continuaba la investigación. Me negué a ser interrogado por los franceses, los belgas dudaban, todos mis hombres insistían en que Cohen —el individuo doble de Pompidou— era el arrendatario de la nave, apareció el contrato de alquiler y, para mi espanto, la pobre Corinne fue detenida con un mandato de extradición por parte de los franceses a causa del maldito y llamativo abrigo rojo que habían encontrado en el registro de mi casa de Bruselas.

Los testigos del asunto de la viga de gloria habían hablado de la señorita del abrigo rojo que acompañaba al caballero que fue a pedir las llaves de la iglesia antes del robo. Los franceses «suponían», «presumían», y, sin más prueba que aquel ridículo abrigo, acusaban de robo a la pobre tonta. Lo hacían simplemente por fastidiar, por hacer el máximo daño. Mi abogado me lo comunicó:

—La pobre chica va a ser extraditada.

Me sentí culpable, aunque la irrupción forzada de aquella mujer en mi vida no había sido culpa mía.

—Intente impedirlo, letrado.

—No hay manera, la única forma sería que se casara con un belga.

Para mí la cosa era sencilla.

Fastidiado, le pedí a mi abogado que trabajara para la rubia top model. Corinne salió en libertad bajo fianza —pagada por Etiénne, que siempre estaba dispuesto a hacerle un favor a «su socio» y que me escribía cartas en clave que nunca logré descifrar—. La joven estaba desesperada y, ante la ausencia de candidatos para arreglar su triste situación, mi abogado vino con una propuesta:

—Señor, sin querer ser atrevido, opino que usted mismo, que está divorciado, podría casarse con esa estúpida —y disculpe el merecido calificativo— durante un tiempo, tan sólo el necesario para que rechacen la extradición. Luego se divorcia.

Yo no tenía ganas de bodas. Había acabado mi primer El grito de Munch y había sacado el cartón al exterior con las órdenes expresas de que hicieran venir de inmediato a Samuel de Nueva York y de que el doctor Martin le acompañara a casa del anciano profesor para hacer los certificados. Samuel enloqueció y luego me envió un mensaje: «Munch para mí es una birria y una pesadilla, pero pintó al menos dos El grito y yo puedo colar seis en distintos estados, ya que la clientela homosexual lo aprecia mucho y Hain sabe envejecer las partes de atrás con los productos que tú le has indicado. Por cierto, ¿se te acusa de algo en concreto?».

La verdad es que las acusaciones eran poco claras. La historia de Cohen tomaba consistencia, yo me inyectaba insulina y aquella cabra de Corinne, recientemente especializada en ataques de histeria y llanto compulsivo, «exigía» casarse «en condiciones», aunque fuera una boda falsa para evitarle la extradición. Mi abogado estaba abrumado:

—Le digo, señor, que esa señorita padece algún tipo de dolencia nerviosa. Quiere un traje blanco, flores y algo inaudito que no me atrevo a comunicarle porque temo su reacción.

Yo quería ayudar a la pobre y alocada Corinne de corazón, me daba pena que estuviera en peligro de acabar en una repulsiva prisión en manos de los franceses —que la destrozarían por el mero placer de vengarse de mí, ya que opinaban que era una especie de «novieta»—. Pero aun así conminé a mi abogado para que me comunicara «lo último».

—Muy sencillo: la joven es luterana e insiste en que usted se convierta al luteranismo para que los case un pastor de su religión.

No pude evitar soltar una risilla.

—Yo estoy bautizado y soy católico. —Todo aquello me parecía una broma de mal gusto—. Pero si un tipo con alzacuellos quiere acudir y echarme un agüilla, no me niego. Para mí como si me hecha un escupitajo. Soy católico y católico moriré. Ahora bien, por ayudarla soy capaz de hacer una especie de teatro que convenza a los franceses.

Recuerdo la escena como algo ridículo: Corinne llevaba un vestido blanco que parecía caro, la ceremonia se celebró en la prisión tras conseguir los oportunos permisos, el pastor me roció con agüilla en plan conversión —para mí como si me hubiera ofrecido tomarme un café con leche—, mis hombres aparecieron vestidos de blanco por hacer bulto y firmamos todos los papeles tras la boda ficticia. Un poco de diversión en mi rutina penitenciaria. De hecho, de vuelta a mi celda, hice llamar al capellán a través de un funcionario para confesarme de aquel absurdo montaje.

—Padre, me siento mal después de que el protestante me haya rociado aunque para mí fuera falso. ¿Me puede volver a bautizar?

Y allí, en pleno recogimiento, de rodillas en mi celda gris, fui rebautizado y se me quitó un peso de encima, porque yo, para las cosas de lo mío, de mi cultura cristiana, soy muy aprensivo.

La historia de Cohen resultó tan real que muchos honrados ciudadanos dijeron haberle visto por Bruselas. Los franceses rabiaron cuando a su presa le otorgaron, en virtud de la boda, la nacionalidad belga y no la pudieron extraditar. Yo iba amoldándome a la vida de la cárcel, donde hice algunas amistades, especialmente con un alemán que me hablaba de su tierra y que, cuando supo que lo mío era el arte, no dejó de intentar epatarme con una exposición de los tesoros que guardaba Alemania pese a los bombardeos de los aliados. El alemán se extasiaba delirando sobre «el corazón de Alemania»:

—Amigo, el retablo de Oberwezel. No lo encontramos por ningún lado. Es lo más exquisito, el corazón del arte. Su valor es incalculable, dicen que no hay nada semejante en el resto de Europa.

En mi celda, mientras me afanaba en la angustia infinita de El grito, comentaba con Edward Munch mis conversaciones con el recluso:

—Ya ves, me habla del corazón de Alemania y de su valor incalculable. ¿Sabes qué te digo? Que todo puede calcularse y más si es de Alemania…

Me quedé un rato en silencio, embebido en mis pensamientos. Me vino a la cabeza mi padre, Henri, y cómo fue transportado como esclavo al campo de trabajo por negarse a colaborar con los nazis. Me acordé incluso de mi padrino, llamado René, que fue ejecutado en un campo de trabajo, y de los parientes de Raymond y Hein, que fueron directos a los hornos. De pronto, sentí el resplandor y tuve la respuesta. Dije en alto, con la voz algo temblorosa:

—Yo sé cuánto cuesta ese famoso retablo de Oberwesel, ya lo he calculado. —Tuve que tragar saliva—. Su precio es una lágrima de terror de un niño judío camino del crematorio, eso es lo que vale el corazón de Alemania, ni un céntimo más.

—Déjalo, Erik, y aplícate a la pintura.

Respondí de mala manera:

—No me da la gana, vete y deja de espiarme.

Pero, siguiendo los consejos de mi nuevo compañero, me apliqué en El grito. Pintaba los cartones de dos en dos para ir alternando, secando y velando. Noté que la ventanilla de mi celda se abría demasiado a menudo, pero le resté importancia, porque estaba demasiado abstraído en mis charlas y mi paleta de amarillos y ocres. Pero, una mañana, tras el paseo por el patio helado, un funcionario me invitó a acompañarle a la enfermería, donde me esperaban el subdirector, el médico y otro individuo que se presentó como psiquiatra y que, con voz átona, me leyó algo similar a un informe: «El interno pasa horas hablando solo y pintando una y otra vez el mismo cuadro, se aprecian claros síntomas de demencia y el cabello se le ha puesto blanco».

Aquellos tipos se preocupaban por mi salud mental.

