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Inevitablemente, me dejé convencer. Esa misma tarde estábamos en lo que legalmente se llama Principado de Monaco, palacio de juguete, cambio de guardia con estrépito de bronces y uniformes de casa de alquiler de disfraces, e innumerables recuerdos para turistas: tazas, floreros, ceniceros con la efigie de la estrella de cine que durante unos años redoró el decaído prestigio de un dominio hoy heredado por un príncipe anodino y unas promiscuas princesas, sus hermanas. En la colina sobre la que está construido el palacio recorrimos unas callejuelas inmaculadas, pintadas de colores vivos, que cumplen con los requisitos que en décadas pasadas exigía Hollywood de toda población mediterránea. Después de una rápida ojeada a estas amenidades, nos dirigimos al otro lado del puerto, más allá de una amplia bahía, adonde empieza Monte Cario. No pensábamos pasar la noche en ese decorado ni pagar un cuarto en sus palacios. Nos instalamos en el hall del Hotel de París y pedimos dos kirs. A las 8 abrirían las salas especiales del casino. El espectáculo de los ricos, de cali girls y gigolós dispuestos a aliviarlos de parte de su fortuna, nos entretuvo sin hablar durante un buen rato.

—Esto es más divertido que Ginebra —observó Mariana—. También aquí apesta a dinero, pero el perfume es otro: más fuerte, más colorido, un poco canalla...

Habíamos archivado al tal Abdelatif Lakdar Bouzid. En ningún momento, llevado por la despreocupación que Mariana me contagiaba, recordé la venganza de Leila. Ya nuestra visita se estaba cargando con un hálito de irrealidad, no íbamos a insistir pidiendo, como en una película de los años cuarenta, que un botones llamara a fulano de tal para verlo aparecer, o a enviarle un mensaje «de un amigo de Ginebra» que lo esperaba en el bar. Mariana, infatigable, ponía un nombre en el vestido de cada mujer que pasaba ante nosotros (Kenzo, Dolce & Gabbana, etc.), yo empezaba a cabecear después del segundo kir royal. Daban las nueve cuando decidimos cruzar los pocos metros de la plaza que separa al hotel del casino, abriéndonos camino entre las adiposas esculturas de Botero. Pagué los veinte euros por persona que autorizan la entrada a las salles privées y nos zambullimos en la ficción.

Lo primero que me llamó la atención fue reconocer inconfundibles acentos argentinos. Los más agudos («Papi... se me acabó la plata...») provenían de una cara intervenida quirúrgicamente; por toda respuesta un hombre mayor, de brillantes canas plateadas y discutible paternidad, extraía de un bolsillo interior un fajo de billetes de quinientos euros y los entregaba sin una palabra a la desolada criatura. No iban a ser los únicos personajes de convención que cruzaríamos. Algunas prótesis mamarias amenazaban con desbordar los escotes. Un vaho penetrante de aromas de Guerlain encubría apenas el hedor de la orina que más de una señora, mayor e incontinente, postergaba lavar por no abandonar la mesa de juego. El elenco parecía actuar en un estado de sonambulismo del que solo estaban absueltos los croupiers, profesionales alertas para anunciar sin énfasis las etapas del juego y sus resultados. Muchas muecas me recordaban la crispación que produce el frío químico de la cocaína. Cocaína... De pronto me sentí en Punta del Este.

Mariana me dio un codazo. Dirigía mi atención hacia un anciano que jugaba frente a nosotros: cara rubicunda, sin perfil, rasgos ablandados por la edad, papadas, ojitos azules inquietos y duros a la vez, unos pocos rizos donde las canas no borraban del todo el rubio original. Algo en su aspecto me hizo imaginar lo que podía ser un cerdo senil. Con una mirada, le signifiqué a Mariana que no lo reconocía. Se inclinó sobre mi hombro y me susurró al oído: Henry Kissinger.

Empecé a observarlo con una atención diferente. Sobre las facciones ingratas pero anodinas del jugador absorto en los naipes fueron surgiendo, como napas geológicas que la memoria desenterraba gradualmente, los servicios prestados a la corporación armamentista Rand, la participación en el grupo Bilderberg, ese olimpo del poder oculto de este mundo, sobre todo la operación Cóndor que dirigió desde Washington la represión en el cono sur del continente americano.

Le pregunté a Mariana si estaba segura de que fiiera él. ¿No estaba procesado en Europa por crímenes contra la humanidad?

