XIII

LA INVENCIÓN DEL HADES

Entiérrame y podrán darme entrada las puertas del Hades La Ilíada, Canto XXIII, v. 70.

(Traducción de Femando Gutiérrez)

Hoy en día consideramos arcaica la sociedad de Homero, pero, igual que en aquella época, todos sabemos que tenemos que procurar que los muertos gocen del reposo eterno y sean admitidos en el más allá— Y la creencia de que esa posibilidad depende de las acciones de los vivos también es aún universal. Somos nosotros los que debemos realizar los rituales pertinentes para que los muertos puedan descansar, atendiendo al proceso que cada tradición cultural prescribe como el adecuado para tal fin.

Muchas gruesas ovejas y bueyes de patas ligeras y de cuernos torcidos mataron en tomo a la pira.

La Ilíada, Canto XXIII, w. 166-167.

Todas las comunidades a lo largo de la historia han demostrado su respeto a los muertos, bien sea mediante la inhumación y, por lo tanto, su conservación en el subsuelo, o bien mediante la incineración, ceremonia que suele acabar con el depósito subterráneo de las cenizas. Los muertos han sido tan importantes que incluso se les ha reservado un lugar especial en los pueblos y ciudades, las necrópolis, lugares sagrados preparados para custodiar a quienes han dejado de existir en el mundo real. Los rituales funerarios, pues, han sido una práctica central entre todos los pueblos, de manera que resulta difícil dar con una cultura, por extraña y lejana que sea, que no practique tales rituales dedicados a sus muertos. El funeral, la celebración en memoria del difunto, constituye uno de los rasgos más particulares de cada cultura. Toda la comunidad participa en él: la ceremonia refuerza la cohesión del grupo.

Homero describe el ritual de los aqueos, común en toda la Hélade hace tres mil años. Los arqueólogos actuales frecuentemente se sirven de referencias similares para interpretar o describir el culto a los muertos en la Antigüedad, e incluso en la Prehistoria más lejana. Sin embargo, somos demasiado atrevidos al pretender que las mismas consideraciones y mitologías concretas que gobiernan nuestro mundo o el de los griegos clásicos sean universales y puedan extrapolarse a todas las culturas humanas. La literatura arqueológica está repleta de interpretaciones vagas y temerarias sobre el significado de una determinada posición de los cadáveres o sobre el propósito de una ofrenda singular hallada junto a ellos: el cuidado de los muertos es un fenómeno universal, pero las formas que adopta son variables y ligadas a cada tradición concreta.

Pese a todo, nuestra propia cultura, que nos conduce a plantear soluciones simplistas de este tipo, también nos impide considerar que humanos y homínidos más antiguos que nuestra especie hubieran podido participar de los universales en tomo a la muerte. Ni siquiera los miembros más antiguos de la especie Homo sapiens gozarían de ese beneficio, a tenor de lo que numerosos investigadores han considerado a lo largo de la historia de la Arqueología. Así pues, veremos cómo se han negado las evidencias más claras y palpables de inhumación si en ellas están implicados homínidos antiguos y cómo se han planteado para ellas explicaciones poco consistentes, siguiendo los mismos prejuicios que nos han impulsado a negar que otros pueblos con los que nos hemos enfrentado a lo largo de nuestra historia pudieran compartir nuestras cualidades.

Nuestra labor no consiste en elaborar descripciones pintorescas, con las que el público receptor se pueda identificar, ni apartar la mirada de la evidencia manteniendo férreamente posiciones insostenibles y acientíficas. Al contrario, el propósito que nos guía es descubrir dos cuestiones básicas: cuáles son los universales que auténticamente subyacen al tratamiento de los muertos, y cuándo aparece y se desarrolla un comportamiento complejo hacia ellos.

Para captar las características que otorgamos a la muerte y al funeral sólo hace falta echar una ojeada a la descripción homérica de los funerales celebrados en honor de Patroclo que hemos citado. La guerra se detiene y todos los aqueos participan en la construcción y la quema de la pira funeraria. Allí incineran el cuerpo del héroe, recogen los huesos que quedan y los depositan en una urna de oro que será enterrada. A continuación se celebra el banquete donde se consumirán los manjares más deliciosos de que disponen, cuyas partes más escogidas serán ofrecidas a los dioses. Como colofón, los más esforzados guerreros participan en los juegos que Aquiles patrocina en honor de su amigo muerto. La memoria, el respeto y el homenaje al difunto se completan con el escarnio del enemigo: Héctor, también muerto, es colocado junto a Patroclo, pero boca abajo. No compartimos ninguno de los rituales concretos, pero todos los universales que aparecen en la descripción son perfectamente validos actualmente: los honores rendidos al muerto para mejorar su segunda existencia; el mismo concepto de esa segunda vida; las ofrendas que se depositan junto al difunto como parte de los honores que acrecientan su categoría, o que la indican; la existencia de zonas especiales y señalizadas para colocar los restos mortales; el escarnio del adversario, a menudo mediante la crítica de sus costumbres.

Los musulmanes inhuman a sus muertos, como los cristianos, pero lo macabro, su «makbara», no se aparta y se aísla del mundo de los vivos. AI contrario, los dos mundos conviven: muchos creyentes acuden a los cementerios en días de fiesta y pasan allí toda la jornada. Costumbres como la que describimos identifican a las diferentes culturas y las distinguen entre sí hasta tal punto que los miembros de una cultura cualquiera encuentran extrañas y bárbaras las costumbres de sus vecinos. Nosotros mismos, a pesar de declararnos herederos de la Grecia clásica, no compartimos el ritual funerario descrito por Homero. También nos distinguimos en eso de los romanos, que situaban los panteones y las tumbas más sencillas en el borde de caminos v vías.

La información disponible sobre las tradiciones de numerosos pueblos forzosamente es tomada por los arqueólogos como referencia para la interpretación de la conducta homínida fósil. Sin embargo, ya hemos señalado cómo se ha sucumbido demasiadas veces a la tentación de extrapolar de manera literal esas costumbres y su significado. ¿Cómo podemos interpretar aquel cadáver del niño de Mougharet-es-Skhul en el Monte Carmelo enterrado de rodillas, con los talones tocando al trasero, con las manos debajo de la cabeza, totalmente doblado sobre sí mismo, con una perforación rectangular en la cavidad glenoide y la oreja derecha que podría haber sido producida mediante un instrumento punzante y que fue, muy probablemente, la causa de su muerte? ¿Por qué estaba arrodillado? ¿Fue sacrificado? ¿Indica una posición de sumisión? ¿Por qué un niño? Tratar de responder a todas esas cuestiones nos conduciría a desvariar sobre rituales y conductas que, hoy por hoy, nos resultan difíciles o imposibles de conocer y describir. «Únicamente» podemos señalar la existencia de una agresión, intencionada o no, que produjo la muerte del niño. Su entierro, obviamente, mereció un funeral y una disposición especial del cuerpo que, añadida a la de otras sepulturas, indica una extremada variedad en el comportamiento respecto a la inhumación y rituales particulares ligados a cuestiones singulares. Y que podamos decir todo eso no es poco.

EL TIEMPO DE LOS MUERTOS

¿De dónde proviene el hábito de preservar a los muertos? De la misma forma que ya vimos respecto a los prejuicios sobre el arte, los arqueólogos del siglo xix y de principios del xx daban por hecho que la inhumación de los muertos tenía que ser exclusivamente un comportamiento propio de nuestra especie: Horno sapiens. El trabajo de los prehistoriadores, dedicados a desenterrar a una humanidad fósil totalmente distinta de nosotros, estaba presidido por la teoría de que el comportamiento de nuestros antepasados tenía que ser totalmente distinto. Aquellos investigadores eran los herederos de las ideas ilustradas de Rousseau que preconizaban la esencia libre y natural déla vida humana previa a la corrupción de la sociedad moderna, basada en el mito del «buen salvaje». En ese contexto, frecuentemente se interpretaba que la sociedad de nuestros ancestros era igualitaria y natural, ajena a las formas de poder propias de nuestra sociedad, entre las que se cuenta el uso de la religión y de las ideas metafísicas por parte de unos grupos sociales para obtener poder sobre los demás. Por este motivo era impensable que existieran en el mundo mirífico y paradisiaco del pasado remoto. En la discusión estaba presente también, evidentemente, el mismo conflicto planteado por el integrismo religioso que ya vimos cuando nos referíamos al arte.

Como en otras ocasiones, la investigación continuada y las ideas más abiertas de algunos sectores permitieron que, lentamente y apoyada cada vez en evidencias más numerosas, la realidad de las ideas metafísicas de nuestros antepasados fuera abriéndose paso. Al hablar del arte ya vimos cómo finalmente se tuvo que acabar aceptando la atribución de cualidades complejas a unos homínidos que, pese a ser antiguos, ya pertenecían a nuestra misma especie. El tratamiento de la muerte, en cambio, muy pronto se comprobó que estaba presente en un universo mucho más arcaico, el de los Neandertales, y que su inicio databa de más de cien mil años atrás. En el periodo conocido como Paleolítico Superior, dominado exclusivamente por Homo sapiens, las sepulturas son numerosas y plantearon menos problemas que las del periodo precedente, el Paleolítico Medio, cuando en Europa habitaba Homo neanderthalensis y en Oriente Próximo convivían ambas especies.

