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ÉRASE UNA VEZ
Los niños del palacio Ephrussi tienen ayas y niñeras. Las ayas son vienesas y amables, y las niñeras, inglesas. Dado que las niñeras son inglesas, el desayuno es en inglés y siempre hay gachas y tostadas. Hay un gran almuerzo con pudin, un té de la tarde con pastelitos y pan con mantequilla y mermelada, y por fin la cena, con leche y compotas «para regularizarles el vientre».
Ciertos días especiales se requiere que sean parte de los convidados de Emmy. A Elisabeth y Gisela se las viste de muselina almidonada y fajín, en tanto que Iggie, más bien rollizo, tiene que ponerse un traje de terciopelo negro a lo pequeño lord Fauntleroy, con cuello de encaje irlandés. Gisela tiene unos ojazos azules. Es la mascota preferida de las señoras que vienen de visita, y la gitanilla de Renoir de la colección de Charles cuando visitan el Chalet Ephrussi; tan bonita que Emmy (imprudentemente) encarga un dibujo de ella en tiza roja y el barón Albert Rothschild, fotógrafo amateur, pide que la lleven a su estudio para retratarla. Todos los días un coche lleva a los niños, con las niñeras inglesas, a dar un paseo por el Prater, donde el aire es menos polvoriento que en la Ringstrasse. También va un lacayo, que los sigue en abrigo de color tostado y sombrero de copa con el escudo de los Ephrussi.
Hay dos momentos establecidos en que ven a la madre: cuando se visten para la cena y los domingos. A las diez y media de la mañana del domingo la niñera e institutriz inglesa va al servicio en la iglesia anglicana y mamá visita el parvulario. En sus breves memorias, Elisabeth describe «aquellas dos horas divinas del domingo por la mañana… Ella se aseaba deprisa y se vestía sencillamente, con una falda de seda negra, hasta el suelo desde luego, y una blusa camisera verde con cuello blanco, alto y duro, y puños blancos también. El pelo se lo recogía sobre la cabeza en un moño muy bonito. Era preciosa y olía a paraíso…».
Gisela y Elisabeth, 1906.
Juntos solían bajar los gruesos libros ilustrados de densa cubierta castaña: las ediciones de Sueño de una noche de verano y La bella durmiente con ilustraciones de Edmund Dulac y, el mejor de todos, La bella y la bestia, lleno de figuras terroríficas. Cada Navidad llegaba un volumen nuevo del Fairy Book [Libro de las hadas] de Andrew Lang, que la abuela había encargado a Londres: gris, violeta, carmesí, marrón, anaranjado, verde oliva y rosa. Cada niño elegía una historia favorita: «The White Wolf» [«El lobo blanco»], «The Queen of the Flowery Isles» [«La reina de las Islas Floridas»], «The Boy who Found Fear at Last» [«El niño que al fin descubrió el miedo»], «What Came of Picking Flowers» [«Todo por arrancar flores»], «The Limping Fox» [«El zorro cojo»], «The Street Musician» [«El músico callejero»].
Leído en voz alta, un cuento del Libro de las hadas puede durar media hora. Todos empiezan con el «Érase una vez». En algunos hay una cabaña al borde de un bosque como los bosques de pinos y abetos de Kövecses. A veces aparece un lobo blanco como el que el guardabosques mató cerca de la casa y una mañana de otoño mostró a los niños y a sus primos en el patio de los establos. O como el de la cabeza de bronce que hay en la puerta del palacio Schey, al que todos los que pasan le rozan el hocico.
En estas historias hay encuentros; por ejemplo, con el encantador de pájaros que tiene una bandada de pinzones en el sombrero y los brazos, un hombre como el que suele estar rodeado de niños en la Ringstrasse, a la puerta del Volksgarten. O con buhoneros como el Schnorrer, ese que lleva colgada del abrigo negro una cesta llena de botones, lápices y postales y se queda de pie junto a las puertas que dan al Franzensring, un hombre a quien el padre debió de enseñarle a ser muy educado.
En varios cuentos hay una princesa poniéndose el vestido y la tiara para ir al baile, como mamá. En muchos, un palacio mágico con salón de baile, como el que está en la planta de abajo y que en Navidad uno ve iluminado con velas. Todos acaban con la palabra Fin y un beso de mamá, y luego no hay más historias durante una semana entera. Iggie me contó que Emmy era una narradora maravillosa.
El otro momento en que la ven regularmente es cuando se está arreglando para salir y ellos pueden entrar en el vestidor.
Emmy se cambiaba la ropa de día, con la que había recibido o visitado amigos, por la de cenar en casa o ir a la ópera, a una fiesta o, mejor que mejor, a un baile. La experta Anna y ella desplegaban los vestidos sobre una chaise longue y discutían largamente cuál era el indicado. A mi tío abuelo Iggie se le encendían los ojos cuando describía la animación de su madre. Si en un extremo del pasillo Viktor tiene su Ovidio y su Tácito —y su Leda—, en el otro Emmy puede describir vestidos que su madre llevó en distintas temporadas, cómo cambian los largos, cómo el peso y la caída de una tela modifica la manera de moverse, cuán diferente es echarse sobre los hombros un pañuelo de muselina, de gasa o de tul. Sabe a la perfección qué es elegante en París, qué está de moda en Viena y cómo representar las dos tendencias. Es especialmente buena para los sombreros: uno de terciopelo con un gran lazo para un encuentro con el emperador; una toca de piel con pluma de avestruz para acompañar un traje negro orlado de piel; el mejor sombrero en una fila de damas judías de caridad bien puede servir para una sala de baile pequeña. Sin duda algo muy ancho con una hortensia en el borde. Desde Kövecses, Emmy le envía a su madre una foto suya donde luce un sombrero Makart oscuro. «Hoy Tascha ha cazado un ciervo. ¿Cómo va tu resfriado? ¿Te gustan mis últimas fotos cursis?».
Mientras Emmy se viste, Anna le cepilla el cabello y le ata el corsé, sujeta los innumerables ganchos a los ojales y busca variantes de guantes, chales y sombreros, y la misma Emmy elije las joyas y se estudia en los tres grandes paneles del espejo.
Y es entonces cuando se permite a los niños jugar con los netsuke. Gira la llave en el armario de laca negra y se abre la puerta.