CAPÍTULO 1
Un primer impacto
El impacto de la bala fue como un golpe seco en algún lugar de mi anatomía situado entre la cabeza y la cintura. Yo iba al volante de mi Mercedes Break y trataba de salir del aparcamiento nevado de una gasolinera con restaurante situada en Alemania, casi en la frontera con Bélgica.
El disparo entró por la ventanilla trasera; debió de pasar entre mi fiel compañero Gilbert el Normando y la delicada talla gótica que acabábamos de retirar de un templo. Atravesó el asiento o el reposacabezas y me alcanzó. Y todo por culpa de ese psicópata de Hain, que, como siempre, había sido incapaz de no perder los estribos y actuar con lógica y buenas maneras; acababa de acribillar a tiros en las piernas a uno de los dos policías motorizados que habían parado sus máquinas junto a mi coche y parecían disponerse a realizar alguna gestión de identificación, lógica ante un vehículo de matrícula extranjera.
Arranqué de un tirón no bien hubo subido el perverso Hain al coche, pero el compañero del agente tiroteado fue rápido y comenzó a disparar de inmediato. Hain jadeó:
—Apresúrate, Erik.
Pisé el acelerador casi cegado por el dolor que comenzaba a extenderse desde mi cabeza a los hombros, salí derrapando del aparcamiento y me oí decir:
—¡Me han alcanzado!
La voz de Gilbert sonó tan fría y templada como siempre:
—A mí también me ha rozado una bala, creo que otra ha alcanzado la talla y tenemos varios impactos atrás. Acelera un poco, métete en el bosque y detente. ¿Sabes dónde te han dado?
La carretera era una cinta negra y brillante en el paisaje de nieve, la neblina comenzó a entorpecer mi visión, apreté los dientes y mi prótesis —cortesía de la policía franquista que me partió la boca en su día— chirrió y se desencajó.
—No sé… en la espalda creo… o en la cabeza… ha entrado pero no ha salido y empiezo a ver muy mal.
Hain sujetó el volante y me ayudó a virar hacia una especie de sendero que se adentraba en la masa boscosa. Luces blancas y doradas. Pisé el freno y lo último que oí con cierta claridad fueron las frases del Normando y las airadas excusas de Hain.
—¡No he tenido más remedio que neutralizar a ese tipo y no he disparado a matar! ¡Si llega a acercar un par de metros más su jodida anatomía habría visto la talla! Además se aproximaba con propósitos turbios. ¿No has visto con qué rapidez ha reaccionado el segundo y ha comenzado a disparar? Se ve que eran malas personas con poco respeto por sus semejantes.
El tono de Gilbert estaba acorde con la temperatura exterior.
—Hain, no te disculpes. Eres un psicópata y has reaccionado sin pensar ni esperar órdenes del jefe. Sólo te digo que si a Erik le pasa algo por tu culpa, los muchachos y yo te desollaremos y nos beberemos tu maldita sangre.
Conseguí musitar débilmente:
—¡Basta! ¡Hay que salir de Alemania ya! Gilbert ponme en el asiento de atrás y conduce tú sin parar hasta Bélgica. Dentro de media hora no habrá manera de salir de este lugar por los controles.
Hain contuvo su verborrea y, entrenados de sobra como estaban, mis hombres pasaron a la acción. Mientras entre los dos me sacaban con cuidado del vehículo, me desmayé y tan sólo recobré parcialmente el conocimiento en algún punto de la carretera, ya instalado en el asiento trasero y con la cabeza apoyada sobre los bellos pliegues góticos de la Virgen.
Gilbert conducía a toda velocidad y susurraba con furia.
—Pero ¿cómo es posible que no sepamos dónde han alcanzado a Erik? Yo le sujetaba y tú le has levantado la ropa. ¿Cómo puedes decir que no has visto nada?
Hain parecía desesperado.
