22. Sufro un infarto y Hain hace la
Decidimos tomarnos un par de días libres antes de volver a cumplir con nuestros encargos. El francés continuó entrenándonos en la nave; era un excelente maestro: serio y poco dado a las bromas, pero eficaz. Además, «sabía» enseñar. Yo, tras la noche en remojo en el bosque, pensé que había cogido una pequeña gripe, porque me dolía el estómago. Sin embargo, eso no impidió que fuera a entrenar y, justo después de un duro ejercicio de flexiones, me senté en el suelo inexplicablemente empapado en sudor. Lo último que recuerdo es que me volví hacia Wolf y le dije:
—No sé qué me pasa hoy. Me siento raro y estoy sudando mucho.
Cuando desperté, habían pasado varios días y me encontraba en la UVI de un hospital de Bruselas. Lo primero que pensé fue: «Me han disparado a traición». Estaba lleno de tubos y me sentía extrañamente débil. Una enfermera acudió, solícita, al verme abrir los ojos. Le pregunté con una voz que me sonó muy tenue:
—Señorita, ¿dónde me han dado?
La mujer no entendió mi pregunta:
—Esté tranquilo, ahora aviso al médico.
Nadie me explicaba dónde había recibido el tiro y yo no sabía determinar dónde me sentía dolorido. Fue el doctor quien aclaró mis dudas; llegó, ajustó el cableado que me mantenía conectado a los aparatejos y me anunció: «Ha sufrido usted un infarto muy grave, pero lo ha superado. Mire hacia la ventana, tiene visita».
Volví la cabeza hacia un cristal, y allí estaban mi madre y Roxana, ambas con expresión consternada, y, junto a ellas, Raymond, Hain y Gilbert con cara de estar asistiendo a un funeral. Les hice una mueca e intenté saludar con una mano de la que salía un cable. Entonces hablaron vivamente entre ellos y comenzaron a saludarme y a sonreír, algo que agradecí. Aunque me encontraba traumatizado en aquella UVI y estaba hecho un guiñapo sobre una cama, el hecho de que hubiera sufrido un infarto se me antojaba casi imposible, un absurdo, algo totalmente fuera de lugar. Por eso, cuando al día siguiente movieron mi cama hasta una habitación en la que ya podía recibir visitas, me sentí algo más aliviado. Sin embargo, el sopor todavía me dominaba durante muchas horas al día y me realizaban continuamente innumerables pruebas a cual más molesta y desagradable.
Ya en la habitación, el primer día recibí una visita de cortesía de Roxana que agradecí de corazón. Fue algo muy breve, pues quien se quedó conmigo fue mi madre, atendiéndome y arropándome con las sábanas.
—¡Qué miedo he pasado, cariño mío! Tu padre murió de un infarto y esto ha sido como volver a vivir aquellos días. Ahora te tienes que cuidar. Te vienes a casa con mamá y te quedas allí conmigo un tiempo.
Los mimos y las atenciones de mi madre me conmovían; era como un hada que se deslizaba por la habitación siempre presta a mullirme la almohada y vigilante cuando las enfermeras entraban a darme la medicación. Mi madre rezaba con las manos puestas sobre mi cabeza y atendía con exquisita elegancia y sencillez a las visitas que comenzaron a acudir. El doctor Martin, herr Fritz, Van Best y Bergman —cada cual con un ramo de flores— fueron los primeros. Por respeto a la presencia de mi madre, hablaban en clave:
—Erik, su recuperación es indispensable para el arte y la cultura. Cuando llamamos al almacén y su encargado nos comunicó que había sufrido un infarto, nos quedamos desolados y, sobre todo, sorprendidos. —Hablaba Van Best—: Oiga, ¿no es usted demasiado joven para haber padecido un infarto? ¿No se habrán equivocado?
El doctor Martin insistía en llevarme a un afamado cardiólogo de su confianza, y Herr Fritz me aconsejaba que me trasladara de inmediato a un hospital alemán:
—Yo corro con todos los gastos, amigo, pero no descansaré hasta que no le examinen en un gran hospital de mi país.
Bergman ponía la nota discordante:
—Pues lo mejor es llevarle a Japón. Allí hay grandes médicos, miren a Kyosi.
Gruñí:
—Kyosi está medio muerto.
Van Best intervino:
—En efecto, medio muerto, pero no muerto del todo. Esos japoneses te mantienen años medio muerto pero sin acabar de morirte. Es por la mezcla de la medicina oriental y la occidental.
El doctor Martin, que para eso era médico, habló largamente con los doctores del hospital y le preocuparon mucho las noticias que le dieron:
—Ha sido infarto, querido Erik, y grave. No pueden garantizar que no se repita. Tendrá que cambiar radicalmente de vida y, tal vez, hasta sacrificar sus actividades en el mundo del arte.
La información inquietó al pequeño grupo y todos me miraron. Yo negué con la cabeza.
—Lo siento, doctor Martin, pero pienso seguir con mi vida normal. Un infarto no me convierte en un inválido.
Martin insistió:
—Pero determinadas situaciones, digamos, de nerviosismo o de preocupación… Usted ya me entiende, esas situaciones que podríamos llamar arriesgadas, podrían resultar dañinas para su corazón.
Me encogí de hombros.
—Amo el peligro y el riesgo forma parte de mi existencia. Si no me ha parado Francia, no me detendrá una herida en el corazón.
Van Best pareció aliviado:
—Tener buen ánimo es fundamental para su recuperación. Eso sí, le aconsejo que no beba ni fume.
Le aclaré:
—Yo no bebo ni fumo.
Bergman añadió:
—Y tiene que cuidar su alimentación y hacer algo de ejercicio.
Gruñí:
—Me voy a examinar para cinturón negro de kárate, así que algo me entreno. No sufra por sus coleccionistas, Bergman. No voy a defraudar las expectativas de ninguno de mis clientes.
Mi madre añadió con suavidad:
—Mi hijo es muy serio y cumplidor, la rectitud la ha heredado de su padre.
El grupo la miró con cierta curiosidad, sin duda interrogándose mentalmente sobre quién habría sido mi padre, pero sin hacer comentarios. Eglantine añadió:
—Mi Henri era el hombre más honesto y trabajador de la región. No ha habido mejor policía, todos le respetaban.
El doctor Martin intervino apresuradamente:
—Y a su hijo, madame Eglantine. Todos le respetamos, es una personalidad a nivel internacional en el mundo del arte y de la cultura.
Mamá suspiró conmovida.
—Siempre supe que mi pequeño Erik era muy especial; no es una sorpresa para mí. ¡Si ustedes vieran las acuarelas que pintaba con menos de seis años! Y quería ser arquitecto de catedrales, incluso hizo los planos de una siendo todavía un niño. Es que mi Erik siempre se ha sentido atraído por el arte religioso, una vez…
Mis amigos escucharon con educación a mi madre mientras me lanzaban rápidas ojeadas. Al rato, se despidieron con la promesa de regresar y mantenerse informados día a día de mi recuperación.
Quien acudía a visitarme a diario era Raymond, pero, cosa extraña, el resto de mis hombres faltó durante varios días. Cuando acudieron, fue para darme una sorpresa. Vinieron André, Gilbert el Normando, Wolf y Hervé. El Normando actuó de portavoz:
—Erik, no hemos venido porque Hain quería que hiciéramos algo en tu honor —parecía azorado—, así que hemos trabajado cuatro museos que tenías señalados como objetivos y todo ha salido perfecto.
Me emocioné:
—Muchachos, no tendríais que haberos molestado. —Carraspeé conmovido—. Pero es un hermoso detalle.
Wolf intervino:
—Es lo mínimo que podíamos hacer por ti, y es poco para lo que te mereces.
Quise disipar un poco la emoción:
—Pero ¿dónde está Hain? ¿Por qué no ha venido?
André me lo aclaró:
—Porque ha ido a París a visitar a un rabino muy importante. Dice que es un hombre muy sabio y que es una especie de sacerdote principal para los judíos de Marruecos.
Miré a Raymond enarcando las cejas y él se encogió de hombros.
—Sí, mi primo me ha dicho que ese rabino es una especie de mago, o algo así, y que viaja de cuando en cuando a Francia. Sencillamente, quería ir a verlo.
Murmuré:
—No sabía que Hain estuviera tan interesado por la religión.
Pero no le di más importancia hasta que Hain volvió.
Y no sólo regresó, sino que irrumpió en la habitación del hospital como una exhalación seguido de Raymond y Hervé, que trataban de calmarlo. El judío estaba pálido de ira y se dirigió a mí de inmediato:
—¡Erik, los franceses te han hecho brujería!
Le eché una rápida ojeada a mi madre y vi que contemplaba al demudado Hain con expresión estupefacta. Raymond actuaba como catalizador:
—Estate tranquilo, Hain, di lo que quieras pero cálmate.
Hervé gruñó:
—Joder, Hain, estamos en un hospital.
Pero el judío rabiaba:
—¡No me digáis que me calme! —La agitación nerviosa de Hain era evidente—. ¡El rabino ha hecho los rituales y ha leído el presente de Erik! ¡No se ha equivocado y los franceses le están clavando agujas en el corazón!
Mi madre se dirigió a mí murmurando:
—Cariño, veo a Hain algo alocado.
Cuando el hombre arrancó un capullo de rosa de uno de los ramos, se lo metió en la boca, lo masticó violentamente y lo escupió, mi madre se mostró francamente alarmada.
Hervé, sin inmutarse, como era habitual en él, comentó con frialdad:
—Por lo visto el rabino le ha hablado a Hain de brujería y el muchacho parece haberse obsesionado un poco. Yo le veo nervioso.
Hain deliraba:
—¡Se han traído a un marabú de Costa de Marfil para matarte sin dejar huellas! ¡Magia negra asquerosa!
Mi madre tuvo que intervenir y lo hizo levantándose y tomando delicadamente a Hain del brazo:
—Por favor, cálmese, joven Hain. Mi hijo está bautizado y la magia pagana nada puede contra el sacramento del bautismo. Nosotros, los cristianos, no creemos en la magia de los hechiceros. Eso son supersticiones.
Hain respiraba con dificultad.
—Madame Eglantine, la magia africana es muy poderosa y el rabino es un hombre santo. Me ha costado una fortuna que me haga un amuleto para alejar a los demonios.
Y sacó del bolsillo una especie de bolsa peluda que guardaba algo en su interior. Se acercó a toda prisa a mi almohada y yo me alerté:
—¡Hain, aleja de mí esa porquería!
El judío ladró:
—¡Es un amuleto con párrafos de la tora escritos con la sangre del rabino y el corazón disecado de una serpiente!
Mi madre exclamó:
—¡Qué amuleto tan repugnante!
Estábamos discutiendo sobre si debía o no permitir que mi amigo me metiera aquella basura bajo la almohada, cuando oímos trinar en la puerta:
—¡Hola! ¡Estamos aquí!
Y, posando en la entrada con el aspecto de un icono pop de los setenta, ataviada con un atrevidísimo vestido minifaldero aparentemente diseñado por Mondrian y absolutamente fuera de lugar y de contexto, se encontraba la hermosísima Corinne acompañada por Louis.
De repente me sentí muy fatigado y cerré los ojos musitando:
—Me gustaría dormir un poco.
Lo último que oí fueron las protestas de Hain mientras Raymond le arrastraba fuera de la habitación junto con el amuleto y el respetuoso saludo de Louis a mi madre. Me había cansado mucho y tardé al menos dos horas en despertar.
Cuando lo hice, mi madre, Louis y la bella Corinne estaban hablando en voz baja para respetar mi reposo. De hecho, los visitantes tardaron muy poco en despedirse. Louis me apretó la mano.
—¡Vaya susto que nos has dado! Espero que a partir de ahora te tomes las cosas con más calma.
Corinne me besó en la mejilla y me dedicó un guiño lleno de picardía.
—Recuerda, Erik, que tenemos una cita en Bretaña. No te la perdono, cuando salgas del hospital, llámame.
En cuanto se marcharon, mi madre me comentó sus impresiones:
—Tu amigo el francés es un caballero muy educado y la joven es muy moderna, demasiado. Me parece hasta un poco descarada.
Corinne, en efecto, no era nada convencional, pero me parecía la compañera ideal para vivir una bonita aventura sin más complicaciones. Tranquilicé a mi madre:
—Es tan sólo una amiga, mamá, una chica muy simpática a la que también le gusta el arte.
Mi madre me miró a los ojos.
—Hijo, ésta tampoco es.
Suspiré.
—Lo sé, mamá, pero yo no la busco. La que tenga que ser aparecerá.
Mi madre me preguntó:
—¿Y cómo sabrás que es ella? —Añadió—: No, no me respondas. Eso se siente. —Fantaseó—: Seguro que será un hada.
Apostillé:
—Un hada o un gnomo. Pero será mágica, seguro que sí.
Al cabo de una semana en el hospital pedí el alta voluntaria y no me la dieron, así que, sencillamente, ignorando los consejos de Eglantine, llamé a Raymond para que fuera a buscarme y me largué. A mi madre, que estaba bastante enojada, por cierto, la devolvieron en coche al camino del Paraíso. No cesó de reñirme hasta el último momento:
—La convalecencia la tienes que pasar en casa, cariño mío. ¿Quién te va a cuidar en la granja?
Intenté tranquilizarla:
—Mamá, no necesito cuidados, y mis hombres estarán conmigo.
Ella rezongaba:
—Sí, sobre todo el joven Hain y sus espantosos amuletos. Cariño, te digo que ese hombre es un desequilibrado. Y el resto de tus amigos me parecen demasiado adustos y poco cariñosos.
