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«UN “MAHOUT”[4] PARA GUIARLA»

Aún no es tiempo de que los netsuke entren en la historia. A sus algo más de veinte años Charles siempre está en otra parte, en tránsito hacia algún lugar, enviando desde Londres, Venecia o Múnich recuerdos y disculpas por faltar a reuniones de familia. Ha empezado a escribir un libro sobre Durero, el artista que lo cautivó en las colecciones de Viena, y para hacerle justicia necesita encontrar cada dibujo suyo, hasta el último garabato que haya en los archivos.

Los dos hermanos mayores están arrellanados en la seguridad de sus propios mundos. Jules, con sus tíos, timonea la compañía Ephrussi de la rue de l’Arcade. La formación temprana en Viena ha dado fruto y él demuestra ser muy bueno para el dinero. Se ha casado en la sinagoga de Viena con Fanny, joven, inteligente y agria viuda de un financiero vienés. Fanny es muy rica y todo en la unión es apropiadamente dinástico. Según el cotilleo de los periódicos de París y Viena, Jules bailó con ella una noche tras otra hasta cansarla y lograr que se rindiera y se casase con él.

Ignace se ha desatado. Tiende a enamorarse espectacularmente, en serie. Como amateur de femmes, su particular atributo consiste en su destreza para trepar edificios y encaramarse a ventanas altas para citas románticas, algo que más tarde encontré en memorias de algunas damas de sociedad. Es un mondain, un parisino del mundo cuya vida transcurre entre asuntos amorosos, noches en el Jockey Club —el epicentro de la sociedad de solteros— y duelos. Los duelos son ilegales, pero ocupan el tiempo de jóvenes acaudalados y oficiales del ejército, que recurren a los estoques por la menor transgresión a la honra. Ignace aparece en los manuales de duelo de la época; un periódico registra un incidente en el que, durante una juerga con su tutor, casi le arrancan un ojo. Es «relativamente alto, pero un poco menos que el promedio. Goza de una energía afortunadamente sostenida por músculos de acero […]. Monsieur Ephrussi es uno de los más finos que conozco […], también es uno de los más amigables y sinceros».

Helo aquí, en despreocupada pose, con un estoque, como una miniatura de Hilliard de un cortesano isabelino: «deportista incansable, lo encontraremos en el bosque a primera hora de la mañana montando un soberbio tordillo; ya ha tomado su lección de esgrima…». Pienso en Ignace mientras examino el largo de los estribos en los establos de la rue de Monceau. Monta con el caballo aparejado «a la manera rusa». No estoy seguro de qué significa esto, pero suena magnífico.

Es en los salones donde primero se hace visible Charles. El novelista, diarista y coleccionista Edmond de Goncourt lo registra en su diario. A De Goncourt le disgusta que se invite a sujetos como Charles: los salones se han «infestado de judíos y judías». Comenta que esos Ephrussi están «mal élevés», mal educados, y son «insupportables». Desliza que Charles es ubicuo, rasgo de una persona que no sabe cuál es su sitio; tiene avidez de contactos, ignora cuándo debe disimular la ansiedad y hacerse invisible.

De Goncourt está celoso de este joven encantador que habla francés con un acento casi imperceptible. Sin esfuerzo aparente, Charles había entrado en los salones extraordinariamente elegantes de la época, cada uno de los cuales era un campo minado de contiendas geográficas de gusto político, artístico, religioso y aristocrático. Había muchos, pero los tres principales eran el de madame Straus (la viuda de Bizet), el de la condesa Greffhule y el de madame Madeleine Lemaire, una exclusiva acuarelista de flores. Un salón consistía en un estudio lleno de invitados regulares que se encontraban a una hora establecida de la tarde o de la noche. Poetas, dramaturgos, pintores, miembros de clubes y mondains se reunían bajo el patrocinio de una anfitriona para entablar conversación sobre temas de nota, cotillear decididamente, escuchar música o ver develado un nuevo retrato de sociedad. Cada salón tenía su atmósfera distintiva y sus propios acólitos: los que ofendían a madame Lemaire eran «pesados» o «desertores».

En uno de sus primeros ensayos, el joven Marcel Proust menciona el salón de los jueves de madame Lemaire. Evoca la fragancia de lilas que llenaba el estudio y fluía a la rue de Monceau, atestada de carruajes del gran mundo. Atravesar la rue de Monceau un jueves era imposible. Proust se fija en Charles. Hay bullicio y él se abre paso entre el amontonamiento de escritores y figuras sociales. Charles está en un rincón hablando con un pintor de retratos; con las cabezas inclinadas, conversan con tal suavidad e intensidad que, por mucho que logre acercarse, Proust no oye ni una brizna del diálogo.

Al rencoroso De Goncourt lo enfurece en especial que el joven Charles se haya hecho confidente de su princesa Mathilde, la sobrina de Bonaparte, que vive en una vasta mansión de la rue de Courcelles. Reproduce el chisme de que se la ha visto en la casa de Charles en la rue de Monceau junto con el gratin, la crema, de la aristocracia, de que la princesa ha encontrado en Charles «un mahout para guiarla por la vida». Es una imagen inolvidable de la anciana princesa en su atuendo negro, presencia paquidérmica un poco al modo de la reina Victoria, y este joven de veintitantos capaz de dirigirla con la sugerencia o el toque más leve.