—¡Te juro que nada! Está lleno de sangre desde la cabeza hasta más abajo de la cintura. La bala está, pero no sé dónde…
Se volvió hacia atrás y con tono más mesurado preguntó:
—Jefe, ¿estás despierto? ¿Sabes dónde te duele?
Mi voz sonó como un graznido:
—¡Bélgica! ¡Un médico en Bélgica! Hemorragia…
Hain se sofocó.
—En el primer asqueroso pueblo de Bélgica al que lleguemos buscaré un médico… ¡Aguanta un poco!
La voz del Normando sonó lejana.
—Hay que parar, pero a saber dónde. No podemos ir a un hospital con un herido de bala medio desangrado sin que al cuarto de hora tengamos a toda la policía encima. Tiene que ser un médico particular y, además, que sea rápido. Y hay que llamar a Bruselas de inmediato para avisar.
Indudablemente, Hain tenía aquella noche cuerpo de trifulca.
—¡Olvídate de Bruselas! Erik nunca llegaría vivo, hay que parar de inmediato y preguntar.
Los controles no fueron problema porque pasamos la frontera por un lugar conocido y discreto. El mercedes se paró unos kilómetros más adelante, junto a un pequeño núcleo rural belga compuesto por varias granjas. Hain se lanzó del coche aún en marcha y se abalanzó sobre la puerta de la primera granja; hizo sonar con fuerza la campanilla. Los moradores no abrieron más que la mirilla.
—¡Por favor! ¡Hemos tenido un accidente de tráfico y necesitamos un médico con urgencia!
Un hombre respondió:
—Aquí no hay médicos. El hospital más cercano está a unos cincuenta kilómetros, vayan allí.
Mi compañero empezó a ponerse nervioso.
—¿Nos dejaría telefonear? ¡Le pago lo que sea!
La voz contestó con hosquedad:
—No tenemos teléfono. El pueblo está a diez kilómetros, allí hay teléfono y puesto de policía. Pero no hay médico.
Gilbert estaba también junto a la puerta y vio que Hain comenzaba a perder los nervios, pero mi compañero era hombre de recursos.
—¿Hay alguna familia judía en el pueblo?
El de la mirilla pareció sorprenderse.
—Sí, hay una, pero el hombre es sastre, no médico.
Hubo una pausa.
—No importa que sea sastre, nos ayudará porque nosotros somos judíos. ¿Me puede decir dónde vive ese sastre?
El Normando detuvo a Hain, que se estaba llevando la mano a la pistola que llevaba al cinto. Si el granjero hubiera tardado un par de minutos más en dar la información, dos balas habrían atravesado su propia puerta para perforarle después el vientre.
—Vive en la plaza, sobre su sastrería. ¡Y déjenme en paz! Yo no les puedo ayudar.
Los hombres volvieron al Break hablando quedamente.
—Hain, ¿qué tiene que ver un sastre judío en esta historia? ¡Necesitamos un médico!
Hain era astuto y tenía el feroz instinto de supervivencia de su raza.
—¡Necesitamos ayuda y ese judío nos ayudará! Nosotros, nuestro pueblo, lo ha pasado demasiado mal como para que no nos ayudemos entre nosotros. Él buscará un médico o un boticario o alguien que sepa curar. ¡Conduce rápido, Gilbert!
El Normando salió de estampida y dijo con un deje de pesadumbre en su tono neutro:
—¡Qué lástima de día! El trabajo ha sido perfecto, este imprevisto es una auténtica fatalidad…
Yo comenzaba a delirar en el asiento trasero, acurrucado junto a la talla. Había sido, en efecto, un trabajo impecable con un desgraciado final. Pero por el momento, tan sólo por el momento…
Unas horas antes, en territorio alemán, preparados para realizar un encargo bastante agradable por sus especiales circunstancias, mis hombres y yo trabajamos con la precisión de un engranaje perfecto. Habíamos estudiado el lugar una semana antes; se trataba de una iglesia de fácil acceso por la puerta de la sacristía: no necesitaríamos más ayuda que el gato hidráulico. La pieza era una preciosa talla de María con el niño, de un estilo gótico tan puro que dejaba sin aliento.
