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«UNA OPORTUNIDAD IRREPETIBLE»

Cómo escribir sobre aquel momento? Leo memorias, los diarios de Musil, miro fotos de masas de la misma fecha, del día siguiente. Leo periódicos vieneses. El martes la panadería Hermansky ya hornea pan ario. El miércoles despiden a los abogados judíos. El jueves se excluye a los no arios del club de fútbol Schwartz-Rot. El viernes Goebbels reparte radios libres. Se venden navajas de afeitar arias.

Tengo el pasaporte de Viktor con sus sellos y un delgado fajo de cartas entre parientes que despliego sobre mi largo escritorio. Las leo una y otra vez, deseando que me digan cómo fue, qué sentían Viktor y Emmy en su casa de la Ringstrasse. Tengo carpetas de notas tomadas de los archivos. Pero me doy cuenta de que esto no puedo hacerlo desde Londres, desde una biblioteca. Así que vuelvo a Viena, al palacio.

Salgo al balcón de la segunda planta. Me he traído un netsuke, el de las tres castañas marrón claro con el gusanito de marfil, y me doy cuenta de que me preocupa que dé tumbos en el bolsillo. Me agarro con fuerza a la baranda y miro el suelo de mármol y pienso en el tocador de Emmy cayendo. Pienso en los netsuke, incólumes en la vitrina.

Y oigo que desde la Ringstrasse un grupo de hombres de negocios viene por el pasaje a una reunión en las oficinas, el nudo de conversaciones, y cómo con ellos llega un tenue rumor de la calle. Son esas voces las que me hacen recordar a Iggie. Él me contó que el día que llegaron los nazis el viejo portero, Herr Kirchner, que solía divertir a los niños abriendo las puertas del palacio Ephrussi con un floreo y una honda reverencia, había tomado la práctica decisión de irse y dejar la puerta de la Ringstrasse abierta de par en par.

Seis miembros de la Gestapo en impecable uniforme entran directamente.

Empiezan con mucha educación. Tienen orden de registrar el apartamento, dadas las fundadas razones para creer que el judío Ephrussi apoyó la campaña de Schuschnigg.

Registrar. Registrar significa lo siguiente: se saca hasta el último cajón, se vuelca el contenido de cada armario, se escruta hasta el menor adorno. ¿Saben cuántas cosas hay en esta casa, cuántos cajones en cuántas habitaciones? Los agentes de la Gestapo son metódicos. No tienen prisa. Esto no es ninguna locura. Revuelven los cajones de las mesitas del salón, desparraman papeles, destrozan el estudio. Rastrillan el archivo de catálogos de incunables en busca de pruebas, criban cartas. Sondean todos los cajones del armario italiano. En la biblioteca sacan los libros de los estantes, los examinan y los tiran al suelo. Hurgan en los roperos, controlan las perchas y los travesaños. Arrancan de la pared del comedor los tapices donde solían esconderse los niños.

Después de registrar las veinticuatro habitaciones del apartamento de la familia, las cocinas y la sala de los criados, los agentes exigen las llaves de la caja de seguridad y de los cuartos de la plata y la porcelana, donde los platos están apilados por servicio. Necesitan la llave del trastero del rincón, lleno de cajas de sombreros, baúles, canastos con juguetes, libros infantiles y los viejos cuentos maravillosos de Andrew Lang. Reclaman la llave del buró del vestidor de Viktor, donde él guarda las cartas de Emmy, de su padre y del viejo preceptor Herr Wessel, aquel buen prusiano que lo instruyó en los valores alemanes y lo hizo leer a Schiller. Requisan las llaves del despacho de Viktor en el banco.

Y toman rigurosa nota de todas y cada una de estas cosas —una geografía familiar que se extiende desde Odesa y las vacaciones en Petersburgo hasta Suiza, el sur de Francia, Kövecses, París, Londres, todo—. Cada objeto y cada incidente son sospechosos. Todas las familias judías de Viene son sometidas al mismo escrutinio.

Al cabo de estas largas horas hay una somera deliberación y se acusa al judío Viktor Ephrussi de haber contribuido con cinco mil schillings a la campaña de Schuschnigg; se lo declara, pues, enemigo del Estado. Él y Rudolf quedan detenidos. Se los llevan.

