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Decidí quedarme un tiempo más en Ferney-Voltaire. También acepté ver de nuevo a Leila. Nos encontramos una tarde en Ginebra, en territorio neutral: un salón de té de la ciudad vieja.

Mientras subía la cuesta de la Grand’ Rué, tuve la sensación de que a mi paso se iban iluminando las vidrieras de los anticuarios, de los joyeros, las de una librería de incunables y manuscritos, como si buscasen aliviar la severidad de tantas fachadas sin gracia, piedras viejas cuyos artesanos nunca soñaron con Italia. Era una tarde de fines de verano o de principios de otoño y en el cielo nublado palidecía la luz del día.

Recordé que en mi primera estadía en la ciudad, más de veinte años atrás, había buscado la casa donde Borges vivió el final de su vida. La había encontrado, aunque en aquel entonces no lucía la placa que hoy recuerda la presencia del visitante prestigioso. No pude sino pensar, una vez más, en la imbecilidad de los compatriotas que reclaman el retorno in patria de sus restos, como los de tantos muertos ilustres, San Martín y Rosas, sin preguntarse por qué habían muerto del otro lado del mar. En esta tarde tuve la sensación de internarme en una ciudad fantasma, lejos de los hoteles internacionales y su parlería políglota, de los museos orgullosos y mezquinos. Antes de entrar al salón de té me detuve a contemplar, desde lo alto del Pare des Bastions, el monumento a los patriarcas de la Reforma y, más allá, el panorama de esa parte de la ciudad que no se asoma al lago.

Con la misma astucia de maitre Laredo, Leila no abordó de entrada el tema que palpitaba, tácito, en la intención de su llamado. Nos distrajimos hablando de idiomas. En su casa, me contó, se hablaba árabe y francés, había aprendido el castellano trabajando como camarera, muy joven, en Alicante; allí había conocido a su marido, suizo de Zurich, que le había impuesto aprender el alemán puro y no el dialecto suizo-alemán. Hacía tiempo que no hablaba árabe, pero lo mantenía vivo por la lectura, «aunque no es lo mismo».

En algún momento de nuestra conversación deslizó, como al descuido, una frase que abrió el tema postergado.

—Nada de lo que cuenta esa carta que te dejó la poeta argentina, supongo, es nuevo para ti.

No me sorprendió que conociera el contenido de la carta que Delia me había legado: su relación con el «viejo zorro» explicaba eso y sin duda muchas otras cosas que prefiero ignorar. Le dije que hay una diferencia entre conocer los hechos en la perspectiva despersonalizada en que puede resumirlos un libro de historia, colocándolos en el contexto de una época y sus ideas, en el devenir de la Historia con mayúscula —¿quién dijo «ese ídolo hegeliano y tornadizo, rígido en los conceptos, amnésico para las catástrofes»?—, y el testimonio de una experiencia individual. Y a mí siempre me interesó esa parcela irrecuperable: lo vivido, lo que en tiempos de teoría y arrogancia militante se despreciaba con la palabra «anecdótico».

—Es lo propio de un novelista —opinó Leila. Detrás de sus palabras me pareció reconocer la voz de maitre Laredo.

—Por favor, pasemos al tema que te interesa sin hacer literatura —la interrumpí. No tenía ganas de seguir mirándola a los ojos y me concentré en una señora mayor que en la mesa vecina introducía en la boca de su pug minúsculos fragmentos de un petit-four poco indicado para las arterias de su compañero.

Leila no vaciló. Me habló de Juan Manuel Herrera, un nombre que yo nunca había oído. Me explicó que fue uno de los cómplices en el secuestro de un industrial, secuestro encuadrado en su momento en la acción de un grupo armado. La víctima apareció días después de pagado el rescate, maniatado y acribillado en su automóvil, a una hora de Buenos Aires. Llamados anónimos ya habían permitido detener a los otros autores del crimen, y liquidarlos; solo JMH no fue denunciado y desapareció sin dejar rastro.

—Hoy vive en el cantón italiano de Suiza, en Lugano, bajo el apellido de soltera de su madre y con un pasaporte español. Puedes verlo todas las tardes tomando un aperitivo en el lun-golago. Los viernes al anochecer toma el barco que cruza a Campione d’Italia, un enclave italiano en la orilla opuesta. En Suiza los casinos no están autorizados, y el de Campione es uno de los cuatro únicos permitidos en Italia. Allí pasa unas horas, si pierde se cruza de vuelta a Lugano, si gana cena en el restaurante, siempre solo, y se queda a ver el show.

La historia me parecía un resumen de lugares comunes. ¿Era verídica? ¿Pertenecía realmente al archivo de la violencia militante? ¿No era un episodio más de la delincuencia común? Por toda respuesta, Leila extrajo de su bolso una carpeta de fotocopias. Reconocí los nombres de diarios argentinos, hoy desaparecidos u oportunamente limpiados de toda solidaridad con el gobierno militar. Las fotos sensacionalistas del cadáver ensangrentado alternaban con ampliaciones de las siglas del grupo armado, dejadas como firma en las ventanillas del automóvil. ¿No podían haber sido dibujadas allí por la policía para encubrir uno de los tantos delitos de sus hombres? Sobre todo: ¿por qué exhumar hoy a ese personaje? Sin duda no era la suya una anécdota más crapulosa que otras de la misma época, protagonizadas muchas de estas por jefes de las fuerzas armadas.

Mis dudas eran lógicas, pero a medida que las exponía me iba dando cuenta de que mi razonamiento no dejaba huella en esa mujer aun atractiva que me escuchaba serena, sonriente. Es una demente, me dije, y hay que tener mucho cuidado con ella, puede arrastrarte a su desvarío.

—Escúchame. Te voy a explicar por qué este individuo resume todo lo que detestas en una generación de tus compatriotas. No es solamente un delincuente. Es culpable de una estafa moral. Alentó a sus tres hijos, adolescentes, para entrar en un grupo armado. Les inculcó una misión redentora de la que se presentaba como adelantado. Los tres, ingenuos, torpes, siguieron el camino que el padre les señalaba, en busca de heroísmo y justicia.

Hizo una pausa antes de agregar, sin énfasis, como una nota a pie de página.

—Los tres fueron presos, torturados, «desaparecidos». Y él, en Suiza, con los millones del rescate y un pasaporte español.

No hablé. La sonrisa fija, la serenidad inconmovible de Leila me resultaban acuciantes. Fue ella quien rompió el silencio.

—¿No merece odio, no dan ganas de matarlo?

Iba a repetirle que el odio era un sentimiento que yo no conocía, reemplazado en distintas ocasiones por el desprecio más intenso. Pero preferí fingir que entraba en su ficción.

—¿Y a quién me correspondería suprimir, para retribuir tu gesto?

Sonrió, satisfecha, sin contestar a mi pregunta. Me pregunté si toda esta trama no era una especie de juego, una variación perversa de lo que en tiempos menos austeros se llamaba un juego de sociedad. Leila, pensé, quería ponerme a prueba, ver hasta dónde era capaz de llegar, para a último momento desinflar el globo de la ficción que estaba urdiendo: una forma de histeria que en vez de poner en movimiento el deseo sexual apelase a una imaginaria, reprimida voluntad de matar. Después de haberme tomado examen en su cama, supuse, me había aceptado para esta segunda forma, superior, refinada, de erotismo, el que se satisface con la muerte ajena. Recordé a la escritora inglesa para quien las relaciones sexuales se habían convertido, con la aceptación social de la promiscuidad, «that vastly overrated pastime»...