Dominé un escalofrío al pensar que alguien de mi equipo pudiera ser calificado de «cariñoso».
—No, mamá, no son cariñosos. Para nuestro trabajo, ya sabes, las antigüedades, es suficiente con ser leal y capaz, y ellos lo son.
Raymond me condujo hasta la granja. Estaba extrañamente silencioso y, cuando llegamos, vi a Hervé y a André en la puerta. Estaban nerviosos. De inmediato pensé en lo peor.
—Raymond, ¿hemos tenido problemas con la policía?
Mi hombre negó con la cabeza.
—No, Erik, no hemos tenido problemas. Tan sólo son las cosas de Hain.
Los obreros salieron de los almacenes para saludarme, pero la sorpresa me esperaba en el interior de la granja, concretamente en el salón. De entrada vi flores blancas, al menos diez jarrones desbordantes de hermosas flores blancas. Murmuré:
—Me parece excesivo.
Pero, para mi estupefacción, lo siguiente que vi fue a Hain sentado junto a una dama africana que llevaba un pañuelo en la cabeza, que se estaba fumando un puro y entre los brazos sujetaba una gallina blanca. La dama en cuestión, nada más verme se levantó de la silla con cierta torpeza, vino hacia mí y me soltó justo en la cara una bocanada de apestoso humo de habano que me hizo toser y lagrimear. Mientras, Hain exclamaba alborozado:
—¡Erik, bienvenido! ¡Te he traído a una santera para que te quite el mal de ojo!
La dama empezó a canturrear una especie de salmodia y soltó a la gallina, que, cloqueando, empezó a dar vueltas por la habitación. Me dirigí a Hain y sentí un amago de taquicardia:
—¡Hain haz salir inmediatamente de mi casa a esta mujer, a la gallina y al puro! ¡Y lárgate tú también!
Wolf se adelantó, tomó firmemente del brazo a la santera y la condujo hacia la puerta. La mujer, confusa, no dejaba de canturrear y echar humo. Gilbert agarró la gallina y la tiró por la ventana, y Raymond empujó a Hain, que se defendía gritando:
—¡Es un ritual afrocubano, vudú y santería! ¡Me ha costado mucho dinero traer a la santera desde París! ¿Y éste es el agradecimiento que recibo? ¡Aquí estáis todos locos!
Yo era el único que, efectivamente, corría el riesgo de enloquecer. Me senté, bastante agitado, en el butacón que había frente a la chimenea. André y Hervé tomaron asiento a mi lado en silencio y Raymond volvió a entrar con una lista de las llamadas que había recibido y a las que tenía que responder.
—Erik, están llamando todos los coleccionistas para interesarse por ti. Creo que aquí no te van a dejar descansar tranquilo, es imposible. ¿Qué hacemos?
Respondí:
—Tengo el encargo del Leonardo, así que mañana me iré a Bretaña con el material de pintura. Me llevo a Wolf y a Hervé, porque quiero que, de paso, me miren unos objetivos.
Raymond me hizo una seña para que habláramos a solas y le acompañé al despacho.
—Erik, deberías llevarte al Normando, porque Hervé está todavía muy verde.
Le di la razón:
—Lo sé, pero es un buen soldado y le necesito para que vuelva a entrenarme. Hervé es un maestro y yo necesito recuperar la forma. Raymond, tengo que comprobar si esta herida de mierda en el corazón ha sido tan grave como dicen, tengo que ponerme a prueba, porque no puedo correr el riesgo de poner a los hombres en peligro reventando sobre un trabajo.
Mi hombre estaba inquieto.
—Empieza suave y despacio, Erik. Tu motor se ha averiado y quizá ya nunca vuelva a ser el de antes. Sobre todo, no te fuerces y, si hay que dejar los trabajos, se dejan.
Yo era cabezón.
—Raymond, aún tengo muchas cosas que hacer. La herida está en el corazón, peor sería que la tuviera en el cerebro o en los bajos pero ésos están intactos, te lo aseguro.
Partimos los tres hacia Bretaña con el maletero cargado con los útiles de pintura, todo tipo de herramientas especiales, las armas encima y, por mi parte, un gran alivio, ya que necesitaba la quietud de mi presbiterio y abstraerme un poco pintando. Además, iba a pintar un Leonardo. Se lo expliqué a mis amigos:
—Es un reto para cualquier falsificador. Robar el alma a los impresionistas no es difícil, pero ante Leonardo yo me siento poco más que un discípulo, un simple aprendiz, porque él es Renacimiento puro, el artista que llevaba su espíritu a todas las áreas del saber.
Wolf no estaba de acuerdo:
—Mira, jefe, yo no conozco al tal Leonardo, no sé quién es, pero tú también sabes mucho. Todos dicen que eres el que mejor falsificas y el que más sabe de arte.
Hervé también alababa mis conocimientos:
—Wolf tiene razón. Apuesto lo que sea a que ese Leonardo no habría aguantado los entrenamientos del sargento y tampoco habría sido capaz de coger una talla española, fea como un pecado, y hacer una virgen de esas tuyas que se llevan los alemanes porque creen que son auténticas. Además, ese tipo era de la antigüedad; a lo mejor sabía tirar con una ballesta o algún artilugio así, pero no tenía ni idea de usar el calibre como lo usas tú ni de desactivar alarmas. Ése, en la vida de hoy, habría sido un inútil.
Parpadeé espantado ante el hecho de que alguien llamara «inútil» a Leonardo. Le repliqué:
—Leonardo es el arte, el conocimiento y la imaginación. Si viviera hoy, estaría diseñando bombas atómicas y, aparte de pintar, habría inventado los mejores subfusiles del mercado.
Ante la nueva apariencia bélica que tomaban los inventos del gran italiano, mis hombres se conformaron. Llegamos al presbiterio después de un tranquilo viaje, puesto que no nos habíamos parado en ningún objetivo. Tan sólo nos detuvimos para llamar a Louis desde un teléfono público; le dije que estaba de vuelta y que esperaba que se acercara a visitarme.
La casa estaba helada y emanaba un tenue olor a humedad pese a que los encargados la ventilaban y limpiaban periódicamente. En el taller de pintura me esperaban la cabeza de mi cristo y algunos bocetos que demostraban que allí habían vivido impresionistas. La paleta estaba totalmente seca, así que el primer día me afané en limpiarla para fabricar una nueva gama de colores, los que necesitaría para la falsificación. Se trataba de una paleta variada, pues la obra era colorida. Lo más difícil iba a ser la utilización de los barnices.
—Atiende, Hervé. En este cuadro, o acierto con el barniz, la pátina y el craquelado o no hay cuadro. —Observaba con la lupa cada detalle de la gran fotografía—. Además, esta obra está tocada por algunas partes. Debieron de tratar de restaurarla en algún momento y también intentaron limpiarla en un extremo, pero pararon.
Wolf no quería ser indiscreto.
—Perdona, Erik, pero llevas una hora mirando la foto con la lupa. ¿Qué es lo que buscas?
Estábamos en la gran mesa de sacristía y yo me afanaba sobre la obra.
—No busco, me estoy aprendiendo el cuadro. Cada obra que falsifico es una lección que debo aprender de memoria, de la misma forma en que los chavales aprenden en la escuela, exactamente igual.
Los tres primeros días en Bretaña fueron tranquilos: yo me dedicaba a montar el taller para el nuevo reto y Hervé, de inmediato, me habló de mi recuperación física:
—Erik, yo he venido para hacer algo en concreto, no sólo por acompañarte. —Añadió apresuradamente—: Aunque, si te tengo que acompañar, ése es mi trabajo. Pero lo importante es volver a ponerte en forma física.
Alegué:
—Hervé, la forma física no se pierde en un mes.
Me respondió:
—He visto a hombres que han ido al gimnasio después de problemas con el corazón y han tenido que empezar desde el principio. Eran hombres mayores que no hacían combate, pero los monitores les ponían ejercicios especiales. Después de un infarto, no puedes luchar sin más, porque te puede explotar el corazón. Hay que ir probando poco a poco, ver hasta dónde aguantas y, sobre todo, al principio, no fatigarte.
Me molestaba que me trataran como a una especie de inválido, pero Hervé tenía razón. A las siete de la mañana, aún de noche, saltábamos de la cama y hacíamos una serie de ejercicios y de suaves tandas de flexiones. Después, andábamos, nada de correr. Lo cierto era que el mes en el dique seco me había pasado factura.
—No te equivocabas, Hervé. Si forzara un poco más, creo que me cansaría. Pero por ahora vamos bien.
Así, fuimos adquiriendo una agradable rutina de entrenamientos, largas horas en mi taller y nuevos ejercicios por la tarde. Finalmente, tras la primera semana, en el camino del presbiterio apareció un Volvo verde y de él bajaron Louis y la simpática Corinne. El primero iba a hacer una visita de cortesía; ella, al parecer, tenía la intención de quedarse, ya que Louis bajó del vehículo un elegante juego de maletas femeninas. El icono de los setenta me abordó de inmediato moviendo su melena rubia:
—¡Ya estoy aquí! ¡Qué bello lugar! Te agradezco que me invitaras, me encanta.
Era cierto que yo la había invitado, pero su presencia en aquellos momentos me fastidió. No obstante, no quise ser descortés y ejercí de anfitrión de manera impecable. Les hice señas a mis hombres para que no hicieran gestos de extrañezas ante el atuendo de la rubia —una especie de vestido hecho con placas metálicas o algo similar—, pero ella debió de darse cuenta de nuestra extrañeza, porque trinó:
—¿A que te encanta mi modelo de Paco Rabanne? ¡Yo adoro a Paco!
Louis disimulaba la risa mientras me explicaba:
—He tenido que traer a nuestra petite amie, porque, cuando ha sabido que estabas en Francia, no ha habido manera de disuadirla. Corinne es una chica muy especial.
23. La exquisita viga de gloria
Y lo era, porque se instaló en el presbiterio y, desde el primer momento, lo llenó de animación. Hasta a mis hombres les cayó bien. Era una criatura del sol y encantadora que bromeaba con todo el mundo, contaba anécdotas divertidas y tenía todo tipo de ideas estrafalarias que iban más allá de su atrevida manera de vestir. Además creía firmemente en el amor libre y así me lo hizo saber de inmediato:
—Haz el amor y no la guerra. Eso decían en la comuna en la que estuve en Inglaterra; una gente maravillosa, y el gurú era ideal. Yo sigo sus enseñanzas. ¿Tú no tienes gurú?
Estábamos en el comedor, eran las doce y yo llevaba desde las siete trabajando. Corinne acababa de levantarse y llevaba una especie de túnica hindú. Negué con la cabeza y la joven siguió parloteando.
—Pues es fundamental tener un gurú y hacer meditación. Muchos de mis amigos ya han ido a Nepal. El budismo es la única religión que va con nuestra época, el resto está anticuado.
Repuse con suavidad:
—Depende de cómo lo mires. Pero no me interesa el budismo. —Musité para mí—: Aún tengo muchos libros en piedra que leer e investigar.
La rubia no lo comprendía:
—Dime, ¿qué es eso de los libros de piedra? Debe de ser muy nuevo, porque no he oído hablar de ellos en mi círculo, y te aseguro que mis amigos son lo más avanzado de París.
Le aclaré con tono neutro:
—Cada catedral es un libro en piedra que hay que estudiar y descubrir. Pero no es nada moderno, son cosas mías.
La distancia espiritual que me separaba del icono pop de los setenta era abismal, pero la joven era alegre y desinhibida y yo simplemente vivía con ella una agradable aventura, sin más complicaciones. Yo pasaba largas horas trabajando sobre el Leonardo y ella las aprovechaba para coger el coche e ir a la ciudad más cercana. En ocasiones, para mi disgusto, oía a lo lejos sus discos de The Beatles o sus melodías del Hare Krishna —repetitivas y absurdas en aquel ambiente casi monacal—. Corinne entró en mi vida y se quedó, pero para mí no era más que una amiga agradable, bastante excéntrica, muy similar a un ave del paraíso. Era una chica en multicolor y un soplo de modernidad tras la rigidez de Elisa y la excesiva distinción de Roxana. Mis hombres no lo entendían, pero la apreciaban aunque hasta tenían que ponerle el desayuno y el almuerzo delante, porque en el presbiterio aquella singular joven no se molestaba ni en ordenar su ropa. Decía:
—El trabajo del hogar es alienante; te quita mucha libertad, y yo adoro la libertad.
Así, tras los quince primeros días en Bretaña, la simpática libertaria ya se había asentado junto con sus discos y sus manuales de meditación, amén de su ropa de Paco Rabanne y un equipo de maquillaje digno de las estrellas de la ópera de París que utilizaba prolijamente con resultados sorprendentes. Yo comenzaba, con precaución, a utilizar los pinceles en el óleo de Leonardo que ya estaba manchado, así que decidí que había llegado el momento de enviar a mis hombres a controlar un par de objetivos. Yo, por mi parte, pensé en hacer la primera incursión para el encargo de la viga de gloria de Herr Ernest. Avisé a Corinne:
—Vas a tener que quedarte sola unos días, porque tenemos que viajar.
La chica se espantó:
—¡Qué horror! Me moriré de miedo si tengo que quedarme sola en esta especie de iglesia. ¿No podría acompañarte?
Negué.
—No, voy a una excursión rápida, serán un par de días.
No dije nada más, pero, cuando a la mañana siguiente bajé para coger el coche, la bella Corinne se encontraba en el interior del vehículo ataviada con un modernísimo y llamativo abrigo rojo. Nada más verme, comenzó a suplicar:
—¡Déjame acompañarte, por favor! ¡Adoro las excursiones! Te aseguro que no te molestaré.