—Veamos, Vanden Berghe, es necesario que le hagamos unas pruebas y que usted contemple unos dibujos y conteste a algunas preguntas…

Me adelanté a todos ellos, inquieto por el hecho de que, tal vez, me prohibieran pintar:

—No es necesario, doctor, tengo una explicación para todo: pinto el mismo cuadro una y otra vez porque le he hecho una promesa a san Judas Tadeo de pintar seis veces la misma obra mientras rezo el santo rosario. Luego vendo la obra y los beneficios son para las misiones de África. En cuanto al pelo, le diré que lo tenía teñido y que se me ha ido el tinte, lo tengo blanco desde siempre. Ahora bien, si hay algún inconveniente en que cumpla mi promesa y haga penitencia, lo consultaré con el capellán.

Juro que mi explicación les dejó descolocados.

—Entonces, usted pinta por una promesa y cuando habla está rezando en voz alta, ¿no es eso?

—Sí, doctor.

El psiquiatra parecía inteligente y se dirigió al jefe:

—Esto es algo que no me compete, se deben respetar las devociones de cada cual. Creo que me están haciendo perder el tiempo. —A continuación me dijo—: Disculpe, Vanden Berghe, y siga con su penitencia. De usted deberían aprender el resto de los reclusos.

Regresé a mi celda sintiéndome muy astuto y pidiendo, al tiempo, perdón mentalmente por la mentira. Aquel mismo día recibí la visita de un nuevo abogado que habían contratado mis hombres. El letrado Detrider sería, a partir de aquel momento, una especie de hermano jurista aventajado. Es un ser humano excepcional y el hacedor de los más ingeniosos trucos legales para defenderme.

Su presencia transmitía seguridad y serenidad. En el locutorio, durante unos segundos, vi su aura blanca y luminosa, y aquello me hizo confiar en él. Así, mientras mi nuevo letrado enviaba furiosas diatribas escritas pidiendo mi libertad, yo continué afanándome sobre El grito hasta culminar la sexta copia. Acababa de aplicarle el barniz cuando me avisaron desde el locutorio de abogados para comunicarme que me ponían en libertad. Mientras la parodia de investigación proseguía, puesto que continuaban buscando al tal Cohen.

Me despedí, por cortesía, de las pocas sombras con las que había intimado relativamente en aquella deshumanizada prisión y salí, de nuevo con el cabello blanco y notablemente enflaquecido, diabético, insulinodependiente, y con Munch tatuado en el alma. Y aquello no era bueno. Confraternizar hasta aquel extremo con un espíritu atormentado, sentirle plenamente, transformarte en su pincel, es malo, es angustioso y requiere terapia de desintoxicación.

Así se lo hice saber a Raymond y Hain, que me esperaban en la puerta de la prisión:

—Gracias por todo, amigos. Ahora hay que reorganizarse y actuar.

Raymond, siempre sensato, puso el grito en el cielo:

—Erik, has salido enfermo, lo que tienes que hacer es ir a buenos médicos y descansar. Ya no somos muchachos, tenemos dinero suficiente y Samuel, el de Nueva York, está vendiendo bien las falsificaciones. Erik, tienes que parar, por mucho que te deba Francia por el asesinato de tu padre, tienes que parar.

Noté que habían cambiado muchas cosas, hasta yo mismo era diferente, tal vez un poco más sabio.

—Amigo, Francia ya no me interesa. Pero tengo una cuenta pendiente con Alemania.

Observé la mirada inquieta que intercambiaron Hain y Raymond.

—Erik, Alemania nos ha dañado a todos, pero ya recibieron su merecido.

Moví la cabeza.

—Sí, en parte. Primero la destruyeron y la dividieron, pero luego le dieron dinero. A mí la política no me interesa. Las cuentas pendientes que tenemos con Alemania son nuestras, son deudas de honor. A los vuestros les asaron, a mi padrino le mataron trabajando y mi padre estuvo esclavizado. Tenemos que cobrar.

Raymond tragó saliva.

—¿Y cómo has pensado que nos cobremos?

Mis ideas eran muy claras:

—Les arrebataré su corazón, porque ellos no merecen presumir de tener corazón.

La mirada de Hain era ávida.

—¿Y se puede saber cuál es el corazón de esos tipos?

—Oberwesel; nos deben Oberwesel y nos lo llevaremos. —Y añadí—: Luego, todos en paz.

3. Oberwesel es igual a la lágrima de un niño

Cuando traspasé el umbral de mi casa de Bruselas, el primero en salir a mi encuentro y abrazarme fue el doctor Martin.

—Amigo querido, ¡qué larga se ha hecho su ausencia!

Detrás de él, Samuel se restregó los ojos tras las gafas y, con la voz algo quebrada, graznó:

—¡Falta un cuadro de El grito! ¿Has traído el sexto? —Vio el cartón que Hain transportaba con cuidado porque todavía no había secado—. ¡Fantástico!

Al judío neoyorquino se le escapó una lágrima cuando me abrazó y susurró furiosamente:

—Ahora La Madonna, seis como mínimo.

Me deshice del abrazo.

—Olvídame, Samuel, yo sólo pinto a Munch en la cárcel. A ese autor no se le puede secuestrar el alma estando en libertad, para mí es imposible.

Etiénne, increíblemente atildado, como en él era costumbre, me tendió la mano.

—Yo financio lo que sea. De hecho, Bergman y yo apostamos por el nuevo abogado y no ha defraudado nuestras expectativas. Usted, Erik, nos es imprescindible. Su genialidad no tiene límites.

Bergman no estaba conforme:

—Sí la tiene: hubo una determinada e imaginativa idea que tenía que ver con la Biblioteca Vaticana y los tesoros de la sabiduría que queda pendiente por el bien de la Humanidad y de los espíritus exquisitos que demanden «calidad museo».

Herr Fritz se adelantó para besarme en las mejillas.

—Hilda le envía sus bendiciones, ha rezado mucho por usted.

El resto de mis hombres permanecía en segundo plano; estaban algo azorados ante aquel bullicio.

En la gran mesa central, había preparada una merienda similar a la de un cumpleaños infantil, cortesía del relamido Etiénne. En el centro, un monumental canasto de flores presentaba una especie de pergamino con una leyenda: «Bienvenido, caballero del Temple, en nombre del esoterismo y de la luz». Tampoco Herr Ernest me había olvidado. Samuel me entregó cartas del joven monje cluniacense y de Edgar, el norteamericano patriótico. Ocupé mi lugar habitual y Raymond tomó la palabra:

—Estamos todos reunidos, amigos y compañeros. Erik ha recibido el justo regalo de la libertad. —Titubeó conmovido y elevó la voz—: Hoy ha de ser un día feliz, de sorpresas y regalos.

En aquel momento, noté una presencia a mis espaldas y unas manos se apoyaron firmemente sobre mis hombros. Alguien carraspeó:

—Jefe, yo por ti mato.

Al instante, supe quién era y apreté las manos que descansaban sobre mis hombros. Tardé unos instantes en tragarme el nudo que se me había formado en la garganta. Después, me levanté para abrazar a mi fiel Jacques, que lloraba como un niño. Estaba enflaquecido y avejentado, como yo. De repente, sentí que me encontraba cansado, no físicamente, sino en el alma; demasiada vida vivida, demasiados sueños soñados, demasiados retos asumidos. Miré los rostros serios y emocionados de mis amigos, sus ojos llenos de afecto y confianza, y sentí que prácticamente todo, hasta aquel mismo instante, había sido pura magia y que aquella magia no se debía romper.

