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JIRO
Heme aquí de nuevo en Tokio, subiendo de la estación de metro y sus máquinas de bebidas isotónicas. Estamos en septiembre y hace dos años que no venía. Las máquinas son nuevas. Pero en Tokio hay cosas que no cambian tan rápido. Junto a plateados bloques de apartamentos todavía se ven desvencijadas casas con ropa colgada al frente. La señora X, del restaurante de sushi, está fregando los escalones.
Como siempre, paro en casa de Jiro. Tiene poco más de ochenta y es activo. Va a la Ópera, desde luego, y al teatro. Y fue unos años a clases de cerámica e hizo tazones de té y fuentecillas para salsa de soja. Desde que Iggie murió, hace quince años, no ha movido nada en su apartamento. Las plumas siguen en su portaplumas y el secante en el centro del escritorio. Éste es mi alojamiento.
He traído un grabador. Luego de juguetear un rato con él nos damos por vencidos; miramos las noticias, bebemos una copa y comemos tostadas con paté. He venido por tres días para preguntarle más sobre su vida con Iggie y para verificar si mis recuerdos sobre la historia de los netsuke son correctos. Quiero cerciorarme de que he contado correctamente cómo se conocieron ellos dos, en qué calle tuvieron la primera casa. Es una de esas conversaciones que hay que tener, pero me preocupa la formalidad.
El jet lag me despierta a las tres y media de la madrugada. Hago café. Paso la mano por los lomos de la biblioteca de Iggie, los viejos libros infantiles de Viena, series completas de Len Deighton al lado de Proust, tratando de encontrar algo que leer. Tomo unos ejemplares viejos del Architectural Digest, que me encantan por los fascinantes anuncios de Chrysler y whisky Chivas Regal y, emparedado, entre los números de junio y julio de 1966, encuentro un sobre con documentos muy viejos, en apariencia oficiales, escritos en ruso. Me pongo a dar vueltas. No sé si puedo lidiar con más sobres sorprendentes.
Levanto los ojos hacia los cuadros rescatados del palacio, que solían colgar en el estudio de Viktor, al final del pasillo, y al biombo con lirios que Iggie compró en Kioto en los años cincuenta. Cojo el jarrón chino con pétalos profundamente tallados. Las incisiones mantienen el esmalte verde. Debe de hacer unos treinta años que lo conozco y tocarlo sigue dando el mismo gusto.
Hace tanto tiempo que esta habitación es parte de mi vida que no puedo mirarla con distancia. No puedo inventariarla como hice con las habitaciones de Charles en la rue de Monceau y la avenue d’Iéna o con el tocador de Emmy en Viena.
Al amanecer, me duermo.
Jiro hace buenos desayunos. Tomamos un café excelente, con papaya y pequeños pains au chocolat de una panadería de Ginza. Y luego respiramos hondo y por primera vez él empieza a contarme sobre el día en que terminó la guerra, y que el 15 de agosto de 1945 él empezaba a recobrarse de una leve pleuresía y estaba aburrido. Había ido a Tokio a ver a un amigo e iba a volverse a casa en el tren de la tarde a Izu. «Conseguir billetes no era fácil, y estábamos charlando en el tren cuando vimos unas mujeres con ropa muy colorida. No lo podíamos creer. Hacía años que no veíamos colores. Entonces oímos noticias de que unas horas antes se había anunciado la rendición».
Repasamos los viajes que he hecho siguiendo la historia de los netsuke, su vagabundeo. Miramos las fotos que tomé en París y en Viena y le muestro un recorte de periódico de la semana anterior. Un huevo de Fabergé que se abre para revelar un gallo incrustado de diamantes, hecho por encargo de Beatrice Ephrussi-Rothschild, tía abuela de Iggie, acaba de subastarse por la suma más alta de la historia para un objeto ruso. Y como estamos de nuevo en el apartamento de Iggie, Jiro abre la vitrina una vez más y saca un netsuke.
Y luego propone que esta noche salgamos. Ha oído hablar bien de un restaurante nuevo, y podríamos ver una película.