En realidad, ya me estaba molestando, pero lo que iba a hacer era una simple inspección; además, era la primera vez que iba a coger un coche para hacer kilómetros tras el infarto. Wolf, que había salido tras de mí y que se iba con Hervé, me aconsejó:
—Jefe, ve con Corinne. Nosotros no nos quedamos tranquilos si conduces solo. Son muchos kilómetros, así que, si ella no te acompaña, iremos uno de nosotros dos. Es la primera vez que viajas solo y lo mismo te pones malo o te cansas.
Corinne trinó:
—¡No hay problema! ¡Si Erik se cansa, conduzco yo! Nos turnaremos al volante. ¡Qué divertido!
Nada más iniciar la excursión, el icono pop introdujo en el casete una de sus cintas de música hindú. Yo la saqué suavemente.
—Lo siento, Corinne, en esta pequeña excursión sólo oiremos a Brassens y a Moustaki. Son más apropiados para el lugar al que me dirijo y para lo que tengo que ver.
La joven lanzó una carcajada.
—¡Qué cantantes tan serios!
Pero se conformó; de no haberlo hecho, la habría obligado a bajarse del coche sin más prolegómenos, porque la modernidad de Corinne resultaba a veces muy cargante. Fueron seis horas de viaje en las que conduje sin el menor asomo de fatiga. Llegamos al lugar que me interesaba, una antiquísima ermita, por la tarde, tras hacer una rápida parada para almorzar una ensalada.
El problema con el que me encontré me resultaba familiar: el templo estaba cerrado. Vi, no obstante, una granja cercana, así que decidí acercarme a preguntar a qué hora abrían o si algún vecino tenía la llave. Me dirigí hacia ella y aparqué el coche algo lejos, en la carretera. Le dije a Corinne:
—Quédate aquí, voy a preguntar a esa granja.
Me acerqué a llamar a la puerta de la vivienda. Los granjeros me atendieron con amabilidad y, para mi satisfacción, me comunicaron que ellos tenían la llave de la ermita y que el hombre me abriría la puerta. Acepté sin temor alguno las segundas partes en caso de que hubiera problemas: llevaba un coche que me había dejado Louis, un gorro de lana que impedía que se me viera el pelo y gafas de sol Ray-Ban. Resultaba, de alguna manera, inidentificable, así que me dirigí con el granjero hacia el templo. Al vernos, Corinne bajó del coche con su llamativo abrigo.
—¿Puedo ir con ustedes?
Gruñí:
—No, es un momento, quédate en el coche.
Cuando entramos en la nave central, la primera impresión que recibí fue un fuerte olor a humedad con lejanos ecos de incienso. Le iba explicando al hombre:
—Soy fotógrafo, y voy buscando rincones especiales de Francia para una guía de viajes.
Llevaba la cámara colgada al cuello y fingí poner atención en el retablo del altar mayor. Sin embargo, automáticamente, busqué con la mirada la viga de gloria. Allí estaba: era descomunal —medía al menos quince metros—, absolutamente mística y estaba llena de tallas exquisitas —puramente románicas— a los lados del cristo central. Estaba muy alta, a unos cinco metros del suelo, y era una exquisita obra de arte, una exaltación del más puro simbolismo religioso. Sin embargo, su belleza había de adivinarse, ya que no tenía ningún tipo de iluminación y no destacaba en modo alguno. De hecho, es probable que, de no haber ido a buscarla a propósito, jamás la hubiera descubierto en el marco de un trabajo convencional.
Le hice un par de comentarios al granjero acerca del tiempo, tomé un par de instantáneas del retablo —que era de una época que a mí no me interesaba— y me despedí del señor con la mayor cortesía, agradeciéndole las molestias que se había tomado con una propina que aceptó sin inmutarse. Volví al coche y me encontré a Corinne un poco ceñuda.
—¿Por qué no he podido entrar? No es que me interesen las iglesias viejas, son muy aburridas, pero en el coche me he aburrido aún más. No soporto a Georges Brassens, ¡es muy aburrido!
Murmuré:
—¡Y tú eres tan estúpida!
Pero me disculpé y tomé el camino de vuelta ante la estupefacción de la chica.
—¿Volvemos ya? ¿Ésta era la excursión? Habría sido mil veces más divertido ir a París. Hay algunas exposiciones que están muy bien y te podría presentar a mis amigos. Son escultores, pintores y diseñadores de moda, gente de la bohemia, muy rive gauche…
Yo iba meditando sobre el encargo de Herr Ernest y las enormes dificultades técnicas que entrañaba. Pero, sobre todo, acerca de que era prioritario que aquella diva de la modernidad regresara a París lo antes posible. Teníamos que movernos y trabajar, así que no era el momento de tener invitados en el presbiterio, a pesar de que Corinne, más que una invitada, era una agradable aventura, una «novieta», como dicen ahora los jóvenes. Pero todo tiene su momento y jamás me ha gustado mezclar mi vida privada con la profesional dado que suele dar pésimos resultados.
En el presbiterio, me reuní con mis hombres y le anuncié a la rubia beldad que, sintiéndolo mucho, debía regresar a su casa, pues nosotros teníamos que viajar por motivos de trabajo. Fueron tres días de continuas quejas. Mientras yo me afanaba sobre el Leonardo —que estaba prácticamente acabado, porque no era un cuadro de gran formato—, Corinne protestaba:
—Creo que me he equivocado. Pensaba que tú sentías por mí el mismo interés que yo por ti.
La aplaqué mintiendo:
—Por supuesto que me interesas. Mira, en cuanto acabe en Francia, debo ir a Bélgica, así que te invito a pasar unos días en Bruselas, te enseñaré mi país.
La joven torcía el ceño.
—¿Me lo prometes?
Crucé los dedos.
—Claro que te lo prometo. Te llevaré a los mejores museos de Bruselas —y añadí con rapidez para hacer más atractiva la oferta— y a las mejores boutiques de la ciudad.
Lo de las tiendas de moda debió de convencer a aquella cabeza llena de pájaros, porque accedió a marcharse en tren a París. Recuperamos al fin nuestro espacio vital y el presbiterio volvió a su ambiente casi monacal. Lo comenté con los hombres:
—Corinne es como ir de vacaciones a Cannes: fantástica para pasar quince días, pero luego hay que volver al mundo real, porque las vacaciones en exceso también aburren.
Lo primero que hice tras la liberación, fue contactar con Herr Ernest telefónicamente:
—He visto la viga de gloria y es magnífica, pero si usted la quisiera entera tendríamos que ir con una grúa, porque es imposible de transportar, así que entiendo que lo que desea son las tallas. ¿O me equivoco?
El banquero suizo guardó silencio durante unos segundos y luego preguntó:
—¿Qué dimensiones exactas tiene la viga?
Respondí:
—Debe de medir quince o veinte metros y además creo que sostiene el techo de la ermita. ¿Es que no la ha visto?
El banquero reconoció su fallo:
—No la he visto físicamente. La descubrieron para mí. Pero, las tallas ¿son tan magníficas como me las han descrito?
Recordé con una pizca de emoción:
—Son divinas.
Las pausas del suizo se me hacían eternas.
—Supongo que si conseguimos las tallas usted podría encontrarme una viga adecuada en la que montarlas en condiciones y que no desmerezcan.
Pensé con rapidez en algunas iglesias españolas semiarruinadas que había visitado.
—Por la viga en sí no hay problema, creo que se la podría proporcionar.
Herr Ernest era insistente.
—¿Y me montaría usted las tallas personalmente? Podría hacerlo en mi mansión, le habilitaría un taller.
—No hay problema, quedamos así.
El banquero se despidió:
—De acuerdo, buena suerte y que el Santo Grial le impregne con su luz.
Me mofé un poco:
—No se inquiete, Herr Ernest, la luz me acompaña, pero en cuanto al grial conozco al menos cuatro, más una jarra grial del siglo XI en Nájera, así que resulta difícil saber cuál debe impregnarme. Yo, la verdad, me inclino por la jarra española.
Antes de trabajar la viga, le di el golpe definitivo al Leonardo recreándome en los barnices y utilizando toda clase de trucos siguiendo la inspiración de los grandes maestros. También me empeñé en el viejo bastidor. Para adecuarlo a las dimensiones exactas de la tela, lo tensé con cuidado, más que nada para que la obra quedara presentable, ya que, lógicamente, el judío neoyorquino se la llevaría sin bastidor. Obtuve un resultado digno, así que ya sólo faltaba entregarle el lienzo a Samuel para que realizara su pequeña jugarreta; eso, y conseguir una furgoneta en condiciones para atacar el objetivo de la viga de gloria.
Louis había conseguido un nuevo titi que me entregó el vehículo en Bretaña. Diseñé con mis hombres el trabajo sentados alrededor de la mesa de sacristía, que era un mueble muy inspirador.
—Vamos los tres con los útiles de escalada. Como siempre actuamos de noche. La puerta es fácil, la abriremos con una palanqueta normal. Hay que enganchar algo y subirse sobre la viga para ir bajando las tallas. Uno se queda en la puerta vigilando.
Mis hombres atendían en silencio. Resultaban compañeros muy poco animados. Hervé era silencioso por naturaleza e incluso para entrenarme a diario utilizaba frases cortas. Wolf, sencillamente, no era muy locuaz, tenía demasiada amargura acumulada a causa de su pasado.
Utilizamos dos vehículos. Hervé y yo íbamos delante en un coche y Wolf detrás con la furgoneta. Escuchamos música de Ray Connif en todo momento. Tras horas de viaje, llegamos al objetivo. El paraje estaba muy solitario, a excepción de por las granjas desperdigadas. Aparcamos el coche en un lateral y la furgoneta junto a la puerta. La palanqueta nos ayudó a acceder a la iglesia y, una vez dentro, alumbré con mi potente linterna la maravillosa viga. Llevábamos todos los útiles de escalada. Arrojamos un par de veces la cuerda con el gancho hasta que conseguimos fijarla. Entonces, comencé a ponerme los guantes para subir. Hervé me agarró del brazo.
—Erik, subo yo. Son muchos metros y hasta puede que la viga no aguante el peso de un hombre y se parta. Subo yo, que sé caer mejor.
Me negué:
—Si se cae la viga, creo que se desploma la ermita entera, porque parece sujetar las paredes. —Hablábamos en voz muy queda—. Hervé, no olvides que yo también sé caer.
Mi hombre respondió:
—Pero yo no he tenido un infarto hace un par de meses.
Concluí:
—Ni sabrías qué hacer con las tallas ni cómo retirarlas una vez arriba. Podrías destrozarlas. Tú te quedas abajo y las vas recogiendo cuando yo las baje con la cuerda. —Recogí del suelo la mochila donde llevaba el material para retirar las tallas—. Ayúdame a ajustarme la mochila y no te preocupes.
Wolf gruñó:
—La mochila pesa y subir cargado fatiga mucho. No tiene ninguna gracia morir enterrados bajo los escombros de una vieja iglesia si la viga cede.
Me impacienté.
—Nada va a ceder. Tú, sal fuera para vigilar, así no morirás.
El luxemburgués rectificó, apresurado:
—No es por morir, Erik, eso es un accidente del oficio; es que este trabajo es muy complicado y tú has estado enfermo.
¡Joder con la enfermedad!
—¿Pues sabéis qué os digo? Que si me revienta el corazón prefiero morir abrazado a una viga de gloria que a alguna estúpida. Voy a subir.
Comencé a escalar mientras todos guardábamos absoluto silencio, atendiendo tan sólo al crujido de la madera. La viga parecía firme y yo iba muy lentamente, preparado para saltar si se producía el más mínimo incidente o si aquello cedía. Sin embargo, para mi fortuna, la madera permaneció en su sitio y, una vez arriba, me coloqué a horcajadas sobre ella y comencé, con ayuda de la linterna, a examinar cómo estaban fijadas las tallas. Por suerte, las obras estaban sobre la viga y no talladas en ella, así que con ayuda de instrumentos como una palanca y un serrucho, empecé a desgajar aquellas delicadas y polvorientas obras de su soporte de un extremo al otro. Fue una labor de horas, actuaba muy despacio para no dañar aquel tesoro olvidado. Después, bajaba las tallas con ayuda de una cuerda, amarradas con firmeza; Hervé las recogía abajo y las llevaba hasta la furgoneta, donde Wolf las envolvía en una capa de gomaespuma para que no se deterioraran durante el transporte. Antes de hacerlas descender, yo las besaba con devoción en la cabeza, emocionado por tener la oportunidad de acariciarlas.
Me restaban muy pocas, tras una larga noche de trabajo, cuando oí el inconfundible ruido del motor de un coche que se acercaba. Hervé me avisó:
—¡Erik!
Pero yo ya me había colocado los guantes y estaba deslizándome por la cuerda. El coche se acercaba y salí al exterior. Clareaba el alba y por la carretera apareció un jeep cuyos faros nos iluminaron. El vehículo se detuvo en seco y yo me acerqué con rapidez al coche que teníamos aparcado en la parte lateral de la iglesia para sacar un arma por pura precaución. En realidad, pensaba que el jeep seguiría su camino. Pero me equivoqué, porque de él bajaron al menos cuatro hombres. Eran, sin duda, cazadores e iban armados con escopetas. Comenzaron a gritarnos:
—¡Eh! ¿Qué están haciendo en esa iglesia? ¡Alto, no se muevan, vamos armados!
Y dispararon dos veces al aire para amedrentarnos. El amanecer era hermoso y el paisaje lo era aún más. Olía a hierba y a tierra mojada. Hervé sacó la pistola y comentó:
—¡Qué fastidio!