Para disipar la emoción, propuse un brindis:

—Amigos, mis manos en vuestras manos y que Dios os bendiga. Brindemos por una nueva misión: Oberwesel.

Las copas quedaron en alto, expectantes. Bergman fue el primero en reaccionar:

—Eso está en Alemania, ¿no? Por favor, explícate.

Etiénne cacareó:

—Yo financio, yo formo parte del equipo. Y si tengo que actuar, actúo. De hecho, mi madre comenta que me estoy volviendo temible.

Hain murmuró:

—Sí, eres un peligro público, le echas laxante a tu vieja en el té.

Gilbert habló con la frialdad que le caracterizaba:

—Creo que es algo precipitado embarcarse en una misión en estos momentos, sobre todo, jefe, por tu salud. Pero si dices que hay algo interesante en Alemania, lo haremos.

Deseché con un movimiento de cabeza los reparos del Normando, provocados por mi diabetes.

—Un poco de sangre azucarada no me va a parar a la hora de atacar el corazón de los alemanes.

Wolf pareció confuso.

—¿Se trata de alguna de esas extrañas reliquias? Quiero decir, del corazón disecado de un santo o algo así. —Pensó en voz alta—: A mí los santos disecados me dan un poco de asco y no es que sea escrupuloso.

Jacques no podía permitir que su fidelidad total quedara en silencio:

—Si hay que robar una momia o un muerto disecado, por el jefe se roba. El problema es el transporte, porque esos santos disecados están a punto de romperse. Si están en una especie de ataúd, es mejor llevárnoslo todo; ya sabeis, por no perder un brazo, una pierna o algo por el estilo durante el transporte. Y también porque, si el tipo es un santo, hay que tenerle un respeto.

André se volvió hacia Bergman:

—Oiga, un santo muerto, ¿está considerado «calidad museo»?

El anticuario no supo qué contestar.

—No sé… Nunca he expertizado una reliquia completa, pero para un coleccionista morboso… Hay gente para todo…

Etiénne trinó:

—Pues se contrata a un forense. Cuando hay muertos de por medio, tienen que intervenir los forenses para certificar el momento de la muerte, es decir, la época de la muerte. ¡Qué apasionante!

Mi agotamiento era total.

—Por favor, callad, me estáis angustiando. No vamos ni a por muertos ni a por vísceras, vamos a por un retablo bellísimo. Y cuando digo «vamos» me refiero a dos personas: Hain y yo. Se trata de un ajuste de cuentas del pueblo judío y Hain es judío, y de un ajuste de cuentas en nombre de todos los belgas deportados en general y de mi padre en particular. Es una misión especial. No es por dinero, en absoluto, es un tema de honor y de justicia del Universo.

La sensatez del doctor Martin era proverbial:

—Querido Erik, estoy de acuerdo con Gilbert: usted es diabético, un trabajo de los suyos provoca una gran tensión y podría sufrir una hipoglucemia o, como tiene antecedentes, que se repitiera el ataque cardiaco. Es arriesgado y peligroso. Envíe a alguien a saldar la deuda y usted quédese controlando.

Moví la cabeza.

—En este caso en concreto, tengo que intervenir directamente, doctor. He parado en Francia porque me da lástima el futuro que les espera a los gabachos. Trabajaré en esta ocasión y pararé. Todos estamos muy cansados y todos tenemos proyectos. El mío está en mi amada Sefarad.

Gilbert tragó saliva.

—¿Significa esto el fin del equipo?

Los hombres estaban expectantes, pero mi decisión era firme.

—Sí. Raymond hará el reparto. Queda dinero pendiente por recibir de Estados Unidos, pero ya tenemos bastante para descansar. Wolf está montando su gimnasio y le irá bien, seguro. A Jacques le hemos comprado su casa y su viñedo; lo que no podemos comprarle es una buena mujer. Gilbert, André, Hervé: todos tenéis planes, buenos planes. Raymond está con las importaciones y Hain tiene mucho dinero invertido.

La respuesta de Raymond me sorprendió:

—Es cierto, Erik, pero seguramente mi primo y yo nos vayamos a Venezuela. Allí hay una colonia sefardita importante, buenas oportunidades de negocio y un gran país por descubrir. Bélgica es demasiado oscura, demasiado fría y demasiado agobiante. Falta espacio para respirar.

Finalizamos la reunión charlando animadamente y sin volver a mentar Alemania. Al día siguiente, me dirigí al camino del Paraíso con el firme propósito de hacerme perdonar por mi madre por haberle causado un nuevo disgusto. Pero no fue necesario. Eglantine me esperaba en el camino, más menuda y frágil que nunca.

—Hijo querido, ¿qué ha pasado?

—Un error madre, un error policial. Pero no te preocupes, pronto compraremos nuestra casa en España, frente a la Alhambra, e iremos a vivir bajo la luz del sur.

Mi madre titubeaba:

—Pero cariño, yo pertenezco al camino del Paraíso; aquí están mi padre y mi Henri. Ésta es mi tierra.

Siempre había sabido que Eglantine estaba firmemente arraigada a su pequeño mundo, pero el deseo de tenerla conmigo y de sentir juntos la magia de Sefarad era intenso. Lo cierto era que yo no podía trasladar La Flor del Cerezo a Granada, pues mediaba entre ambos enclaves un abismo. Los dos eran hermosos, pero distintos y muy distantes.

La visita a Eglantine fue muy breve. Hervé y Gilbert estaban marcando Oberwesel para evitar que yo me fatigara con demasiados viajes. Detestaba que me trataran como a un inválido y ansiaba volver a entrenar, así que me dirigí al gimnasio para iniciar una puesta a punto pero tras una hora en el cuadrilátero sufrí un bajón de azúcar por culpa de aquella maldita diabetes que hacía que mi organismo reaccionara de forma inesperada. El doctor Martin me acompañó a un especialista. Las perspectivas eran lúgubres: no había cura, tan sólo reeducación para aprender a convivir con un páncreas levantisco y traidor. Control y control.

Un inciso: control en aquel entonces y control ahora, cuando, a mis años, suspiro ilusionado por un trasplante de islotes pancreáticos demasiado caro para mi austera economía y demasiado improbable de conseguir por medio de la Seguridad Social, que prefiere emplear sus islotes en niños y jóvenes diabéticos con mayores expectativas de recuperar su calidad de vida. La Seguridad Social debe de opinar que, en un viejo con un tubo de plástico sustituyendo la aorta abdominal, es una lástima desperdiciar islotes, por mucho que me esté quedando ciego y no dude en ofrecerme para cualquier experimento que el doctor Bernat Soria tenga a bien realizar con células madre. Si alguien tiene a bien ayudarme a no perder la luz de mis ojos mediante la aplicación de alguno de los espectaculares avances científicos que caracterizan a nuestra civilización occidental, le quedaré muy agradecido.

Inciso aparte, las noticias de Alemania fueron buenas. Cerca del emplazamiento pasaba cada cierto tiempo un tren, así que la estrategia consistía en hacer coincidir el reventar del portón con el ruido del ferrocarril. Gilbert y Hervé insistían en venir.

—No, éste es un tema sentimental, no un trabajo de equipo. Hain y yo bastamos.