A Emmy la confinan a dos habitaciones en la parte trasera de la casa. Voy a verlas. Son pequeñas, altas y muy oscuras; a través de una ventana opaca que hay encima de la puerta entra apenas un poco de luz. No le permiten usar la escalera principal ni ir a las otras habitaciones. No tiene sirvientes. En este momento sólo tiene su ropa.

No sé adónde se llevaron a Viktor y a Rudolf. No he podido encontrar los registros. Nunca se lo pregunté a Elisabeth ni a Iggie.

Es posible que los llevaran al hotel Metropole, donde la Gestapo había establecido su cuartel general. Hay muchas otras penalidades para ese torrente de judíos. Les pegan, desde luego, pero también les prohíben afeitarse y lavarse para que parezcan todavía más degenerados; un detalle nada menor cuando hay que enfrentar la vieja ofensa del judío que no parece judío. El proceso de despojarlo de dignidad, de quitarle la cadena del reloj, los zapatos o el cinturón, para que se tambalee sujetándose los pantalones con una mano, es una forma de devolverlo al shtetl, a su carácter esencial: errante, barbudo, encorvado bajo sus posesiones. Se pretende que acabe igual que una caricatura de Die Stürmer, el tabloide de Streicher que ahora se vende en las calles de Viena. Le quitan las gafas de leer.

Padre e hijo pasan tres días presos en algún lugar de la ciudad. La Gestapo necesita una firma; o firmas este formulario o te mandamos con tu hijo a Dachau. Viktor firma la cesión del palacio con lo que contiene y de todas sus demás propiedades en Viena, lo acumulado por la familia durante cien años de diligencia. Entonces les permiten volver al palacio Ephrussi, cruzar las puertas abiertas y el patio hasta el rincón donde la escalera de servicio los llevará a las dos habitaciones de la segunda planta, que son su nuevo hogar.

Y el 27 de abril se declara que la propiedad del número 14 del Dr. Karl Lueger Ring, Viena I, antes palacio Ephrussi, ha sido completamente arianizada.

Aquí, desde la puerta de las habitaciones que les dieron, el vestidor y la biblioteca del otro lado del patio me parecen imposiblemente cercanas. «Éste es el momento —pienso— en que empieza el exilio, el momento en que el hogar está con uno y a la vez muy, muy lejos».

La casa ya no era suya. Estaba llena de gente, unos con uniforme, otros de traje. Sujetos que contaban habitaciones, hacían listas de objetos y cuadros, se llevaban cosas. Anna aún está por ahí. Le han ordenado que ayude a hacer cajas y cestas; le dicen que debería avergonzarse de haber trabajado para judíos.

No sólo son las obras de arte, no meramente los bibelots, los objetos dorados de mesas y repisas, sino la ropa, los abrigos de Emmy, un canasto de vajilla de porcelana, una lámpara, un atado de paraguas y bastones. Todo lo que ha costado décadas traer a la casa, poner en cajones, cómodas, vitrinas y baúles, regalos de boda, regalos de cumpleaños y recuerdos, ahora vuelve a irse. He aquí cómo se desbarata extrañamente una colección, una casa y una familia. Es el momento de fisura en que los objetos familiares, conocidos, manipulados, queridos, se vuelven género.

Para que evalúen los objetos de arte de los judíos, la Oficina de Transacciones de Propiedad nombra oficiales asesores que facilitarán el retiro metódico de cuadros, libros, muebles y objetos de las casas. Los expertos de los museos saben qué tiene valor. En las primeras semanas del Anschluss hay en museos y galerías un rumor de trabajo afanoso, concentrado: hay que escribir y copiar cartas, confeccionar listas, apuntar dudas sobre origen o atribución, y calificar jerárquicamente hasta el último cuadro, mueble y objeto. Para cada cosa hay encontrados niveles de interés.

Leo estos documentos y pienso en Charles tal como era en París, amateur de l’art, en su apasionada diligencia en la búsqueda y el registro, su vida de erudito, su vagabundeo en pos de datos sobre los pintores que amaba, sus lacas, su colección de netsuke.

