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«TODO MUY ABIERTO, PÚBLICO Y LEGAL»

Elisabeth volvió a casa con el revoltijo de netsuke en el maletín. Ahora el hogar era Inglaterra: ni hablar de llevarse a la familia a vivir a Viena. Lo mismo opinaba Iggie, que estaba licenciado del ejército americano y buscaba trabajo. Regresar a Viena era algo que muy pocos judíos estaban dispuestos a hacer. En el momento del Anschluss había habido en Austria ciento ochenta y cinco mil judíos. Sólo cuatro mil quinientos volverían; sesenta y cinco mil cuatrocientos cincuenta y nueve habían sido asesinados.

No se llamó a nadie para que rindiera cuentas. En 1948, la nueva y democrática república austríaca instaurada después de la guerra amnistió al noventa por ciento de los miembros del Partido Nazi, y en 1957 a los de las SS y la Gestapo.

Los que habían permanecido en el país vivían el retorno de los emigrados como un hostigamiento. La novela de mi abuela sobre el regreso a Viena me ayuda a entender cómo se sentía. Hay una escena de enfrentamiento particularmente reveladora. Al profesor judío le piden que explique por qué volvió, qué esperaba de Austria: «El caso es que usted decidió irse un poco pronto. Quiero decir, renunció antes de que lo echaran… y dejó el país». Ésta es la pregunta clave y poderosa: ¿qué se propone con el regreso? ¿Ha venido a acusar? ¿A denunciarnos? Y, como un temblor que agita estas preguntas: ¿se cree que su guerra fue peor que la nuestra?

A los que habían sobrevivido les era difícil resarcirse. Elisabeth novela esto en uno de los pasajes más raros, cuando un coleccionista nota que «de la pared opuesta a su silla cuelgan dos cuadros oscuros, de marco pesado, y los ojos se le arrugan en una leve sonrisa».

—¿De veras que reconoce esos cuadros? —exclama el nuevo dueño—. De hecho, pertenecieron a un caballero que seguramente era conocido de su familia, el barón E. Es posible que lo haya visto usted en esta casa. Desafortunadamente, el barón E. murió en el extranjero. En Inglaterra, tengo entendido. Los herederos rastrearon sus propiedades y subastaron todo lo que habían logrado recuperar, supongo que porque estas antigüedades no servían para las casas modernas. Y yo las compré en las subastas, como la mayoría de los objetos que ve en esta habitación. Todo muy abierto, público y legal, me comprende. Para las cosas de ese período no hay gran demanda.

—No tiene por qué disculparse, Herr Doktor —responde Kanakis—. Hizo un buen negocio. No puedo sino felicitarlo.

«Todo muy abierto, público y legal»: Elisabeth oiría un sinfín de veces esta frase. No tardó en descubrir que, en la lista de prioridades de una sociedad hecha añicos, la restitución de bienes a los que habían sido despojados era una de las últimas. Muchos de los que se habían apropiado de cosas de los judíos eran ahora ciudadanos de la nueva República de Austria. Además, el gobierno rehusaba hacer reparaciones porque, a su modo de ver, entre 1938 y 1945 el país había estado ocupado: más que agente de la guerra, Austria había sido «la primera víctima».

Y como «primera víctima» tenía que ser firme ante los que querían perjudicarla. Sobre esta cuestión, el doctor Karl Reiner, abogado y presidente del país en la postguerra, fue muy claro. En abril de 1945 escribió:

La devolución de propiedades robadas a los judíos… no [debería hacerse] a víctimas particulares, sino a un fondo de restitución colectiva. Es necesario crear ese fondo y disponer los esperables pasos siguientes si queremos evitar una inundación de exiliados de regreso […]. Circunstancia a la que por muchas razones ha de prestarse estrecha atención […]. Básicamente, no debería responsabilizarse a toda la nación del daño a los judíos.

Cuando el 15 de mayo de 1946 la República de Austria aprobó una ley por la cual se consideraba nula y vacía de contenido toda transacción que se hubiera servido de la ideología discriminatoria nazi, pareció que el camino se despejaba. Pero extrañamente la ley se reveló inaplicable. Si uno había vendido sus propiedades bajo presión policial o forzado por la arianización, se le podía pedir que volviera a comprarla. Si le devolvían una obra de arte considerada significativa para el patrimonio cultural austríaco, tenía vedado exportarla. Pero si donaba obras al museo en cierto tiempo le libraban el permiso para recobrar obras menores.

Para decidir qué devolver y qué no, las oficinas del gobierno esgrimían documentos de máxima autoridad. Eran los que había elaborado la Gestapo, notoria por su meticuloso rigor.

En una carpeta dedicada a la apropiación de los libros de Viktor, una nota indica que se ha entregado una biblioteca a la Gestapo, pero, añade «no hay descripción alguna del contenido completo. De todos modos, sólo podía tratarse de un número corto de obras, porque el documento que confirma la requisa menciona el contenido de dos cajas grandes y dos pequeñas, además de una estantería rotatoria».

Así pues, el 31 de marzo de 1948 la Biblioteca Nacional de Austria devuelve ciento noventa y un libros a los herederos de Viktor Ephrussi. Ciento noventa y un libros equivalen a dos estantes llenos, unos pocos de los metros de pared que tenía la habitación.

