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Pasamos días livianos, despreocupados, días de adolescentes que descubren París. La compañía de Mariana, tan joven, tan vivaz y disponible, le hizo de convalecencia al hombre que se había embarcado, aun por breve tiempo, en la nave de los locos. A fin de mes volverán mis amigos, deberé despedirme del loft y del Marais y volver a mi deux piéces de Port-Royal, adonde Mariana no me acompañará. Nuestros paseos sin rumbo preciso, las cenas en restaurantes cada noche diferentes, comida libanesa a veces, especialidades de Szechuan otras, las visitas frecuentes a la Cinémathéque, todo, sin embargo, empezaba a impregnarse del encanto levemente melancólico de una despedida próxima.

La noticia no tardó en llegar. El sobre estaba dirigido a mi vieja dirección de París y no tenía remitente. Contenía la fotocopia de una página de II Corriere del Ticino y una página de la edición on Une del diario Perfil de Buenos Aires. La primera rendía cuenta, sin comentarios, de la misteriosa desaparición, alrededor de medianoche, de un pasajero de la embarcación que hace el trayecto regular entre Campione d’Italia y Lugano. El piloto declaró que al partir de Campione en ese viaje, el último del día, había tenido solo dos pasajeros. El primero en subir había sido un hombre de unos setenta años; minutos más tarde, poco antes de partir había subido una mujer, «morocha, muy delgada», de la que no podía aventurarse a decir la edad, tal vez treinta y cinco «pero con lo bien conservadas que están hoy las mujeres no me extrañaría si me dicen que ya andaba por los cincuenta». Al amarrar en la otra orilla del lago, ella bajó a tierra y solo tras esperar un momento a que bajase el otro pasajero advirtió el piloto que no quedaba nadie a bordo. A la pregunta de si había oído caer al agua un cuerpo respondió que la noche anunciaba tormenta, se oían truenos lejanos y el agua estaba agitada, desde su cabina no hubiese podido percibir nada. La pasajera, por su parte, no había señalado ningún accidente y abandonó la embarcación sin mostrar signo alguno de inquietud. Cuarenta y ocho horas más tarde, el portero de un inmueble situado en las alturas de Lugano-Ruvigliana comunicó a la policía la ausencia no anunciada de uno de los copropietarios, el ciudadano español Juan Manuel Herráiz, setenta y dos años de edad. No viajaba con frecuencia, y siempre advertía al portero, aun cuando se tratara de un solo día el que fuera a pasar en Ascona. El automóvil de Herráiz apareció estacionado en el lungolago a la altura del desembarcadero donde había atracado el barco del que no bajó.

El diario argentino ofrecía otro enfoque. Su corresponsal europeo se había internado en las posibles ramificaciones de lo que para su colega suizo era un simple episodio. «La incógnita abierta por la desaparición en Suiza del llamado J.M. Herráiz», empezaba por sostener, «desborda el marco de la crónica policial para echar raíces en los vericuetos de nuestra historia reciente». Según el periodista, Herráiz, pasaporte español y residencia legal en Suiza, por lo tanto inaccesible a todo intento de extradición aun si algún gobierno hubiese tenido la intención de solicitarla, había estado mezclado cuatro décadas atrás en un episodio nunca bien aclarado: el secuestro y asesinato del industrial belga Jens de Waert, instalado desde 1947 en la Argentina, donde se había casado con la poeta Delia Valle.

De Waert, nacido en Amberes, se había adherido en los años treinta al Vlaamsch Nationaal Verbond, movimiento nacionalista flamenco que durante la segunda guerra mundial colaboró con la ocupación alemana, aspirando a crear un estado flamenco independiente de Bélgica. Aunque en la posguerra no fue inquietado por la justicia, había preferido acogerse a la protección que en aquellos años prodigaba la Argentina a quienes dejaban alguna cuenta pendiente en Europa. En Buenos Aires había creado y dirigido una fábrica de rulemanes con capitales propios y de otros compatriotas exiliados. Su secuestro y asesinato, en el marco de la militancia armada de los años setenta, no tuvo relación alguna con ese pasado, aunque un periodista de Bruselas, en un semanario de izquierda, hubiese visto en el episodio un ejemplo de «justicia poética»: la fecha en que fue hallado el cadáver de De Waert coincidió con la fundación del Vlams Blok, partido que continúa, ahora dentro del sistema electoral belga, la lucha por la independencia de Flandres...