Nunca los historiadores del arte han sido tan útiles, nunca se los escuchó opinar con tanta atención como en la Viena de la primavera de 1938. Y como después del Anschluss las instituciones oficiales echaron a los judíos, para los candidatos competentes hay oportunidades apasionantes. Dos días después de la anexión, Fritz Dworshak, hasta entonces conservador de la sección de medallas, es nombrado director del Kunsthistorisches Museum [Museo de Historia del Arte]. «Distribuir las obras de arte requisadas —anuncia— brinda una oportunidad única de expansión… en un gran número de áreas».

No se equivoca. La mayoría de los objetos se venderán o subastarán para reunir dinero para el Reich. Ciertos artículos serán trocados por piezas de marchantes; otros se le darán al Führer para el nuevo museo que se proyecta levantar en su Linz natal; otros irán a los museos nacionales. Berlín vigila celosamente. «El Führer planea decidir personalmente qué uso se dará a las propiedades después de requisarlas. Está pensando en poner las obras de arte principalmente y antes que nada a disposición de pequeñas ciudades austríacas para que las incorporen a sus colecciones». Ciertas pinturas, libros y muebles se apartan con destino a las colecciones de la plana mayor nazi.

En el palacio Ephrussi ha empezado el proceso de evaluación. Todo en esta gran casa del tesoro se examina con lupa. Es lo que hacen los coleccionistas. A la luz grisácea del patio, cualquier objeto de esa familia judía es sometido a juicio.

Las opiniones de la Gestapo sobre el gusto de las colecciones es bastante ácido; pero queda anotado que treinta de los cuadros Ephrussi están «preparados para los museos». Tres Viejos Maestros van directamente a la «galería de pintura» del Kunsthistorisches Museum, seis a la Galería Austríaca y uno es vendido a un marchante; un coleccionista cambia dos terracotas y tres pinturas por piezas suyas y otro, de la Michaelerplatz, compra diez artículos por diez mil schillings. Y etcétera.

Numerosas «piezas artísticas de alta calidad no apropiadas para uso oficial» van al Kunsthistorisches Museum y al Naturhistorisches Museum [el Museo de Historia Natural]. El resto de los objetos «no apropiados» es trasladado al «Depósito de Desplazables», un enorme almacén adonde las organizaciones pueden ir a tomar lo que elijan.

En cuanto a las mejores, las realmente mejores pinturas de Viena, se les toman fotografías, que luego se encuadernan en diez álbumes con cubiertas de piel, para entonces enviarlos a Berlín a fin de que Hitler los contemple.

Y en una carta desde Berlín del 13 de octubre de 1938, Referencia (iniciales ilegibles): «RK 19694 B», hay una nota. «El Reichs Fuehrer SS y Jefe de los Alemanes [sic] somete con carta del 10 de agosto de 1938, aquí recibida el 26 de septiembre de 1938, siete inventarios concernientes a bienes y objetos de arte respectivamente confiscados y secuestrados en Austria, así como diez álbumes de fotografías y el catálogo disponibles en la delegación, inventarios y certificado adjuntos». Y, aparte del «palacio con terrenos y bosque del judío Rudolf Gutmann» y «siete fincas de propiedad familiar de la Casa de Habsburgo y Lorena así como cuatro villas y un palacio de Otto V de Habsburgo», figuran los objetos de arte secuestrados en Viena, incluida la propiedad de: «Viktor V. Ephrussi, n.º 57, 71, 81-87, 116-118 y 120-122… La confiscación se ha efectuado a favor de varias entidades: Austria, Reichs Fuehrer SS, NSDAP, Fuerzas Armadas, Lebensborn y otros».