En esta ciudad compleja y esnob Charles está empezando a encontrarse una vida. Descubre los lugares donde reciben bien su conversación, donde aceptan o pasan por alto su condición de judío. Como joven crítico de arte va todos los días a las oficinas de la Gazette des Beaux-Arts en la rue Favart —pasando por el camino por seis o siete salones, añade el omnisciente De Goncourt—. De la casa de la familia a la redacción de la revista hay exactamente veinticinco minutos de caminata a paso vivo o bien, en mi mañana de abril, cuarenta y cinco minutos de paseo de flâneur. Supongo que Charles debía de ir en coche. Lo lamento, pero ese tiempo no puedo cotejarlo.

La cubierta de la Gazette, el «Courrier Européen de l’Art et de la Curiosité», es de un amarillo canario y en la portada hay un despliegue de artefactos renacentistas sobre una tumba clásica coronada por un Leonardo de aspecto furioso. Por siete francos ofrece reseñas de diversas muestras que se disputan la primacía de la notoriedad parisina: la Exposition des Artistes Indépendants, los salones oficiales con las paredes repletas de pinturas, las muestras colectivas del Trocadéro y el Louvre. Se la describe mordazmente como «una costosa revista de arte que toda gran dama tiene abierta en la mesa pero que nunca lee», y sin duda goza de la reputación de ser parte esencial de la vida de sociedad, un equivalente tanto de World of Interiors como de Apollo. En la bella biblioteca oval de la mansión Camondo, a unas calles del Hôtel Ephrussi, colina abajo, hay estanterías enteras de volúmenes encuadernados.

En las oficinas hay otros escritores y artistas y allí se encuentra la mejor biblioteca de arte de la ciudad, llena de publicaciones y catálogos de muestras de toda Europa. Es un club de arte exclusivo, un sitio para compartir noticias y chismorrear sobre qué pintor trabaja en qué comisión y quién ha caído en desgracia entre los coleccionistas o los jurados del Salón. También hay mucha actividad. Como la Gazette se publica mensualmente, allí se trabaja de veras. Son muchas decisiones que tomar: quién escribirá sobre qué, los encargos de grabados e ilustraciones. Se puede aprender un montón yendo cada día a presenciar las discusiones.

Cuando, apenas vuelto de su saqueo de los marchantes italianos, Charles empieza a colaborar, la Gazette ofrece suntuosas, cuidadas reproducciones de pinturas del momento, artefactos mencionados en reseñas eruditas y obras clave del Salón. Cojo al azar un número de 1878. Entre otras cosas, incluye artículos sobre tapices españoles, escultura griega arcaica, la arquitectura del Campo de Marte y Gustave Courbet —todo, por supuesto, con ilustraciones separadas por papel de seda—. Para un joven es la revista ideal donde escribir, una tarjeta de presentación a los lugares donde se cruzan arte y sociedad.

En mi asidua piratería de las columnas de sociedad de los periódicos de la década de 1870 encuentro huellas de esos cruces. Empiezo a hacerlo como si desbrozara el terreno, pero la actividad se vuelve absorbente, es extraño, y un alivio para mi porfiado intento de registrar cada una de las reseñas de muestras escritas por Charles. Están siempre las mismas listas laberínticas de encuentros e invitados, los pormenores de qué llevaba puesto fulano o mengano y a quién hay que ver; cada serie de nombres es una calibrada ecuación de desaires y aprobaciones.

Me atrapan especialmente las listas de regalos en las bodas de sociedad; me digo que es una investigación valiosa sobre la cultura del don y pierdo una cantidad vergonzosa de tiempo tratando de discernir quién es hipergeneroso, quién tacaño y quién meramente soso. Para una boda de sociedad en 1874 mi tatarabuela regala un juego de fuentes de oro con forma de conchas de almeja. Una vulgaridad, pienso, sin ningún fundamento.

Y entre la plétora de bailes y soirées musicales de París, entre los salones y las recepciones, empiezo a encontrar referencias a los tres hermanos. Hacen piña: se ve a los señores Ephrussi en un palco de la Ópera durante un estreno, en funerales, en las recepciones del príncipe X y de la condesa Y. El zar visita la ciudad y allí están ellos para saludarlo como prominentes ciudadanos rusos. Dan fiestas; son notorios por «la gran serie de cenas que ofrecen conjuntamente»; con otros deportistas, se los detecta practicando la última novedad: el ciclismo. Por una columna de Le Gaulois dedicada a déplacements —fulano ha partido hacia Deauville, mengano se encuentra en Chamonix— me entero de cuándo dejan París para ir de vacaciones al chalet señorial de Jules y Fanny en Meggen. Parece que, a los pocos años de haber llegado, desde la dorada casa de la colina han conseguido hacerse parte de la sociedad parisina. Monceau, recuerdo, deprisa.

Aparte de reordenar sus habitaciones y perfeccionar sinuosas oraciones de historia del arte, hay otras cosas que ahora interesan al elegante Charles. Tiene una amante. Y ha empezado a coleccionar arte japonés. Sexo y Japón están enlazados.

Aunque todavía no tiene ningún netsuke, se ha acercado mucho. Yo lo animo desde que inicia la colección comprando lacas a un marchante de arte japonés llamado Philippe Sichel. De Goncourt escribe en su diario que ha estado en la tienda de Sichel, «adonde llega el dinero judío»; pasa a la trastienda en busca del último objet, un novísimo álbum de grabados eróticos, tal vez un rollo. Allí se topa con «la Cahen d’Anvers, agachada ante una caja lacada japonesa junto a su amante, el joven Ephrussi».

Ella le está indicando «el día y la hora en que él puede hacerle el amor».