Durante algún tiempo resultó difícil que se aceptaran las sepulturas neandertales y su investigación estuvo repleta de interpretaciones erróneas, en ocasiones malintencionadas y tergiversadas por consideraciones previas. Pero las reticencias y suspicacias manifestadas por algunos investigadores de principios del xx habrían llegado al paroxismo si hubiesen conocido la que nuestro equipo propone sobre el enterramiento de los muertos en d Pleistoceno. De hecho, tampoco ha sido fácil que, cuando la formulamos. a finales del siglo xx, se tomara en consideración esa hipótesis: que d tratamiento de los muertos y, en consecuencia, el pensamiento abstracto sobre la vida y la trascendencia de los humanos, no es una novedad del Pleistoceno Superior; hallamos muestras de eso ya en el Pleistoceno Medio.

Los antepasados de los Neandertales en la Europa de hace trescientos mil años preservaban a sus muertos y los protegían de la acción de los carnívoros. El descubrimiento fue realizado en la Sierra de Atapuerca, en la zona septentrional del centro de la Península Ibérica. El complejo cárstico de ese pequeño macizo contiene numerosas cavidades que comenzaron a abrirse en el Cuaternario Antiguo y que muy pronto fueron habitadas por carnívoros y humanos. Algunas de ellas son de reducidas dimensiones, como la que hemos llamado Galería, y suscitaron poco interés tanto en los homínidos como en los carnívoros, que las usaron muy poco, especialmente en los niveles superiores, cuando la sala ya tenía muy poca altura. Otras, como la Gran Dolina, son cavernas amplias y largas que permiten la permanencia de un grupo numeroso y constituyen una guarida excelente. Aún existe una tercera categoría de cavidades: unas cuevas de dimensiones excepcionales, tanto por su altura como por su amplitud; permiten, por un lado, la permanencia y el desarrollo de la actividad compleja y variada de un gran grupo y, por otro, su uso sostenido a lo largo de todo el Pleistoceno, a causa de la profundidad que presentan. La Cueva Mayor pertenece a este último tipo y el descubrimiento en su interior de un registro humano fósil ha cambiado radicalmente el panorama y la percepción que teníamos hasta entonces del tratamiento de los muertos.

LA BOCA DEL HADES

En 1976 Trinidad de Torres, un ingeniero de minas, estaba trabajando sobre los úrsidos de la Península Ibérica cuando supo de la existencia en un pueblo de Burgos de una cueva cercana donde era tradición acudir en busca de colmillos de oso. Decidió organizar una campaña de excavación y, con la ayuda de miembros del grupo espeleológico Edelweiss, se dedicó a extraer sacos de sedimentos de la Sima. Su sorpresa fue mayúscula cuando, al analizar su contenido, halló, entre un montón de huesos de oso, una mandíbula humana y diversos dientes sueltos. Esta excavación en la Sima de los Huesos habría de cambiar la historia de los hábitos humanos referentes a los muertos en el Pleistoceno Medio.

La boca de la Cueva Mayor es conocida en la comarca como El Portalón, debido a sus grandes dimensiones. De hecho, se trata de una de las bocas de un complejo de cuevas conectadas entre sí. En el interior de la sala, a la izquierda, existe una rampa de fuerte pendiente que conduce a un conjunto de salas donde durante el Neolítico fueron almacenados productos alimenticios en silos. Si proseguimos el recorrido desde la entrada a través de estas salas a lo largo de unos quinientos metros llegamos hasta el acceso a una sima: la Sima de los Huesos. Se trata de un orificio vertical de doce metros de caída hasta llegar a una ligera rampa al final de la cual la cavidad se transforma en una minúscula sala, de dimensiones inversamente proporcionales a la importancia del registro fósil que contiene. Los despojos de al menos treinta y tres humanos de ambos sexos y edades diferentes aparecen allí mezclados con los restos de dos centenares de osos de la especie Ursus deningeri, el antepasado del gran oso de las cavernas. También están presentes algunas otras especies más escasas en cuanto al número total de ejemplares: leones, lobos, linces, gatos, zorros y mustélidos. Después de los trabajos de T. de Torres, se inició en 1984 una excavación que tras quince años ha proporcionado unos frutos extraordinarios.

El recuento y el estudio de las piezas dentales humanas recuperadas han permitido establecer que allí hay un mínimo de treinta y tres personas acumuladas. Pero no sólo poseemos sus dientes: tenemos también cráneos enteros y numerosos fragmentos a partir de los cuales podrán ser reconstruidos otros más. Los huesos largos y las vértebras, bien sea enteros o fragmentados, también se han conservado y están representados todos los huesos del cuerpo, tanto en el caso de los homínidos como en el de los osos. En resumen, cuanto más se excava, más evidente resulta que los cuerpos fueron acumulados enteros en el fondo de ese conducto y que no sufrieron transporte alguno con posterioridad al momento de su descomposición y desarticulación. Es decir, que ningún agente natural los movió del lugar. Por consiguiente, la pregunta que se plantea inmediatamente es: ¿cómo llegaron hasta ahí?

Por supuesto, el acceso a la Sima estaba muy cerca: mediante análisis de resistencia eléctrica se localizó un punto en la vertiente donde existe una abertura actualmente colapsada y enterrada. Los osos entraron en la cavidad para hibernar, en cumplimiento de su ciclo vital anual. Algunos de ellos murieron durante la hibernación porque no habían conseguido acumular suficiente volumen de grasa durante el otoño y, posteriormente, cayeron al abismo. En el caso de los humanos no existe una explicación natural tan clara: no parece que ningún fenómeno natural los transportara hasta allí. Puesto que no hay ningún instrumento lírico en las inmediaciones ni resto alguno de herbívoros, no podemos suponer que se tratara de un lugar habitado donde hubiesen muerto. Los restos no presentan marcas de descamación realizadas mediante herramientas líricas, lo que indica que no fueron consumidos por otros homínidos. En cambio, el profesor Peter Andrews y la doctora Yolanda Fernández-Jalvo han descrito numerosos mordiscos de carnívoros, especialmente de zorros, animales de conducta carroñera que habrían podido alimentarse de los despojos una vez acumulados allí. Y todos los análisis conducen a la misma conclusión: los cadáveres fueron acumulados allí de manera intencionada. Únicamente existe una opción: que la acumulación fuera llevada a cabo de forma voluntaria por parte de otros humanos. De ahí que nuestro colega y codirector de las excavaciones de Atapuerca, Juan Luis Arsuaga, llame a la Sierra de Atapuerca «la montaña sagrada».

Sin embargo, no se trata de un enterramiento propiamente dicho: no fue construida ninguna fosa ni los cadáveres presentan disposición especial alguna. En resumen, no existió ningún sepelio, sólo la acumulación de los despojos en el fondo de una sima que los agentes naturales se encargaron de sepultar. Este comportamiento contrasta con el de los Neandertales y los humanos modernos, dado que ambas especies enterraban a sus semejantes en las mismas cavidades en las que habitaban. Si bien la Cueva Mayor sí estuvo habitada, la Sima es un paraje aislado y situado en el interior del sistema cárstico, prácticamente inaccesible, lo que nos lleva a hablar de distancia y separación entre los dos mundos, el de los vivos y el de los muertos, que no conviven entre sí porque hay una especialización del espacio. En épocas posteriores no volveremos a encontrar tal especialización, ya que los Neandertales no la practicaban. La Sima es equiparable a lo que Homero describe en su Odisea como el Hades.

El colapso final de esta zona de la Cueva Mayor hizo desaparecer cualquier rastro de la que, hoy por hoy, es la necrópolis más antigua de la historia, con más de trescientos mil años de edad. En 1976 se halló en ella la primera mandíbula humana; en 1984 se emprendió una excavación sistemática que aún está en marcha y que hasta la fecha nos ha proporcionado más de dos mil fósiles humanos: la mejor representación que existe de la especie Homo heidelbergensis, los antepasados directos de los Neandertales. De entre todo ese volumen de restos destaca uno de los cráneos, el número 5, reconstruido a partir de fragmentos sueltos hallados por separado. Se encontró en 1992, coincidiendo con el Tour de Francia que fue ganado por Mikel Indurain: como homenaje ese cráneo fue bautizado con su nombre.

Existe una cuestión inquietante en el registro de la Sima de los Huesos: la distribución de las edades que contaban los humanos en el momento de su muerte, la paleodemografía. Como indica el trabajo de José María Bermúdez de Castro publicado en 1993, los humanos de la Sima de los Huesos eran, mayoritariamente, adolescentes de entre trece y diecinueve años y adultos muy jóvenes; entre ellos sólo se cuentan dos de más de treinta años y dos niños. ¿Dónde están los demás? ¿No había mortalidad infantil? Y después, ¿morían tan jóvenes? Resulta muy extraño, ya que se considera que el desarrollo de estas poblaciones era muy similar al nuestro actual. Además, como señalan nuestros compañeros Juan Luis Arsuaga e Ignacio Martínez en su trabajo La especie elegida, los chimpancés, con un desarrollo mucho más corto que el nuestro, llegan, en libertad, a edades superiores a los cuarenta años. ¿Por qué en la Sima no hay un número proporcional de individuos adultos maduros, de ancianos y de niños? Si incluso sabemos, como veremos a continuación, que las poblaciones de Neandertales comprendían abuelos y que sus niños morían con frecuencia. Por otro lado, el análisis de los dientes de los humanos de la Sima indica una buena alimentación, equilibrada, lo que no puede afirmarse respecto de los Neandertales, numerosos restos de los cuales atestiguan la presencia de crisis de alimentación y del crecimiento en edad infantil. ¿Debemos pensar entonces que los Neandertales eran más longevos? No, la explicación tiene que ser otra. Aunque todavía no podemos formular hipótesis bien fundamentadas sobre esta cuestión puesto que nos encontramos en el inicio de la investigación, sí podemos aventurar que se produjo una selección de los individuos acumulados. Si somos capaces de contrastar positivamente esta hipótesis en el futuro, habremos añadido un grado a la complejidad humana primitiva.