Herráiz, cuyo apellido original era Usandivaras, se había instalado en Suiza poco más tarde; ya tenía la nacionalidad española por su madre, y obtuvo el permiso de residencia en el Ticino gracias a las acrobacias legales, generosamente retribuidas, que un abogado suizo puede ejecutar. Al revisar su piso de Lugano-Ruvigliana, la policía encontró una caja de zapatos llena de mensajes, algunos manuscritos, otros en forma de telegramas, fechados todos a lo largo de varias décadas; repetían las tres mismas palabras, siempre en castellano: «Nada se olvida». Los expertos grafólogos consultados por la policía dictaminaron que en los manuscritos era evidente una letra de mujer.

La historia del apócrifo Herráiz, y la posibilidad de que Leila hubiese intervenido en su desaparición, me impresionaron menos que encontrarme con el nombre de Delia Valle. Las resonancias inesperadas —incluso un novelista puede sentirse apabullado ante ellas—, las nuevas pistas que sugería me intimidaban: no me atrevía a seguirlas, siquiera para entender la trama en que me había enredado. Si prometían respuestas a mis preguntas, eran respuestas que abrían aun incógnitas más oscuras. Recordé palabras del «viejo zorro»: se preguntaba si Delia no habría sido más perspicaz de lo que hubiese imaginado, incluso sentía algo así como un puente entre estas dos mujeres lejanas, tan distintas, que nunca se conocieron... ¿Me atrevería a suponer una venganza tardía ejecutada por un vicario desconocido, un mandato no escrito, una comunicación cuya índole me llevaría al dominio del pensamiento mágico? Y la mención a un abogado suizo «generosamente retribuido», aunque pudiese corresponder a innumerables profesionales, asumía en mi imaginación un solo rostro conocido. Eran dos historias opuestas, aun enemigas: la vengadora por un lado, el cómplice de la víctima elegida por otro, pero al cruzar sus caminos ante mí, me llevaban a sospechar quiénes podían ser sus actores. ¿Estaba permitiendo al novelista jugar con hechos inconexos para urdir una ficción?

El envío no tenía remitente. Dos días más tarde iba a reconocer la letra que había escrito mi nombre y dirección en el sobre: reaparecía en una tarjeta postal que me llegó firmada con una inicial. El texto: «Nuestro amigo Laredo ha sufrido un derrame. Solo se expresa en jaquetía, parece feliz y ríe todo el tiempo. Pronto recibirás las señas de la persona que nos interesa... Besos, L.».

Decidí no contarle nada de todo esto a Mariana, la creía confiada en que toda la siniestra historia de Ginebra y sus personajes había quedado atrás. Preferí guardar para mí una sonrisa melancólica al encontrarme con la palabra jaquetía..., la lengua que mis padres hablaban en voz baja cuando no querían que los hijos entendieran lo que decían: mezcla de ladino, del judeo-español heredado de tiempos de la expulsión, mezclado a lo largo de siglos de vecindad con palabras árabes, un habla «de entrecasa» habría dicho mi madre, de la que era necesario proteger a los niños para que su castellano escolar no se contaminase con una herencia poco prestigiosa.

Así que maitre Laredo, ese refinado políglota, tan a sus anchas en un castellano impecable como en un francés cultivado, y sin duda en varios otros idiomas corrientes en tiempos de la zona internacional, estaba riéndose, tal vez del mundo entero y sus intrigas, tal vez de su intervención en ellas, en la lengua que en Tánger habría usado para dirigirse a la cocinera...

Lo imagino en su añorada, idealizada juventud, contemplando al atardecer cómo van cambiando de color las aguas del estrecho de Gibraltrar, le Détroit a secas para la gente de su ciudad, sin sospechar que iba a terminar sus días en otra ciudad, gris y calvinista, intentando recuperar su temps perdu por el lazo impalpable y poderoso de una lengua bastarda.