Y lo hicimos. Fuimos tan sólo dos hombres que llegaron en la noche con un discreto furgón. La magnífica puerta era difícil y ruidosa de abrir, pero el paso del tren nos ofreció la cobertura perfecta. Mi estado anímico era de calma absoluta, ya que no se trataba de un encargo. Así reflexionaba en voz alta mientras mi hombre y yo acometíamos la tarea comenzando a desmontar los paneles de aquella obra maestra:

—Esto es una maravilla y me siento bien haciéndolo. Estoy tranquilo y en paz. No hay, tras estas piezas, ningún coleccionista, ni tampoco países cristianos que quieran rescatar su alma.

Hain gruñó una respuesta:

—Vamos a apresurarnos, Erik, estamos en un mal lugar y en un mal país. Y, por favor, cállate, porque dices cosas que me ponen nervioso, hablas como si estuvieras borracho.

Asentí.

—Muy bien, no me dirigiré a ti, le hablaré al retablo. —Centré mis pensamientos en aquella magnífica obra del cristianismo—. Retablo, entiéndeme, no es nada personal. No vamos a mercadear contigo. Tu valor es inmenso porque equivale a la lágrima de un niño judío. Dime, retablo, ¿imaginas lo que sentían aquellos niños?

Y de repente lo sentí. En aquel lugar impresionante y oscuro, a alguna hora indeterminada de la madrugada, en la quietud solemne apenas truncada por nuestras herramientas de trabajo sobre la madera, supe que algo venía, que algo iba a acontecer de manera inminente. Automáticamente, eché mano al bolsillo y saqué las pastillas del corazón; me introduje una en la boca y mi compañero notó el movimiento.

—Erik, ¿te sientes bien?

No, no me sentía bien. Abandoné durante un momento la delicada tarea de desmontar aquellos paneles únicos y me senté en el suelo. Las voces llenaron el templo, saturaron los muros de dolor y me ensordecieron el alma. Murmuré:

—Niños, por favor, callad…

Pero los pequeños lloraban, algunos quedamente, otros más alto. Llamaban a sus madres y me llamaban a mí pidiéndome ayuda. Todos aquellos niños, arrancados a la vida, clamaban por sus madres. Vi sus brazos tatuados con números, vi sus ojos enrojecidos, sentí su angustia infinita. El corazón me latía en los oídos debido al miedo, al terror total. Noté que me orinaba encima. Los niños gemían: «¡Mamá, ven mamá!».

Sentí un dolor intenso en el pecho y el templo dejó de oler a incienso lejano para pasar a apestar a vómitos. Hain se abalanzó sobre mí:

—¡Erik! ¿Es el corazón?

Me alcé enloquecido:

—¡Hijos de puta! ¡Criminales asquerosos! ¡Bazofia de la humanidad! ¡Quemaré vuestro corazón, voy a quemarlo todo como vosotros les quemasteis a ellos!

El judío me abrazó con fuerza e intentó controlarme con un furioso susurro:

—¿Estás loco? ¡Haz el favor de callarte! ¿Es que te has vuelto loco? Tranquilízate, por Dios, tranquilízate o vámonos. Así no puedes trabajar…

El llanto de los niños se deslizaba por los muros y empapaba aquel retablo al que llamaban «el corazón de Alemania». Los paneles exudaban mocos, lágrimas y cenizas. Sentí horror ante la idea de tocarlos.

—Hain, ¡lo quemaremos todo! El retablo, el templo, todo. Oberwesel tiene que arder y ser de cenizas, como los niños, como las madres de los niños… ¡Esto tiene que arder!

La hipoglucemia salvó a Oberwesel de quedar reducido a cenizas, porque, empapado en sudor, me tambaleé y caí al suelo.

—Hain, azúcar, azúcar en el bolsillo.

Tenía la boca totalmente seca y los terrones blancos parecían piedras duras sobre mi lengua. Hain, demudado, intentaba abrirme las mandíbulas para obligarme a tragar. Entonces sentí el resplandor y me vi, como si de una película se tratara, con la cara ensangrentada, tirado en el suelo de lo que parecía una especie de calabozo. Me habían torturado, era evidente; me habían torturado en un lugar alicatado de blanco y después me habían arrojado sin agua a otro lugar más oscuro. Sentí que iba a morir; la vida me abandonaba cuando unos brazos me alzaron con suavidad y percibí que mis glándulas fabricaban saliva de nuevo. El rostro hermoso y dulce de una virgen gótica, de una de mis vírgenes se inclinaba sobre mí. Pensé rápidamente que fue Van der Goes quien me proporcionó el truco de los cutis nacarados. La mujer me susurró y la oí en algún lugar del cerebro: «Tú me pintarás y el pueblo me rezará».

La saliva me salvó, porque me permitió tragar los azucarillos. La cara que se inclinaba hacia mí era la de Hain, que estaba increíblemente pálido.

—Erik, por Dios, vámonos. Vamos a dejar esta mierda. —El azúcar comenzó a hacer su efecto y calmó los furiosos latidos de mi corazón. Estaba empapado de un sudor gélido—. Erik, estás sudando y estás helado, te has mojado entero. Vamos a dejarlo, se acabó. Vamos al furgón.

Me costaba trabajo articular las palabras:

—Los niños se orinaban de miedo en las filas y tenían mucho frío… Tengo mucho frío.

Vi angustia en el rostro de Hain.

—¿Estás llorando, Erik? Dime, amigo, ¿qué está pasando? Por favor, amigo…

Con el dulce la vida iba volviendo lentamente, aunque me dolía el pecho y estaba empapado.

—Hain… Hain… Hay que quemarlo todo, trae gasolina de la furgoneta…

Hablaba con lentitud, sintiendo una angustia infinita. El pragmatismo y la frialdad de mi compañero me hicieron regresar a la realidad:

—¿Qué estás diciendo de hacer una fogata? —El judío susurraba con un jadeo histérico—. Yo empiezo a cargar los paneles, esto me lo deben los nazis por los seis millones de judíos del Holocausto; nos lo deben a ti y a mí. Te ha dado un bajón de azúcar, pero ya estás poniéndote de un color normal. Venga, intenta levantarte, yo te ayudo…

Me levanté tambaleándome mientras regresaba a la vida. La nube oscura se disipó de mis ojos, las voces callaron y volví a la cordura.

—Disculpa, ha sido la diabetes…

No estaba dispuesto a confiarle a Hain, pese a su absoluta lealtad, mis visiones. No era «normal» ver y sentir aquellas cosas, tenía plena conciencia de ello. Era tan consciente de ello como de que algunos diabéticos acaban por perder la cabeza y desarrollar neuropatías. Oré mentalmente: «Señor, mándame un cáncer, pero la cabeza no». Y, mientras Hain comenzaba a cargar paneles, yo seguí desmontando en silencio el corazón de Alemania.

4. Una broma de mal gusto dedicada a Alemania

Traspasamos la frontera con discreción. Fue Hain quien rompió el silencio que nos acompañaba desde Alemania:

—Hermano, hueles raro. Vamos, que hueles fatal, entre a sudor y algo químico.

Me había tenido que quitar la ropa e iba envuelto en una de las mantas que habíamos llevado para envolver los paneles. Era una manta desagradable y rasposa, pero al menos le daba calor al cuerpo; no así a mis pies, desnudos debido a que mi incontinencia urinaria se había cebado en mis calcetines y hasta en mis botas.