La consecuencia de este comportamiento, además de mostramos claramente la complejidad cultural de los humanos de aquella época, es que nos ha permitido conocer por primera vez cómo era, biológicamente, una comunidad humana tan antigua. Jamás en ningún otro lugar se habían podido reunir datos suficientes para describir la distribución por edades, las diferencias entre sexos, las características físicas generales. En Atapuerca se ha podido llevar a cabo esta investigación con una buena fiabilidad estadística.

¿QUIÉN ENTERRÓ A ESOS MUERTOS?

La Sima de los Huesos es el único conjunto del Paleolítico Inferior que presenta claramente un tratamiento de los muertos. Las sepulturas pertenecientes al Paleolítico Medio, en cambio, son abundantes y abarcan los estadios isotópicos 3, 4 y 5 del oxígeno. La datación más antigua de la que disponemos se encuentra en Mougharet-es-Skhul, en el Monte Carmelo, v tiene cerca de 120.000 años. La más reciente es la del yacimiento de La Roche-á-Pierrot, en la localidad francesa de Saint-Césaire, con 36.200 años de antigüedad, que cuenta con el que hasta la fecha es el resto de Neandertal más reciente hallado en Francia. Si bien Oriente Próximo, en los momentos más tempranos de esta fase, estaba ocupado por Homo sapiens, posteriormente habitaron allí, al igual que en Europa, los Neandertales. El Paleolítico Medio se considera finalizado precisamente con la desaparición de esta última especie de la cuenca mediterránea y por la expansión generalizada de Homo sapiens o, como es conocido comúnmente, Hombre Anatómicamente Moderno, y de los rasgos culturales que le son propios.

Geográficamente, las sepulturas pertenecientes al Paleolítico Medio se encuentran concentradas en dos grandes áreas. La primera se extiende entre el oeste de Europa y el extremo occidental de Asia, desde el Atlántico hasta el sur de Samarkanda; la segunda, en Oriente Medio y Próximo. En subas existen amplias zonas sin documentos fósiles y, particularmente, sin manifestaciones funerarias, ya de por sí escasas. Fuera de estas áreas, únicamente se han identificado dos casos en África: Border Cave, en Sudáfrica, con un enterramiento infantil datado en 80.000 años, y en Egipto, en el yacimiento de Taramsa I, la tumba de un anciano, de 50.000 años de antigüedad, que, además, constituye el hallazgo más reciente de este género.

La situación de tales enterramientos es muy estricta: todos los pertenecientes al Paleolítico Medio han sido hallados en cuevas y abrigos; nunca se ha localizado ninguno emplazado al aire libre. Su ecología, en cambio, abarca la misma variabilidad característica de la extensión de los conjuntas técnicos pertenecientes a ese periodo. Existen sepulturas en las llanuras abiertas de Europa central y occidental, en los valles atlánticos, en el cálido, y a menudo seco, Corredor de Palestina y en las regiones altas y esteparias de la zona de tránsito entre Europa y Asia. El recuento total de inhumaciones se eleva a 52, distribuidas en 21 yacimientos, incluyendo los últimos descubrimientos citados.

Las inhumaciones del Paleolítico Medio corresponden casi siempre a individuos de la especie Homo neanderthalensis. Únicamente dos cuevas se separan de esta pauta: Djebel Qafzeh y Mougharet-es-Skhul, ambas situadas en el Corredor de Palestina y con tumbas que contienen individuos de nuestra especie. Hay que destacar que ninguna de ellas presenta características especiales, por lo que no existen diferencias culturales perceptibles entre los grupos más antiguos de Homo sapiens y los Neandertales. Tampoco parecen existir en lo referente al comportamiento. En definitiva, no hay nada que nos permita distinguir las acciones y la capacidad de conceptualización de estas dos especies estrechamente emparentadas.

Numerosas características del tratamiento a los muertos en este periodo nos indican un cambio esencial en el comportamiento, en la comprensión del entorno y en la imagen que nuestros ancestros tenían de su mundo. Los restos a que hemos aludido pertenecen a sepulturas: están depositados en un espacio especialmente preparado para ese uso, en una cavidad practicada en el suelo de la cueva y destinada a colocar el cadáver. Como refiere Defleur, de los 52 casos señalados, treinta y tres corresponden a tumbas sin ningún género de dudas, y en diecinueve casos lo son probablemente.

Tal diferenciación entre unos y otros es debida a la escasez de datos proporcionados por las excavaciones más antiguas. En ocasiones la responsabilidad recae sobre el hecho de que el trabajo arqueológico fue realizado con una dudosa sistematización; pero otras muchas veces los arqueólogos han evitado referirse a la existencia de un ajuar o de datos que indican la presencia de un ritual especial movidos por prejuicios que les han impedido conceder credibilidad a sepulturas tan arcaicas.

Sin embargo, no podemos pasar por alto la historia más turbia de excavación arqueológica de una fosa de inhumación, que provocó una desconfianza exagerada hacia otros yacimientos. En 1907 O. Hauser iniciaba los trabajos en el abrigo inferior de Le Moustier y en 1908 encontró allí restos humanos. Hauser estaba más interesado en las ganancias pecuniarias que podía obtener que en la relevancia científica de su descubrimiento. Mandó recubrir con sedimentos los restos y volvió allí poco después con algunos notables locales a quienes hizo levantar acta del hallazgo. Los restos fueron nuevamente sepultados y descubiertos hasta cinco veces sucesivas y sobre tal evento se levantaron cuatro actas distintas. La última resultó la más interesante porque el esqueleto, parcialmente exhumado por Hauser, fue excavado totalmente por alguien más consciente que pensó estar en presencia de un nivel que no había sido tocado. Las indicaciones de H. Klaatsch, el último que excavo los restos, deben, por lo tanto, ser tomados con precaución aunque parece cierto que se trataba de una sepultura. El recuerdo de aquellos tiempos con gente tan poco ética dedicada a excavar a diestro y siniestro ha planeado siempre sobre los descubrimientos arqueológicos más trascendentales.

El mismo año 1907 los hermanos Bouyssonie descubrían una de las sepulturas más conocidas y que proporciona abundante información acerca de las costumbres y la cultura de aquel periodo. En una pequeña cueva de seis metros de largo, dos y medio de anchura máxima y uno y medio de afeara encontraron una fosa cavada en la roca de la base de la cueva y rellenada con el sedimento del nivel arqueológico superior: La existencia de la fosa en indudable y claramente perceptible. En su interior reposaba el que desde entonces es conocido como «el Viejo» de la Chapelle-aux-Saints: yacía sobre la espalda con las piernas plegadas hacia la derecha, el brazo izquierdo extendido a la largo del cuerpo y el derecho, según parece, plegado y llevando la mano hacia la cara. Acompañaban al cadáver un número importante de restos: herramientas de cuarzo y sílex, restos fragmentarios de fauna—, nada demasiado importante y que no permite afirmar que ese material fuera colocado allí con el propósito de acompañar al cuerpo. A pesar de que esa consideración; es válida, no podemos por menos que comentar la presencia de ocre. Aunque no esté asociado directamente al muerto, sí indica el uso de material de adorno ya en un periodo tan remoto, hace entre 60.000 y 43.500 años.

Se trata del primer caso histórico en el que la sepultura de un Neandertal es clara e incontestable, indicio evidente de que la costumbre de cuidar a los muertos y el deseo de facilitarles la posibilidad de una segunda vida digna son concepciones muy antiguas. El cadáver no fue depositado allí descuidadamente, sino que reposa en una postura estudiada, con las piernas plegadas y un brazo, el derecho, plegado igualmente en ángulo recto respecto al cuerpo. Además del cuidado hacia los muertos, esa tumba pone de manifiesto el que tenían por los miembros ancianos o enfermos del grupo: «di \ tejo» presentaba una mandíbula con pocas piezas dentales y unas malformaciones importantes en el cuerpo que le impedían llevar una vida normal. La mandíbula presentaba reabsorción ósea, es decir, que los orificios correspondientes a las piezas dentarias perdidas ya se habían cerrado y que, por lo tanto, cuando murió ya hacia tiempo que no tenía muelas. Tenía la cadera izquierda deformada, un pulgar machacado, una rótula estropeada y sufría artritis severa en las vértebras cervicales. Un conjunto de achaques propios de la vejez. Alguien debía prepararle la comida para que pudiera ingerirla y el grupo entero debía adaptar su ritmo de marcha al de este individuo, debían darle apoyo y solucionar técnicamente sus deficiencias fabricándole unas muletas.

