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MI PEQUEÑA ATENCIÓN

No sólo a Renoir le disgustaban los judíos. En la década de 1880 a los nuevos financieros judíos se les endosó una retahíla de hechos escandalosos y la familia Ephrussi fue un blanco particular: en 1882 el derrumbe de la Union Générale, un banco católico con fuertes vínculos con la Iglesia y buen número de pequeños ahorradores creyentes, se atribuyó a supuestas «maquinaciones judías». En La France Juive [La Francia judía], del popular demagogo Édouard Drumont, se lee lo siguiente:

Es increíble la audacia con la que estos hombres tratan unas operaciones enormes que para ellos son simples partidas de naipes. En una sesión, Michel Ephrussi compra o vende petróleo o trigo por diez o quince millones. Qué problema hay: sentado durante dos horas cerca de una columna de la Bolsa, acariciándose flemáticamente la barba con la mano izquierda, distribuye órdenes entre treinta cortesanos que se agolpan a su alrededor con los lápices preparados.

Hay cortesanos que se acercan a susurrar al oído de Michel las noticias del día. Se considera que para estos judíos opulentos el dinero es una bagatela. No tiene la menor relación con los ahorros cuidadosamente depositados en el banco el día de mercado, o escondidos en el azucarero o la repisa.

La de Drumont es una imagen vívida del poder encubierto, del complot. Tiene la intensidad de Portraits à la Bourse [Retratos en la Bolsa], el cuadro de Degas donde dos financieros de nariz ganchuda y barba rojiza intercambian susurros entre las columnas. La Bolsa y sus jugadores conducen al Templo y los usureros.

«¿Quién frustrará, pues, la vida de estos hombres, quién hará que pronto Francia sea una tierra baldía? […] Es el especulador en trigo extranjero, el judío, el amigo del conde de París […], el favorito de todos los salones del barrio aristocrático; es Ephrussi, el jefe de la pandilla judía que especula con trigo». La especulación, hacer dinero con dinero, se ve como un pecado particular de los judíos. Hasta Theodor Herzl, el apologista del sionismo, siempre deseoso de recaudar dinero para la causa entre la judería pudiente, es duro en una carta con «los spekulant Ephrussi».

Sin duda, Ephrussi et Cie. detentaba un poder extraordinario. Durante una crisis, la ausencia de los hermanos en la Bolsa causó pánico. En ocasión de otra, una excitada crónica de un periódico tomó en serio su amenaza de inundar los mercados con grano en respuesta a los pogromos en Rusia. «[Los judíos] aprendieron cuán potente es esta arma cuando lograron que Rusia detuviera la última persecución… haciendo que los bonos del país bajaran veinte puntos en trece días. “Tocad a uno más de los nuestros y no os quedará un rublo para salvar vuestro imperio”, dijo Michel Ephrussi, jefe de la gran casa en Odesa, la mayor comercializadora de grano del mundo». Los Ephrussi, en suma, eran muy ricos, muy visibles y muy partidistas.

Drumont, director de un periódico antisemita, era un organizador de opinión desde la prensa. Les decía a los franceses cómo reconocer a un judío —tenían una mano más grande que otra— y cómo contrarrestar el peligro que esa raza representaba para Francia. Sólo en 1886, el año en que se publicó, La France Juive vendió cien mil ejemplares. En 1914 ya tenía doscientas ediciones. Drumont aducía que, siendo inherentemente nómadas, los judíos no sentían que le debieran nada al Estado. Mientras cuidaban de sí mismos, Charles y sus hermanos, ciudadanos rusos de Odesa, Viena y Dios sabía dónde, le chupaban la sangre a Francia, especulando con auténtico dinero francés.

La familia Ephrussi sentía que pertenecía a París. Claro que Drumont no pensaba lo mismo. «Vomitados desde todos los ghettos de Europa, hoy los judíos se han instalado como amos en casas históricas que evocan los recuerdos más gloriosos de la Francia de antaño […], hay Rothschild por todas partes: en Ferrières y en Les Vaux-de-Cernay […]. Ephrussi en Fontainebleau, en el palacio de Francisco I…». El escarnio de la rapidez con que los miembros de la familia han ascendido de «aventureros sin un céntimo» a notables de la sociedad, de sus incursiones en la caza, de su reciente encargo de un escudo de armas, se vuelve ira venenosa cuando Drumont piensa en su patrimonio manchado por los Ephrussi y sus amigos.