Y así todo. ¿Dónde están los registros que llevaba Viktor? Incluso muerto sigue acusado. La vida de lector de Viktor se ha perdido por culpa de un documento con iniciales ilegibles.

Hay otra carpeta sobre la requisa de la colección de arte. Contiene una carta del director de un museo a un colega. Tienen un inventario hecho por la Gestapo y deben resolver qué pasó con los cuadros del banquero Ephrussi, Viena 1, Lueggerring, 14: «El inventario no conforma una colección de arte particularmente valiosa, pero la decoración del apartamento es la de un hombre acaudalado. Del estilo se desprende claramente que la colección se reunió según el gusto de la década de 1870».

No hay recibos, pero «las únicas pinturas que no se han vendido son las absolutamente invendibles». O sea que en realidad no hay mucho que uno pueda hacer.

Leo estas cartas y me entra una furia idiota. No se trata de que estos historiadores del arte menosprecien el gusto del «banquero Ephrussi», aunque incomoda por demás que el giro se acerque tanto al de «judío Ephrussi» que usa la Gestapo. Se trata de cómo se utilizan los archivos para clausurar el pasado: de esto no hay recibo, es imposible leer esa firma. Sólo han pasado nueve años y hablamos de transacciones hechas por tus colegas. Viena es una ciudad pequeña. ¿Cuántas llamadas pueden hacer falta para resolver esto?

La infancia de mi padre estuvo jalonada de las cartas que, una tras otra, Elisabeth escribía contra un fondo de esperanzas declinantes de que la familia recuperase su fortuna. En parte lo hacía por indignación contra las medidas pseudolegales que se anteponían para disuadir a los demandantes. Al fin y al cabo era abogada. Pero sobre todo porque los cuatro hijos pasaban verdaderas dificultades económicas y ella era la única que estaba en Europa.

Cada vez que recuperaban un cuadro lo vendían y dividían el dinero. En 1949 recobraron los gobelinos y los vendieron para pagar matrículas escolares. Cinco años después de la guerra a Elisabeth le devolvieron el palacio Ephrussi. No era un buen momento para vender una mansión dañada por la guerra en una ciudad controlada por cuatro ejércitos, y les dio apenas treinta mil dólares. Después de eso Elisabeth se rindió.

En 1952 le preguntaron a Herr Steinhausser, el ex socio de Viktor que ahora era presidente de la Asociación de Banqueros de Austria, si sabía algo de la historia del Banco Ephrussi, que él había arianizado, porque se creía que al año siguiente, 1953, se habrían cumplido cien años de su fundación en Viena. «No sé nada de eso —escribió en respuesta—. No lo celebraremos».

Los herederos de Ephrussi recibieron cincuenta mil schillings bajo aceptación de renunciar a toda demanda ulterior. La suma equivalía a cinco mil dólares de entonces.

Todo este asunto de la restitución me resulta agotador. Ya veo que uno puede pasarse la vida tras la pista de algo, con la energía consumida por normas, cartas y minucias legales. Sabe que en la repisa de alguien repica el reloj del salón, con las sirenas líquidamente enlazadas en la base. Abre un catálogo de ventas, ve dos barcos en una tormenta y de repente está al borde de la escalera, con la niñera abrigándole el cuello con una bufanda para salir de paseo por el Anillo. Por lo que dura un aliento puede recomponer una vida, la escenografía rota para una familia en la diáspora.

Era una familia que no podía recomponerse. En Tunbridge Wells Elisabeth proveía una suerte de centro: escribía, contaba noticias, enviaba fotos de sobrinas y sobrinos. Después de la guerra Henk había conseguido un buen trabajo, un puesto en la Oficina de Asistencia de las Naciones Unidas, y ahora estaban mucho más desahogados. Gisela seguía en México; corrían malos tiempos y para sostener a la familia trabajaba limpiando casas. Rudolf, licenciado del ejército, vivía en Virginia. Y a Iggie, como decía él mismo, la moda lo había dado por perdido. No le daba el ánimo para volver a trabajar en vestidos: el hilo que había unido Viena, París y Nueva York no había soportado la experiencia de los combates en Francia.

En un regreso involuntario a las raíces del patriarca de Odesa, ahora trabajaba para Bunge, una comercializadora internacional de granos. Su primera comisión lo había enviado por un largo año a Leopoldville, en el Congo Belga, que odiaba tanto por el calor como por la brutalidad.

En octubre de 1947 Iggie estuvo en Inglaterra durante un cambio de destino. Le habían ofrecido volver al Congo o ir a Japón, ninguno de los que le atraía. Viajó a Tunbridge Wells a ver a Elisabeth, Henk y los sobrinos y a visitar por primera vez la tumba de su padre. Entonces tomó una decisión sobre su futuro.

Fue después de una cena. Los chicos habían terminado la tarea y estaban durmiendo. Elisabeth abrió el maletín y le mostró los netsuke.

Una riña de ratas. El zorro de los ojos de incrustación. El mono metido en la calabaza. Su lobo pinto. Sacan algunos y los ponen sobre la mesa de la cocina de una casa de suburbio.

—No dijimos una palabra —me contaría Iggie—. Los habíamos mirado juntos por última vez en el vestidor de mamá, hacía treinta años, sentados en la alfombra amarilla.

«Japón —se dijo—. Voy a llevarlos de vuelta».