Yo, sin decir ni una palabra, me situé justo en medio de la carretera y lancé, por encima de las cabezas de los cazadores, una primera ráfaga de subfusil. Inmediatamente después, disparé una segunda tanda sobre el jeep. Los cazadores se quedaron paralizados, dieron un grito y, tras un disparo al aire —que sonó como si fuera de puro compromiso—, dieron la vuelta e intentaron huir en el vehículo. Disparé una tercera ráfaga, aquella vez más seria, y los tipos saltaron del jeep y salieron corriendo por la carretera abandonando su medio de transporte. El trabajo estaba casi finalizado y regresé corriendo al interior. Dejé el subfusil en manos de Wolf y me puse los guantes.
—¡Subo!
Hervé me siguió a toda prisa.
—¡Déjalo, Erik! ¡Quedan tres tallas y esos tipos van a dar aviso!
Trepé como un mono y, con los labios firmemente apretados, arranqué sin más dilaciones las tres tallas restantes y comencé a bajarlas sin más ceremonia, ahorrándome incluso el beso. Fueron al menos cuarenta largos minutos en los que mis hombres no soltaron sus pistolas. Cuando culminé el trabajo, me deslicé por la cuerda, la desenganché, recogimos con rapidez y salimos de la ermita, ya de día, sin que, afortunadamente, hubiera aparecido nadie por los alrededores con ánimo belicoso.
El francés permanecía serio.
—Esto me ha parecido una locura, en diez minutos podríamos haber tenido aquí a toda la gendarmería.
Respondí:
—El trabajo no se abandona más que en casos desesperados. Estábamos enfrente de un bosque y, por lo tanto, teníamos posibilidades de huir.
Me di cuenta de que estaba empapado en sudor y Hervé, que conducía, también lo notó.
—Estás sudando, ¿va todo bien?
Los médicos me habían proporcionado unas pastillas para el corazón y me tomé una.
—Me tomo una pastilla, pero no es por nada, tan sólo por si acaso. A mí disparar contra unos pamplinas no me afecta mucho.
Hervé añadió, juicioso:
—No es por los disparos, es por tanto subir y bajar; eso fatiga. Disparar fatiga el dedo, como mucho, especialmente si no te tomas la molestia de disparar a dar. Pero trepar es distinto.
Escuchábamos a Ray Conniff y la carretera estaba limpia y despejada. Wolf nos seguía con el furgón cargado, sabedor de que, al más mínimo inconveniente, la música cambiaría. Pero no pasó nada. Nos encaminamos a mediana velocidad hacia Bélgica sin cruzarnos con ningún control y pasamos la frontera por un lugar discreto. Sólo paramos un momento para repostar. Yo llevaba en el maletero del coche, bien embalado, el Leonardo, y mi fiel Wolf cargaba con un tesoro de misticismo, pero aun así llegamos a uno de los almacenes de la entrada de Bruselas sin problemas y descargamos antes de ir a la granja. Comenté:
—En Francia habrán comenzado la cacería.
Hervé seguía impasible:
—Claro, sobre todo porque ha habido tiros. Pero nosotros ya estamos aquí.
Reconocí:
—Tal vez nos haya ayudado la luz que me envió el banquero, o la de la jarra grial de Nájera. Me interesa esa pieza, es muy esotérica. Puede que vaya a por ella.
Wolf me aconsejó:
—Jefe, deja de pensar en el trabajo. No todo en la vida es trabajar, y tú te has cansado pintando durante horas ese cuadro que parece viejo y luego con la viga. Ahora debes divertirte, llamar a esa chica loca francesa tan simpática y descansar un poco. Eres joven, pero nunca descansas, ni vas a bailes o cosas así.
24. El financiador aristócrata y la Biblioteca Vaticana
En efecto, necesitaba descansar, pero antes había de cumplir con múltiples obligaciones. Al llegar al almacén, me encontré con problemas. No tenían nada que ver con mis hombres, quienes, siguiendo mis instrucciones concretas, habían atacado con éxito un par de objetivos, sino con Hacienda. Raymond estaba absolutamente consternado y la cara de nuestro contable presentaba aspecto de haber sido víctima de un escarmiento muy contundente. Ambos, Raymond y el contable, intentaban explicarme los hechos al tiempo:
—No ha sido culpa mía, señor. Lógicamente, teníamos que maquillar un poco las importaciones para pagar menos al fisco.
—¿Que no ha sido culpa suya? Este cerdo miserable lleva años equivocándose, creyéndose más listo que los de Hacienda y lo ha exagerado todo hasta el punto de que declaraba que, en lugar de importar antigüedades, traíamos «muebles viejos», como si fuéramos chatarreros.
El contable gimoteaba:
—¡Era por el bien del negocio! ¡Mi voluntad era ahorrarles dinero!
¡Lo que faltaba! Me dirigí a Raymond:
—¿Nos han pillado bien?
Afirmó:
—Tienen las listas de todas las importaciones legales y se han puesto a sumar. Si pagamos la cantidad que nos reclaman más la multa, nos quedamos en la ruina.
Repuse:
—Pues no se paga y se acabó.
Raymond era pesimista:
—Nos embargarán el almacén y la granja.
Mi rabia era auténtica.
—Ésos, en lugar de estarme agradecidos por traer tesoros artísticos a Bélgica, me castigan. En realidad deberían premiarme y hasta darme algún tipo de condecoración. —El problema era grave. Yo tenía dinero, pero también un grupo de hombres de los que debía hacerme cargo—. Si pago, tendré que empezar prácticamente de cero, y encima nos vigilarán a la hora de importar.
Mi amigo estaba muy preocupado.
—Si pagamos las tasas que corresponden por las importaciones, bajarán las ganancias, porque éstos van a investigar cada pieza y son capaces de determinar el valor exacto y hacernos pagar. Ya no haremos negocio.
Decidí con rapidez:
—No haremos negocio con «este» negocio montado aquí. Vamos a cerrar. Si tienen que embargar, que lo hagan. Nos trasladaremos a las Ardenas, a tu tierra, y empezaremos a funcionar allí. Ése era tu proyecto.
—Pero ¿vendréis todos a las Ardenas?
Negué.
—No, perderíamos movilidad. Nosotros nos quedaremos en Bruselas, pero las importaciones con España las llevarás tú directamente desde allí.
Noté que Raymond tragaba saliva.
—Entonces, ¿el equipo se separa?
Observé con atención el confortable comedor de mi granja. Habían sido muchos años operando desde aquel enclave.
—Sí, momentáneamente tendremos que separarnos. —Añadí—: Era algo previsible, todos tenemos proyectos a largo plazo: Gilbert y su campo de entrenamiento; Hain y sus inversiones; André y la universidad; Hervé y su familia; Jacques y sus viñedos. El único confuso es Wolf.
Raymond aclaró:
—Wolf y tú. ¿Qué planes tienes tú?
Sonreí.
—Yo quiero acabar mi vida en España. En una casa, en mi casa, llamada Gulnara de Sefarad. ¿Te acuerdas?
Mi hombre carraspeó.
—Sí, la flor del granado de España. Han pasado muchos años desde las fuerzas de ocupación en Alemania.
—Ha pasado una parte de nuestras vidas. Pero tenemos que seguir funcionando, desmontar todo esto, salvar lo importante y buscar un lugar en las Ardenas. Lo más importante es seguir funcionando. ¿Qué novedades hay, aparte de que nos quieren arruinar?
Raymond repasó la agenda.
—Samuel, ese judío paranoico de Nueva York, ha dejado un número de teléfono de Italia para que lo llames con urgencia y Bergman, el estudioso de «calidad museo», ha venido dos veces con un tipo muy remilgado. Te buscaba y quiere verte urgentemente. También ha llamado el banquero, bastante nervioso, y la baronesa insiste en regalarte dos cisnes. Quiere que les construyas un estanque para que naden. Edgar, el de Boston, pide tablas de ángeles con certificaciones y el doctor Martin…
Hice un gesto.
—¡Para! Llama al banquero y dile que venga a cargar y llama a Samuel para que recoja su Leonardo. Dile a la baronesa que si me manda los cisnes los degollaré en honor de las fábulas infantiles. Y los otros que se esperen.
Aquella tarde, reuní a mis hombres para relatarles brevemente nuestro encontronazo con el fisco y los nuevos proyectos.
—Raymond se traslada y nosotros nos quedamos. Hain, búscame una buena casa en Bruselas, de alquiler, que sea adecuada para instalar el taller de pintura y talla. Todo seguirá igual, pero utilizaremos más las naves de mercancía delicada y tendremos que apretarnos el cinturón, porque pierdo esto y tengo que pagar un nuevo almacén en las Ardenas.
Hain se inquietó.
—¿Tenemos problemas de liquidez? Lo digo porque este negocio vale dinero y vas a perder el almacén, la granja y el campo. Y encima tendrás que montarlo todo de nuevo en otro lugar.
Raymond intervino:
—Yo tengo mi dinero ahorrado, pondré la mitad.
Hain siseó:
—Yo invierto en oro con mi tío, no en antigüedades españolas.
Le espeté:
—Nadie te ha pedido nada. Tendremos que ser más rápidos en cobrarnos mi deuda con Francia, porque no me voy a pasar toda la vida haciendo lo mismo y cobrando de mala manera lo que esos asquerosos me deben.
Wolf rompió su silencio:
—Jefe, tú estás delicado de salud, tienes que poner una fecha para retirarte.
André era de su misma opinión:
—Ya has tenido un aviso con el corazón, así que tranquilo.
Estábamos agradablemente reunidos, tomando nuestro café con pasteles y hablando de forma amigable, cuando una visita vino a romper la armonía de uno de los últimos momentos que pasaríamos en aquel entrañable rincón.
Era Bergman, e iba acompañado de un hombre joven, aproximadamente de mi edad, con un aspecto impecable y apariencia distinguida; demasiado distinguida, tal vez, pues su pinta de gentleman inglés y la cadena de reloj que asomaba del bolsillo de su chaleco resultaban llamativas para aquel lugar. Mis hombres se levantaron y Wolf recogió la mesa con rapidez. Se veía que era una «visita de negocios» y no de cortesía. En efecto, resultó ser un tema de negocios, algo que me dejó totalmente descolocado.
Bergman fue el encargado de hacer la introducción. Dio la sensación de que tenía su intervención muy preparada, porque comenzó, digamos, por una aburrida exposición de motivos:
—Amigo Vanden Berghe, le ruego que disculpe que nos hayamos presentado aquí de esta manera, pero usted ya sabe cómo somos los estudiosos del gótico y el románico. Actualmente, en Europa, mis certificaciones tienen la consideración de expertizajes, porque he publicado numerosos…
Le corté con tono destemplado:
—Sé quién es usted y usted sabe quién soy yo, así que ahórrese los detalles y dígame lo que quiere.
Bergman pareció algo atribulado por mi falta de interés en su discurso. El presumido que le acompañaba cruzó las piernas con afectada elegancia mientras miraba al infinito. El estudioso prosiguió, en aquella ocasión con más prisa:
—El caso, amigo mío, es que no he querido importunarle, pero quería presentarle a mi queridísimo amigo Etiénne, al que le he explicado quién es usted. Está interesado en hacerle una importante propuesta.
Mi tono fue suave:
—¿Y me puede aclarar, si tiene la amabilidad, quién le ha dicho a su amigo qué soy yo? Más que nada por saber la opinión que tiene de mí, y sobre todo por aclarar quién le ha dado a usted autorización para que dé explicaciones sobre mi persona. —Pese a mi exquisita educación, Bergman enrojeció, confuso, como si le estuviera amenazando. Le aclaré—: Que conste que no le estoy amenazando, simplemente cuénteme el contenido de sus explicaciones, y ahora.
El estudioso enrojeció aún más y sacó un pañuelo para enjugarse el sudor de la frente. Entonces intervino el tal Etiénne, que, hasta el momento, había dado la impresión de estar elegantemente aburrido:
—Disculpe, señor, nuestro amigo Bergman, que es mi asesor para inversiones de arte, me ha dicho, sin más, que usted es el mayor experto en románico y gótico y el que consigue las más exquisitas piezas. —Se sacudió una imaginaria mota de polvo del pantalón—. Y yo tengo interés en invertir en usted, quiero invertir en el fenómeno que los coleccionistas llaman Erik el Belga.
Le contemplé sorprendido.
—Disculpe, pero yo no cotizo en bolsa.
Etiénne me miró directamente a los ojos por primera vez.
—Por lo que sé de usted, es un valor seguro. Para mí como si cotizara en bolsa. Soy inversor y sé lo que es mejor para mi dinero.
Bergman intervino con voz edulcorada:
—Etiénne es título.
Le miré con curiosidad pensando que aquel vanidoso estaba titulado por alguna carísima universidad.
—¿Qué clase de título?
La voz del estudioso adquirió un tono reverente:
—Es título nobiliario, su familia pertenece a la más rancia aristocracia.
Observé al «rancio aristócrata», que mantenía un ademán altivo.
—Entonces, ¿usted quiere invertir en arte? ¿Me puede decir en qué tipo de arte y cuánto está dispuesto a gastarse?
Aquel presuntuoso negó con la cabeza desmayadamente.
—No se equivoque: no quiero invertir en arte, sino en usted, en Erik Vanden Berghe. En una palabra, quiero ser su financiador y, lógicamente, obtener beneficios.
Le contemplé con recelo.
—¿Y qué es lo que quiere financiar con exactitud? Necesito que me hable claro, porque mi tiempo es escaso y hace mucho que dejaron de interesarme los acertijos.