Mi amigo conducía a una velocidad mediana y, salvo en una ocasión en la que bajó a telefonear desde una cabina y me espabilé, el resto del trayecto lo pasé adormilado. El bajón de azúcar me había agotado físicamente, por eso ni siquiera protesté cuando, al entrar en Bruselas, en lugar de dirigirnos a alguno de nuestros garajes o naves de mercancías delicadas, Hain fue lo suficientemente imprudente como para conducirme directamente a mi casa cargando con el famoso corazón de Alemania.

Al oír el ruido del motor, todos salieron a recibirnos. Jacques y Wolf se adelantaron, se abalanzaron contra mi puerta y la abrieron para agarrarme entre los dos con fuerza.

—Ven, jefe, te llevamos entre los dos. Tu cuarto ya está preparado, y el baño caliente…

Aquellos mastodontes insistían en llevarme en brazos como si yo fuera un bebé o un inválido. Me revolví:

—¡Dejadme en paz! Puedo andar perfectamente.

No era cierto, iba aterido y descalzo y mi sistema locomotor continuaba fallando. Decidí no discutir; estaba cansado, así que dejé que me llevaran en volandas escaleras arriba para lanzarme a un baño hirviente que me hizo saltar del sobresalto.

—¡Cabrones asesinos! ¿Es que creéis que estamos en el siglo XIX y me vais a curar del cólera con agua hirviendo?

Los hombres abrieron a toda potencia el agua fría y me sentí mejor ante la temperatura menos extrema. El doctor Martin había entrado en el cuarto de baño pertrechado con un botiquín. Mis hombres me enjabonaron con vigor, me aclararon con rudeza y luego me envolvieron en una sábana de baño antes de empujarme hasta la cama.

—Hain nos lo ha contado todo, nos ha contado que has estado a punto de morir sobre el trabajo…

Jacques y Wolf se quitaban la palabra:

—Dice que te han dado dos ataques, uno de corazón y otro de diabetes, que se te ha ido la cabeza y que querías quemarlo todo.

Jacques estaba muy nervioso:

—Jefe, te has caído al suelo. Gracias a Dios que no habías escalado. Te has caído y Hain no te podía levantar. Jefe, esos ataques ¿pueden ser mortales? —Y luego le preguntó al doctor Martin—: Doctor, ¿hay buenas medicinas para esto que le pasa a mi jefe? ¿Usted le puede curar?

El doctor empujó con suavidad a mis dos hombres para echarlos de la habitación. Adiviné ruido y mucho movimiento en el salón, pero estaba demasiado agotado y me dejé auscultar por el médico-coleccionista.

—Querido amigo, ¿ha habido fuerte dolor precordial?

—Claro.

El galeno me pinchó en un dedo para analizar la glucosa.

—¿Taquicardia?

—Fuerte cuando comencé a sentir bajar el azúcar. Luego, en los peores momentos, sentía el corazón distinto: latía varias veces y se detenía para volver a latir, como si le fallaran las fuerzas.

El doctor Martin parecía reflexionar.

—Dígame con sinceridad, ¿el ataque lo ha desencadenado solamente el nerviosismo del trabajo? Es decir, ¿lo asocia con el trabajo de forma directa?

Contesté con sinceridad:

—No. ¿Por qué iba a ponerme nervioso un trabajo relativamente fácil? No se presentaron dificultades, no hubo que neutralizar a ningún fulano, el ferrocarril nos servía de cobertura, nada…

El doctor me conocía desde hacía muchos años y supo interpretar mi silencio.

—Erik, de nuevo, sea sincero: ¿hay causas directas de lo que le pasó anoche?

Respondí con una pregunta:

—Martin ¿podría padecer neuropatía o encefalopatía diabética?

Movió la cabeza.

—No sería normal en absoluto y no hay razones para que las desarrolles, eres muy joven y tu diabetes es muy reciente. Pero me lo preguntas por algo, así que, dime, ¿qué ha pasado?

No quería responder, pero necesitaba saber qué me ocurría, de manera que decidí confiar en él:

—Quiero que me jure que respetará el juramento hipocrático y que mis palabras no saldrán jamás de esta habitación.

—Lo juro como médico, como coleccionista, como amigo y como católico.

Respiré hondo.

—Oí voces, pero no en mi cabeza, sino en todo el lugar… —Sorprendí la mirada del coleccionista—. No, nada de esquizofrenia paranoide ni de voces ordenándome matar a un fulano. He estudiado la enfermedad y sé identificarla. Las voces, doctor, eran de niños que lloraban y llamaban a sus madres mientras los conducían a las cámaras de gas y los torturaban con experimentos salvajes. Eran muy pequeños y tenían mucho miedo… Y les vi, vi sus lágrimas, su sangre y sus mocos sobre los paneles del retablo, doctor Martin. Usted ha sido para mí más un hermano mayor que un amigo. Doctor, ¿qué es lo que me ha pasado?

El elegante coleccionista mantenía los brazos cruzados en una postura que en él era habitual, pero noté que, tras los cristales de las gafas, sus ojos estaban húmedos. Sentado con corrección en el borde de mi cama, parecía estar de visita. Sin embargo, al hablar, de su voz había desaparecido el soniquete profesional:

—No lo sé. —Se pasó las manos por los ojos—. Hay puertas, amigo, que es mejor no abrir, porque puede que no estemos preparados para lo que podemos encontrar. Hay quienes frivolizan y acaban teniendo graves problemas, pero hay otros seres, privilegiados tal vez, puede que elegidos, que, sin buscarlo ni quererlo, tienen el don y viven experiencias a veces dolorosas que les hacen sufrir. Como ha sufrido usted hoy. Pero un hombre judío muy inteligente y muy cercano a nosotros dijo: «Bienaventurados los que sufren, porque ellos serán consolados». La experiencia hay que asumirla y guardarla. Guárdela y no la olvide.

De nuevo me sentí cansado.

—¿Y por qué a mí?

La sonrisa del coleccionista era triste.

—Eso… eso es un misterio.

Recordé a Eglantine.

—Será que el alma se alimenta de misterios.

El médico se levantó para salir de la habitación. Yo ya había cerrado los ojos cuando oí su respuesta:

—Será.

Debí de dormir varias horas. Cuando desperté, oí el eco de las animadas conversaciones del salón. La voz de Etiénne, el marquesito financiador, era especialmente aguda. Me levanté, me puse la bata y unas zapatillas y, cuando llegué a la puerta de la estancia, permanecí en el umbral, absolutamente mudo de horror.

Aquellos imprudentes, en lugar de llevarse el retablo a un lugar discreto, habían desplegado los paneles por todo el suelo de la habitación. Etiénne, cámara profesional en ristre, iba fotografiando cada pieza. Bergman tomaba furiosas anotaciones y ya había escrito un puñado de hojas con su picuda caligrafía neogótica. Samuel, que ya debería haber partido para Norteamérica, brincaba de impaciencia. Y mis hombres servían bebidas, ayudaban en las fotos y le proporcionaban al anticuario los libros que iba pidiendo. Estaban todos, incluso Van Best, que se había unido al grupo y también tomaba apuntes. El doctor Martin, al verme, se dirigió a mí con su habitual cortesía:

—Querido amigo, de nuevo nos ha sorprendido con su buen gusto. Esta pieza es celestial y los motivos que le han llevado a realizar esta acción están bien fundamentados y son altruistas.

Bergman parecía una serpiente.

—Altruismo aparte, quiero saber el precio. Pura «calidad museo». ¿Cuánto pide?

Van Best intervino con su educada voz:

—Amigo Bergman, no sea egoísta. Esta maravilla ha de ser repartida entre los amantes y adoradores de la belleza. Mi cliente japonés, el dignísimo Kiosy, deseará al menos varios paneles, y nada puede negársele a un moribundo.

