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La cita era para las 11 de la mañana en el banco, uno de tantos que podrían pasar inadvertidos por el transeúnte, ajenos a la monu-mentalidad del Crédit Suisse o de la Union de Banques Suisses. Maitre Laredo saludó como a un viejo conocido al gerente, hombre de sonrisa medida y cortesía cauta, que nos recibió puntualmente. La cuenta numerada, nos explicó, había estado efectivamente a nombre de Madame de Waert. De la suma depositada por el hijo, ella se había hecho enviar mensualmente a París los fondos —«muy frugales» creyó oportuno comentar— necesarios para su subsistencia. El resto, «una suma considerable», la había girado en sus últimos meses de vida a distintas asociaciones no gubernamentales: apoyo a las poblaciones indígenas del Chaco argentino, a los ex combatientes de la guerra de Malvinas, a la lucha contra la pedofilia, y otras que no recordaba pero que había consignado en una hoja que me entregó. En cuanto a la caja de seguridad, dormida durante más de tres décadas, nos invitó a seguirlo para abrirla en su presencia.
Bajamos al subsuelo del edificio. Ante una reja metálica el gerente compuso una clave en un teclado y la reja se deslizó sin ruido. Avanzamos hacia una pared cubierta por unas cuantas casillas numeradas, menos de las que hubiese imaginado, aunque sin duda su número correspondía al discreto volumen de operaciones de la Banque de Bruxelles et d’Anvers. El gerente hizo girar una llave en una de las dos cerraduras de una casilla y me miró en silencio. Entendí que me correspondía hacer girar en la otra cerradura la llave que Delia me había enviado. Cohibido, me di cuenta de que hubiese debido tenerla en mano; en cambio, debí hurgar en el bolsillo donde, casi lo había olvidado, la había guardado pocas horas antes. La puerta se abrió y el gerente me invitó, de nuevo con la mirada, a extraer la caja. Salió sin dificultad, sin ruido. El metal estaba frío y estuve a punto de hacer un comentario superfluo. El gerente nos señaló una mesa. Coloqué la caja sobre ella y levanté la tapa. No sé por qué antes de hacerlo miré a maitre Laredo. Estaba pálido, los ojos clavados en la caja, un leve temblor en su labio superior.
En un primer momento me pareció que la caja estaba vacía. La tapa que había levantado no cubría toda la superficie, solamente la mitad; introduje la mano en la parte que no podía ver y extraje un sobre. Leí en él el nombre de Delia y la dirección de la rué de Verneuil. Era un sobre —una vez más medí el paso del tiempo, la desaparición de un correo postal que había sido el único durante mi infancia— de papel de vía aérea. En el dorso no aparecía el nombre del remitente. Los sellos de correos eran de Paraguay y, aunque la fecha estaba borroneada, pude descifrar el año 1979. No lo abrí, pero al tenerlo en mano su espesor me dijo que contenía muchas hojas.
Un ruido me distrajo. Maitre Laredo sufría ¿un mareo? ¿un vahído? ¿un desmayo? Estaba en el piso y balbuceaba que no era nada, que no había podido soportar el aire encerrado del subsuelo. Tomó la mano que le tendía el gerente y apoyándose en la mesa logró incorporarse. Me dirigió una mueca que, supongo, había tenido intención de ser una sonrisa y se alisó en el cráneo, más brillante que de costumbre, el pelo ausente.
La atención del gerente había vuelto a dirigirse a mí y a la carta.
—Me permito una sugestión. Fotocopie las hojas que contiene. Supongo que va a leerlas más de una vez y sería mejor no manipular con frecuencia un papel delgado y viejo. Guárdelo lo más intacto posible y consulte solamente las copias. Si quiere, al subir a mi despacho, puede usar la fotocopiadora de mi secretaria. Le daré un sobre de papel grueso para guardar en él el original.
De vuelta en la superficie, ningún alivio parecía llegarle a maitre Laredo: transpiraba profusamente, buscaba con mano vacilante el respaldo de una silla, cualquier superficie donde apoyarse. Debo decir que yo empezaba a percibir que actuaba, y yo mismo había estado actuando, como un sonámbulo en una suerte de sueño despierto. Con un gesto mecánico le entregué el sobre a la secretaria; pocos minutos más tarde lo recibí de ella, protegido por otro, este de papel madera, así como una carpeta con las fotocopias. Firmé un documento por el cual reconocía haber retirado el contenido de la caja y aceptaba cancelar el alquiler de la misma. Una inclinación de cabeza del gerente acompañó la brevísima despedida.
Una vez en la calle, el mido del tráfico, el ajetreo de los transeúntes, aun en una ciudad como Ginebra, tan lejos del estrépito y el malhumor de Buenos Aires, me despertó. Maitre Laredo también parecía haber recuperado su compostura.
—Imagino su impaciencia por leer el contenido de esa carta. Lo dejo. Llámeme. Si tiene ganas, me encantaría invitarlo a cenar. No tema curiosidad ni indiscreción de mi parte. Me contará, si quiere, lo que quiera.