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LITERALMENTE A CERO

El invierno de 1918 fue especialmente frío en Viena y el único fuego que podía mantenerse día y noche era el de la estufa de porcelana blanca de un ángulo del salón. El resto de la casa —el comedor, la biblioteca, los dormitorios y el vestidor con los netsuke— estaba helado. Las lámparas de acetileno hedían. En los bosques había vieneses serrando árboles. Rudolf apenas tenía quince días cuando Die Neue Freie Presse informó de que «sólo tras algunas ventanas se ve un resplandor ínfimo; la ciudad está sumida en la oscuridad». Casi impensadamente, en vez de café había «una mezcla indescriptible que sabe a… extracto de carne y regaliz. El té, por supuesto que sin leche y sin limón, es un poco mejor si uno se acostumbra al permanente sabor a lata». Viktor se negaba a beberlo.

Cuando trato de imaginar la vida de la familia en las semanas siguientes a la derrota, veo la calle y papeles llevados por el viento. Viena siempre había sido ordenadísima. Ahora abundaban carteles y pancartas, panfletos y manifestaciones. Iggie recordaba que antes de la guerra su niñera y una serie de señores con hombreras lo habían regañado por dejar caer el envoltorio de un cucurucho de helado en un sendero de grava del Prater. Ahora caminaba hasta la escuela pateando la basura de una ciudad convulsa, ruidosa, intimidante. En los quioscos de propaganda, cilindros de tres metros coronados de una torreta, los cascarrabias ya podían pegar cartas a los «habitantes cristianos de Viena», a sus «conciudadanos», a los «hermanos y hermanas en la lucha». Luego, y esto era constante, alguien arrancaba la monserga y la reemplazaba por otra. Viena era ansiedad y estridencia.

En aquellas primeras semanas Emmy se debatía con su bebé, mientras los dos se debilitaban cada vez más. De visita en la ciudad seis semanas después de la derrota, el economista inglés William Beveridge escribió que, si bien las madres con recién nacidos estaban haciendo «esfuerzos heroicos por mantenerlos vivos durante su primer año», sólo lo conseguían «a expensas de su propia salud, y esto cuando el empeño no es vano». Se habló de sacar a Emmy y a Rudolf de la ciudad, de enviarlos a Kövecses y aun de mandar también a Gisela y a Iggie, pero no había gasolina para el coche y los trenes eran un caos. De modo que se quedaron todos en el palacio, de espaldas a la Ringstrasse, en las habitaciones marginalmente más tranquilas.

Al comenzar la guerra habían sentido la casa muy expuesta, una vivienda privada rodeada de espacios públicos. Ahora parecía que la paz fuese más terrible: no estaba claro quién peleaba con quién ni si habría una revolución o no. Soldados desmovilizados y prisioneros de guerra regresaban con relatos de primera mano de la revolución en Rusia y las protestas obreras en Berlín. Menudeaban los disparos caprichosos, los inopinados tiroteos nocturnos. La nueva bandera de Austria era roja, blanca y roja y los elementos más jóvenes y revoltosos descubrieron que, con un rápido corte y una costura, se podía hacer una buena bandera roja, sin más.

Funcionarios imperiales sin país llegaban a Viena desde todos los rincones del ex imperio para descubrir que los ministerios a los que habían enviado sus meticulosos informes estaban cerrados. En las calles proliferaban Zitterer —hombres con temblores, producto del estrés del combate— y amputados con medallas. Se veían capitanes y mayores vendiendo juguetes de madera en las esquinas. Mientras, grandes fardos de ropa blanca con el monograma imperial se abrían paso hasta los hogares burgueses; en los mercados se encontraban arneses y sillas de montar imperiales; y, se decía, patrullas de seguridad habían logrado llegar a los sótanos del palacio y a velocidad decreciente estaban bebiéndose las bodegas de los Habsburgo.

Viena, con poco menos de dos millones de habitantes, ya no era la capital de un imperio de cincuenta y dos millones de súbditos, sino la de un pequeño país de seis millones de ciudadanos: simplemente no podía acomodarse al cataclismo. Se debatía sobre todo si Austria era lebensfähig, viable como país independiente. La viabilidad no era sólo una cuestión de economía, sino de psicología. Al parecer, Austria no sabía cómo lidiar con su menoscabo. La «paz cartaginesa» —inflexible y punitiva— formalizada en 1919 mediante el tratado de Saint-Germain-en-Laye había significado el desmembramiento del imperio. Santificaba la independencia de Hungría, Checoslovaquia, Polonia y Yugoslavia y el Estado de Eslovenia, Croacia y Serbia. Istria se había ido. Se había ido Trieste también. Varias islas dálmatas fueron cercenadas y Austria-Hungría se transformó en Austria, un país de setecientos cincuenta kilómetros de largo. Hubo desagravios punitivos. Se redujo el ejército a treinta mil voluntarios. Un chiste amargo decía que Viena era una Wasserkopf, la cabeza hidrocéfala de un cuerpo encogido.