Presentía que aquel asqueroso de Bergman se había ido de la lengua con aquel tipo y que le había contado de mi vida y actividades mucho más de lo estrictamente necesario. El aristócrata pareció animarse un poco.
—Quiero financiarlo «todo», es decir, todo aquello de lo que se pueda obtener beneficios. Me da igual lo que haga o a qué se dedique: si usted quiere importar plátanos, yo le financio, y si quiere buscar y vender arte, yo le financio también.
Mi respuesta fue rápida:
—Quiero llevarme la Biblioteca Vaticana, tengo el trabajo diseñado, ¿qué le parece?
Etiénne estaba definitivamente despierto:
—Me interesa, y mucho. ¿Cuánto necesita? Dígame la cantidad.
Me lancé:
—Diez millones de francos.
La mirada del aristócrata perdió su dejo de aburrimiento.
—¡Los tiene! Usted se ocupa de todos los trámites. Si me lo propone, es que me garantiza los beneficios.
Mi incredulidad no conocía límites: le acababa de proponer a un individuo que conocía desde hacía una hora el asalto a la Biblioteca Vaticana —que sería como haberle propuesto cualquier otro trabajo kafkiano y difícilmente ejecutable— y el tipo aceptaba con entusiasmo, sin la menor sombra de duda y sin interesarse ni tan siquiera por los detalles de la operación. Y Bergman, que era, sin lugar a dudas, tan cretino como el aspirante a financiador, suspiró encandilado.
—¡Qué espectacular trabajo, amigo Erik! Para incunables y grandes piezas, tengo la más selecta clientela de bibliófilos en diferentes países. Mi comisión es del diez por ciento, por supuesto. —Reflexionó durante unos segundos—. Del diez por ciento para el vendedor y otro tanto para el comprador, eso es innegociable. Además, estoy dispuesto a extender certificados, porque mis certificados gozan de un prestigio…
Corté la perorata de aquel lunático con un bufido:
—¡Ustedes dos están paranoicos! ¿Es que han venido a tomarme el pelo?
Etiénne pareció confuso y desencantado.
—¿Es que rechaza mi propuesta de financiarle el golpe al Vaticano? —Sacó de su cartera unos documentos—. Aquí tiene mis referencias bancarias, son impecables. Mi solvencia queda cumplidamente acreditada.
Recogí por puro compromiso los papeles que me tendía y pude comprobar que aquel tipo era escandalosamente rico. Entonces mi impaciencia se transformó en desconfianza y murmuré:
—Éste debe de ser una especie de psicópata de familia adinerada.
Pero, pese a desconfiar del equilibrio psíquico del financiador, lo cierto era que aquel individuo iba en serio y quería invertir su dinero en mí. Bergman seguía con su idea fija:
—Está claro que para los fondos bibliográficos del Vaticano hay que escoger minuciosamente a la clientela. Le garantizo absoluta discreción y total secreto profesional. ¿Para cuándo tiene previsto el trabajo?
Me dolió defraudarles, porque ciertamente tenía un asunto pendiente con la Biblioteca Vaticana y el sistema de alcantarillado de Roma era para mí una gran incógnita aún por resolver, pero les aclaré:
—Oigan, no estaba hablando en serio, ése es un trabajo que no me he planteado por el momento, es un tema para más adelante. —El financiador y el estudioso parecieron desinflarse—. Pero tengo otras propuestas de inversión interesantes en otros lugares. Además, en estos momentos en concreto, sí necesito financiación, porque mantener a mi equipo en activo es muy costoso.
El aristócrata, que había perdido definitivamente su distinguido aspecto de profundo hastío, se inclinó hacia mí con avidez.
—¿Me podría aclarar o dar algunos detalles de las propuestas de inversión? —Y añadió con rapidez—: Aunque, lógicamente, conociendo su fama, si a usted le parecen interesantes, yo le respaldo.
Bergman apostilló:
—Vanden Berghe lleva a cabo los trabajos mejor diseñados y más imaginativos de Europa. He hablado con gente de absoluta confianza y su fama le precede.
Murmuré, en plan mayo del 68:
—Sí, mi lema es «la imaginación al poder». —Luego, dirigiéndome al financiador, dije—: No le voy a dar detalles, ni le voy a aclarar nada. Mis asuntos son privados y confidenciales, tan sólo le garantizo los beneficios.
Etiénne se enfurruñó un poco y el resto de la conversación continuó por pura cortesía. Al despedirnos, quedando en seguir en contacto, Bergman hizo un rápido aparte conmigo:
—Erik, le he presentado a un hombre muy interesante. Habrá comprobado que posee una gran capacidad económica, pero sería aconsejable que le permitiera participar, de alguna manera, en sus proyectos. El problema de Etiénne es que está siempre terriblemente aburrido, no tiene nada que hacer, así que financiarle es, para él, una aventura.
Las palabras de Bergman fueron muy reveladoras para mí: aquel aristócrata era un desocupado que vivía una tediosa existencia dorada y confiaba en que yo disipara su aburrimiento y, encima, aumentara su patrimonio. Durante unos instantes, sentí la malvada tentación de llevármelo a un trabajo y obligarlo a trepar por los muros de alguna catedral, pero deseché la idea de inmediato: nadie de mi equipo merecía correr ese riesgo por hacer que un simple aficionado viviera unos momentos apasionantes en su monótona existencia.
Los siguientes días fueron muy movidos: Herr Ernest envió a un empleado de una agencia de ejemplar discreción a llevarse sus tallas, Raymond y mis abogados negociaban furiosamente con el fisco, Hain echó al contable de malas maneras y André me encontró una bella casa —casi un palacete— que alquilé de inmediato para comenzar a trasladar allí mi pequeña vida. Lo que no me esperaba en absoluto era que Etiénne, el de la rancia aristocracia, empezara a acudir casi a diario a visitarme. Me resultaba un fastidio, porque eran unos días en los que no podía prestarle atención. El aristócrata se entrometía, le proponía a Raymond financiar algunos camiones de España cuando estuviera en las Ardenas y se le veía deseoso de formar parte del grupo. Se mostraba colaborador en todo momento, pero mis hombres estaban advertidos:
—El marqués ese, o lo que sea, no es de nuestro equipo, sólo es alguien que quiere financiarme. Pero eso no implica que tenga que saber nada de nuestras actividades. Ya se cansará de venir aquí y se largará.
Pero no se largó. Insistió en comenzar a financiarnos ya, como si el dinero le quemara en las manos. Así, por quitármelo de encima, le encargué que alquilara o comprara un par de naves en las carreteras de acceso a Bruselas. Iba a necesitarlas porque había decidido mover los almacenes de mercancías delicadas todos los años, por pura precaución. Aquel Etiénne era como una pesadilla. Cuando me mudé a mi nueva residencia, presenció la mudanza, dio su opinión sobre la elegante zona en la que se encontraba y se ofreció a poner incluso a los pintores; dentro de su altivez, se le veía con ganas de agradar, pero a mí no me gustaba su insistencia, me resultaba demasiado obsesivo.
25. En Italia con Da Vinci
En aquella tesitura, la llegada de Samuel desde Italia fue como un soplo de aire fresco. Lo recibí en mi nuevo domicilio, aunque no había acabado del todo la mudanza. Era un lugar que no tenía el aire monacal y hermoso de mi granja, pero que poseía el lujo supremo de la decoración —techos altos— y los metros cuadrados suficientes para montar los talleres de talla y de pintura y que cupieran mis sólidos muebles antiguos y los cientos de libros de arte que me acompañaban. Samuel silbó ante las dimensiones del palacete.
—Es magnífico, es enorme, es refinado. Pero no es tu estilo, demasiado moderno, debe de ser del XIX, como mucho.
Tenía razón, pero cuando le saqué el lienzo del Leonardo olvidó sus apreciaciones estéticas y volvió a mostrarse todo lo judío neoyorquino que podía mostrarse. Analizó con atención el lienzo, por delante y por detrás, lo estudió con una lupa y lo comparó detalle a detalle con la foto del original mientras murmuraba apreciaciones técnicas y decía de cuando en cuando en inglés:
—¡Que se jodan los italianos!
Al final se volvió hacia mí con los ojos brillando de malicia tras los cristales de sus gafas.
—¡Excelente, Erik! Te digo que es indetectable. Me he pasado un mes yendo a diario a estudiar el original, cada dos días con un experto distinto. He seguido tu consejo de aprenderme el cuadro de memoria y te digo que éste es perfecto. Como decís vosotros: Chapeau!
Respondí con modestia:
—No es mi estilo ni mi época, pero puede considerarse una buena escuela de Leonardo.
Samuel se alteró.
—¡Nada de escuela! ¡Es Leonardo! Ya puedes ir quitándole el bastidor, porque mañana nos vamos a Italia para demostrar que mi pequeño truco dará resultado.
Negué con la cabeza.
—Lo siento, Samuel, pero no te puedo acompañar. Ya te avisé: yo he pintado el cuadro, pero no quiero saber nada más.
Entonces, aquel judío neoyorquino, que, indudablemente, tenía una vena histérica, enloqueció sin más. Primero se puso pálido, luego se levantó de un salto del sillón en el que estaba sentado y, de inmediato, comenzó a recorrer el salón en el que nos encontrábamos, aún a medio instalar y lleno de cajas de cartón repletas de libros, boqueando y rabiando mientras me dirigía acusaciones. Detenía su recorrido, se volvía hacia mí y me increpaba señalándome con el dedo:
—Tú, belga traidor, no vas a dejar a un socio como yo tirado por puro capricho. Estamos juntos en el negocio y ahora no te vas a quitar de en medio.
De nuevo, daba zancadas desde la chimenea hasta las balconadas mientras se pasaba las manos por la cara y se quitaba las gafas. Nueva parada, nueva acusación:
—¡Me he gastado una pequeña fortuna en hacer el montaje ante los propietarios! He contratado a expertos y hasta a profesores universitarios para que vinieran conmigo al banco a examinar la obra. Todos se han llevado buenos dólares por permanecer durante tres o cuatro horas como pasmarotes delante del jodido Leonardo. ¡Y ahora vienes tú a estropeármelo todo y hacerme perder dinero!
Me incorporé y le tomé del brazo obligándole a sentarse, porque había algo que no me cuadraba. ¿Para qué llevar a tantos expertos si la obra ya estaba expertizada? Entonces fui yo el que le increpé:
—Samuel, no has sido claro conmigo. Tienes una estrategia, es evidente, así que tranquilízate y cuéntame de qué va la historia y dónde entro yo, aparte de en pintar el cuadro.
El neoyorquino continuaba respirando con agitación y tuvo que tomar aire varias veces antes de ser capaz de hablar con un poco de calma:
—Erik, estamos juntos en esta historia. Tengo el Leonardo comprometido con un gran inversor que ha adelantado dinero para el plan.
Insistí:
—Eso quiero que me cuentes, el plan.
Se frotó las manos con impaciencia.
—El plan ha consistido en una veintena de viajes a Roma, en presentar el aval bancario para poder ver el cuadro y en poner como única condición a la familia propietaria que me permitieran estudiarlo a fondo con una serie de expertos antes de comprar.
Respondí:
—Me parece bien, pero ¿para qué tantos expertos?
El judío soltó por primera vez su risilla viperina.
—Muy sencillo: las primeras veces que acudí al banco a, digamos, estudiar la obra, me acompañaba siempre el propietario y permanecía conmigo las dos o tres horas que yo decía que necesitaba para analizar la pintura, un auténtico aburrimiento.
Yo no entendía nada.
—Lógico, pero ¿qué más?
Samuel comenzaba a disfrutar y sus ojos relucían tras las gafas.
—Luego empecé con los expertos, todos ellos con credenciales y aleccionados y pagados para que miraran fijamente el Leonardo durante horas. Por supuesto, entrábamos con las manos limpias y sin ninguna cartera, como mucho unos cuantos libros y la lupa. Al final, el propietario, aburrido y totalmente confiado por el aval bancario, empezó a salir de la cámara al rato de estar allí para irse a hablar con el director del banco. Hoy en día la confianza es total, creen que estoy estudiando el Leonardo centímetro a centímetro y haciendo una nueva expertización completa, así que voy solo a la cámara de seguridad. En el exterior siempre hay un vigilante y ni siquiera sospechan que podría tratar de hacerles alguna jugada. De hecho, actualmente los propietarios y yo tenemos una gran amistad.
Silbé porque era una maravillosa jugada.
—¿Y cuánto tiempo has tardado en que confíen en ti?
El judío se encogió de hombros.
—Llevo con el montaje más de un año, pero estoy financiado. Lo malo es que me financian con condiciones: si algo sale mal, tendré que devolver el cincuenta por ciento del dinero que el comprador ha invertido hasta ahora.
Algo seguía sin cuadrarme.
—Pero, Samuel, ¿esa gente sabe quién eres realmente?
Samuel afirmó:
—Por supuesto, hasta los he invitado a Nueva York y han estado conmigo en Norteamérica. La confianza es total.
Yo seguía disconforme.
—¿Y si en algún momento se dan cuenta de que su obra ha sido cambiada por una falsificación? ¡Irán a por ti!
El neoyorquino hizo un gesto de desdén.
—Mira, esa gente está vendiendo en plan confidencial para burlar al fisco. No quieren sacar el cuadro a subasta porque podría ser un escándalo por exportación de obras de arte y porque la comisión de la subasta es escandalosa. Cuando les diga que mi inversor va a esperar para comprar a que los expertos se pongan de acuerdo, continuarán intentando venderlo bajo cuerda. Tienen los certificados auténticos y una provenance espectacular del Leonardo; yo, como experto en arte, te digo que la tuya es una falsificación maravillosa, hasta yo picaría.