—Qué va... Ni el juez Baltasar Garzón logró hacer avanzar la causa. Kissinger goza de impunidad. En 1973, dos años antes de terminada la guerra de Vietnam, los imbéciles de la academia sueca le dieron el Nobel de la Paz, compartido con un vietnamita, por haber logrado una tregua. ¿Creías, como escritor, que solo los Nobel de Literatura eran un mamarracho? ¡Mira la lista de los Nobel de la Paz! La tregua en cuestión solo duró quince días, el vietnamita devolvió el premio, él se lo quedó. Ni siquiera se dio por aludido cuando cantidad de grupos de opinión presionaron para que lo devolviese. Imagínate si hoy van a poder llevarlo al tribunal de La Haya, como pretenden... Milosevich, Sadam Hussein no tuvieron el apoyo de la CIA ni de los bancos...

Se quedó callada un momento antes de anunciar que salía a la terraza para fumar un cigarrillo. Sentí que callaba algo, algo que quería decirme. La seguí. El aire libre me despertó como de un letargo que solo percibía en el momento de su desaparición. A lo lejos titilaban las luces de los yatchs anclados en el puerto o a una distancia prudente, en aguas extraterritoriales. Un cuarteto invisible y una voz fatigada desafinaban al unísono:


...nel silenzio ascolteró

questo tango che in una notte profumata

il mió cuore ad un altro incatenó.


La brisa traía un olor acre y dulzón, el de la resaca golpeando regularmente contra pilares construidos para edificar sobre el mar, hormigón armado que permite prolongar la codicia inmobiliaria del refugio fiscal. En algún momento me llegó algo diferente, un perfume cálido, mezcla de especias y flores. Mariana había encendido varias delgadas varas de incienso y las mecía suavemente, como un ramo, en dirección al mar. Cuando advirtió mi presencia, y mi perplejidad, no se inmutó.

—¿Qué te creías? ¿Que una mulatica como yo, por más que la hayan educado en un lycée frangais y hoy estudie en el Louvre, podía no ser devota de la santería?

No pude responder. Ella continuó lo que ahora entendí como un rito. El perfume del incienso se impuso sobre cualquier miasma que pudiese traer la brisa cálida del fin del verano. Finalmente las varas se consumieron y Mariana sopló las cenizas que habían quedado entre sus dedos. Ahora me miraba sonriente y hablaba sin el tono grave que le había escuchado momentos antes.

—No soy muy ortodoxa. Mezclo todo. Ye-manyá, por supuesto, en dirección al mar, pero también Ogum y la Caridad del Cobre. Incienso de siete colores para los siete poderes.

Mariana parecía gozar con mi silencio atónito. Cuando hablé fue para decirle que si en algún lugar del mundo no esperaba encontrarme con una declinación de la religión yoruba era en la terraza del casino de Monte Cario.

—Ay, querido, los años que viviste en París te han hecho mucho mal. Solo en Francia la palabra logique puede ser un elogio... —y después de una pausa agregó—: Quién lo diría de un argentino, con lo irracional que es todo en tu país... No me digas que buscas coherencia en la gente. En tus novelas, por lo menos, no parece ser algo que te preocupe... Entérate: en la vida estamos más cerca de Dostoievsky que de Flaubert.

Se rió, me besó y, con los labios apenas despegados de los míos, murmuró:

—¿Y? ¿Le damos?

Parecía más divertida que nunca. Su desparpajo infantil me contagió su humor. Si antes me había devuelto a juegos de mi infancia, agentes secretos y misiones con nombre de código, ahora me llevaba más lejos aún, a una historieta de Tintin.

—¿Te parece? No traje mi paraguas búlgaro...

Una vez más la edad me traicionó: tuve que explicarle en qué consistía esa arma que a fines de los años setenta liquidó a varios disidentes «pasados al Oeste», uno en pleno centro de Londres, en el puente de Waterloo, otro en el métro de París, y alimentó más de una película de clase B y series de televisión: una cápsula de veneno alojada en la caña hueca de un paraguas, disparada por un mecanismo neumático accionado desde el mango.

Volvimos a la sala. El «cerdito senil» —la frase se me había ocurrido antes de saber quién era el individuo que me la sugería— ya no estaba ante la mesa de trente-et-quarante. Recorrimos con la vista otras mesas, chemin-de-fer, punto-banco, aun las de black Jack, pero no lo vimos. Dejé a Mariana para ir al baño.

La causalidad de la casualidad —Sciascia no me abandona— me hizo empujar con fuerza la puerta de uno de los retretes. Un ruido, una silueta que se desplomaba: el ocupante no había corrido el pestillo que debía bloquear la puerta y esta lo golpeó en la espalda mientras vomitaba en el inodoro. Al caer, su cabeza dio contra la loza; quedó desmayado, acaso menos por el golpe que por el exceso de alcohol que lo había llevado allí. Intenté incorporarlo y solo en ese momento reconocí al «cerdito senil». Vacilé apenas unos segundos antes de hundirle la cabeza en su propio vómito. Al salir comprobé que las cámaras de seguridad estaban en el lado exterior de la puerta del baño, no en el interior.

—Vámonos —fue todo lo que le dije a Mariana— afuera te cuento...