Muchas cosas cambiaban, entre ellas, nombres y domicilios. Siguiendo el espíritu de los tiempos, se abolieron todos los títulos imperiales: ya no habría ningún Von, ni Ritter, ni Baron, ni Graf, ni Fürst ni Herzog [caballero, barón, conde, príncipe, duque]. Antes, todo empleado de correos o trabajador ferroviario había podido añadir el k & k (imperial y real) a su título; eso se había acabado. Claro que, tratándose de Austria, un país tan devoto de los títulos, ahora proliferaban otros. Por más que uno no tuviera un centavo, le cabía esperar que lo tratasen de Dozent, Professor, Hofrat, Schulrat, Diplomkaufmann, Direcktor. O de Frau Dozent o Frau Professor.

También cambiaban las calles. La familia Von Ephrussi ya no estaba en Franzenring, 24, Viena 1, nombrada así en homenaje al emperador Habsburgo. Ahora vivían en Der Ring des Zwölften Novembers, Viena 1, rebautizada en honor del día de la liberación de los emperadores. Emmy se quejaba de que eso de renombrar era una pizca burgués, que iban a terminar creando una «rue de la République».

Podía ocurrir cualquier cosa. El valor de la corona había caído tanto que se especulaba con que el nuevo gobierno vendería las colecciones imperiales de arte por alimentos para los famélicos vieneses. Un consorcio extranjero iba a comprar el Schönbrunn «y a transformarlo en un palacio de juego». Estaban a punto de arrasar los Jardines Botánicos «para construir apartamentos».

Con el desplome de la economía, «de todas partes del mundo venían sujetos bullangueros a comprar bancos, fábricas, joyas, alfombras, obras de arte o fincas, y los judíos no eran los últimos en llegar. Usureros, tramposos y falsificadores de otros lugares se derramaban en Viena y con ellos una plaga de liendres». Tal es el fondo de Die Freudlose Gasse [Bajo la máscara del placer], la película muda que G. W. Pabst estrenó en 1925. Los faros de un coche barren una cola nocturna a la puerta de una carnicería. «Después de esperar toda la noche muchos son despedidos con las manos vacías». Un «Especulador Internacional» de nariz ganchuda trama destruir el valor de las existencias de una empresa minera, mientras un funcionario viudo (¿habrá un estereotipo vienés más digno de compasión?) ahorra su pensión para comprar acciones y lo pierde todo. Su hija, interpretada por Greta Garbo, una muchacha de ojos hundidos y débil a causa del hambre, es forzada a trabajar en un cabaret. El rescate llega de la mano de un apuesto oficial de la Cruz Roja, caballero y portador de comida en conserva.

En aquellos años, el antisemitismo ganó aún más terreno. Uno oía el eco de las manifestaciones, desde luego, y los arrebatos contra «la plaga de los judíos orientales», pero Iggie recordaba que ellos solían reírse de eso, como se reían de las exhibiciones masivas de jóvenes de uniforme orgulloso y austríacos en traje campesino de dirndl y lederhosen. Había montones de desfiles así.

Lo más terrorífico eran las Krawalle, riñas de una ferocidad salvaje que estallaban en la escalinata de la Universidad entre las Burschenschaften, las fraternidades estudiantiles pangermánicas, que acababan de resurgir, y estudiantes socialistas y judíos. Iggie recordaba a su padre, blanco de furia después de pillarlos a Gisela y a él mirando una de esas peleas sangrientas desde la ventana del salón. «¡Ellos nunca os tienen que ver mirando!», gritó. Él, que no solía alzar la voz.

Bajo el eslogan de «Limpiemos de judíos los Alpes austríacos», el Club Alpino Austro-Alemán expulsó a todos sus miembros judíos. Era el club que proveía de acceso a cientos de refugios de montaña donde se podía pasar la noche y hacer café sobre una estufa.

Como muchos de sus pares, a comienzos del verano Iggie y Gisela hacían excursiones por la montaña. Tomaban un tren a Gmunden y se ponían en marcha, cada uno con una mochila, un bastón y un saco de dormir, chocolate y una mezcla de café y azúcar en una bolsa de papel: a los granjeros se les podía comprar leche, bollos duros y rebanadas de queso amarillo. Entonaba el alma librarse de la ciudad. E Iggie me contó que una vez, de excursión con una amiga de Gisela, el anochecer los había pillado a buena altura. Ya hacía frío, pero habían encontrado una cabaña, llena de estudiantes alrededor de una estufa y de ruido alegre. Después de pedirles los carnés les habían dicho que se largaran, que los judíos contaminaban el aire.