LAS SOMBRAS HABLAN

Todo lo que acabamos de señalar acerca de la vida comunitaria de los Neandertales quedó refrendado cuando R. Solecki descubrió en 1957 los despojos de Shanidar I, pertenecientes a un hombre que murió a los 35 o 40 años de edad. Los restos tienen una antigüedad de entre 45.000 y 53.000 años. Shanidar es una cueva de grandes dimensiones: 53 metros de profundidad y 13 de altura máxima; en la entrada mide 25 metros de anchura y 8 de altura. Se abre al macizo de los Zagros, en la cuenca del Tigris, en el Kurdistán iraquí, cerca de la frontera con Turquía. T. Stewart, que analizó los restos de los nueve cuerpos inhumados en esa cueva, observó que el individuo Shanidar I, el primero en ser descubierto, tenía indicios de haber sufrido una herida en el lado derecho de la frente y una fractura en la órbita izquierda. Se trata de evidencias claras de heridas que pudieron tener diversos orígenes, relacionados con la vida en cuevas, con ataques de animales o de otros humanos. Sin embargo, Stewart defendió que se trataba de heridas recibidas en combate. Le faltaban también los huesos del antebrazo derecho y la extremidad distal del húmero del mismo brazo. Finalmente la clavícula, la escápula y el húmero, todos del costado derecho, presentaban caracteres patológicos porque no se habían desarrollado con normalidad. Stewart concluyó que había padecido una amputación terapéutica. Este individuo inspiró uno de los protagonistas de la conocida novela de Jean M. Auel El Clan del Oso Cavernario publicada en 1980 y convertida poco después en película; era el hechicero, líder del grupo de Neandertales.

Dejando aparte la posibilidad de enfrentamientos, perfectamente demostrables en el individuo Shanidar III (que presenta una herida de instrumento punzante de sección rectangular en una costilla, además de otra en el talón derecho que debía de impedirle moverse con normalidad), lo más importante, ya que indica uno de los universales más propios de nuestro género, es el hecho de que el individuo Shanidar I fue tratado médicamente y sobrevivió largo tiempo a sus heridas y deformaciones. Los Neandertales cuidaban de sus heridos y disminuidos, de las personas que no podían participar en las tareas económicas del grupo. Por consiguiente, entre esos grupos la esfera social, en la que tales individuos sí podían desempeñar un papel, tenía que estar muy desarrollada, tenía que ser amplia, compleja y respetada para que eso fuera posible, para dar cabida a tareas que los miembros disminuidos pudieran realizar en provecho del grupo. Por otro lado, su economía debía de ser lo suficientemente eficaz para que pudieran prescindir de su aportación productiva. Finalmente, Shanidar pone de manifiesto hasta qué punto tenemos carencias en el registro fósil a causa de las condiciones de conservación de ciertos materiales: indudablemente el individuo que hemos citado en primer lugar se veía obligado a desplazarse con muletas y debería haberse hallado alguna, hecha seguramente, de madera.

Teniendo en cuenta esas consideraciones, la opinión de algunos autores que expresan sus dudas respecto a las sepulturas neandertales o que proponen ideas rebuscadas para no aceptar lo que cada vez es más evidente cae por su propio peso. Es el caso de algún comentario de Stringer y Gamble que figura en su conocido libro traducido como En busca de los Neandertales. Pese a tratarse de un buen trabajo, completo y sistemático en algunos temas, en otros como el que nos ocupa ofrecen una visión poco rigurosa— Comentando el enterramiento de la Chapelle-aux-Saints dicen: «He aquí, pues, un enterramiento intencionado; pero la cuestión estriba en saber si se trata de una sepultura en el sentido moderno de la palabra o más bien de algo parecido a deshacerse de la basura». Quizá hace cien años esa consideración podría haber tenido algún sentido pero en la actualidad, con los datos de los que disponemos y las implicaciones que se desprenden de ellos, parece fuera de lugar, complica innecesariamente la cuestión y es buscarle tres pies al gato.

Pero lo que conocemos sobre los Neandertales no acaba aquí. En mitad de la zona de ocupación más intensa de Shanidar, fue descubierto en 1953 el que era el individuo más antiguo de todo el yacimiento, un niño de nueve meses escasos de edad en el momento de su muerte, Shanidar VIL Veamos la descripción que de él realizó Solecki: «El niño fue descubierto en posición flexionada o curvada, la cabeza orientada hacia el norte y todos los huesos hallados formaban una conexión anatómica. Los pies y los huesos de las piernas apuntaban al oeste, sobre el costado derecho. Los huesos de los brazos estaban flexionados, de la misma forma, también al lado derecho».

Ese no es el único caso de niños de corta edad: en el mismo Shanidar aparece otro del que, por desgracia, se conservan sólo vértebras, Shanidar IX. En Kebara, en Oriente Próximo, y en Kiik-Koba, en Crimea, en el extremo oriental de Europa, también han sido halladas inhumaciones de niños, ninguno de los cuales sobrepasa el año de vida. A pesar de ello, todos fueron enterrados en fosas artificiales igual que sus coetáneos de mayor edad.

Sin duda el hallazgo más extraordinario es el del abrigo de La Ferrassie, en Dordoña. De las ocho sepulturas que contiene, solamente dos de ellas corresponden a adultos: un macho de entre 41 y 50 años y una hembra de entre 16 y 30. Las demás contienen niños: tres de ellos teman entre dos y diez años en el momento de su muerte, una categoría de edad muy abundante en el registro del Paleolítico Medio dado que suma el 20 por 100 del total de inhumaciones. La sexta tumba contenía los restos de un recién nacido, de menos de un año de vida. Las dos últimas, las más excepcionales de todas, contenían un feto cada una, de ocho y siete meses respectivamente, según estimaciones de los analistas. El primero de los fetos compartía tumba con un recién nacido, el cual tenía quince días. ¿Podrían corresponder al producto de un parto doble? Quizá uno de los niños no sobrevivió al parto y el otro sí v vivió unos pocos días, lo que habría permitido inhumarlo junto al anterior.

De todas formas, debemos sacar la conclusión de que en las comunidades neandertales los beneficios del entierro y los rituales inherentes a él no eran restringidos, sino que se hacían extensivos a toda la población, incluyendo los fetos. Lo que nos lleva a considerar que éstos eran tratados como cualquier otro miembro del grupo y que, por consiguiente, el embarazo no una cuestión exclusivamente biológica, sino un acontecimiento con relevancia social.

A diferencia de lo que sucederá en el Paleolítico Superior, periodo en d que es común la existencia incluso de tumbas múltiples, las tumbas dobles como la que acabamos de describir son muy escasas en el Paleolítico Medio. La más excepcional y bien conservada de ellas es la de Djebel Qafzeh, una de las cuevas que ha proporcionado más restos humanos de aquella época. Junto con la de Mougharet-es-Skhul, es la única del periodo en la que han sido recuperados restos de Homo sapiens: hasta quince individuos, de los cuales al menos ocho fueron indudablemente sepultados, según afirma Defleur en 19.93; Valladas y su equipo fijaron una edad media para todos los restos de 92.000 años, a partir de dataciones por termoluminiscencia.

La sepultura doble de Djebel Qafzeh contiene a una mujer joven depositada sobre su costado izquierdo, con las manos sobre el vientre y las piernas ligeramente flexionadas. A sus pies se descubrió el cadáver de un niño de unos seis años de edad colocado transversalmente a ella y en una postura muy forzada, plegado sobre sí mismo para que cupiera en un espacio reducido. Desconocemos el significado de tal asociación, pero es evidente que debió de existir algún motivo para que fueran enterrados juntos, mediante un ritual rico y complejo en el que, a juzgar por su colocación, el niño ocupa una posición secundaria. Hemos de suponer, por la falta de señalización de estas sepulturas, que los dos difuntos fueron enterrados al mismo tiempo o en un intervalo breve. Quizá el niño fue inhumado algo más tarde y eso explicaría el tratamiento diferencial. Pero, aunque todos esos datos tienen un enorme interés para explicar multitud de rasgos del comportamiento de Homo sapiens, de momento no podemos ir más allá.

De las cincuenta y dos sepulturas del Paleolítico Medio inventariadas, más de la mitad están concentradas en cuatro yacimientos: La Ferrassie, Shanidar, Mougharet-es-Skhul y Djebel Qafzeh. Recordemos que, además, en las dos últimas cuevas existen diez restos humanos más que, por falta de datos suficientes, no han podido ser considerados como sepulturas. Esta acumulación plantea una serie de cuestiones importantes. Pese a que mucha gente piensa que la información disponible nos impide afirmar que la inhumación era una práctica cotidiana en el Paleolítico Medio, nosotros creemos que sí lo debía de ser. El problema radica en la conservación y en la búsqueda: allí donde las condiciones de conservación han sido favorables y la búsqueda efectuada sistemáticamente, pueden llegar a encontrarse acumulaciones.