Hain resopló:

—Pero ¿es que todavía no se ha muerto el jodido chino? Os digo que a ese tipo le debió de pillar Nagasaki y salió con poderes o algo así a cuenta de la cosa atómica, porque no se muere jamás.

Samuel, el norteamericano, apremiaba a Etiénne:

—Esas fotos las quiero perfectas. Ten en cuenta que Erik estudiará sobre ellas para aprenderse el retablo y falsificarlo en condiciones. Con un par de ellos me conformo, porque sin duda Edgar, el patriótico, querrá el original y se planteará construir una especie de museo catedralicio para instalarlo. Ya sabes cómo es ese fanático con su patrimonio cultural europeo y sus raíces espirituales. Pero yo coloco dos: uno en Canadá y otro en Australia. Es la promesa de un judío neoyorquino.

Cuando hablé, mi desesperación era auténtica:

—¿Alguien me puede explicar por qué no está este retablo en una nave?

Hain graznó:

—Porque todos tenemos derecho a disfrutar un poco de él. De hecho, llevamos horas disfrutándolo.

Los magníficos paneles despertaban en mí una inexplicable aversión; los llantos de los pequeños judíos parecían acechar tras cada hermosa talla y deseé más que nada en el mundo perderlo de vista.

—Pues bien, ya habéis disfrutado del corazón de Alemania. Ahora que se lo lleve Samuel, que es judío, y reparta con Hain y Raymond. Me gustaría que vuestra parte —me dirigía a mis hombres— acabara en la sala de juegos infantiles de cualquier kibutz de Israel, yo no lo quiero.

Todos comenzaron a protestar, porque cada cual tenía sus planes con respecto a la obra. Pero sí estuvieron de acuerdo en que los representantes del pueblo judío se llevaran los paneles que más les apetecieran, aunque con el firme compromiso de que saldrían adelante unas cuantas falsificaciones para el pueblo norteamericano y otras pocas para el grupo de Etiénne, Bergman, Van Best y su distinguida clientela.

El robo de Oberwesel fue un auténtico escándalo y, de inmediato, sospecharon de mí.

Más tarde supe que la investigación había sido algo sin precedentes, pero ignoro de dónde partió la indiscreción. Tal vez de alguno de los clientes de los anticuarios, o del júbilo de los estadounidenses. O quizá fuera fruto, sencillamente, de la mala suerte. El caso es que yo me encontraba en plena labor de falsificar las magníficas tallas cuando una mañana, al llegar a mi aparcamiento subterráneo, me rodeó tal contingente policial que parecía que iban a detener a un asesino múltiple. Eran policías belgas, pero el que ordenó a gritos que me esposaran era un policía alemán, el mismo que, cuando ya tenía las manos firmemente atadas a la espalda, se atrevió a acercarse para abofetearme. Antes no lo había hecho por miedo. ¡Qué actitud tan miserable!

Llegaron a las naves y encontraron tan sólo parte de la obra. Yo continué, como siempre, declarándome inocente y exculpando totalmente a mi equipo. Molestaron a mis hombres, les interrogaron y, al final, entré solo en prisión.

Ni siquiera merece la pena hablar de aquel periplo. Estar en una cárcel belga es estar muerto. La más miserable de las prisiones de mi Sefarad, con su contingente de desheredados, exudaba mil veces más vida y más esperanza que aquellos gélidos sepulcros. Regresó la rutina, las cartas a mi madre llenas de esperanza y los discretos comunicados a mi equipo a través de mi abogado: «Dígales que repartan y que liquiden todo, que vivan sus proyectos. A mí me toca aguantar». Tenía la correspondencia intervenida, pero me las arreglaba para hacerle llegar cartas a Raymond: «Quiero que coloques mi dinero en España. Pídele ayuda a Louis el de la OAS, él está muy bien relacionado. Que me busque un banco o un financiero español y que me lo invierta todo».

El juicio no tardó en llegar y me condenaron a cinco años. En aquel mausoleo había pasado el tiempo estudiando e imaginando, porque el fiscal me tenía prohibido tanto pintar como realizar cualquier otra actividad relacionada con el arte. Era una especie de castigo ejemplar, el de mutilarme artísticamente. La justicia belga es punitiva y vengativa. No conozco ningún caso en mi Sefarad en el que hayan tratado de arrancarle de cuajo a un artista el arte del alma. Pero es que España es la reserva de la hombría, la lealtad, el honor y la dignidad del continente europeo. Quien creó la vieja Europa fue injusto en el reparto: espiritual y humanamente los españoles no se llevaron el mayor trozo del pastel.

Mi abogado trataba desesperadamente de conseguir mi libertad, y el fiscal general de Bélgica me la habría concedido de no haber sido por el gobierno alemán.

De hecho, el fiscal me convocó en su despacho y me dio a leer un comunicado del fiscal de Alemania en el que acusaba al gobierno belga de encubrirme y ser mi cómplice, pues quería quedarse para el patrimonio el retablo de Oberwesel.

—Si lo devuelve usted y colabora, quedará en libertad.

Moví la cabeza.

—No sé nada de Oberwesel.

Aquel fiscal no tenía mal corazón y pareció apenado al decir:

—No es usted tan inteligente como yo pensaba.

Y me envió de nuevo a la tumba gris, donde no podían impedirme que tallara mentalmente y al detalle los paneles del corazón de Alemania. Me había aprendido la obra de memoria. Aún hoy la recuerdo.

Llevaba un tiempo en prisión, bastante como para que me concedieran la libertad, y mi abogado se preocupaba:

—Son los alemanes, presionan como fieras y acusan a los belgas de ser cómplices. El fiscal me pide, para concederle la libertad, o al menos permisos, un contrato de trabajo.

Asentí con la cabeza.

—Dígaselo a mi equipo.

La inquietud de Detrider era auténtica.

—Antes de comunicarle a usted lo del contrato, hablé con sus amigos. Me han traído contratos de trabajo y ofertas auténticas de las mejores salas de subastas, de las mejores galerías de arte y de los más reputados anticuarios de Europa… Ése es el problema.

No lo comprendí:

—¿Por qué va a ser un problema? Me quieren contratar por todas partes.

El abogado se sonrojó.

—El problema es el fiscal. Dice que impedirá que usted se dedique al arte, que le prohíbe pintar, esculpir, tallar, escribir sobre arte o relacionarse con el arte. Es algo inusual, nunca antes en mi carrera me había encontrado con una decisión tan despreciable y tan demencial, pero es así.

Mi admiración superó con creces mi indignación y silbé.

—Pero ¿es que ese tipo está loco? ¿Cómo va a impedirme crear? ¿Quién es él para cortarme las manos? ¿Dios?

—Dios no, más bien un psicópata con delirios persecutorios y asustado por los alemanes.

Le recomendé al abogado:

—Bueno, dígale de mi parte que no se asuste con los alemanes, que no le van a enviar a Menguele para que experimenten con él ni utilizarán sus pelos para hacer las suelas de las zapatillas de los marineros de los submarinos. De hecho, creo que en ese país ya ni funcionan las cámaras de gas. ¿De qué puede tener miedo? ¿De que le pongan en la manga el brazalete amarillo con la estrella de David? No se atreverían. Ese fiscal es el único ser de la creación que teme a seres como los actuales alemanes.