—No nos pasó nada —dijo Iggie—; bajando hacia el valle a oscuras encontramos un granero. Pero a nuestra amiga Franzi el carnet le sirvió y se quedó en la cabaña. Nunca hablamos del tema.

No hablar del antisemitismo era posible; lo imposible era no oír. En Viena no había consenso sobre lo que los políticos podían decir. La prueba de esto fue que en 1922 el novelista y provocador Hugo Bettauer publicó Die Stadt ohne Juden: Ein Roman von übermorgen [La ciudad sin judíos: una novela sobre pasado mañana]. Es un libro exasperante sobre la Viena arruinada, la pobreza de la postguerra y el ascenso de un demagogo, el doctor Karl Schwertfeger —doble del doctor Karl Lueger—, que une al populacho por una vía fácil: «Echemos un vistazo a nuestra pequeña Austria de hoy. ¿En manos de quién está la prensa y, por lo tanto, la opinión pública? ¡En manos del judío! ¿Quién ha apilado billones y billones desde el infausto año de 1914? ¡El judío! ¿Quién controla la tremenda circulación de nuestro dinero, ocupa el escritorio del director en los grandes bancos, es dueño de prácticamente todas las industrias? ¡El judío! ¿Quién posee nuestro teatro? ¡El judío!». El canciller federal tiene una solución, una solución sencilla: Austria expulsará a los judíos. Todos, incluidos los hijos de matrimonios mixtos, serán ordenadamente deportados en trenes. Aquellos que intenten seguir viviendo en Viena en secreto se expondrán a la pena de muerte. «A la una de la tarde un silbato proclamó que el último cargamento de judíos acababa de partir de Viena, y a las seis… las campanas de todas las iglesias anunciaron que no había más judíos en Austria».

Y como contrapunto a las escalofriantes descripciones de dolorosas rupturas familiares y escenas desesperantes de vagones cerrados que se llevan a los judíos de las estaciones, aparece el descenso de la Viena librada de ellos a remanso gris y provinciano. No hay teatro, periódico, chisme, moda ni dinero, hasta que la ciudad invita a los judíos a volver.

En 1925 Bettauer fue asesinado por un joven nazi. El abogado del reo en el juicio fue el líder de los nacionalsocialistas austríacos, lo que dio al partido cierto prestigio dentro de la escindible política vienesa. Aquel verano, dieciocho jóvenes nazis atacaron un restaurante lleno gritando «Juden Hinaus!» [¡Fuera los judíos!].

Parte de la desgracia de aquellos años era efecto de la inflación. Se decía que si uno pasaba a primera hora de la mañana frente al edificio del Banco Austro-Húngaro en la Bankgasse, podía oír el traqueteo de las máquinas que imprimían más dinero. Era corriente recibir billetes con la tinta todavía húmeda. «Tal vez debamos cambiar totalmente la moneda y empezar de nuevo —pensaban algunos banqueros—. Corren rumores sobre el schilling».

«Todo un invierno de emisiones y ceros cae del cielo. Son cientos de miles, de millones, pero cada copo, cada millar de copos se derrite en la mano», escribió sobre el año 1919 Stefan Zweig en su novela Rausch der Verwandlung [La embriaguez de la metamorfosis]. «El dinero se derrite mientras duermen, se deshoja mientras uno va a cambiar los desastrados zapatos de tacones de madera y corre por segunda vez al tenderete, pues uno siempre está de camino y siempre llega tarde. La vida se convierte en matemáticas, en sumar y multiplicar, en un círculo vertiginoso de cifras y números, y el torbellino absorbe hasta las últimas posesiones en su nada negra e insaciable[8]…».

Viktor miraba su propio vacío: en la caja de seguridad del despacho de la Schottengasse había pilas de letras, bonos y acciones. No valían nada. Como ciudadano de una potencia vencida, bajo los términos de acuerdo punitivo establecidos por los aliados, tras la guerra se le habían confiscado todas las inversiones financieras en Londres y París, las cuentas que había construido a lo largo de cuarenta años, el edificio de la empresa en una ciudad, su parte de Ephrussi et Cie. en la otra. En el torbellino bolchevique había desaparecido la riqueza rusa: el oro guardado en San Petersburgo, las acciones de campos de petróleo en Bakú, de ferrocarriles y de bancos y las propiedades que él había conservado en Odesa. Todo. No era una mera pérdida espectacular de dinero; era la pérdida de varias fortunas.