La hipótesis alternativa es que los cuatro yacimientos citados corresponden a áreas culturales especialmente sensibles a las prácticas de tratamiento de los muertos. Pero se sostiene con dificultad si tenemos en cuenta que todos ellos están rodeados de otros centros sin indicios de sepulturas. Y ya hemos apuntado que no podemos considerarlos estrictamente como necrópolis, ya que en todos los casos se trata de lugares donde coexisten los enterramientos con las actividades cotidianas propias de un habitáculo.

Podría ser que se desarrollaran áreas especializadas para enterramiento dentro de las cuevas en las que el mismo grupo vivía, lo que explicaría la inhumación sucesiva, en un intervalo de tiempo reducido, de cuatro individuos en Shanidar. Uno de ellos, Shanidar IV fue hallado en condiciones óptimas de conservación, pero en el fondo de la fosa donde yacía fueron encontrados, peor conservados, tres cuerpos más. No parece que corresponda a una inhumación colectiva o a un enterramiento secundario de los tres cuerpos que estaban a mayor profundidad, sino solamente a un uso continuado del mismo lugar.

Finalmente debemos plantear que la vinculación de las comunidades humanas con estos lugares es muy estrecha y continuada, atendiendo a la reiteración de los enterramientos en una cueva como la de Shanidar, referente por sus grandes dimensiones, de toda la región. Lo que significa romper, relativamente, con la idea que comúnmente se tiene sobre el nomadismo, según la cual los grupos estarían obligados a moverse continuamente en desplazamientos muy amplios. Las evidencias nos muestran, por el contrario que los movimientos tuvieron lugar alrededor de áreas restringidas, cuando éstas eran lo bastante productivas y posibilitaban el mantenimiento de la comunidad a partir de un abanico amplio y versátil de recursos. Shanidar cumplía estos requisitos en todas las épocas en que fue habitada: tanto cuando lo fue por los Neandertales como hace 8.650 años antes de nuestra era, en la época inmediatamente anterior al Neolítico, como cuando fue ocupada por una comunidad que sepultó allí a veintiséis de sus miembros. Son puntos de referencia que, progresivamente, concretan la sedentarización; lo mismo que pasará a partir de una época mucho más próxima en la Arene Candide, en Italia, que registra claramente un uso intensísimo de la cueva y de su entorno. En cualquier caso, la inhumación debe ser considerada como un fenómeno habitual y extendido en el Pleistoceno Superior.

AHÍ REPOSA ALGUIEN

La mayor parte de las inhumaciones son fosas excavadas donde se deposita un cadáver o más. Pero existen algunos casos singulares y diferenciados. Cuando R. Solecki excavaba Shanidar pudo observar que la mayoría de los despojos humanos estaban cubiertos por montones de piedras y para todos ellos formuló, en 1971, la misma hipótesis: «Mi reconstrucción de ese fatal accidente es que este individuo murió a causa de un desprendimiento mientras permanecía de pie en la pendiente inclinada de la gruta. Probablemente mirando hacia el este. [...] Al caer hacia atrás, su cuerpo se abalanzó hacia la derecha, inmovilizando el muñón inútil de su brazo derecho».

Se trata del individuo al que nos referimos expresamente por la patología que presenta su extremidad superior derecha. El cadáver no tenía fracturas producidas en vida que pudieran demostrar la caída de bloques encima de él. Por el contrario, la disposición del cuerpo parecía coincidir con las de otros yacimientos, a pesar de que la fosa no pudo ser localizada. Puesto que Solecki no era nada aficionado a reconocer la existencia de sepulturas ni de comportamientos funerarios entre los Neandertales, no dudó en reconstruir el episodio de forma novelesca. Exactamente lo mismo hizo respecto al in-

dividuo Shanidar II, como vemos al leer lo que propuso que pasó después del supuesto derrumbamiento mortal para explicar la presencia de una hoguera encima mismo de los bloques de piedra: «Evidentemente, su muerte no pasó desapercibida entre sus compañeros. Después del tumulto, una vez hubo disminuido la polvareda de rocas, volvieron para ver qué le había pasado a su amigo. Todo parece indicar que, después de los hechos, colocaron un pequeño montón de piedras sobre el cuerpo y encendieron un gran fuego encima de él».

Está claro que el amontonamiento de bloques tenía el propósito de cubrir la sepultura, pero Solecki no sólo se resiste a admitirlo sino que propone una reconstrucción totalmente incongruente: cree que no existió entierro, pese a lo cual celebraron un banquete funerario. En Shanidar III la historia se repite: el cuerpo estaba envuelto por una masa de tierra amarillenta y bloques de roca calcárea y, aunque la posición flexionada de las piernas contra el tronco se repite en la mayoría de los individuos enterrados durante el Pleistoceno, Solecki sigue en sus trece y continúa hablando de un desplome mortal de la comisa rocosa. Únicamente en los casos de Shanidar IV, del que hablaremos enseguida, y en el de Shanidar IX, ambos reposando en fosas incuestionables, aceptó la existencia de sepultura, incluso a pesar de que el primero también estaba cubierto por un montón de bloques. Solamente existe acuerdo unánime sobre la hipótesis de un accidente fatal en el caso de Shanidar V

Dejando a un lado las discusiones, Shanidar nos muestra que, además de la excavación de fosas, allí se desarrolló un comportamiento cultural particular consistente en cubrir con bloques las sepulturas. Esta práctica, no sólo constituía una forma de proteger los cadáveres y separarlos, sino que debió de permitir durante un tiempo la identificación del lugar del sepelio. Fuera de Shanidar este comportamiento sólo ha podido ser localizado en la cueva de Regourdou, en el departamento francés del Perigord, a pocos metros de la famosa cueva pintada de Lascaux. El caso del Abrigo de La Ferrassie resulta más controvertido, pues el individuo I tema tres losas planas encima del cuerpo pero no presentaba la evidencia exterior ni la acumulación de bloques de los de Shanidar.

TRAED LAS MEJORES FLORES DE MIS JARDINES

Hemos visto la diversidad de comportamientos humanos que presentan los Neandertales, pero nos falta resolver un problema, trascendental en nuestra opinión, respecto al conjunto de sus rituales funerarios: ¿hacían ofrendas a sus muertos? Y, planteada esa cuestión, la siguiente es inmediata e indispensable: ¿cómo podemos reconocerlas? Los descubridores de «el Viejo» de la Chapelle-aux-Saints citan la presencia de restos de un gran bóvido en el interior de la fosa funeraria. A su lado aparecieron asimismo herramientas líricas y otros restos de fauna, lo que, según comentan ellos mismos, no tiene nada de extraordinario. He aquí un criterio posible: que las ofrendas sean algo poco corriente; pero no parece suficiente, ni tampoco necesario. Al lado de la fosa de «el Viejo» había otra que contenía los restos de un gran bóvido; había sido excavada intencionadamente y el bóvido de su interior pertenecía al mismo nivel de Paleolítico Medio que «el Viejo». Un bóvido es algo habitual y cotidiano, sin embargo, su presencia plantea la posibilidad de que se tratara de una ofrenda culinaria, práctica, bien representada en la Antropología y en textos clásicos como La Ilíada. ¿Fue el bóvido sacrificado como ofrenda? No podemos afirmarlo ni descartarlo con rotundidad.

La Ferrassie nos ofrece la oportunidad de reconciliamos y acercarnos a lo que presentimos. Encima del individuo I apareció un objeto extraordinario aunque de significado confuso: un fragmento óseo con cuatro series de incisiones paralelas, intencionadas y perceptibles. Qué función cumplía y qué significa nos resulta desconocido, únicamente podemos afirmar que se trata de algún símbolo y eso ya es suficiente para situar el comportamiento del grupo. El individuo V del mismo abrigo, un feto de aproximadamente siete meses, tenía encima de él tres herramientas de sílex muy bien configuradas, tres raederas, alineadas siguiendo el eje largo de la fosa. Muy probablemente se trate de una nueva ofrenda.

Esta sepultura se encontraba en la base de uno de los famosos montículos de tierra que aparecen en buen número en la Ferrassie. D. Peryrony percibió la presencia de amontonamientos de tierra regulares y dispuestos de manera uniforme reunidos en un área concreta del abrigo: un total de nueve montículos de los cuales sólo uno contenía los despojos humanos citados. ¿Para qué sirvieron los otros? Los restos óseos estaban en mal estado de conservación, por lo que es posible que otros enterramientos o depósitos diversos no se hubieran preservado. Al igual que en Shanidar, la sepultura habría sido señalizada.

En el mismo abrigo se localizaron tres cubetas, una de las cuales contenía el esqueleto de un niño de tres años. Era una fosa relativamente triangular y encima del cadáver había tres instrumentos de sílex soberbiamente tallados. El conjunto estaba sepultado por un bloque de forma próxima a un triángulo equilátero, depositado simétricamente respecto al interior de la fosa, y cuya parte inferior presentaba unas cúpulas de factura indudablemente antrópica. El significado vuelve a escapársenos, pero es inevitable señalar la presencia de algún simbolismo, la importancia de la imagen v la complejidad y las atenciones dedicadas al entierro del niño.