Insistí:
—Pero ¿para qué me necesitas?
Samuel suspiró:
—Vendrás conmigo como experto. Tienes que llevar los útiles que necesites camuflados dentro de un libro, sacar la tela del marco, retirarla del bastidor, tensar la falsificación y montarla para que quede impecable. Sólo tú puedes hacerlo.
Tenía razón, algo tan delicado requería la mano de un profesional que supiera montar la tela en el bastidor y luego volver a fijarla en el marco, además de retirar el original intentando no dañarlo. Pero había una dificultad.
—Samuel, hay un problema.
El judío botó.
—¿Qué problema?
Le mostré la foto.
—Mírala con detalle. Mejor dicho, recuerda el original. Está bastante deshidratado, al enrollarlo podríamos dañar la pintura y que salten escamas. Primero hay que fijarlo con un barniz y esperar a que seque.
El judío apretó los labios.
—No hay problema, visitaremos el banco varias veces. El primer día pones el barniz; el guardia que introduce el cuadro en la caja no lo notará, porque tan sólo toca el marco y con mucho cuidado.
—El barniz huele.
Samuel se irritó:
—¡Joder, Erik, para ya! Si huele, llevaremos un perfume fuerte, y pulverizaremos la cámara. Lo único que puede pensar el guardia cuando entre allí es que uno de nosotros es homosexual y abusa del perfume de mujer.
De repente, el plan me pareció atractivo y divertido. Yo iba a perder mi granja y mi almacén, los encargos me agobiaban, mantener a mi equipo era muy caro, necesitaba recapitalizarme y comprarle un viñedo en condiciones a mi leal Jacques, no confiaba en absoluto en aquel Etiénne el financiador y la inyección económica del Leonardo iba a suponer, al menos, la culminación del sueño de mi hombre encarcelado. Me decidí:
—Voy contigo, Samuel, pero en cuanto demos el cambiazo quiero cobrar mi parte. Le debo ese dinero a uno de mis hombres, que está en prisión y que va a salir muy mal.
El judío se interesó:
—¿Vas a comprar su silencio?
Me ofendí.
—No, voy a saldar una deuda de lealtad y amistad. Yo no compro silencio; como mucho, pago el valor, y eso no tiene precio.
Antes de partir hacia Roma, di instrucciones a mis hombres:
—Raymond buscará el lugar en las Ardenas; que vaya con André. Necesito que Hain y Hervé busquen en España unas cuantas vigas de quince o veinte metros. Hacedlo a través de Antón. Que sean lo más antiguas posibles, porque son para montarle Herr Ernest su viga de gloria. Wolf y Gilbert el Normando que viajen a Francia para examinar unos objetivos. Yo me voy a Italia durante unos cuantos días por trabajo, pero a la vuelta hay que seguir funcionando.
Todos apuntaron sus tareas con aplicación. Etiénne, aquel cursi insoportable, tenía apalabradas tres naves en los accesos a Bruselas, que iban a ser su primera colaboración en sus labores de financiador.
La simpática Corinne había telefoneado varias veces, pero yo no le había devuelto la llamada. Antes de marcharme, visité a mi madre para despedirme y la encontré mucho más animada. El retrato de las manos de mi padre presidía la chimenea de la casa del camino del Paraíso, el jardín estaba cuidado e impecable y la cocina había vuelto a transformarse en una especie de laboratorio de alquimista, pues estaba llena de plantas puestas a secar en las vigas y de botes con ungüentos. Eglantine volvía a la vida y contaba maravillas de mi hermano, a quien le iba muy bien en su matrimonio. Espiritualmente, cada regreso a mi hogar me suponía un impacto emocional importante, ya que siempre descubría que era el único lugar en el que me sentía plenamente feliz y en paz. Lo añoraba con todas mis fuerzas, por eso hablaba mucho con mi madre por teléfono. No obstante, trataba de espaciar las visitas para no debilitarme. Pero le confesé mis proyectos a la mágica Eglantine:
—Algún día, mamá, cuando me retire del arte, nos iremos a vivir juntos a España, al sur. ¿Tú sabes que hay lugares donde los almendros florecen en la última semana de enero?
Eglantine suspiraba encandilada y tenía una explicación:
—Eso es porque saben que tú vas a vivir allí y florecen la última semana de enero como regalo de cumpleaños, porque tú naciste un 1 de febrero.
Era un sueño y un proyecto: acabar nuestras vidas junto al Mediterráneo, empapados de la luz del sur y en una casa llamada Gulnara de Sefarad en la que todas las primaveras floreciera el granado. En mi casa podía soñar, pero en cuanto abandonaba el camino del Paraíso volvía a ser Erik el Belga y a retomar las riendas de mi realidad, una vida en la que pesaban mucho las deudas que Francia y Alemania habían contraído con mi padre, el viejo Henri, y, por derivación, conmigo. Lo de Luxemburgo era diferente, era algo muy simple: nadie había hecho jamás nada bueno en su vida por un ser humano llamado Wolf, que parecía haber nacido para ser machacado, y yo, en su nombre, iba a responder a ese machaque con algo espectacular, por pura justicia. Los hombres a veces no comprendemos que las leyes del Universo son distintas y que, en ocasiones, el Universo puede elegir a un hombre y convertirle en instrumento para reparar un mal injusto.
Samuel y yo viajamos a Italia en mi Mercedes para tener un buen período de tiempo para hablar y tramar. A medida que íbamos traspasando las fronteras, el plan del judío me parecía cada vez más ingenioso y atrevido, sobre todo cuando me confesó la última parte:
—La familia propietaria del cuadro y yo tenemos una excelente relación de amistad, pero soy aún más amigo del comprador del Leonardo. Además, como soy una persona muy ética y de gran seriedad profesional, ya les he anunciado a los propietarios que, caso de no salir esta operación, de todas maneras tengo a otro cliente interesado en la obra.
Me quedé confuso.
—Samuel, vamos a dar el cambiazo por una falsificación. ¿Estás diciendo que le has prometido a esa pobre gente buscarles un comprador para el Leonardo falso?
El neoyorquino parecía muy satisfecho de sí mismo.
—Por supuesto, yo nunca desprecio una ocasión de hacer negocios de arte. El Leonardo auténtico lo tengo comprometido con un inversor muy serio y no voy a tener problemas en certificarlo. En cuanto a la excelente falsificación, la tengo comprometida con un australiano con los certificados auténticos. ¡Una maravilla de certificados!
Me quedé mudo ante la desvergüenza del judío: iba a vender dos veces el mismo cuadro y a ganar mucho dinero en ambas transacciones. Me aclaró:
—Claro que, de la segunda operación, si sale adelante, te llevarás una comisión. Y si en algún momento vuelvo a encontrarme ante un caso similar al de este Leonardo, estoy más que dispuesto a repetir el truco. Ya se sabe que el de los negocios de arte es un mundo de tiburones y a veces hay que correr pequeños riesgos.
Murmuré:
—Si éste es un mundo de escualos, tú eres el gran tiburón asesino. —Me mostré curioso—: Oye, Samuel, ¿te has dado cuenta de la poca vergüenza que tienes?
Sonrió satisfecho.
—Por supuesto que sí, pero es simple instinto de supervivencia. Yo tuve familiares en Dachau.
La excusa perfecta. Aunque Samuel no daba el perfil de víctima del holocausto, era tan astuto que habría sido capaz de engañar al mismísimo Hitler y hacerse pasar por el primo de provincias de la empleada de hogar de Eva Braun.
Llegamos a Roma y, para mi sorpresa, Samuel tomó el volante y, en lugar de llevarme a un hotel, condujo hasta una calle cercana a la plaza de España.
—Mis amigos nos han invitado a residir en su palazzo durante estos días. Así, no sólo me ahorro el hotel, sino que después le paso los gastos a mi cliente.
De nuevo me maravilló la avaricia maquiavélica de mi socio. Llegamos al famoso palazzo, que era, en efecto, un magnífico edificio palaciego. Los propietarios del Leonardo ocupaban el primer piso —al que le pude calcular unos quinientos metros—. Nos recibió una criada que nos guió por el vestíbulo hasta un maravilloso salón pintado en tonos siena y con frescos en las paredes. Allí nos esperaba un matrimonio de edad avanzada del que sabía, por referencias del neoyorquino, que pertenecían a la nobleza y que habían sido dueños —por herencia de familia— de un gran patrimonio artístico del que se habían ido desprendiendo con los años para mantener el palazzo y el tren de vida al que estaban acostumbrados. Aunque la mansión era una maravilla de refinamiento y de buen gusto, no se respiraba en absoluto un ambiente de opulencia. De hecho, los cortinajes de terciopelo parecían algo ajados y los frescos de las paredes y techos, así como las historiadas molduras de escayola, tenían aspecto de estar pidiendo a gritos una restauración.
Samuel me susurró:
—Este tipo, aquí donde le ves, no ha trabajado nunca en su vida, se ha limitado a vivir de las herencias de sus antepasados. —Después se dirigió a los anfitriones—: ¡Queridísimos amigos! Quiero agradecerles, como siempre, su magnífica hospitalidad, tanto para conmigo como para con el experto y buen amigo que me acompaña.
El duque, o lo que fuera, que iba con un batín de brocado y parecía una caricatura viscontiana, fue a nuestro encuentro con la mano tendida. La dama permaneció sentada, con aspecto de estar de visita. Su cabello blanco azulado, nada natural, por cierto, recogido en un moño muy alto y complicado, habría hecho palidecer de envidia a una diva teatral.
Nuestro anfitrión hablaba el inglés con un marcado acento italiano. La dama no lo hablaba, pero Samuel se acercó a ella con aspecto meloso:
—Donna Grazia, como siempre, pura elegancia y exquisitez.
Tras las presentaciones, una mucama nos acompañó a nuestras habitaciones. La mía tenía una cama con dosel y, por lo que pude comprobar, todo el palazzo estaba decorado con antigüedades. Entre ellas había un escudo de piedra, que presidía el vestíbulo, con lo que parecían ser los símbolos nobiliarios de la familia. El judío me iba informando:
—Este palacio era por entero de su propiedad, pero el duque, que es un auténtico gandul, dejó su fortuna en manos de un administrador que se dedicó a hacer inversiones ruinosas en su nombre, así que tuvieron que vender la planta baja y apretarse el cinturón. Yo creo que lo único auténtico que les queda ahora son el Leonardo y las obras que ves, que ya son del XVII y del XVIII y no son grandes piezas. Al parecer, hace unos veinte años vendieron un buen lote de arqueología, pero vivir sin trabajar y mantener un estatus a base de recepciones y una villa en la Toscana cuesta dinero. Además, la vieja, donna Grazia, es jugadora y se pirra por los casinos.
La cena a la que nos invitaron fue informal y, aparte de dos viejas criadas, parecía no haber más servicio. Pero el que había parecía estar explotado, porque estuvieron pendientes de nosotros durante toda la velada, haciendo las veces de mayordomo, de camareras y de todo lo demás. La comida fue frugal, nada que ver con los alardes gastronómicos meridionales, y la anfitriona no despegó los labios más que para ladrarles órdenes a las mucamas. Eso sí, con gran displicencia y una distinción que hubiera encandilado a mi ex, la gentil Roxana.
A la mañana siguiente, nos dirigimos al banco. Yo en las manos tan sólo llevaba un grueso libro de arte convenientemente preparado y vaciado para albergar en su interior un bote de barniz y un pincel. Antes de salir del palazzo nos empapamos en perfume Chanel n.º 5. En la sucursal ya conocían a Samuel y un empleado, que pareció en un principio algo sorprendido por la potente fragancia que despedíamos, nos abrió las puertas del lugar donde se encontraban las cajas de seguridad. A continuación, sacó de una caja fuerte empotrada en el muro, empleando un doble juego de llaves, el Leonardo. Luego nos dejó solos y encerrados en la habitación en la que, como mobiliario, tan sólo había una mesa y un par de sillas.
No hablamos; estudié la obra para comprobar que me la sabía y saqué el barniz. Aplicarlo fue rápido. Hice bien en barnizar la obra, porque la pintura estaba muy seca. Estuvimos un rato comentando la belleza de la pieza y luego Samuel se sacó del bolsillo un bote de perfume y lo roció generosamente por la estancia. El hedor era infernal y, cuando a la llamada del timbre acudió un vigilante con las llaves para guardar el cuadro, su expresión inicial fue de sorpresa. Allí dentro parecía haberse celebrado, como poco, una convención de prostitutas de alto standing. Eso sí, el olor del barniz era indetectable. Contemplamos con inquietud cómo el guardia cogía el cuadro por el marco y lo volvía a introducir en la caja fuerte. La primera parte del plan había salido bien y yo ya sabía cómo desmontar el bastidor del marco y la tela del bastidor.
Decidimos dejar pasar un par de días antes de volver. Aquella noche, el noble matrimonio celebró en nuestro honor una pequeña recepción con un grupo de selectos invitados. Nos anunciaron que habíamos de vestirnos de esmoquin, pero no fue ningún problema, porque Samuel ya me había advertido y yo llevaba la ropa adecuada. El evento comenzaría con una breve velada musical. El judío me informó:
—Siempre hacen lo mismo: contratan a un pianista, a un fulano que toca el violonchelo y donna Olimpia canta. Ya me ha pasado al menos media docena de veces, pero merece la pena aunque sólo sea por ver a la princesita, o lo que sea, cantar. Te digo que si esa chica se viniera a Broadway triunfaría en el music hall. Pero aquí, ya verás, la tienen como a una reliquia a ver si la casan con un archiduque. ¡Pobre muchacha!