Cuando recibí el encargo de la misión por parte del marchante y coleccionista norteamericano Arthur —ese que siempre creyó que él era la reencarnación de un joven iluminador de códices—, me propuso el tema con sencillez y elegancia:
—Amigo Erik, joven reencarnación de Van der Goes, hay un determinado templo católico en Boston que suspira por recobrar parte de sus raíces culturales europeas con la posesión de una talla muy especial, amada y venerada.
Recuerdo que respondí:
—Todas las tallas son especiales, hasta las populares españolas, porque, si tienen época, las puedo trabajar y convertir en piezas exquisitas.
El estadounidense se enfurruñó un poco.
—Bueno, bueno, usted es, antes que nada, un gran artista, pero esta virgen es especial. Su expresión es puro misticismo, hierática, deslumbrante, con una conservación magnífica de la policromía, una belleza lista para ser adorada por los católicos bostonianos…
Me interesó tanta magnificencia.
—¿De qué país se trata, esta vez?
El joven monje iluminador de códices sacó un mapa.
—Se encuentra en Alemania y, afortunadamente, ha sobrevivido a la guerra.
Asentí con satisfacción.
—En Alemania hay menos problemas que en ningún otro lugar y el encargo es legítimo: esos alemanes no son coherentes si tienen entronizada a una mujer judía con su hijo circuncidado en brazos. Si quieren rezar a madres y niños judíos, que pongan en sus templos fotos de los que quemaron en los hornos y les dediquen avemarías.
Arthur parpadeó con rapidez.
—¡Curiosa y adecuadísima interpretación de la Historia! Por suerte, los bostonianos jamás gaseamos ni quemamos a ninguna criatura, y menos aún a seis millones de ellas.
La misión era hermosa y romántica. Elegí a Hain porque mi —más que amigo— hermano sefardita «merecía» moralmente participar: muchos de los suyos fueron convertidos en jabón. Pero había que compensar la genialidad histriónica de Hain con el pragmatismo de un hombre como el Normando. Aunque tenía dónde elegir, ya que todos mis hombres eran especiales. Hain se entusiasmó e hizo suyos mis argumentos.
—Pero ¿cómo se atreven esos alemanes a darse golpes de pecho delante de María? Ella y Jesús eran judíos como yo, judíos puros, no como vosotros, que sois judeocristianos. El pequeño Jesús fue a la sinagoga y los rabinos le educaron en condiciones. Es decir, esa mujer y el hijo que le mataron «nos pertenecen», son nuestra raza, y es una falta de respeto al Holocausto el que estén en Alemania. Además esos tipos ni son cristianos ni son nada, son lo peor.
Actuamos con precisión y rapidez. La puerta no fue un obstáculo y en el interior de la iglesia, a oscuras salvo por la lamparilla del sagrario, me saludaron los bellos olores que formaban parte de mi cultura occidental: aromas perdidos de incienso, cera derretida, madera, humedad y esencia del corazón de la piedra. Entramos en silencio e hice una rápida genuflexión para santiguarme ante el Santísimo. Hain, aleccionado, inclinó brevemente la cabeza en señal de respeto. El Normando amagó una torpe reverencia. Nunca, jamás, en ningún trabajo perdimos las formas ni el estilo, porque ya se sabe que el estilo es el hombre.
La pieza era soberbia, bellísima, y tan mística que me asaltó la tentación de fallar a los norteamericanos en su búsqueda de raíces culturales y llevármela al museo privado de mi banquero suizo, un moderno caballero del Temple que buscaba en cada obra de arte, antes que nada, la hermosa luz que emana del más puro esoterismo. Pero «sentí» que a aquella bella mujer judía le apetecía infinitamente más estar en una iglesia bostoniana que en aquel lúgubre lugar o en la mimada colección del banquero. Prefería actuar como receptora de plegarias e hilo transmisor con el Padre y que la adoraran y sonrieran las madres y sus hijos.