Para acabar, señalaremos que La Ferrassie contenía tres fosas repletas de restos óseos de fauna, especialmente de grandes bóvidos. Al encontrarlas los investigadores quisieron establecer un paralelismo entre las fosas de La Ferrassie y la que había aparecido en la Chapelle-aux-Saints. ¿Tienen todas esas fosas una conexión con las sepulturas excavadas en el mismo nivel y muy próximas? ¿O se trata simplemente de despojos de alimentos que los Neandertales, en el afán por eliminar los desechos que ya se observa en otros lugares, habrían acumulado en fosas? ¿Qué deberíamos pensar, pues, de los niños preservados en dos de estas sepulturas? Aunque resulta aún muy confuso, podemos recuperar la «película»: se realizó sepelio intencionado con ofrendas en algún caso, quizá no en todos.

No obstante en Oriente Próximo y Medio es donde encontramos las mejores y más claras muestras de ofrendas: en Qafzeh, Skhul y-¡evidentemente!-en Shanidar. Como veremos, en el Paleolítico Superior hay un elemento que va ganando progresivamente mayor significación en la imaginería de Homo sapiens de Europa: el ocre. Estará vinculado a conceptos definidos, aunque difíciles de descifrar para nosotros si no es en casos muy concretos, donde parece vinculado con el concepto de vida o de aliento vital. Pero, ¿qué ocurre con el ocre rojo o hematites en el Paleolítico Medio?

Existen unos cuantos restos de ocre en el registro de esta época en Europa y Oriente Próximo, sin ninguna referencia clara que lo relacione con la decoración del cuerpo, como sucederá en épocas más modernas. Sin embargo, en la sepultura del individuo Qafzeh VIII se encontró un bloque de ocre con trazas de haber sido rascado. Es indudable que fue usado, pero ignoramos para qué: el cadáver no presentaba ningún resto de él ni había ningún objeto que estuviera impregnado. El nivel arqueológico en el que se halló el cuerpo, en cambio, contenía numerosos bloques y fragmentos de ocre.

Qafzeh XI corresponde a un joven de entre doce y catorce años. La fosa que lo contenía había sido excavada en el subsuelo de la cueva, en un punto donde el piso está en malas condiciones y es muy blando. Se ha planteado que se colocaron allí un cierto número de bloques de piedra calcárea traídos del exterior para evitar que las paredes de la fosa se desplomaran. Lo que nos interesa ahora es que junto a la cabeza y a las manos había unas defensas de ciervo provenientes de un animal que fue abatido, que no cayó allí fortuitamente, claramente asociadas al difunto. También había, como en el caso anterior, numerosos restos de ocre rojo en el interior de la fosa. Sin que sepamos a qué estaba destinado, es evidente que su uso era bastante generalizado.

Del mismo tipo es la sepultura de Skhul V, un hombre de entre treinta y cuarenta años de edad. El brazo derecho estaba flexionado en dirección a la cabeza y el izquierdo cruzaba el tórax hasta tocar el codo derecho con la mano. Citamos la descripción que realizó Mac Cown en 1937: «En el ángulo formado por el antebrazo izquierdo y el húmero derecho se encontró la mandíbula de un enorme jabalí. La parte superior estaba rota, pero se había preservado el arco dental con las raíces de los colmillos. La mandíbula estaba en posición paralela al húmero derecho del esqueleto».

Ambos casos son prácticamente idénticos, únicamente varía la especie animal objeto de ofrenda. En las dos los animales fueron cazados y sólo fueron depositadas en la tumba unas partes concretas de él, no el animal entero; precisamente aquellas identificables con la fuerza y la defensa: los cuernos del ciervo y los colmillos del jabalí. Quizá sea una interpretación temeraria, ya que no contamos con más datos, pero resulta sugestiva.

Hemos dejado lo mejor para el final, el caso más polémico de todos los registros de sepulturas del Paleolítico Medio: Shanidar IV, un sujeto de entre 30 y 40 años. Estaba, como tantos otros en esta cueva, cubierto por un montículo de bloques calcáreos. Al citarlo anteriormente, ya hemos señalado que está situado encima de los cuerpos de otros tres individuos peor conservados. Se trata indudablemente de una fosa porque la tierra del fondo y la que envolvía al muerto pueden distinguirse con claridad. El sedimento de la base, de un color oscuro, contenía abundantes restos de polen, entre los que podían diferenciarse los pertenecientes a hasta ocho especies distintas de flores. Por su volumen y por el hecho de aparecer muy concentrados, se descartó que hubieran sido introducidos por la acción del viento o del agua, por lo que se cree que se trata de polen desprendido de flores depositadas allí previamente. Pertenecen a especies que destacan por sus vividos colores, como las liliáceas, azules, y el senecio, de flores amarillas. Algunas tienen propiedades medicinales y tonificantes, como una aquilegia y especies del grupo de las centáureas. Finalmente, había también polen de efedra, una planta arbustiva de flores diminutas que, según la autora del anáfisis, habrían podido usarse en una litera para transportar al muerto. Este estudio, cuyos resultados nos refiere Arlette Leroi-Gourhan en una obra publicada en 1975, ha recibido críticas porque plantea un hecho extraordinario y porque siempre existe una cierta suspicacia acerca del origen del polen. Se llegó a decir incluso que pudo haber sido introducido allí por los propios miembros de la excavación. Como quiera que sea, mucha gente, como la misma Leroi— Gourhan (1975), confía plenamente en los investigadores que realizaron ese estudio y en la metodología que emplearon. Las plantas halladas en esa tumba aún florecen actualmente en el Kurdistán, entre mayo y junio. Atendiendo a la diferencia climática respecto al periodo del enterramiento, Leroi— Gourhan propuso que el ritual pudo haber tenido lugar en el mes de julio.

No es necesario decir que, si aceptamos los datos referidos, con esta tumba es suficiente para obtener una imagen de los Neandertales bien distinta de la que predomina actualmente: enterraban a sus muertos en el lugar donde habitaban, cerca del mundo de los vivos; los depositaban en la tumba con cuidado, imitando la postura del sueño o del nacimiento; procuraban que quedará bien protegida, a salvo de los predadores, y que fuera visible tanto para los miembros de la propia comunidad como para los ajenos a ella; y, finalmente, el muerto recibía un tributo simbólico mediante la ofrenda de flores, evocadoras de la vida y del renacimiento. Las otras tumbas de las que hemos hablado nos ofrecen información complementaria para construimos una imagen completa y compleja de esta especie humana a menudo ignorada y menospreciada. Las contundentes evidencias han hecho recapacitar hasta a los más recalcitrantes, e incluso Solecki escribió, con posterioridad al descubrimiento de Shanidar, una obra titulada Shanidar, the First Filmer Peopel (Shanidar, el primer pueblo floral). Corría el año 1971, y el simbolismo de las flores en un mundo sacudido por el movimiento hippy es de sobras conocido.

LA VIDA DESPUÉS DE LA MUERTE

Los proclives al etnocentrismo se sienten más cómodos cuando abordan el estudio del comportamiento de las comunidades de nuestra misma especie, sobre todo si permite obtener una visión aún más rica de ella, que cuando se estudian otras especies. Pero, como veremos, no hay cambios esenciales en cuanto al tratamiento que éstas y aquélla dedican a los muertos. La diferencia, creemos, es puramente cuantitativa: el enterramiento y los rituales son más complicados, más ricos y más variados en el espacio y en el tiempo. Recordemos, sin embargo, que dos de los yacimientos del Paleolítico Medio contienen restos de Homo sapiens: Qafzeh y Skhul que, junto con Shanidar, presentan los rituales más complejos.

Actualmente se conocen más de un centenar de cuerpos inhumados pertenecientes a 43 yacimientos del Paleolítico Superior, más del doble de los del Paleolítico Medio. Presentan una serie de diferencias respecto a los del periodo anterior: que las inhumaciones múltiples son frecuentes; que existen enterramientos en cuevas y abrigos, pero también al aire libre; y que se generaliza la presencia de ajuar y adornos. En resumen, esta práctica se extendió y ganó en simbolismo.

Uno de los yacimientos que atestiguan las prácticas de ese periodo es el de Sunghir (Rusia), descrito, entre otros, por Champion y Gamble en 1988, donde se localizó una tumba que contenía a dos jóvenes tendidos sobre la espalda, uno a continuación de otro y unidos por la cabeza, componiendo una figura simétrica. Al lado de los cuerpos había lanzas de marfil de mamut y encima de ellos, colgantes, herramientas de sílex y figuras de animales. Otra inhumación de este yacimiento correspondía a un adulto cubierto por millares de cuentas de marfil perforadas, cuya disposición indicaba que habían estado cosidas al vestido. La datación de estas inhumaciones se sitúa entre

28.000 y 24.000 años de antigüedad.

Otro conjunto destacable es el de Baussi Russi, en la población de Grimaldi di Ventimiglia, en la Riviera italiana. Incluye siete cavidades con quince individuos inhumados en ellas. André Leroi-Gourhan, en 1964, describió sus principales características relacionadas con el tratamiento de los muertos. En la Barma Grande había sido localizada, en 1892, la inhumación triple de un hombre adulto y dos adolescentes cuyo sexo no ha podido determinarse. Están enterrados en paralelo: dos descansan sobre el costado izquierdo mirando hacia el tercero, que se halla en el centro mirando hacia arriba. Estaban acompañados de un rico ajuar formado por conchas marinas perforadas, vértebras de pez, caninos de ciervo, colgantes de oso trabajados y láminas de sílex extraordinariamente largas. Ocupaban la misma fosa, por lo tanto fueron inhumados juntos, hecho que se observa también por la disposición de los cadáveres. Debido a los rasgos anatómicos de sus cráneos, en el siglo xix fueron asimilados a poblaciones africanas instaladas en Europa y por ello la inhumación principal de Grimaldi se conoce con el nombre de «Sepultura de los Negroides». Sirvió para señalar, en una época en la que se sabía muy poco sobre la evolución humana, una raza diferenciada dentro de la especie Homo sapiens, cosa que actualmente no es aceptada. Recientemente se ha apuntado la posibilidad de que el hecho de que los tres cráneos presenten unos rasgos anatómicos poco corrientes sea debido a que entre ellos existía una relación genética muy próxima.