Los augurios no podían ser más negros: me figuraba a una rancia —cuyos nobles papás eran amigos de nuestros nobles anfitriones— haciendo gorgoritos mientras un tipo aporreaba el piano y otro rascaba las tripas del chelo. Sin embargo, todos mis pronósticos fallaron: nunca, jamás en mi vida, me había topado con un ser de belleza tan sobrenatural como donna Olimpia. No era una jovencita —debía de tener más o menos mi edad— pero, cuando entró en el espacio habilitado como escenario flotando con un liviano traje de muselina blanca estilo imperio y la melena peinada con las finísimas ondas de una antigua dama veneciana del quattrocento, pensé que aquélla era la primera vez que conocía a un hada en carne y hueso. En un perfecto alemán, comenzó a cantar una especie de romanza. Tenía una voz tan hermosa que hacía sentir escalofríos. Decidí de inmediato que aquélla era la mujer con la que me quería casar. Mientras aplaudíamos cortésmente su primera intervención, le susurré a Samuel:
—Oye, me casaré con esta chica.
El judío me contempló con fijeza.
—Olvídalo, ni tan siquiera eres marqués, tú y yo somos demasiado plebeyos, como diría esta gente. Si supieran quiénes somos en realidad, se arrojarían por los balcones del susto.
Ignoré el negativismo de Samuel y me extasié con la deliciosa musicalidad de la prodigiosa voz de aquella resplandeciente criatura. Aunque mis conocimientos del bel canto eran limitados, en seguida comprendí que donna Olimpia no era una simple aficionada. Allí se palpaban horas de estudio y de práctica, así que pensé que tal vez se dedicara a la ópera de manera profesional.
Cuando acabó el recital, que se me hizo extraordinariamente corto, la joven cantante se mezcló con el resto de los invitados y mi amigo aprovechó para arrastrarme hasta ella y presentármela. De cerca era aún más impresionante. Tenía unos enormes ojos negros orlados por unas pestañas que parecían postizas, pero que no lo eran. Aquella mujer no era una italiana cetrina, sino un ángel de cutis pálido y belleza puramente celta. Samuel se dirigió a ella en francés:
—Donna Olimpia, quiero presentarle a mi amigo Vanden Berghe, experto en arte.
La beldad insinuó una sonrisa.
—¡Qué bella profesión! ¿Es usted alemán?
Respondí:
—No, soy belga. Y usted ¿es italiana? Lo digo porque ha cantado en alemán con acento del norte y habla un francés perfecto.
La sonrisa se fijó unos segundos.
—Soy veneciana, pero los que estudiamos ópera contamos con profesores de fonética. Son necesarios para poder cantar.
Asentí sin dejar de mirarla.
—Pues sus profesores han hecho con usted una magnífica labor. ¿Canta de manera profesional?
Donna Olimpia pareció sorprenderse.
—¿Se refiere a si he debutado en público? No, he estudiado la carrera y continúo aprendiendo y perfeccionando, pero no es mi profesión. Tan sólo canto en ocasiones especiales y ante amigos. Discúlpeme, he de saludar a unas personas.
La joven se fue flotando hacia un grupo y Samuel me dio un codazo.
—¡Vaya metedura de pata! ¿Cómo se te ocurre preguntarle si canta en teatros? Este tipo de gente no trabaja, porque son medio príncipes y se creen demasiado importantes como para ello. Si me invitan a sus casas es porque huelen dólares americanos y eso abre todas las puertas. —Observó que seguía mirando a la cantante—. Olvídalo, Erik, tendrías que tener la fortuna de Rockefeller para que los papás de donna Olimpia te consideraran adecuados para su hija.
Yo, evidentemente, no era un magnate norteamericano, y mucho menos aún un príncipe. Pero sí era un ser humano en continuo crecimiento y a la perpetua búsqueda del conocimiento, así que no me sentía en absoluto inferior a nadie.
Y así se lo hice saber a la vaporosa joven durante la cena, ya que los anfitriones, a indicación del judío, tuvieron la gentileza de colocarla en medio de los dos. Tuve ocasión de departir cortésmente con ella y, por fortuna, pese a estar en Italia, no pusieron pasta. Creo que no habría soportado el espectáculo de aquel ángel cantor sorbiendo espagueti y salpicando tomate. El escenario era demasiado idílico: en la mesa parpadeaban las velas en pesados candelabros de plata y el perfil de donna Olimpia era el de un camafeo renacentista. Además, como fruto, sin duda, de una rigurosa educación, resultaba una interlocutora agradable y sabía justo lo que había de decir en cada momento. Aquella chica no era un ser humano, sino una especie de manual de protocolo, así que, mientras Samuel se dedicaba a hablar con una dama que tenía a su izquierda sobre compras de obras de arte, yo conversé amigablemente con la belleza veneciana, que parecía interesada en mi profesión.
—Usted es experto en arte, ¿en alguna época en concreto?
Asentí:
—Sí, en gótico y románico, aunque me interesa todo el arte religioso y, sobre todo, estudiar e investigar libros de piedra.
La joven parpadeó.
—¡Qué extraña afición! ¿Y son fáciles de encontrar los libros de piedra? Tal vez se refiera usted a las estelas funerarias. Mi familia posee una pequeña colección de arqueología y tenemos una estela.
No había sabido explicarme.
—No, lo siento, no se trata de estelas. Me refiero al estudio del simbolismo de las catedrales. Cada catedral es un libro de piedra y en sus capiteles se cuentan numerosas historias.
La cantante insinuó una sonrisa.
—¡Qué hermosa interpretación! Aunque le confieso que nunca he estudiado arte. Me he dedicado a la música y a dominar algunos instrumentos. —Supuse que aquel ser espiritual no tocaba la trompeta o el caramillo. Ella misma añadió—: Mis favoritos son el piano y el clavicordio, aunque también toco el laúd.
La confesión me reafirmó en la convicción de que debía casarme con aquella criatura angelical. Eglantine enloquecería con ella con tan sólo ver su aspecto. Así pues, de inmediato, tracé un plan.
—¿Conoce usted el triángulo de las catedrales dedicadas en Francia a Notre Dame? Son enclaves esotéricos y de gran espiritualidad y en muchas catedrales tienen órganos maravillosos.
La expresión de la chica pareció un poco menos hierática. Suspiró y dijo:
—No, no las conozco, aunque me gustaría.
Me lancé:
—Pues para mí sería un placer invitarla, junto con sus padres, a una pequeña excursión por Francia siguiendo la ruta de las catedrales. Yo ejercería de guía y de chevalier servant.
Donna Olimpia sonrió por vez primera con algo de animación.
—¡Qué oferta tan tentadora! Lo consultaré con mis padres, pero es un ofrecimiento muy amable por su parte.
Con aquella mujer había que ser extremadamente cuidadoso, porque todo en ella era puro formalismo y no podía permitirme el lujo de ser espontáneo. Estaba siguiendo, de forma inconsciente, las pautas que ella me marcaba. Samuel intervino:
—Querida Olimpia, déjese guiar por Erik en todo lo relativo al arte: es el mejor experto de Europa y también un gran pintor.
Nada más decir aquello, pareció arrepentirse y me lanzó una rápida mirada. Yo capté por dónde iba: hasta aquel momento, nadie de la familia anfitriona me asociaba con la pintura y el descubrimiento podría, de alguna forma, dar al traste con nuestro plan. Pero la aprensión del judío era injustificada, ya que ningún comensal atendía nuestra conversación y donna Olimpia, al descubrir mi nueva faceta, me observó con admiración. Yo le ofrecí un cebo:
—En efecto, soy retratista y me gustaría pintarla de perfil con un tocado veneciano en la cabeza.
A partir de entonces, comenzamos a hablar de pintura y de la vocación que ha de sentir cualquier persona que quiera dedicarse a una faceta del arte. Fue una velada mágica, teatral pero encantadora. Cuando nos despedimos, yo tenía el corazón rendido a los pies de la etérea donna Olimpia.
Despertar de mi encandilamiento para proseguir con nuestro plan fue duro, pero, justo a los dos días, regresamos al banco y repetimos el mismo ceremonial. Yo llevaba mi enorme libro de arte y, en su interior, todos los pequeños instrumentos que necesitaba para mi labor. Fue muy laborioso, porque tuve que forzar y cortar con cuidado para retirar el bastidor del marco y luego utilizar unas pequeñas tenazas para retirar los clavos. Samuel vigilaba, aunque sabíamos que no iba a entrar nadie. La tela original estaba pegada y tuve que usar un afilado cuchillo, semejante a un bisturí, para cortar. No me importó cortar el original por el bastidor, así que la tarea no me llevó mucho tiempo. Samuel, que llevaba la falsificación enrollada y metida en la parte posterior del pantalón, bajo la chaqueta y la gabardina, se afanó en estirarla. Comprobamos que la pintura permanecía firme gracias a los barnices, de manera que después todo fue tensar, volver a clavarla con diminutos clavos y utilizar la cola para fijar.
La falsificación era idéntica al original, incluso por la parte trasera, que era la única que se podía diferenciar un poco. Sin embargo, para un profano, resultaba indetectable. Enrollamos la tela auténtica y el judío se la introdujo en el pantalón, tal y como había llevado la otra. El vigilante de seguridad acudió al timbre y, sin echar ni una mirada al cuadro, lo metió en la caja fuerte. Habíamos tardado un par de horas, el trabajo estaba hecho.
En el palazzo, el neoyorquino introdujo la tela en el doble fondo de su maleta. Así viajaría hasta Estados Unidos. Nos despedimos de nuestros anfitriones, a los que Samuel tranquilizó:
—Después de este último informe, mi cliente americano se decidirá seguro, pero ya saben que tengo a una segunda persona interesada en Melbourne.
El ex propietario del Leonardo suspiró.
—¡Con la de documentos históricos que poseemos y que avalan el cuadro, no sé para qué quieren tantas opiniones de expertos!
Samuel explicó:
—Porque es una obra muy cara y quien la compre va a exportarla ilegalmente, es decir, va a correr un riesgo por ahorrarles a ustedes impuestos y complicaciones. Es lógico que quieran comprar sobre seguro.
Abandonar Italia me costó un gran esfuerzo. Había intercambiado números de teléfono con donna Olimpia para planear nuestra futura excursión cultural, pero, cosa rara en mí, iba planteándome lo cómoda que debía de ser una vida convencional.
—Samuel, ¿se vivirá bien siendo gente normal? Es decir, si yo fuera un simple experto, nada más, y asesorara a coleccionistas, ¿viviría mejor?
El judío bufó:
—No, no vivirías bien. Y a los coleccionistas no se les asesora, son unos fanáticos que quieren obras imposibles. Un experto, como mucho, puede subsistir, hacer algunas publicaciones que leen una docena de personas y dar algunas conferencias mal pagadas.
Samuel tenía razón. Recordé al viejo profesor de Bruselas, pobre como una rata y certificando por dinero, sin que nadie apreciara, respetara o reconociera su excelencia cultural ni los maravillosos conocimientos que atesoraba. Reflexioné en voz alta:
—Creo que soy como el lago Ness de la cultura del arte: de él, de cuando en cuando, surge el monstruo, el viejo Nessie, y ataca a los perversos.
El neoyorquino estaba de acuerdo conmigo:
—Erik, te conozco bien y hemos hablado mucho. Te digo que a todos los que jodes se lo merecen. —Le salió la vena judaica—: Será porque está escrito.
Apreté el volante con fuerza.
—Eso es, será porque está escrito.
26. La ley de Erik el Belga
Cuando regresamos a Bruselas, dejé a Samuel directamente en el aeropuerto y le deseé suerte en su empresa. Me dirigí a mi palacete, donde me encontré a Hain y a Wolf ordenando y colocando libros. Los muebles ya estaban instalados. Mis hombres en seguida se quejaron de que aquel insoportable Etiénne había tratado de imponerles a un decorador y de que no les dejaba en paz. Es más, había tratado de sorprenderme colocando unos cuantos kilims, de aspecto antiguo y valioso, sobre los suelos de mármol. Mentalmente, maldije a Bergman por haberme presentado a semejante pesadilla, aunque, cuando mis hombres me comunicaron que el aristócrata ya había alquilado y pagado las naves que necesitábamos, comprendí que el financiador no hacía más que expresar como sabía su firme intención de invertir en mi empresa y la seriedad de sus intenciones.
De inmediato, convoqué al equipo, del que sólo faltaban Raymond y André, que andaban montando un discreto negocio en las Ardenas. En torno a la mesa del comedor, nos reunimos el Normando, Wolf, Hervé, Hain y yo, con la presencia añadida de Bergman y Etiénne. Hain, de antemano, se quejó:
—No deberías reunir a esos dos tipos con nuestro equipo. Bergman me parece un creído insoportable, presumiendo siempre de sus estudios y de su puñetera «calidad museo». Y el otro, el conde o lo que sea, es un pelmazo. ¿Por qué tienen que estar informados de nuestros asuntos?
Por eso, antes de la reunión tuve que ofrecer unas breves explicaciones:
—Mirad, he llamado a esos dos individuos porque les necesito para un asunto concreto, tan sólo para ése. De Bergman me fío, porque me consta que es un sinvergüenza. El otro va a demostrar si merece nuestra confianza, si merece financiarnos y si es un hombre cabal, y lo va a hacer ahora.
Gilbert estaba inquieto.
—Erik, ¿no es muy peligroso confiar en gente que prácticamente no conocemos? Bergman viene por Van Best, y ése sí es de mucha confianza, pero en quien no confío es en el del dinero. No creo que sea un tipo duro capaz de aguantar callado si hay problemas.