La cargué sin gran esfuerzo porque, aunque medía metro y medio, no era pesada. Besé en la frente al pequeñajo y salí del lugar murmurándole a la Madre explicaciones sobre su futuro y agradable destino.
—Lo dicho, Madre, si esta gente quiere reverenciar judíos, creo que podré conseguir varias fotos de mujeres y niños de los campos de exterminio. Y si no les gusta que les jodan; la belleza y el arte pertenecen a quienes se lo merecen.
Entre las brumas del dolor divagaba recordando el trabajo. Gilbert conducía a una velocidad temeraria y, al llegar a lo que parecía la plaza del pueblo, se detuvo ante el establecimiento de la sastrería. Hain, con el documento de identidad belga en la mano, bajó del vehículo y llamó al timbre de la puerta. Se abrió una ventana en el piso superior y un hombre asomó la cabeza por ella. Hain habló en yiddish:
—Somos judíos y necesitamos ayuda. Hemos tenido problemas en Alemania.
Un par de minutos después, se abrió la puerta y una mano tomó el documento de identidad de Hain, donde su nombre y apellidos proclamaban con claridad sus orígenes étnicos. Continuaron hablando en yiddish con rapidez y Hain se volvió hacia el coche.
—Gilbert, este hermano nos ofrece su hospitalidad y sabe dónde vive un veterinario. Vamos a subir a nuestro amigo a su casa y nos acompañará a buscar al tipo.
El transporte desde el vehículo hasta el piso superior fue un pequeño calvario que no cesó hasta que me despojaron del chaquetón, el jersey y la camisa, y una señora que había aparecido con una palangana y una esponja comenzó, en silencio, a tratar de retirarme la sangre. Tardaron al menos diez minutos en adecentarme un poco y encontrar la herida de bala, justo en el lado derecho del cuello, con entrada pero sin salida. El sastre comentó en su idioma.
—Tu hermano necesita un hospital.
Hain respondió:
—Es imposible.
La mujer silenciosa murmuró:
—¿Ha tenido vuestro problema algo que ver con lo que pasó entonces?
El tono de Hain era amargo.
—Todos los problemas con «ellos» son una respuesta a lo que pasó entonces, y siempre lo serán. La sangre de los muertos no se limpia ni con dinero ni con lejía.
El sastre le pidió a su esposa el gabán.
—Vamos a buscar al veterinario. Está en una granja cercana, pero a estas horas de la noche no querrá venir.
Mi amigo judío soltó un bufido despectivo.
—Va a venir, se lo aseguro. Gilbert, acompáñanos, la señora se queda con Erik.
Antes de salir de la casa, Gilbert telefoneó a Bruselas e informó a los hombres del inconveniente surgido.
—Ahora vamos a buscar a un veterinario porque Erik no deja de sangrar. Buscad una ambulancia con discreción, meted dentro a un médico o a un enfermero y venid de inmediato. Si los de la ambulancia no quieren colaborar, dadles un correctivo o dinero, lo que sea.
De los pasos siguientes de mis compañeros, se me informó con posterioridad. Al parecer los tres se dirigieron a la granja del veterinario, que se levantó malhumorado pensando que se trataba del parto con dificultades de una vaca. Gilbert le informó con frialdad:
—No se trata de una vaca. Recoja usted sus instrumentos de trabajo con rapidez y venga con nosotros. ¿Sabe extraer una bala de un perro al que han disparado?
El veterinario era un tipo agrio.
—¡Por supuesto que sé! Pero no voy a ninguna parte: me traen aquí el animal y les cobraré el doble por la hora.
Hain le puso una mano en el hombro.
—Pues bien, si sabe extraer un proyectil de un perro, sabrá extraerlo de un hombre. Recoja sus utensilios para operar y hágalo con rapidez.