De los tres cuerpos de la Barma Grande, sólo el macho adulto presenta ocre rojo que le teñía únicamente la cabeza y esa característica tiene un sentido que se nos escapa, sobre todo porque en otras zonas existen inhumaciones femeninas con ocre. Pese a todo, la importancia del cráneo y del cerebro que contiene y la distinción social por sexos y edades podría constituir explicación suficiente. Sin que sea necesario especificar cuál era el valor social de los sexos y de la edad, intento que nos conduciría a hipótesis poco fundamentadas, nos conformamos con identificar un hecho universal ya presente en las culturas de hace más de 20.000 años.

Seguimos a André Leroi-Gourhan, el gran teórico del arte y la religión paleolíticos, en su descripción de 1964 de la que para nosotros es la sepultura más espectacular del conjunto de Grimaldi, la Grotta di Cavigiione: «El único caso excepcionalmente curioso es el de la sepultura de Cavilkm, en Grimaldi: un surco de 18 cm de largo, relleno de ocre, partía de k nariz y de la boca hacia el exterior. De ahí a asimilar el ocre con el aliento vital o con d verbo no hay más que un paso, tanto más tentador cuanto que diversos animales, en el arte magdaleniense, tienen trazos que les salen del hocico y se interpretan como figuración del aliento. El principal símbolo paleolítico, por su color, debió de asimilarse a la sangre y a la vida, pero es difícil decir más.

Este autor es especialmente crítico con la ligereza en atribuir significado a los símbolos religiosos y rituales, por lo que resulta interesante que aquí no pueda sustraerse a la tentación de plantear una hipótesis que implica mi nivel de extrema complejidad en el comportamiento hacia los muertos. Complejidad que de rebote se haría extensiva a la concepción general de la vida que tenían los europeos de finales del Pleistoceno y a la simbologia que habían desarrollado. El significado del ocre rojo como expresión de la vida ya había sido apuntado, entre otras razones, porque lo es en las culturas históricas de América, donde está presente en figuraciones atribuidas a pueblos amerindios. Podemos estar bastante seguros de que en el Pleistoceno europeo tuvo el mismo significado por lo que observamos en la pintura, como dice Leroi-Gourhan, y sobre todo por la disposición que presenta esta sepultura en concreto.

VESTIRSE PARA LA MUERTE

En Italia existen otros yacimientos con sepulturas del Paleolítico Superior. La Grotta Paglicci es un ejemplo destacable, con dos enterramientos de jóvenes muy próximos en el tiempo, aunque sin ser estrictamente contemporáneos. El más antiguo corresponde a un joven de 13 años, datado en 25.000 años; la segunda sepultura contenía una mujer de entre 18 y 20 años, inhumada en una fosa muy clara en algún momento entre hace 22.000 y 23.000 años. Ambas sepulturas fueron recuperadas en excavaciones muy recientes, en 1971 y 1988 respectivamente. Los cadáveres estaban acompañados de ajuar y adorno personal. En la misma cueva se han descrito objetos de arte mobiliario, grabados y pinturas de animales sobre plaquetas de roca, y pintura mural que representa caballos e improntas de manos humanas en una sala interna. Estas manifestaciones artísticas pertenecen a un periodo cultural ligeramente más reciente que el de los enterramientos, con una datación de entre 19.600 y 15.300 años. Por último, en la entrada fueron representados gráficos lineales y esquemáticos hace 15.500 años. La confluencia de todas estas manifestaciones del comportamiento humano demuestra la relación que mantienen los objetos y las representaciones en la simbología. Una vez que aparecen en la evolución humana, se refuerzan mutuamente siempre y sirven a la misma finalidad de trascendencia del espíritu humano. En este caso no podemos hablar de un gran santuario artístico, pero sí de una cueva habitada que, puntualmente, es usada para prácticas simbólicas. La cultura humana muestra, pues, una gran variabilidad en el comportamiento, compatibilizando pequeñas manifestaciones simbólicas con los grandes ritos. Si bien estos últimos pueden realizarse en espacios especializados, las primeras tienen lugar en ámbitos comunes, y eso indica que la vida cotidiana está también marcada por el rito y el símbolo.

La cueva de la Arene Candide (Liguria, Italia) cuenta con una de las sepulturas más espectaculares que se conocen, especialmente destacable por su ajuar: un casquete de conchas, adornos de marfil y, situados alrededor de la cabeza y en el flanco izquierdo, cuatro ejemplares de los llamados «bastones de mando», unos objetos de hueso o marfil en los que resalta una perforación en su extremo más ancho. Del casquete se conservan las conchas perforadas y caídas alrededor del cráneo, pero debió de estar confeccionado con un tejido, vegetal o de piel, que las unía. El muerto, un hombre adulto joven, reposa de espaldas, con el brazo izquierdo en ángulo recto sobre el pecho. Sostiene un cuchillo de sílex de grandes dimensiones con la mano izquierda y presenta una acumulación de ocre amarillo en el hombro. Pequeñas conchas perforadas conservadas alrededor de la mano y el antebrazo derechos completan el ajuar: podría tratarse de los restos fosilizados de unos brazaletes. Detrás de la cabeza hay una gran losa y dos hileras de bloques de piedra de menores dimensiones a ambos lados del cadáver Esta sepultura, de al menos 20.500 años de antigüedad, ha sido denominada, debido al afear detento, la «Tumba del Príncipe». No es éste el único conjunto funerario de esta cueva: el nivel superior, de 11.600 años de antigüedad, escondía dieciocho enterramientos en lo que a menudo se ha definido como una necrópolis. Pese a que esta calificación no responde a la realidad, porque es difícil asegurar la contemporaneidad de los sepelios y aún más difícil que la cueva responda al concepto de cementerio, puesto que siguió siendo empleada como vivienda, el término es lo bastante ilustrativo sobre la riqueza y la complejidad del comportamiento de los humanos de finales del Pleistoceno patente en la cueva.

LOS RITUALES FUNERARIOS Y EL PASO DEL TIEMPO

Dolni Vestoniçe es un yacimiento de la República Checa excepcional por muchas razones. Preserva los restos de cinco campamentos de cazadores, especialmente de mamuts y su datación abarca desde 29.000 hasta 22.000 años de antigüedad. Allí se localizó una sepultura triple que contenía los cadáveres de dos hombres jóvenes y una mujer situada entre ambos. Los tres reposan sobre la espalda y tienen el cráneo cubierto de ocre. La mujer tiene impregnada con él también la zona púbica. En diferentes puntos de la sepultura existen objetos de madera quemada, uno de los cuales cruza el pubis de uno de los varones jóvenes. Este mismo cuerpo tiene un conjunto de conchas de molusco a su derecha distribuidas formando una línea. Repartidos de manera irregular, aparecieron también dientes humanos y de animal, todos perforados, empleados como decoración.

La sepultura que acabamos de describir no es la única presente en Dolni Vestoniçe. Hay también los restos de un niño, enterrados después de haber sido quemados. Un hecho destacable es que el cráneo no fue entregado al fuego, ya que aparece bien conservado y cubierto de ocre. Para acabar, un tercer enterramiento corresponde a una mujer en posición fetal con el costado derecho cubierto por dos omoplatos de mamut y los huesos cubiertos de ocre rojo. Ya hemos visto el papel tan importante desempeñado, en general, por el ocre, pero en este yacimiento lo es especialmente.

Lo más destacable del yacimiento son los numerosos objetos decorativos: dientes de animales perforados, un incisivo humano, fósiles miocenos, colgantes de esquisto y, como era de esperar, un montón de ocre y hematites. Hay terracotas de animales: oso, mamut, leona, rinoceronte, caballo, reno, zorro, lobo, glotón y búho real, entre otras especies. La misma técnica fue usada para modelar un torso de hombre. Las figuras femeninas son abundantes: estatuillas más o menos naturalistas, junto a otras estilizadas formadas por una barra en la que resaltan los dos senos; además de lo que se ha dado en llamar una máscara, una placa en forma de cara que tiene grabada la fisonomía, y un retrato de mujer, todo de marfil.

La concentración de objetos simbólicos y rituales en un espacio destinado a vivienda es una norma general que en Dolni Vestoniçe alcanza su máxima expresión. Además de todo aquello que es puramente simbólico, recordemos la existencia de fósiles miocenos que, entre otros significados posibles, indican un cierto placer de coleccionista de objetos raros. A pesar de que en el Abric Romaní, perteneciente al Paleolítico Medio, fue localizado un fragmento de galena, la recolección de objetos curiosos no aparece con frecuencia hasta el periodo del que estamos hablando.