Y en el terreno más íntimo, en 1915, en el apogeo de la guerra, había muerto Jules Ephrussi, hermano mayor de Charles y dueño del chalet. A causa de las hostilidades había legado a sus primos franceses la vasta fortuna que por tanto tiempo había prometido a Viktor. Así pues, nada de juegos de muebles Imperio. Ni del monet de los sauces en una ribera. «Pobre mamá —escribió Elisabeth—. Tantas veladas interminables en Suiza en vano».

En 1914, antes de la guerra, Viktor había tenido una fortuna de veinticinco millones de coronas, varios edificios en Viena, el palacio Ephrussi, la colección de «cien pinturas antiguas» y unos ingresos anuales de varios cientos de miles de coronas. El total equivalía a unos cuatrocientos millones de dólares de hoy. Ahora ni los dos pisos del palacio que alquilaba por cincuenta mil coronas daban un verdadero ingreso. Y la decisión de dejar el dinero en Austria había resultado catastrófica. A fines de 1917 el patriótico ciudadano austríaco de cuño reciente había invertido enormes cantidades en bonos de guerra. Tampoco valían nada ya.

El 6 y el 8 de marzo de 1921, en dos reuniones de crisis con su viejo amigo el financiero Rudolf Gutmann, Viktor admitió la gravedad de la situación. «Los Ephrussi tienen en la Bolsa la mejor reputación de Viena», le escribió Gutmann el 4 de abril a otro banquero alemán, cierto Herr Siepel. El Banco Ephrussi seguía siendo fundamentalmente viable y, gracias a su alcance en los Balcanes, era un útil socio empresarial. Los Gutmann asumieron parte del banco, con una inversión de veinticinco millones de coronas, y otros setenta y cinco millones puso el Banco de Berlín (predecesor del Deutsche Bank). Ahora Viktor poseía sólo la mitad del banco de la familia.

En los archivos del Deutsche Bank hay carpetas y carpetas de documentos sobre el proceso: el cuidadoso regateo sobre los porcentajes, informes de las conversaciones, los tratos. Pero a través de las cartulinas aún se oye la tenue oscilación de la voz de Viktor, su cansancio, el tambaleo de las consonantes. Los negocios se reducían «buchstäblich gleich Null»: literalmente a cero.

El sentimiento de pérdida, de haber fracasado en proteger una herencia, afectó a Viktor profundamente. Él era el heredero; el legado era suyo y lo había perdido. Se habían cerrado todas las partes de su mundo: la vida en Odesa, San Petersburgo, París y Londres se había terminado y sólo quedaba Viena, el hidrocéfalo palacio de la Ringstrasse.

No es que Emmy, los niños y el bebé Rudolf estuvieran en la miseria. No había que vender nada para comprar comida o combustible. Pero no tenían más que lo que contenía la gran casa. Los netsuke seguían en la vitrina lacada del vestidor, y Anna les quitaba el polvo cuando entraba a arreglar los flores del tocador de Emmy. De las paredes aún colgaban los gobelinos, los antiguos maestros holandeses. Todavía se lustraban los muebles franceses, se daba cuerda a los relojes, se cuidaban los pabilos de las velas. Los Sèvres seguían apilados en el armario de las porcelanas junto al cuarto de la plata, cada juego completo sobre los estantes cubiertos de manteles. El servicio de cena con la doble E y el orgulloso barquito viento en popa seguía en la caja de seguridad. Aún había un automóvil en el patio. Pero la existencia de los objetos en el palacio era menos movediza. El mundo había dado un Umsturz, un vuelco, y había en las cosas una pesadez que a ellos les modificaba la vida. Ahora las cosas había que conservarlas, a veces incluso abrigarlas, cuando antes habían sido un mero fondo, una bruma de relumbre y barniz para una agitada vida social. Al fin se empezaba a tener exactamente en cuenta lo que hasta entonces no se había advertido ni valorado.

Era un gran derrumbe; antes las cosas habían sido mejores y más plenas. Quizá fue entonces cuando surgieron los primeros atisbos de nostalgia. Empiezo a pensar que guardar cosas y perderlas no son polos opuestos. Uno guarda una tabaquera de plata, prenda por haber sido padrino en un duelo, durante toda una vida. Otra guarda el brazalete que le regaló un amante. Viktor y Emmy conservaban todo: las posesiones, los cajones repletos de cosas, las paredes llenas de cuadros…, pero habían perdido el sentido de un futuro de posibilidades múltiples. En eso estaban disminuidos.

Hay una nostalgia viscosa en Viena. Ha traspasado la pesada puerta de roble de la casa.