Mientras Hitler hojea los álbumes y elije lo que quiere, y mientras se discuten estas cosas y se cavila sobre la diferencia entre confiscación y secuestro, la Gestapo se lleva la biblioteca de Viktor: los libros de historia, la poesía griega y latina, su Ovidio y su Virgilio, el Tácito, las hileras de novelas inglesas, alemanas y francesas, el volumen en tafilete de Dante con las ilustraciones de Doré que tanto asustaban a los niños, los diccionarios, los atlas, los libros que Charles enviara de París, los incunables. Libros comprados en Odesa y en Viena, enviados por libreros de Londres y de Zúrich —toda una vida de lectura—, son retirados de los estantes, clasificados y embalados en cajas que se cierran con clavos, se bajan al patio y se cargan en un camión. Alguien —iniciales ilegibles— garrapatea una firma en un documento, el camión carraspea, arranca, sale al Anillo por las puertas de roble y desaparece.

Existe una organización especial dedicada a identificar bibliotecas particulares de judíos. Revisando el folleto de miembros del Wiener Club correspondiente a 1935, con presidencia de Viktor v. Ephrussi, veo que a cinco de sus amigos les secuestraron la biblioteca.

Algunas de las cajas van a la Biblioteca Nacional. Allí hay bibliotecarios y estudiosos que sacan los libros y los dispersan. Para ellos también son días de ajetreo. Ciertos volúmenes quedan en Viena; otros terminan en Berlín. Otros son destinados a la Führerbibliothek que se planea abrir en Linz y otros más a la biblioteca privada de Hitler. Y muchos son apartados para el Centro Alfred Rosenberg. Ideólogo temprano del nazismo, Rosenberg es un poder en el Reich. «La esencia de la revolución mundial contemporánea radica en el despertar del tipo racial —escribió con grandilocuencia—. Para Alemania la Cuestión Judía sólo quedará resuelta cuando el último judío deje el Gran Espacio Alemán». Asfixiados de retórica, vendidos por cientos de miles, los libros de Rosenberg alcanzaron una popularidad sólo superada por Mein Kampf [Mi lucha]. Una de las tareas de su oficina sería confiscar material para la investigación de «propiedades judías sin dueño» en Francia, Bélgica y Holanda.

En toda Viena está sucediendo esto. A veces se fuerza a los judíos a vender cosas por casi nada; para ellos se trata de reunir dinero para el impuesto a la Reichsflucht y conseguir el permiso de salida. A veces las cosas simplemente se cogen. A veces con violencia, a veces sin ella, pero siempre con una penumbra de lenguaje oficial, la firma de un papel, una admisión de culpa, de participación en actividades contrarias a las leyes del Reich. Hay montones de documentación: la lista de las colecciones de los Gutmann ocupa páginas enteras. La Gestapo se lleva los once netsuke de Marianne —el niño que juega, el perro, el mono, la tortuga—, los que le mostró a Emmy hace una vida.

¿Cuánto tiempo estarán estas personas separadas del lugar donde han vivido? El Dorotheum, la casa de subastas de Viena, celebra una venta pública tras otra. Hay ventas de bienes secuestrados todos los días. Y cada día esos artículos encuentran gente deseosa de ampliar sus colecciones. La subasta de la colección Altmann dura cinco días. Empieza el viernes 17 de junio de 1938 a las tres de la tarde con un reloj de pie inglés con campanilla a lo Westminster. Se vende a sólo treinta marcos del Reich. La clara enumeración da la impresionante cifra de doscientas cincuenta entradas por día.

Así, pues, se procederá. Está claro que en la Ostmark, la región oriental del Reich, ahora hay que manejar los objetos con cuidado. Es preciso sopesar cada candelabro. Contar cada tenedor y cada cuchara. Abrir cada vitrina. Anotar las marcas de la base de cada figurita de porcelana. La descripción de un dibujo de un maestro antiguo necesita un signo de interrogación: todavía no se ha medido correctamente el tamaño de la obra. Y mientras esto transcurre, a los propietarios anteriores les están quebrando las costillas y rompiendo los dientes a patadas.

Los judíos importan menos que lo que una vez poseyeron. Lo que está en marcha es un examen de cómo cuidar adecuadamente los objetos y darles un decente hogar alemán. Un examen de cómo administrar una sociedad sin judíos. Una vez más Viena es «un centro de experimentación para el fin del mundo».