El veterinario se creció.
—¡Me niego, y no se atrevan a…!
La pistola de Hain sobre su frente le hizo recapacitar y frenó sus protestas.
—O cumple de inmediato con su obligación de salvar vidas sean caninas o humanas o le mato aquí y ahora. Las opciones son mínimas, elija con rapidez.
El hombre comenzó a balbucear:
—Yo les aseguro que no sé… No me atrevo a realizar una intervención quirúrgica en un humano, nunca he probado a…
Gilbert le sacudió un poco.
—Lo hará, y lo hará bien. Coja algo contra el dolor y algo de anestesia.
El veterinario estaba a punto de llorar.
—Mis medicamentos son para animales…
Hain se puso piadoso:
—No se preocupe, tanto los animales como los hombres somos criaturas del buen Dios, y usted estará ante Él si en cinco minutos no se encuentra preparado para salir.
El sastre parecía encantado.
—Los jóvenes judíos sois en verdad muy persuasivos, nuestra raza siempre ha sabido convencer.
Lo siguiente que sentí en mi particular vía Dolorosa fue el paño con el cloroformo. El sastre daba su parecer:
—Debería ponerle también morfina; a los heridos se les pone morfina.
El veterinario protestaba:
—Tengo calmantes y anestesias para caballos, no sé controlar las dosis.
La voz de Hain era amable:
—Pues tiene un minuto para aprender a controlar las dosis y cinco para extraer la bala.
El «matavacas» se revolvió.
—¿Y si no lo consigo?
Hain se puso reflexivo:
—He visto en su consulta tarros con líquidos y bichos raros y repugnantes en su interior. Si no lo consigue, lo próximo que adornará sus estanterías será su miserable corazón flotando en cloroformo. Yo se lo arrancaré.
El veterinario debió de afanarse, porque supe que me extrajo la bala y me introdujo en el agujero hilo de mecha empapado en algún tipo de antibiótico distinto a la penicilina, ya que el Normando le informó de mi alergia a ese medicamento.
—¡Este hombre necesita sangre, y yo no puedo hacer nada más! ¡Déjenme marchar por favor!
Lloraba de puro terror. Gilbert volvió a ponerle una mano en el hombro mientras que, con la otra, le ofrecía un gran fajo de billetes.
—Tome, doctor. Confiamos en su discreción, porque sabemos dónde vive y dónde ir a buscarle. Esto es el pago por sus servicios, tómese unos meses de vacaciones sin ayudar a parir a las vacas y cuente con nuestra gratitud.
El sastre silbó al ver la cantidad y se calló cuando el Normando le tendió otro fajo.
—No, no puedo aceptarlo. Entre nosotros hemos de ayudarnos, es nuestro deber.
Hain se conmovió.
—No es un pago, es un regalo entre hermanos. Utilícelo, si le apetece, para peregrinar hasta el Muro, deje allí un papel con nuestros nombres y rece por nosotros; le quedaremos muy agradecidos.
El sastre se volvió a su esposa y le enseñó los billetes.
—¡Mira, Rebeca, el próximo año en Jerusalén! ¡Mira nuestros pasajes!
La ambulancia tardó más de dos horas en llegar. La anestesia para caballos que se me había dispensado con prodigalidad me había dejado inconsciente y fuera de combate, así que no asistí al desembarco de parte de mi equipo. Raymond, primo de Hain y mi mano derecha, llegó en su coche con Etienne, el multimillonario aristócrata que nos financiaba y que enloquecía de júbilo por participar en cualquiera de nuestras misiones, Wolf, mi hombre luxemburgués en cuyo honor y venganza vacié en su momento el estado de Luxemburgo de piezas góticas, y el anticuario Bergman, que ignoro lo que pintaba allí en aquellas circunstancias pero que se había unido a la expedición porque quería examinar la talla y determinar si cumplía el requisito de «calidad museo» que demandaban sus selectísimos coleccionistas internacionales.