Desde un punto de vista evolutivo, los enterramientos del Paleolítico Superior muestran la extremada complejidad del comportamiento antrópico y la capacidad humana de generar conceptos e interpretaciones del mundo cotidiano. Se observa el papel cotidiano que ya desempeñaban en una época tan lejana la decoración y los atributos personales y la institucionalización de practicas rituales. La categoría de símbolo especial e importante conferida al ocre es patente en este periodo. Si no fuera así, ¿por qué se señala con él el aliento o la expresión en Caviglione y por qué se recubren del mismo material las cabezas y el pubis femenino de los individuos enterrados en Dolni Vestoniçe? En este último caso, topamos de nuevo con la distinción entre sexos que aquí se representa de forma positiva, depositando ocre sobre la zona púbica femenina.

La simbología comprende imágenes idealizadas del mundo empleadas en la comunicación en el interior del grupo y con grupos foráneos. El mundo de los cazadores recolectores del Paleolítico Superior estaba gobernado por su profundo conocimiento del entorno: el control de los movimientos de los animales, de sus ciclos de reproducción, de las repercusiones de los cambios estacionales, los ciclos solares y lunares; conocimientos, todos ellos, que propiciaron la transformación económica generada en el Neolítico. En este contexto, las imágenes ideales de la naturaleza formaron el mundo social, mitológico y comunicacional que prepararon el paso hacia la gran complejidad de la vida urbana.

Otra conclusión extraordinaria es puramente cultural y, por lo tanto, puede afectar a algunos grupos concretos diferenciándolos de otros y confiriéndoles así una entidad concreta. En general, constatamos que coexisten en el mismo espacio la vida y la muerte, la cotidianidad diaria y la excepcionalidad de la muerte y el entierro. Vivos y muertos, realidad y mundo simbólico forman un todo y no observamos que una y otro pertenezcan a compartimentos diferenciados, excepto en el caso de la Sima de los Huesos, el yacimiento más antiguo de todos. La existencia o inexistencia de esa separación constituye hoy en día un rasgo cultural diferencial: existen culturas, como la musulmana, en las que ambos mundos están próximos, a pesar de que existe una separación de sus espacios respectivos; en otras, como en la cristiana, el mundo funerario está alejado del cotidiano. No sabemos sí entonces también fue una característica distintiva entre culturas. Puesto que en realidad conocemos cuantitativamente pocos ejemplos de enterramientos, no podemos llegar a concluir si la diversidad actual ya existía en el Pleistoceno o si se produjo en una época posterior. Pero lo que se ha perdido definitivamente es la convivencia de vivos y muertos en el espado de vivienda; en nuestro mundo, la cultura clásica fue la última en mantener esta práctica antiquísima.

Las diferenciaciones culturales no nos impiden ver representados unos universales claros en lo relativo a las manifestaciones funerarias y que debemos aceptar que forman parte de nuestro bagaje como género humano, no exclusivos de nuestra especie.

Hemos comprobado cómo los Neandertales, en toda Europa y en el Próximo y Medio Oriente, presentan una considerable uniformidad en lo que atañe a las relaciones sociales y al tratamiento de los muertos. Se trata de una cultura que, pese a sernos lejana, presenta numerosos puntos en común con la nuestra y en ella aparece ya bastante desarrollada la semilla de algunos de nuestros comportamientos. Centrándonos en el tratamiento de los muertos, podemos establecer una línea que nace en los antepasados de los Neandertales, en Homo heidelbergensis y que llega hasta nosotros, demostración de la complejidad del comportamiento y de las relaciones sociales de aquellas poblaciones. Pero no podemos inferir que todos los grupos de aquella época compartiesen totalmente esas costumbres; debemos dejar la puerta abierta a la variabilidad, a la posibilidad de que existieran tratamientos de los muertos y configuración de nexos interpersonales diferenciados entre unos grupos y otros. Precisamente eso es lo que muestra la amplia gama de descubrimientos arqueológicos que se han venido realizando. Aunque está claro que, de una u otra forma, esos rasgos existen.

¿Hasta dónde debemos remontamos en el pasado para encontrar los orígenes del comportamiento de Neandertales y de Homo heidelbergensis? Para determinarlo poseemos muy pocos datos. De la misma época que las poblaciones de la Sima de los Huesos, cerca de Pequín fueron hallados restos de un grupo también numeroso de individuos. La fatalidad quiso que estos fósiles desaparecieran durante la guerra entre China y Japón. Pero las circunstancias de su localización, en cavidades usadas como habitación, nos lleva a pensar que no estamos ante un tratamiento especial. Aunque irnos y otros son de la misma época, pertenecen a especies diferentes: aquí se trata de Homo erectus, una especie típica del Lejano Oriente asiático y desligada evolutivamente de la especie europea. Sin embargo, la mayoría de los conjuntos europeos tampoco evidencian ningún tratamiento especial; son, muchas veces, hallazgos aislados. Los restos más antiguos de Homo heidelbergensis se encuentran en Alemania, cerca de Heidelberg (localidad que da nombre a la especie), con una datación estimada en 400.000 años. Se trata de una mandíbula aislada que fue encontrada a principios del siglo xx y que no permite extraer conclusiones. El segundo conjunto en antigüedad es el de la Cueva del Aragó, en el Rosellón, con una edad próxima también a los 400.000 años. En este caso se trata claramente de restos incluidos en el nivel de ocupación humana que aparecen mezclados con los desechos del consumo antrópico y de carnívoros, sin que exista ninguna acumulación especial de restos mortales.

La tafonomía de los restos de la Cueva del Aragó nos recuerda a la evidencia antrópica más antigua del occidente europeo, en la que está presente una especie nueva y antepasada tanto de la línea Homo heidelbergensis-neanderthalensis como de la línea de donde procedemos los humanos modernos: Homo antecessor. En el nivel TD6 de la Gran Dolina, en la Sierra de Atapuerca, hemos descrito un conjunto antrópico formado por instrumentos líricos, restos de herbívoros consumidos por humanos y los despojos dispersos de al menos seis individuos de Homo antecessor. Además, numerosos fragmentos óseos humanos presentan trazas de descamación, lo que evidencia que fueron consumidos por sus coetáneos en un acto de canibalismo que no creemos que sea ritual, sino simplemente gastronómico. Ahí tenemos un ejemplo claro de un tratamiento totalmente diferente del de la Sima de los Huesos. Hamo antecessor no demuestra que cuidara a sus muertos, pero la variabilidad que invocábamos antes nos veda el generalizar en el sentido de que todas las poblaciones de esa especie reprodujeran el comportamiento de TD6. Ésa es la idea que se desprende del hecho de que algunas poblaciones de Homo heidelbergensis, como las de la Sima, acumularan a sus muertos, mientras que otras de su misma especie, como las de la Cueva del Aragó, practicaran el canibalismo de la misma forma que en TD6.

Contestamos así la pregunta que formulábamos acerca del origen costumbre de enterrar a los muertos. No parece plausible, hoy por llevar más allá de Homo heildebergensis y de los 300.000 años de antigüedad el complejo comportamiento que hemos ido describiendo. Por lo que sabemos, Homo heidelbergensis inventó el mundo de los muertos. Desde entonces todos sabemos dónde está, pero únicamente Ulises, Eneas y Dante han ido allí y han vuelto para contarlo.

Nos resta aún una pregunta por formular: el pensamiento abstracto, que conduce a la concepción de la muerte y del más allá,;es fruto de la experiencia social en conexión con la estructura del entendimiento? ¿O tanto d pensamiento abstracto como el entendimiento son fenómenos puramente biológicos, heredables y sometidos a las leyes de la genética? Es decir, d tratamiento de los muertos, abstracción hecha de la forma cultural que adopte, ¿está fijado en nuestra estructura genética? Esta pregunta va más lejos de la que planteábamos al discutir acerca del lenguaje. El lenguaje goza de una estructura innata en nuestro cerebro que lo facilita. El simbolismo, en general, también. Pero estamos inquiriendo mucho más: ¿tratamos a los muertos de forma especial por un comportamiento innato?

Es muy probable que la respuesta sea negativa. En cualquier caso, debemos tener presente que para nosotros el mundo de los muertos es algo muy complejo: envuelto en misterio, con unas formas mágicas para llegar a d, invenciones sobre el camino por el cual los vivos se pueden acercar a él y sobre las posibilidades del viaje de retomo. Las bocas del submundo son un tropos, una región en el imaginario colectivo y geográfico. Homo heidelbergensis de Atapuerca sitúa su mundo de los muertos en la Sima de los Huesos: ¿tenía la Sima este valor místico que le hemos asignado? Por supuesto que ahora entramos de lleno en el terreno de la especulación, porque no existen más pruebas de ello que la propia especialización del espacio. Sin embargo, creemos que, después de haber visto todo lo que desarrollaron los habitantes de la Europa del Pleistoceno Medio en relación con d lenguaje, las formas de expresión artísticas y el tratamiento de los muertos, es lícito, por lo menos, que nos lo planteemos. Y también es lícito proponer la dificultad de distinguir entre biología y cultura a partir del punto en que la biología, mediante el cerebro humano, un ente en proceso continuo de independización, ha reflexionado sobre sí misma y se ha interpretado.