Tres días después de que Viktor y Rudolf hayan salido de la cárcel, la Gestapo asigna la casa de la familia a la Amt für Wildbach und Lawinenverbauung, la Oficina para el Control de Mareas y Aludes. El gran piso del palacio, el apartamento de oro y mármol y techos pintados, es entregado a la Amt Rosenberg, la Oficina de Alfred Rosenberg, plenipotenciario del Führer para la Supervisión de toda Educación y Adoctrinamiento Intelectual e Ideológico en el Partido Nacional Socialista.

Veo a Rosenberg, arrogante y bien vestido, apoyado en la enorme mesa Boulle del salón de Ignace que da al Anillo, frente al orden de sus papeles. Su oficina es responsable de coordinar la dirección intelectual del Reich y hay mucho que hacer. Arqueólogos, hombres de letras y eruditos necesitan su imprimatur. Es abril y los tilos muestran sus primeras hojas. Fuera de las tres ventanas del despacho, al otro lado del fresco dosel verde, banderas con la esvástica ondean en la Universidad y en el mástil recién erigido delante de la Votivkirche.

Instalado así en su nueva oficina de Viena, Rosenberg tiene sobre la cabeza el bien calibrado himno de Ignace al orgullo judío en Sion —su perpetua apuesta por la asimilación—: la grandiosa, dorada pintura de la coronación de Ester como reina de Israel. También sobre él, pero a la izquierda, está la destrucción de los enemigos de Sion. Pero en la Zionstrasse no habrá judíos.

El 25 de abril se celebra la ceremonia de reapertura de la Universidad. Estudiantes en lederhosen, el traje bávaro de pantalón corto y peto de cuero, flanquean la escalinata principal cuando hace su entrada el gauleiter Joseph Bürckel. Se ha establecido una cuota sistemática. Sólo habrá un dos por ciento de plazas universitarias para judíos. De ahora en adelante los estudiantes judíos necesitarán permiso para entrar; ya se ha expulsado a ciento cincuenta y tres de los ciento noventa y siete de la Facultad de Medicina.

El 26 de abril Hermann Göring pone en marcha la campaña de «transferencia de riquezas». Cada judío con más de cinco mil marcos en activos debe declararlos a las autoridades o será detenido.

Al día siguiente llegan agentes de la Gestapo al Banco Ephrussi. Se pasan tres días revisando los archivos. Según las nuevas normas —dictadas hace treinta y seis horas—, el negocio debe ser ofrecido prioritariamente a accionistas arios, y con descuento. En consecuencia, se pregunta a Herr Steinhausser, colega de Viktor a lo largo de treinta y seis años, si quiere comprar la parte de sus socios judíos.

Sólo han pasado seis semanas desde el plebiscito manipulado.

«Sí —dice Steinhausser en una entrevista sobre su papel en el banco realizada después de la guerra—, claro que compré. Ellos necesitaban efectivo para pagar el Reichsfluchtsteuer, el impuesto de salida… y me ofrecieron sus acciones con urgencia porque era la forma más rápida de conseguirlo. El precio, lo que costaba a Ephrussi y a Wiener marcharse, era “totalmente apropiado”… Quinientos ocho mil marcos del Reich… más los cuarenta mil del impuesto de arianización, por supuesto».

De modo que el 12 de agosto de 1938 Ephrussi et Cie. es retirada del registro empresarial. En el informe, insólitamente, dice «BORRADA». Tres meses después se llama Bankhaus C. A. Steinhausser y se la revalúa bajo este nuevo nombre. Con propietarios gentiles valdrá seis veces más que con propietarios judíos.

En Viena ya no hay un palacio Ephrussi ni un Banco Ephrussi. La familia ya no ensuciaba la ciudad.

Durante esta visita voy al archivo judío, el mismo del cual se apoderó Eichmann, a comprobar los detalles de una boda. Recorriendo un registro encuentro a Viktor, y sobre él un sello rojo oficial. «Israel», leo. Y es que, por decreto, todos los judíos debían adoptar un nuevo nombre y alguien se había tomado el trabajo de poner el mismo sello sobre todos y cada uno de los de Viena: «Israel» para los hombres y «Sara» para las mujeres.

Me había equivocado. La familia no está borrada, sino sobrescrita. Y es esto lo que, finalmente, me hace llorar.