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De niño me gustaba leer en los recreos de la escuela. Más de una vez escuché, en boca de compañeros más lucidos en deportes y jactanciosos de una precoz, acaso imaginaria experiencia sexual, el tradicional «puto el que lee...». Como la agresividad del animal dormido no se comprueba hasta que despierta, el día en que decidí enfrentar la mueca burlona que acompañaba la palabra —en aquellos años solo era insulto, no soñaba con adquirir la indiferencia casi afectuosa con que hoy circula, por lo menos en la Argentina— calculé rápidamente las respectivas fuerzas y supe que no iba a poder responder con un golpe; lo intenté, sin embargo, pero recibí un puño en la cara antes de que pudiese descargar el mío. No lo sentí realmente, pero me invadió la boca el gusto salado de la sangre. (Solo más tarde, cada vez que intentase abrir la boca, me iba a doler la mandíbula entumecida.) Sin pensarlo, incliné la cabeza y me lancé contra el pecho de mi agresor. En el momento del contacto me pareció percibir la sorpresa que recibió mi embestida. Y no la sentí más. El otro, sacudido por mi ataque, había perdido el equilibrio y estaba en el piso, inmóvil. Instantes más tarde entendí que la cabeza había dado contra el escalón de entrada del edificio vecino y se había desmayado. Durante un instante temí (¿deseé?) que estuviese muerto. El estupor de mis compañeros, tornadizos como más tarde iba a comprobar que son las masas en sus simpatías políticas, se transformó inmediatamente en expresiones de admiración por mi proeza. El cuerpo caído amagó un movimiento. Nadie lo ayudó a incorporarse. Cuando logró, solo, ponerse de pie me dirigió una sonrisa hipócrita, plena de solidaridad oportunista:

—Todo en broma, macho...

(¿Cuántos años había dormido ese episodio antes de que esa noche despertase? Hubiese pensado, de haberlo recordado antes, que estaba olvidada la cara y el nombre del «compañero». Sin embargo, junto con el enfrentamiento volvió la cara bovina, rozagante, la sonrisa estúpida, y el apellido: Marcelín. No pude sino reírme: me había dejado atemorizar, aun un instante, por alguien cuyo nombre era un diminutivo... Y, tras una duda menos breve, tuve que reconocer que no había temido matarlo, no; como un relámpago de deseo, despreocupado de toda posible consecuencia, había esperado que Marcelín no se levantase, que mi embestida hubiese terminado con él.)

En el taxi que nos llevaba de vuelta a Niza le conté a Mariana esta anécdota, menos un retazo de mi infancia que un síntoma de la Argentina profunda. Durante décadas había yacido protegida por un olvido benévolo hasta que el episodio de esa noche, como un acorde armónico, la había rescatado. No había mentido cuando le dije a Leila que no creía odiar a nadie como para matar, que prefiero el desprecio... Sin embargo, tengo que reconocerlo, late en mí esa violencia reprimida que había sabido vislumbrar maitre Laredo. Haber hundido la cabeza de Kissinger en el inodoro, deseando ahogarlo en su vómito, rimaba con la esperanza momentánea de haber matado a mi compañero...

Mariana me escuchaba con los ojos cerrados, la cabeza sobre mi hombro. En algún momento llegué a pensar que se había dormido, que no me oía, pero cuando dejé de hablar se acurrucó contra mi cuerpo y susurró, sin abrir los ojos pero con una inmensa ternura:

—Mi asesino...

Me sorprendí sintiéndome halagado. Descubría en Mariana un reflejo juvenil, luminoso, de las tinieblas de Leila. Me pregunté qué podía haber en mí, algo que me hacía interesante para esas mujeres entusiastas de la sangre derramada por un amante.

A la mañana siguiente, mientras nos desayunábamos, busqué en vano en el Fígaro la noticia, algún eco de lo acaecido la noche anterior. La halló Mariana, en las páginas locales de Nice-Matin, bajo el título «Muerte de un actor de la televisión americana en el casino de Monte Cario». Me la leyó en voz alta.

«Schlomo Stein, actor de larga trayectoria teatral pero popularidad reciente, obtenida en la serie televisiva Medio Oriente en llamas, fue hallado muerto esta madrugada en los servicios del casino de Monte Cario. Según los peritos, el deceso ocurrió entre medianoche y la una, en momentos en que el actor sufrió un desmayo que lo desplomó mientras se aliviaba (se soulageait) en un retrete de las salles privées. Los primeros análisis policiales revelaron en la sangre una mezcla fatal de alcohol, cocaína y viagra. A pesar de décadas de distinguida labor teatral con las compañías de Joseph Papp, tanto en el Public Theatre como en el Delacorte Theatre, Stein solo se hizo conocido del gran público en años recientes gracias a su notable parecido físico con el estadista Henry Kissinger, cuyo papel interpretó en una serie televisiva dedicada a novelar los esfuerzos del Premio Nobel de la Paz para lograr un acuerdo entre el estado de Israel y los palestinos.»

—Che sciagura! —Mariana volvía a sorprenderme, ahora con una espontánea exclamación en italiano—. Después de haber navegado durante días entre venganzas y secuestros, guerrilleros, traidores y asesinos e iluminados, terminamos liquidando a un pobre infeliz...

La interrumpí para decirle que si alguien había «liquidado» a un viejo actor —y no era seguro que no estuviese ya muerto cuando le hundí la cabeza en su vómito, y tampoco era un «pobre infeliz» si había conocido el prestigio del Public Theatre antes de caer en las series televisivas—, ese alguien era yo y no correspondía el plural con que ella pretendía arrogarse una participación en el acto... Mariana no respondió, pero su malhumor era evidente; acaso pretendía que su modesto «¿le damos?» pronunciado en la terraza le concediera una complicidad.

En ningún momento se nos ocurrió que dos semanas antes reacciones como estas, mi reivindicación de un posible crimen, su voluntad de haber participado en él, nos hubiesen parecido monstruosas si no ridiculas. (Al menos a mí me lo habrían parecido, ya que Mariana, reconozco, no dejaba de revelarme aspectos insospechados a medida que nuestra relación se había vuelto menos superficial.) Durante poco más de una semana nos habíamos animado a pisar un escenario desconocido. No habíamos llegado a tener papeles definidos en una ficción, pero en todo caso habíamos descubierto, acaso recuperado, aspectos postergados de nuestro carácter, posibilidades reprimidas en nuestra conducta.

No le había mentido a Leila, no, cuando declaré que el desprecio me resultaba más espontáneo que el odio, y creo que era cierto cuando lo dije. Pero las ganas de matar que ahora descubría en mí no se alimentaban de odio sino de un deseo de venganza difuso, sin blanco preciso, más bien de una suerte de insumisión ante las leyes del mundo, una reacción de asco ante la impunidad de los poderosos y el fraude ideológico de los supuestos redentores. Al mismo tiempo, admito que aprecio demasiado mi vida, los libros que aún no escribí, dos o tres viajes que aún no hice, como para sacrificarlos, como para aceptar los años de cárcel que mis actos merecerían. No son para mí las inmolaciones heroicas, esa suerte de orgasmo estético de la épica revolucionaria. Si alguien pudiese asegurarme la impunidad, no vacilaría en suprimir a una media docena de individuos, si no más, pero nadie puede garantizármela y es así como el mundo sigue andando, y las bestias feroces permanecemos dando vueltas en las jaulas que hemos aceptado. Y yo, lo reconozco, puedo no ser aún una de ellas pero me he descubierto una firme vocación por serlo.