La ambulancia, que había sido robada del aparcamiento de un hospital, la conducía André, otro de mis hombres, y en su interior, vestido como para entrar en quirófano, se encontraba mi principal coleccionista, el entrañable doctor Martin, con una de las enfermeras de su consulta privada. Fueron seis personas las que irrumpieron aquella madrugada en casa del sastre judío. El doctor Martin se acercó de inmediato a examinarme ante la atenta mirada de mis hombres.
—El doctor es cirujano cardiólogo, y un tiro es menos que una operación de corazón. Él sabe qué hacer.
Bajo las órdenes del cardiólogo, me depositaron, totalmente inconsciente, sobre una camilla y, de allí, a la ambulancia, donde la enfermera empezó a cumplir con su cometido y me abrió una vía. Mientras tanto, Bergman, acompañado por Hain, comenzó a valorar la talla que, durante aquel tiempo, había permanecido en el Break cubierta por una manta.
—No, no la saque usted, no es necesario. Puedo maravillarme en esta posición. Le diré a nuestro querido Erik que, si el norteamericano cambia de opinión, esta talla sería la locura de un determinado coleccionista canadiense: pura «calidad museo». —Examinaba la virgen con una potente linterna—. ¿Qué son estas manchas oscuras que hay en toda la parte anterior y el lado derecho?
Hain respondió:
—La sangre de Erik. El asiento y la talla están llenos de sangre.
Bergman seguía inspeccionando.
—Y la obra tiene algo a la altura del cuello, ya en el pecho, parece… ¡Parece un impacto de bala!
Gilbert se adelantó.
—Nos alcanzaron bastantes y, si ese proyectil tiene salida y entrada, seguro que es el que después alcanzó al jefe, por eso no iba con tanta fuerza… Yo creo que la talla, al ponerse de por medio, le salvó.
El rostro de la talla poseía una belleza absoluta y su cutis perfectamente policromado tenía una textura alabastrina.
—Es una espectacular pieza gótica y Erik ha tenido suerte. Suerte y una manera muy hermosa de salvarse de que la bala le atravesara…
La voz de Hain sonó como si estuviera sonriendo.
—Para el jefe, que le pasen ese tipo de cosas es muy normal.
Etienne, que para la ocasión se había vestido de cuero negro, pues le había parecido un look muy adecuado, comenzó a protestar:
—¡Vamos a apresurarnos! Hay que llamar de inmediato a madame Eglantine, la madre de Erik, está muy nerviosa.
Raymond pidió permiso al sastre para utilizar su teléfono unos minutos.
—¿Madame Eglantine? Buenas noches, estoy con su hijo en una clínica. Se ha hecho un esguince en el hombro por un pequeño accidente de tráfico, así que usted tenía razón cuando intuía que había sufrido algún percance. Ahora está descansando. En cuanto despierte la llamará.
Raymond me dijo que mi madre sollozaba por el aparato.
—¿Me lo prometes, Raymond? ¿Seguro que sólo ha sido un esguince? ¡Mira que he visto sangre en la luna y los pájaros no han dejado de alertarme en toda la noche!
Afortunadamente, Raymond tenía ante mi madre una justificada fama de hombre serio y sensato.
—Se lo prometo, madame, ha sido un pequeño accidente…
La voz de Eglantine ya estaba más calmada.
—¿Y la mujer que estaba con él se encuentra bien?
Raymond se sorprendió.
—No había ninguna mujer, señora, iba con Hain y Gilbert.
Eglantine, amén de mágica, era tozuda.
—No. Iba con una mujer que le ha ayudado mucho. Lo he visto, Raymond, me ha sido revelado; es así.
Hain le arrebató a su primo el teléfono de las manos.
—Sí, madame, tiene usted razón. Nos acompañaba una señora y ella ha sido la primera en ayudar a su hijo. Disculpe a mi primo, es que él no estaba allí con nosotros.