Pero el famoso fiscal se jactaba de que Erik el Belga había muerto para el arte. Tan sólo se conformó cuando Etiénne presentó un contrato de trabajo de chófer de un taller de enmarcación. Aunque dudó, y mucho, porque asociaba los marcos con la pintura. Los alemanes enloquecieron de rabia y, al tiempo, ofrecieron una fabulosa recompensa económica por la devolución de lo que faltaba de su podrido corazón.

Me lo dijo mi abogado:

—Una recompensa millonaria. ¿Significa eso algo para usted?

Le pedí un par de días para responder, porque necesitaba pensar.

Y, encomendándome al Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo y que habló por los profetas, y a la Iglesia que es Una, Santa, Católica y Apostólica, rezando con devoción, llegué a la revelación. Me dijo que hacerles una broma y un truco monumental a los alemanes no sólo no era ilícito, sino que era algo increíblemente divertido. Y la sana diversión y las bromas inocentes hacen felices a los hombres. Mis razones morales eran firmes: no hemos nacido para cargar con una cruz en un valle de lágrimas, sino para bendecir y dar gracias al Creador siendo felices, que es ser como Dios manda, porque Dios manda en todo lo bueno y lo bello del Universo. Y entre dichos mandatos se encontraba, para mí, el de tomarle el pelo a los alemanes y al fiscal. Con aquella acción me sentiría extraordinariamente virtuoso.

Comencé mi plan tras mis devociones y pedí hablar con el fiscal para ofrecerle mi más sincera colaboración en la búsqueda y localización de los famosos paneles a cambio de mi libertad, porque, encarcelado, no podía hacer las gestiones necesarias. Además, yo estaba enfermo y mi larga estancia en prisión me había afectado al organismo. O eso decía yo, aunque era mentira: estaba enfermo, tenía el páncreas averiado y el corazón herido, pero en la mente y en el alma no sufría ningún desarreglo y ésos eran, para mí, los órganos fundamentales.

5.El alma se alimenta de misterios

¿Cuántos años pasé en prisión hasta disfrutar de mis primeros días de libertad? ¿Dos, tres…? No me interesa. Aprendí mucha medicina —sobre todo psiquiatría—, memoricé todos los libros de la carrera de arte, pinté mentalmente, tallé paneles de Oberwesel y dediqué una hora diaria a hacer ejercicio por disciplina, por no anquilosarme.

Mis hombres, sin abandonarme en ningún momento, habían seguido mis consejos. Hain y Raymond me mandaban cartas desde Caracas. Rogué a mi abogado que les dijera que fueran prudentes y que no se acercaran a mí durante mis salidas, puesto que iba a estar muy vigilado. Tan sólo les pedí que llevaran al camino del Paraíso determinados materiales e instrumentos de talla en madera, determinadas pinturas y barnices y unas fotos que ya les había señalado.

Al salir, todos pensaron que el acicate de la recompensa millonaria me llevaría a colaborar de forma concienzuda. André, que me visitó en el camino del Paraíso, hizo una rápida referencia que acallé de inmediato:

—Ya di instrucciones a Samuel, Hain y Raymond de que quitaran de mi vista esas piezas. Ni las voy a buscar, ni voy a preguntar por ellas, ni me interesan en lo más mínimo.

Mi compañero me traía cartas de Louis: mi dinero lo estaba gestionando en España un acreditado, joven e inteligente financiero francés de absoluta confianza, según le habían garantizado al de la OAS. El financiero estaba invirtiendo y había creado una sociedad de importación y exportación. Le rendía cuentas a Louis y a sus contables y todo parecía estar correctísimo y muy bien llevado.

Mis salidas eran regulares. Pasaba los días de libertad en la Flor del Cerezo. Dedicaba horas y horas al trabajo, aunque también, y en honor de mis perseguidores, visitaba cabinas telefónicas donde simulaba tener conversaciones misteriosas con oscuros interlocutores. Mi abogado garantizaba mi buena fe y los esfuerzos ímprobos que estaba realizando para devolver las piezas desaparecidas. Mientras tanto, en casa junto a Eglantine, ejercitaba mi memoria tallando durante jornadas enteras. Regresaba a prisión en los días previstos y volvía a salir para continuar investigando y colaborando —es decir, tallando los paneles—. Cuando los acabé —perfectos, maravillosos, con una pátina excepcional—, se los entregué a mi abogado. Éste los hizo pasar a un tercero y a un cuarto para borrar pistas, y el último recibió la recompensa de un aliviado Estado alemán.

Creo que tardaron once años en detectar que eran una falsificación, pero, desde luego, la torpeza de sus conservadores y expertos no es culpa mía.

Antes de la aparición de las piezas y de la recepción de la indemnización alemana, con la que jamás me asociaron ni por asomo y que, a la postre, pagaba mi virtuosismo y genialidad como tallista, sencillamente, quebranté la condena y no regresé tras un permiso. Me fugué y decidí que ya era el momento de volver a España. Me despedí uno por uno de todos mis hombres, le prometí a Eglantine que pasaríamos juntos todas las vacaciones en el sur, y partí ilusionado hacia una nueva etapa sin más compañía que la de mi fiel Jacques, que había dejado su pequeño viñedo en manos de un encargado e insistía en venir conmigo.

Se dictó en mi contra una orden de búsqueda internacional, pero me daba lo mismo: pensaba desaparecer en España. El financiero que gestionaba mi dinero me citó con gran amabilidad en sus oficinas de Alicante para entregarme las cuentas. Se lo comenté a Jacques:

—Con mis ahorros tengo suficiente para comprarme una casa en Granada o en Málaga y dedicarme a pintar tranquilo.

Pero Dios escribe derecho con renglones torcidos y, cuando llegamos a Alicante, a la dirección de las oficinas financieras, encontramos un amplio local cerrado con apariencia de haber sido abandonado apresuradamente y con un cartel de «Se traspasa». Resulta que el dichoso financiero había huido con mi dinero poniendo tierra de por medio. Acudieron varios hombres de Francia y buscamos por todas partes al fugado, pero no había dejado ni rastro. Entre los propios franceses se desencadenaron fuertes tensiones que pretendían señalar a los responsables, dado que yo era un fugitivo y no había forma de denunciar el fraude y judicializar el asunto haciendo intervenir a la policía. Había que solucionar el conflicto entre hombres y de forma discreta.

Cuando surgió la información de que el financiero andaba por Brasil, el asunto se nos antojó muy dificultoso a todos. No había más culpables que yo, así saqué mis ahorros del cobijo de Herr Ernest, el templario, con la esperanza de poder comenzar a preparar una infraestructura y vivir tranquilo en España. Sencillamente, me habían timado. No había controlado lo suficiente desde prisión. Todo había sido muy difícil y confié en la honradez de los amigos, de los amigos de un amigo.

Jacques no salía de su estupor. Yo tenía algo de dinero, lo suficiente como para comenzar de cero, pero, antes que nada, debía pensar en el futuro, así que me dirigí a mi lugar del alma, donde siempre soñé que se forjarían mis grandes proyectos: Granada.

«Málaga y Granada son ciudades para vivirlas con los sentidos. De otra forma no se comprenden, no se les roba el corazón. Hay que pasearlas y ser adulador con ellas. Disfrutar de la luz evanescente y de la mar nacarada —igualita que el vientre de una caracola marina— de los atardeceres malagueños y ver morir el sol incendiando la Alhambra en esos crepúsculos de cobre granadinos, justo a la hora de las campanas, cuando los pájaros buscan acomodo para pasar la noche y sus trinos suenan a la algarabía de los moros de antaño».