Me fuerzo a leer estas cosas: los libros y el periódico de Drumont, las numerosas ediciones de inagotables panfletos, las versiones inglesas. En mi biblioteca de Londres alguien ha anotado un libro sobre los judíos de París. Escrita con lápiz, con cuidado y aprobación al lado del apellido Ephrussi, aparece la palabra «venal» en mayúsculas.

Hay toneladas de un material que oscila violentamente entre la generalización apabullante y el detalle bilioso. Una y otra vez aparece la familia Ephrussi. Es como si se abriese una vitrina para sacar a cada uno y someterlo a maltrato. Yo tenía nociones amplias sobre el antisemitismo francés, pero este afán de particularizar me da náuseas. Es una anatomía diaria de esas vidas.

A Charles lo ponen en la picota, acusado de «operar […] en el mundo de la literatura y las artes». Se lo denigra, porque tiene poder en el arte francés pero lo trata como un negocio. Todo lo que toca se vuelve oro, dicen los escritores en La France Juive. Oro fundible, transportable, mutable, que luego compran y venden judíos sin la menor comprensión de la tierra y el país. Se llega incluso a escrutar el libro sobre Durero en busca de tendencias semíticas. Cómo va a entender Charles a este gran artista alemán, escribe un irritado historiador del arte, cuando no es sino un «Landesman aus dem Osten», un oriental.

A los hermanos y tíos de Charles se los critica severamente y a sus tías, ahora casadas con aristócratas franceses, se las parodia con salvajismo. Como de memoria, se profieren anatemas sobre todas las casas financieras judías de Francia: «Los Rothschild, los Erlanger, los Hirsch, los Ephrussi, los Bamberger, los Camondo, los Stern, los Cahen d’Anvers…, todos miembros de la internacional financiera». Se repiten sin cesar los complejos matrimonios entre clanes para construir la imagen de una terrible telaraña de conjuras, una red que se tensa aún más cuando Maurice Ephrussi se casa con Beatrice, hija de Alphonse de Rothschild, el jefe de los Rothschild franceses.

Los antisemitas necesitan empujar de nuevo a esos judíos al lugar de donde vinieron, despojarlos de la sofisticada vida parisina que llevan. Un panfleto titulado Ces Bons Juifs [Estos buenos judíos] describe una conversación imaginaria entre Maurice Ephrussi y un amigo:

—¿Es cierto que pronto tendrás que irte a Rusia?

—Pienso que en dos o tres días —dice el señor de K.

—¡Hombre! —replica Maurice Ephrussi—. Si pasas por Odesa, ve a la Bolsa y dale a mi padre noticias mías.

El señor de K. lo promete y, después de acabar sus negocios en Odesa, va a la Bolsa y pregunta por Ephrussi padre.

—Sabe usted —le dicen—, si quiere que se haga algo, lo que necesita es un judío.

Llega Ephrussi padre, un judío horrible, de pelo largo y sucio, con una pelliza completamente manchada de grasa.

El señor de K. le entrega el mensaje al anciano y ya se está yendo cuando, de pronto, siente que le tiran de la ropa y oye que Ephrussi padre le dice:

—Olvida mi pequeña atención.

—¿A qué se refiere? —exclama el señor de K.

—Usted me entiende perfectamente, estimado señor —replica el padre del yerno de Rothschild, y se inclina hasta el suelo—. Yo soy una de las curiosidades de la Bolsa de Odesa; cuando vienen a verme extranjeros que no hacen ningún negocio, siempre me dan una merced. Así que mis hijos me envían mil visitantes al año y de este modo podemos llegar a fin de mes. —Y con una amplia sonrisa, el noble patriarca añade—: Saben perfectamente que un día serán recompensados… ¡Hijos míos!