—Pues dale las gracias de mi parte a esa señora y dile que la recordaré en mis oraciones.
Hain asintió.
—Se lo diré.
Eglantine parecía conforme.
—Y dile a la dama que pintaré para ella una acuarela de flores, de flores de cerezo…
—Sí, madame.
Tardé aún ocho horas en despertar de aquella azarosa jornada, y lo hice en mi casa de Bruselas, tumbado en la cama, boca abajo y con un pulcro vendaje en el cuello. No me podía mover. Cualquier leve esfuerzo me resultaba doloroso. El doctor Martin disipó mis dudas.
—Lo pasará usted muy mal durante al menos un mes. La única forma de sanar la herida es con mecha, y las curas serán dolorosas. Pero su salvación ha sido un milagro: de haber seguido su trayectoria, la bala le habría seccionado la aorta y habría muerto de inmediato.
Yo iba a lo mío.
—¿Y la talla?
El doctor me respondió:
—Ahí.
Levanté la mirada con dificultad y vi que habían puesto mi lecho prácticamente en medio de la habitación y que, enfrente, tenía la talla, resplandeciente en la agradable penumbra.
—El estadounidense ya viene a por ella, aunque desearía que usted la limpiara y restaurara los destrozos del proyectil. Le he dicho que usted no va a poder cambiar de postura durante semanas, pero está dispuesto a esperar. No consentirá que se corra el riesgo de estropear la policromía, tan sólo sus manos serán capaces de recuperar la belleza sin menoscabar su espiritualidad.
Belleza, espiritualidad y una herida de bala en el cuello remendada por un veterinario, mientras una preciosa talla gótica ocupaba mis manos. Suspiré sin darme cuenta y el doctor Martin se apresuró a atenderme.
—¿Le duele, querido amigo?
Contesté:
—Solo si respiro fuerte, doctor.
El cardiólogo estaba sentado junto al lecho.
—Dígame, Erik. ¿Qué se siente cuando se es alcanzado por un disparo? ¿Es algo terrible?
Reflexioné unos segundos sin apartar los ojos del rostro de la virgen.
—No. No es terrible. Se siente tan sólo un impacto. Nada más.
El médico continuó hablando con lentitud:
—¿Contará usted alguna vez todo «esto»? —Hizo un amplio gesto que abarcaba la habitación—. Me refiero a su vida, sus misiones, sus proyectos, sus sentimientos…
Respondí algo cansado:
—Tal vez, doctor…Tal vez en otro momento y en otro lugar…
Permanecimos unos minutos en silencio, disfrutando de la magia de la penumbra, apenas interrumpida por una lamparita y la dorada calidez que parecía emanar de la talla. El doctor Martin se aclaró la garganta.
—Esto… Y si en ese tiempo y en ese lugar usted decide reunir sus recuerdos… ¿cuál es la primera misión que le apetecería recordar dentro de sus vivencias?
Medité unos instantes antes de responder:
—El primer trabajo que recuerdo fue el robo de una rosa…
Martin pareció sorprendido.
—¿Cómo que de una rosa? Se referirá usted a una flor de esmalte de alta época.
Sonreí y el drenaje me dio un doloroso tirón.
—No, doctor, se trató de un trabajo muy especial y no fue una rosa cualquiera. Yo no era más que un niño y me dio la sensación de que aquella rosa negra ocupaba un lugar más importante que yo en el corazón de mi madre.
El cardiólogo paladeó las palabras.
—La rosa negra es un nombre muy hermoso…
Asentí lanzando un leve quejido por el movimiento.
—Sí, es una belleza, una auténtica belleza, pero es que considero que todos mis trabajos fueron, sobre todo, irresistiblemente bellos, auténticas obras de arte…
Martin era un hombre de gran misticismo.
—Gracias le sean dadas por ello al Gran Maestro y Hacedor del Universo.
Musité:
—Gracias le sean dadas…
Cerré los ojos y comencé a recordar.