Pensaba y mis pensamientos eran puro sentimiento, aunque ignoraba que estaba reflexionando en voz alta hasta que mi fiel Jacques me sacudió preocupado.

—Jefe, ¿te estás poniendo malo? ¿Quieres la insulina? ¿Nos vamos para el hotel?

El paseo de los Tristes, la carrera del Darro, me recibió en todo su esplendor. Ya no podía comprarme una casa en el Albaicín, ese carmen llamado Gulnara de Sefarad en el que habría un ciprés en la puerta como señal de paz y de acogida al caminante.

—Jacques, regresa tú al hotel, yo voy a pasear un poco.

Al final accedió. No era que su presencia silenciosa me molestara, sino que aquella comunión espiritual era tan sólo mía y necesitaba paladearla hasta quedar extenuado, disfrutar de mi Alhambra en llamas hasta la caída de la noche y ver aparecer el primer lucero en la hora violeta.

Me senté en el mirador, ante el palacio, sintiéndome en paz. Pero, como nada es perfecto, noté que el corazón se me aceleraba. «¡Oh, no! ¡Un bajón de azúcar!». Metí la mano en el bolsillo de mi cazadora en busca de la pastilla de glucosa, pero entonces sentí que era algo distinto: el corazón me latía furioso detrás de los ojos y empecé a empaparme de un sudor frío. Oré mentalmente: «Señor, los niños no… los niños no…». Y no fueron los niños. El paisaje bellísimo del monumento granadino se vio sustituido por un frío lugar alicatado en blanco que tenía en el centro una especie de silla. Oí risas y una voz que decía: «¡Aquí tienes tu trono, rey de los judíos…!». Y luego llegó el dolor; amarrado en aquel potro de tortura me pusieron algo sobre la cabeza, me asfixiaba… Era un sueño pero no era un sueño. Vi que me había orinado, que tenía quemaduras en los brazos y en las manos. Alguien me escupió en la cara, de mi frente manaba sangre. Pero lo peor fueron las descargas eléctricas… Vomité en la visión y en la realidad, perdí el sentido y lo recuperé en una tenue oscuridad. Sediento, pedí agua y volvieron las carcajadas. En aquel momento supe que iba a morir.

Hubo momentos en los que no supe si estaba viviendo una realidad —la muerte de un hombre, mi propia muerte— o una visión terrible. Recuerdo el túnel, la oscuridad y, de repente, los brazos y el rostro de aquella mujer a la que ya conocía. Me veía desde el exterior. Murmuré:

—¿Esto es una piedad?

Era una piedad, y Ella, besándome en la frente y manchándose los labios de sangre, me susurró con un amor infinito:

—Tú me pintarás y el pueblo me rezará…

Noté que me sacudían con cuidado, abrí los ojos y vi a un anciano caballero.

—¿Se ha puesto usted enfermo?

Una pareja se acercó.

—¿Qué le ha pasado a este hombre? ¿Se ha desmayado? ¿Llamamos a una ambulancia?

Me ayudaron a levantarme del suelo, hasta donde me había deslizado semidesvanecido. El vómito me llegó como un olor amargo. El chico le dijo a la chica:

—Pobre, no parece que esté borracho…

El anciano me sostenía.

—Disculpen, es que soy diabético.

—Claro, la criatura es diabética y se ha descompuesto.

—Será que le ha faltado azúcar. Anda, niña, ve a un bar y trae una Coca-Cola para el enfermo.

España, España generosa y hospitalaria, luminosa y oscura, con un dictador que entraba en las catedrales bajo palio y un pueblo que piropeaba a las vírgenes: «¡Guapa! ¡Guapa!».

Y eso sigue ocurriendo ahora, cuando camino en silencio cada Semana Santa tras nuestro padre Jesús Cautivo, uno más entre la muchedumbre de diez mil penitentes, sintiendo en el alma que todo «aquello», todo aquel gentío, aquella presencia abrumadora, es mucho más que religión: son raíces culturales, es la cultura viva de nuestra Europa por mucho que renieguen los gobernantes, es sangre de nuestra sangre y nadie nos la podrá arrebatar jamás.

Pero en aquel atardecer suntuoso, en aquel ocaso granadino de vómitos, ya incorporado, supe que necesitaba saber y tuve conciencia de adónde acudir a buscar respuestas. Mi aspecto era espantoso a pesar de que mi cazadora oscura disimulaba los vómitos que me había afanado en limpiar en los lavabos de un café con la ayuda del chico que me había socorrido. Con los pantalones no pude hacer nada, pero daba lo mismo, no iba a buscar una novia, sino una respuesta.

Del paseo de los Tristes a la plaza Nueva, y de allí, por Reyes Católicos, un andar apresurado hasta llegar a Nuestra Señora de las Angustias, la patrona morena y hermosa, a la iglesia del recogimiento, a la depositaria de miles de promesas a lo largo de los siglos. Anochecía e iban a cerrar el templo. Antes de entrar, llamé a Jacques al hotel desde una cabina para que me esperara con el coche en la puerta. De lo que dentro oyera dependían muchas cosas.

La iglesia estaba vacía y tenía ese aroma inciensado que ha sido durante años fiel compañero. Me dejé caer en un banco ante la Madre; me sentía agotado, húmedo e incómodo. Nos miramos en silencio:

—Madre, eso que he visto, ¿pasará?

La quietud era absoluta y no hubo respuesta. Aquella mujer judía, a la que le mataron a su chico cuando éste tenía treinta y tres años, me miró sin más. Supe que «aquello» iba a llegar en algún momento, pero ¿por qué iban a torturarme? Yo no estaba dispuesto a cometer delitos espantosos. ¿Por qué iban a querer matarme?

Mi mente preguntó:

—Madre, ¿moriré?

Pensé que tal vez hubiera vivido antes de tiempo una especie de pasión y muerte de Erik el Belga, que se me había revelado mi fin. Silencio. Noté que en mi voz había un dejo de desesperación:

—Por favor, tras ese calvario, dime al menos qué pasará. ¿Lo evitaré si me voy de España? Estoy buscado, todo es muy difícil para mí… Madre, ¿renuncio a mi Gulnara, a mis hijos, a todo, y me voy a otro país?

Una frase vino a mi memoria: «¡Qué amor tan terrible es el de Yavé».

Me recliné ante el sagrario antes de darme la vuelta para partir huérfano de respuestas. Fue al llegar a la puerta cuando oí la voz:

«Tú me pintarás y el pueblo me rezará».

Cuando Jacques me vio llegar sonriendo, me preguntó:

—Jefe, ¿por qué te ríes?

¿Cómo iba a explicárselo? Mi fiel compañero no entendería que el alma, para existir y no desfallecer, necesita alimentarse de misterios.

FIN

Barcelona, 1982. Gobierno de UCD. En la comisaría de Vía Layetana de Barcelona existían habitaciones alicatadas en blanco con sillas especiales para realizar torturas. A Erik el Belga, detenido por robo de obras de arte, se le aplicó la Ley Antiterrorista y durante siete días fue salvajemente torturado. Los informes pormenorizados de las torturas obran en poder del cónsul belga de aquella época.

Siguiendo la costumbre, el juez que le interrogó tras los siete días, al contemplarle hecho un eccehomo, soltó una risita.

—A usted no le han torturado, usted acaba de caerse por una escalera.

Y es que, en 1982, determinados jueces y policías tenían un peculiar sentido del humor.