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A la mañana siguiente me desperté con la decisión tomada de volver a Buenos Aires. No lo había pensado, realmente: la decisión era un hecho, se había formado en mí sin pedirme permiso, como si se tratase de un proceso biológico. Mariana, ocupada en preparar su viaje a Italia, recibió la noticia como si la hubiese esperado, no demostró más tristeza que una sumaria decepción; se apresuró a añadirle un «la próxima vez espero que te quedes más tiempo». La con-cierge fue más expresiva, tal vez por la promesa contenida en el abultado sobre que le entregué. En Buenos Aires, pensé, los días ya han empezado a hacerse más largos y pronto florecerán los jacarandás.

Esperé la tarde para visitar la librería de monsieur Trabule. Existía entre nosotros una confianza no quebrada por mis largas ausencias, cuando volvía al país natal. A él le confiaba libros por los que, por distintos motivos, se podía obtener una suma considerable, aun en tiempos de crisis, entre anticuarios, bibliófilos y otros coleccionistas, libros que yo había atesorado durante años hasta que sentí la tentación, qué digo, la necesidad de liberarme del fetichismo que había marcado mi juventud. Gracias al fetichismo ajeno, autógrafos de Borges y Alejandra Pizar-nik, que sentía como residuos del personaje que yo había sido, me permitían liberar el tiempo necesario para terminar una novela.

Ahora le traía algo muy especial, el ejemplar que me había legado Vera Macarov de la primera edición de The Real Life of Sebastian Knight de Nabokov (New Directions, Nueva York, 1941) con correcciones manuscritas del autor, algunas de ellas verdaderas notas que desbordaban los márgenes y continuaban en la portadilla. Había hecho autentificar en los Estados Unidos la escritura del autor, había enviado fotocopias a monsieur Trabule, que se había puesto en contacto con uno de los pocos millonarios de la nueva Rusia interesados en la cultura. En vez de comprar clubes de fútbol en Inglaterra o flotas de turismo en el Mediterráneo, este había decidido formar un archivo dedicado a la que había bautizado La Gran Emigración. Aun deducida la nada tímida comisión del amigo librero, la cantidad que me esperaba en mi cuenta bancaria de Londres excedía lo necesario para este viaje y me permitiría un año de trabajo sin estrecheces en una próxima novela.

No pude sino pensar con simpatía en ese coleccionista ruso. Seguiré ignorando su nombre, celosamente guardado por monsieur Trabule, pero lo imagino como uno más de esos personajes con los que, por distintas razones, en distintas circunstancias, parezco destinado a trabar relación: individuos fieles a una ciudad desaparecida, a un mundo extinguido, liquidado brutalmente en algunos casos por la tiranía de las finanzas, otras veces borrado gradual, casi imperceptiblemente por las insidiosas promesas de la política. Yo mismo ¿no había nacido en una Buenos Aires que ya no era la ciudad cosmopolita para la que me educaron? La luz de las estrellas muertas, me lo había recordado maitre La-redo, continúa su viaje en el espacio y desde nuestro planeta la percibimos mucho tiempo después de que su fuente se ha extinguido. Mis padres no eran los únicos en no advertir que los días de confianza y certezas habían pasado. Y yo, que lo entendí muy pronto, nunca logré interesarme en las promesas de un mundo nuevo: había aprendido a sentirme a gusto acampando entre ruinas.

Pensé también en el largo periplo de ese ejemplar, Nueva York, Buenos Aires, París. Pronto iba a desembarcar en San Petersburgo, la ciudad que el autor abandonó en su juventud y nunca volvió a ver. Un argumento, irónico dentro de su banalidad, me conducía a esta transacción, iba señalando mi paso de testigo casual entre desastres y espejismos: sin la Revolución Rusa, sin el exilio de Nabokov en los Estados Unidos y el de Vera en Buenos Aires, sin el fin estrepitoso de la Unión Soviética y la emergencia en su lugar de una oligarquía sin freno, me sería más difícil dedicarme a mi nueva novela...

¿Acaso todo fuera a terminar en literatura?