Los Ephrussi, les Rois de Blé, son a la vez detestados como advenedizos y celebrados como benefactores. En un momento se les recuerda el mercader de granos de Odesa, el patriarca de chaqueta grasienta y mano extendida. Al siguiente Beatrice está en un baile de sociedad luciendo una tiara de cientos de trémulas espigas de trigo dorado. En el certificado de matrimonio con Beatrice de Rothschild, Maurice, dueño de un vasto castillo en Fontainebleau, no figura como banquero sino como «terrateniente». No fue un desliz. Para los judíos, poseer tierras era una experiencia comparativamente nueva; sólo desde la Revolución disfrutaban de ciudadanía plena, algo que, según ciertos comentaristas, había sido un error porque los judíos no eran adultos competentes. Mirad si no cómo viven los Ephrussi, sugería un escrito titulado El original señor Jacobs, «ese amor al batiburrillo, a toda clase de cachivaches, o más bien esa pasión judía por poseer, que a menudo llega a la puerilidad».

Me pregunto cómo vivían los hermanos Ephrussi en aquellas condiciones. Me pregunto si se encogían de hombros o si les afectaba el incesante zumbido envilecedor, las murmuradas acusaciones de venalidad, esa especie de animosidad balbuciente y constante que el narrador de la novela de Proust recuerda de su abuelo: «Rara era la vez en que yo llevaba a casa un amigo nuevo sin que mi abuelo empezara a canturrear el lamento de La Juive, “Ay, Dios de nuestros padres”, o “Rompe las cadenas, Israel”. […] Al oír el apellido del recién llegado, y si la víctima admitía sus orígenes, el anciano clamaba “¡En guardia! ¡En guardia!” y luego nos miraba, tarareando a media voz la melodía de “¿Cómo? ¿Guías hasta aquí los pasos de este tímido israelita?”».

Había duelos. Pese a estar prohibidos, eran populares entre jóvenes aristócratas, miembros del Jockey Club y oficiales del ejército. Muchas de las querellas eran intrascendentes, peleas juveniles por el territorio. Una alusión desdeñosa a un caballo de los Ephrussi en un artículo de Le Sport inició una discusión entre Michel Ephrussi y el periodista, la cual «condujo a un altercado y luego a un encuentro hostil».

Pero otras disputas revelan crecientes, alarmantes fisuras en la sociedad parisina. Ignace era un duelista consumado, pero inclinarse por no combatir se consideraba un defecto particularmente judío. Un buen ejemplo es el regodeo de un artículo sobre un acuerdo comercial entre Michel y el conde Gastón de Breteuil, que había terminado con pérdidas sustanciales para éste. Michel, hombre de negocios, no veía que el asunto fuese motivo de duelo y se negó a dar satisfacción con la espada. Cuando, tras la invitación rehusada, el conde volvió a París, «se encontró con Ephrussi y, según se refiere en círculos de clubes, le retorció la nariz con los billetes que representaban el balance, con lo que el alfiler que los sujetaba rayó severamente la probóscide del gran operador de granos. Dimitió del Rue Royale Club y donó un millón de francos para que se repartieran entre los pobres de París…». Esto se cuenta en tono de comedia: judíos ricos, burdos y sin honor, pero de nariz grande.

No escapan a todo reproche: sencillamente los judíos no saben comportarse.

Pero Michel libró una cruenta serie de duelos con el conde de Lubersac, en nombre de un primo Rothschild cuyo honor había sido puesto en duda y que era demasiado joven para defenderse en persona. Uno de ellos tuvo lugar en la isla de la Grande Jatte, en el Sena. «A la cuarta arremetida la espada del conde hirió a Ephrussi en el pecho y dio en una costilla. […] Desde el comienzo el conde atacó con vigor, y al final los combatientes se separaron sin el acostumbrado apretón de manos. El conde dejó el escenario en un landó, saludado a los gritos de “À bas les Juifs” y “Vive l’Armée”».

Para un judío, proteger en París el propio nombre y la honra de la familia era cada vez más difícil.