Yo no estaba conforme:
—Gilbert, no se trata de llevarnos a Etiénne a trabajar con el equipo ni de hacerle correr el riesgo de caer sobre un trabajo. En ese caso yo tampoco me fiaría, porque es un cursi. Se trata de aceptar su dinero, pero él siempre permanecerá a cientos de kilómetros de cualquier objetivo, absolutamente en la sombra. Además, sé dónde vive, conozco sus negocios y me consta que no quiere tener problemas, y menos aún con nosotros.
La reunión comenzó con un ambiente de escasa camaradería: mis hombres permanecían mudos y a los dos añadidos se les notaba nerviosos. Wolf trajo el servicio de café y repartió las tazas, pero ninguno hizo intención de beber. Hice la introducción con rapidez:
—Os he llamado porque en estos momentos tenemos que centrarnos en un objetivo concreto. Para empezar, ya tenemos las naves que necesitamos, así que vamos a llenarlas de inmediato con lo que obtengamos en ese objetivo.
Hain preguntó:
—Bien, como siempre, ¿de qué objetivo se trata esta vez?
No me gustó que me interrumpiera.
—Esta vez no es como siempre y no se trata de un único objetivo. He estado estudiando el tema y se trata de once objetivos.
El judío volvió a insistir:
—Once o veinticuatro, ¿qué más da? Empezaremos por el primero y se irán haciendo, tenemos tiempo.
Le dirigí una mirada asesina.
—Te equivocas, no tenemos tiempo. Hay que atacar once objetivos y sólo contaremos, como mucho, con dos fines de semana.
Mis hombres me miraron con incredulidad y comenzaron de inmediato a preguntar:
—¿Por qué dos fines de semana?
Gilbert se mostraba confuso.
—Es imposible hacer once trabajos en ese tiempo.
Hain fue demoledor:
—Si se trata de superar algún tipo de récord, me parece absurdo. No entiendo ni por qué ha de trabajarse tan sólo en fin de semana ni por qué no podemos ir haciéndolo gradualmente.
Insistí:
—Hay que hacerlo en dos fines de semana y ya es excesivo. Después debemos salir de ese país y no volver.
Bergman y Etiénne nos miraban y estaban notablemente pálidos. Hain era el más levantisco.
—Además, dices que no se puede volver al país. ¿Tú crees que se pueden hacer once trabajos en Francia en tan poco tiempo? ¿Y por qué no vamos a poder regresar? Siempre hemos trabajado y vuelto.
Lo miré fijamente.
—No he dicho que vayamos a atacar Francia. Se trata de vaciar un país pequeño, así que cuando acabemos no podremos volver.
Gilbert inquirió:
—¿De qué país se trata?
—Luxemburgo, vamos a vaciar Luxemburgo en tres días y medio.
La tos nerviosa de Etiénne rompió el silencio. Mis hombres me miraban con una expresión imposible de definir. Hain se levantó de la silla bastante alterado.
—¡Erik, no somos suficientes! ¡Cinco personas no pueden vaciar un país por pequeño que sea! ¡Y menos en ese tiempo! ¿No te parece que…?
En ese preciso instante, sonó furiosamente la campanilla de la puerta central. Nadie, a excepción de los presentes y Louis de París, conocía mi nueva dirección. Aquella forma exigente, casi conminatoria, de tocar hizo que nos lleváramos la mano automáticamente a la cintura o a la sobaquera. Hervé anunció con frialdad:
—Es la policía.
Susurré furiosamente:
—Quien lleve armas que las meta en la chimenea.
Lo primero que había hecho al alquilar mi nueva casa había sido preparar un escondrijo para las armas en el interior de la amplia chimenea. Estaba perfectamente camuflado, a modo de repisa. Wolf tomó la pistola de Hain y la de Gilbert y se sumergió en la chimenea. Bergman y Etiénne parecían estar a punto de desmayarse. La campanilla volvió a sonar con fuerza y Hervé se levantó.
—Voy a abrir.
Observé con fugacidad al experto y al aristócrata y, aunque tenían mal aspecto, no se habían derrumbado en ningún momento, ni una sola queja. Aquello me sorprendió agradablemente, porque vi que eran capaces de mantener el tipo en momentos de crisis.
La fúnebre expresión de Hervé al entrar de nuevo en el salón hizo que me temiera lo peor, pero, instantes después, he de confesar que se me heló la sangre en las venas de horror, cuando, en el marco de la puerta, con el rubio cabello cortado a lo garçon y luciendo su elegante abrigo rojo, apareció Corinne y lanzó un estridente gritito:
—¡Sorpresa! ¡Estoy aquí!
Hain escupió:
—Pero ¿qué hace aquí esta loca?
Me costó unos segundos reponerme de la impresión. Intenté que mi voz sonara lo menos desagradable posible cuando pre gunte:
—Corinne, ¿qué es lo que estás haciendo aquí?
Bergman y Etiénne observaban con incredulidad a la rubia aparición mientras una potente fragancia a Dior empapaba la estancia. Aquella tonta simuló enfurruñarse:
—¡Vaya! ¡Después del trabajo que me ha costado engañar a Louis para que me diera tu dirección! ¡Tuve que decirle que me la acababas de dar y la había perdido! ¿Es que no te acuerdas de que me invitaste a Bruselas? Pues he aceptado tu invitación.
Parpadeé, confuso. Mi primer impulso fue el de echar de inmediato a Corinne y a su penetrante perfume a la calle. Pero la chica ya había entrado en el salón y hablaba como una cotorra:
—Louis te envía saludos. ¡Qué frío hace aquí! ¡Estoy totalmente agotada por el viaje! Pero lo que he visto hasta ahora me encanta, ¡y esta casa es fenomenal! ¿Puedes acompañarme a mi habitación? ¡Necesito un baño reparador!
Hervé me susurró al oído:
—Jefe, ¿la echo de una patada en el culo?
Moví la cabeza.
—No, es íntima amiga de Louis, tendrá que quedarse, pero tan sólo unos días. Es cierto que la invité, pero sin fecha. —Levanté la voz—: Wolf, acompaña, por favor, a Corinne a uno de los cuartos de invitados y que se instale. —Luego le dije a la rubia—: Me vas a disculpar, querida, pero estoy en una reunión de trabajo. En cuanto acabemos, te atenderé.
La chica trinó:
—¡Quiero ver la Grand Place y luego ir a cenar y a una discoteca! ¡Sé que Bruselas me va a encantar!
Hain silabeó:
—Y a mí me encantaría degollarte.
Afortunadamente, la rubia estaba demasiado ocupada banalizando la realidad como para pararse a escuchar la opinión del judío; también parecía impermeable a nuestras miradas. Wolf tuvo que tomarla del brazo con firmeza para que se levantara y le acompañara. Así, desapareció por la puerta, aunque durante unos minutos continuamos oyendo sus grititos y exclamaciones. Tuve que respirar profundamente para calmarme y proseguir con mi exposición. Me dirigí a los dos invitados:
—Siento este horrible paréntesis, no estaba previsto. —Y a todos—: Supongo que el tema habrá quedado claro.
Hain saltó:
—No, no ha quedado claro. No tenemos hombres para esa acción.
Asentí.
—En efecto, pero todo está estudiado. En primer lugar, necesito siete hombres de confianza que sólo operarán con nosotros en este tema concreto. —Miré a Hervé—. Tú vas a ser el encargado de buscar y seleccionar, a través del sargento, por supuesto, a siete hombres más. Con nosotros cuatro, seremos once. Planeándolo al milímetro podemos conseguirlo.
Gilbert aclaró:
—Nosotros somos cinco.
Negué con la cabeza.
—No, Wolf no viene. Se lo tomaría como algo muy personal. Él se queda coordinando la llegada y las naves.
A Hain le salió la vena avariciosa:
—¿Y los siete hombres participarán en los beneficios?
De nuevo negué:
—Se les pagará el trabajo por adelantado, lo suficiente como para que no reclamen nada y para que sean discretos.
Hervé permanecía impávido.
—Erik, la gente que yo conozco y la que puede conocer el sargento es muy cara. Va a ser mucho dinero, te lo advierto, y sobre todo si tienen que actuar fuera de su terreno.
Me volví hacia Etiénne.
—Lo he invitado a participar en esta reunión porque está interesado en financiarnos y aquí tiene la ocasión: hay que pagar un equipo por adelantado. —Después miré a Bergman—. En Luxemburgo vamos a por gótico. Usted esperará la mercancía y la inventariará y certificará; es más, me consta que muchos de sus coleccionistas estarán interesados en algunas piezas.
El experto sacudió la cabeza.
—Discúlpeme, Vanden Berghe, pero aún no me he repuesto. Sé que en ese país hay buen gótico, auténtica «calidad museo», así que seguramente tendría clientes para el lote completo. Pero ¿cómo se le ha podido ocurrir semejante idea? Estoy impresionado.
Traté de no exasperarme.
—Pues no sé por qué se impresiona. Tiene la ocasión de certificar todos los tesoros de un país, se supone que si es un profesional debería estar contento.
Noté que el aristócrata había sacado un pañuelo y se enjugaba el sudor. Durante unos momentos dudé.
—Oiga, Etiénne, si usted no está conforme, no tiene ningún compromiso. Tan sólo he aprovechado su oferta de financiación y le estoy presentando una operación.
El aristócrata parecía tener dificultades para hablar. Me estaba preparando para recibir una negativa, pero me sorprendió con una sonrisa radiante.
—¡Gracias! ¡Gracias por dejarme participar! Yo nunca le defraudaré. La operación es osada, una aventura maravillosa, es algo genial, es…
Comprendí que lo que yo había tomado por consternación era simplemente emoción. Aquel hombre parecía tener auténticos genes de bandido aventurero y estaba disfrutando intensamente la experiencia.
Pero mis hombres querían más detalles. Gilbert se interesó:
—De acuerdo, vamos once hombres, lo conseguimos, volvemos y a las naves. —Me miró con cierta inquietud—. Erik, ¿nunca has pensado que alguien podría descubrir alguna de las naves?
Hain parecía pensativo.
—Es doble riesgo: trabajar y guardar. La mercancía delicada se tendrá que guardar un tiempo y ahí no hay escapatoria, porque las naves están a tu nombre y al de Etiénne.
Yo ya lo había pensado, y mucho.
—Atended, aquí hay una sola verdad: puede que Etiénne y yo tengamos naves, pero están alquiladas a un anticuario judío llamado Cohen. ¿Lo habéis comprendido? El tal Cohen nos ha realquilado todas las naves por sus asuntos de antigüedades y nosotros no sabemos lo que guarda en el interior.
Hervé se puso en lo peor:
—¿Y si en alguna ocasión nos pillaran dentro? ¿Seguiríamos diciendo que estamos allí enviados por Cohen?
Asentí.
—Por supuesto, el que se lo comería en caso de dificultades sería Cohen.
Wolf, que había entrado de nuevo en silencio y se había sentado, quería conocer un único detalle.
—Jefe, y si alguna vez nos preguntan, ¿cómo es Cohen?
Pensé con rapidez en alguien de rasgos muy identificables.
—Pues hay que describir al presidente Pompidou. Nuestro Cohen es clavado a Pompidou, ahí no cabe error.
Nos quedamos rumiando la conversación durante unos instantes. Etiénne estaba embelesado y Bergman ansioso por salir corriendo para ir a investigar sobre los tesoros luxemburgueses que iban a pasar por sus manos. Murmuraba para sí:
—Japón y Australia, allí está el futuro, gente con gusto exquisito que exige «calidad museo».
Le desperté:
—Disculpe, pero una gran parte de la mercancía está comprometida. Lo que quede lo negocia usted.
Hain se levantó y empezó a dar vueltas por el salón gruñendo como un perro:
—¡Es una locura! Pero se puede hacer. —Le dijo a Hervé—: Ya sabes que los hombres no deben saber quiénes somos, ningún detalle, sencillamente van a cobrar, a trabajar y a largarse. Nada de nombres, ya es bastante con que nos vean las caras.
El francés protestó:
—¡La gente que conozco es seria! Yo no trabajo con chivatos.
Wolf, que estaba más silencioso de lo habitual, se acercó a mi silla y se acuclilló a mi lado.
—Jefe, ¿te acuerdas de que me habías prometido hacer Luxemburgo por el viejo Wolf? ¿Este trabajo lo haces por mí?
Bergman, que estaba sentado a mi derecha y había oído a mi camarada, se inclinó un poco.
—Vanden Berghe, tanto riesgo, algo tan peligroso, sé que usted no lo hace tan sólo por dinero. ¿Por qué lo hace en realidad?
Miré a Wolf, que me observaba con ojos de perro fiel, y me volví al experto.
—Este trabajo lo hago por el artículo treinta y tres.
Bergman me devolvió la mirada, impasible.
—¿Y qué dice ese artículo?
Esbocé una sonrisa.
—Que los trabajos se hacen por lealtad hacia los hombres, por narices y por pasión.
El estudioso parecía muy interesado.
—¿Y puede decirme en qué ley aparece ese artículo treinta y tres?
Dejé de sonreír mientras sentía la presión de la mano de Wolf sobre mi hombro, una presión que lo transmitía todo: afecto, agradecimiento y fidelidad total.
—Es evidente que estoy hablando de una ley seria. Me extraña que a estas alturas usted no la conozca. Es la ley de Erik el Belga.
Wolf me miró a los ojos con las pupilas sospechosamente brillantes y se aclaró la garganta antes de murmurar:
—La ley de Erik el Belga es una ley para hombres y no falla nunca, porque es la ley del corazón.
Y, para mi consternación, el luxemburgués, visiblemente emocionado, me tomó la mano y me la besó.