XI
Y su discurso, torrente mágico, el calor de sus manos y, ay, sus besas.
GOETHE, Fausto
El lenguaje es una de las grandes adquisiciones humanas, que permite una conexión fluida, rápida y eficaz entre todas las adaptaciones previas a ella y entre todos los mundos que componen nuestra existencia. Sin embargo, en cualquier estudio sobre lenguaje elaborado por paleontólogos y arqueólogos se tiende a reducirlo a la expresión oral y a las capacidades fonadoras de los homínidos; y no podemos dudar de la importancia crucial de esta especificidad humana, sobre todo porque permite la fluidez comunicativa entre las otras formas de lenguaje y el resto de las adquisiciones vinculadas a él. La lengua es actualmente un elemento aglutinador y vehiculador, pero eso no es todo, porque no podemos reducir el lenguaje al habla. Los humanos hemos creado numerosos y diversos lenguajes y el verbal, probablemente, ni siquiera debió de ser el primero.
Como escribe Juan Goytisolo en De la Ceca a La Meca, «... hubo una época en la cual lo real e imaginario se confundían, los nombres suplantaban las cosas que designan y las palabras inventadas se asumían al pie de la letra: crecían, lozaneaban, se ayuntaban y concebían como seres de carne y hueso». El lenguaje es la capacidad humana para crear imágenes del mundo, ya sean gráficas, icónicas o conceptuales, reales o abstractas. Todos esos términos nos han servido para designar los diferentes tipos de imágenes creadas por nosotros a lo largo del tiempo, hasta llegar a la distinción actual entre realidad física y realidad virtual. Todas estas imágenes sirven a una finalidad muy concreta y básica de las sociedades humanas: la de comunicarlas a nuestros semejantes para informar, crear opinión o modificar la opinión del prójimo.
Nuestra mente observa el mundo y se forma un concepto de él que es capaz de transcribir de muchas maneras, mediante el habla o la imaginería más diversa. En el fragmento que hemos citado, Goytisolo destaca, además y sobre todo, el poder del lenguaje para suplantar el mundo real por el mundo creado por la mente. Y precisamente ésa es la gran aportación del lenguaje: combinar y conectar todas las experiencias de los humanos en nuestra relación con el entorno, entre los miembros de una misma comunidad o de comunidades diferentes, incluida nuestra lucha con nosotros mismos. Terrence W. Deacon, neurocientífico de la Universidad de Boston y especialista en biología y evolución del lenguaje humano, señala en 1997 que una de las características esenciales de nuestros sistemas de comunicación es su capacidad de «referencia simbólica». De hecho, para este autor ése es el factor crucial que distingue nuestro lenguaje del de cualquier otra especie:«[...] teorías que intentan explicar la diferencia humano/no humano refiriéndose a las habilidades para el lenguaje no pueden ignorar esto (referencia simbólica) ni tampoco pueden dar cuenta de lo que hace a la mente humana diferente de las mentes no humanas».
El título del presente capítulo se refiere a un concepto tan amplio como la realidad que queremos describir. El lenguaje nos permite elaborar imágenes acerca del mundo y nos permite transmitirlas. La fonación sólo es una de las formas de esta transmisión, la más potente sin duda. Sin embargo un grabado, una pintura (más adelante hablaremos de ellas), un vestido, las características de un instrumento, una figura, la morfología y técnica de construcción de una vivienda, una decoración personal... son otras tantas formas de lenguaje. Las normas sociales, la identidad grupal, los mitos acerca de la creación y el funcionamiento del universo, las hipótesis formuladas por la ciencia sobre el mismo tema, la realidad cotidiana de la adquisición de alimentos y de la reproducción... todo puede formularse y ser transmitido mediante los modos de comunicación citados. Y, recordémoslo, estamos hablando de las formas más ancestrales de esa comunicación. Nuestro cerebro se transformó para formular y transmitir el lenguaje, pero a partir de entonces no ha cesado de crear nuevas formas de comunicación: la escritura, la arquitectura, el teatro, el mundo de los juglares, las miniaturas medievales y los cómics contemporáneos, el cine, la informática y los universos virtuales, para comunicar una realidad física y otras realidades «ficticias» y simbólicas. El lenguaje, para desarrollarse, evoluciona dentro de las formas que ha adoptado, que se convierten cada vez en más complejas, potentes y universales.
Y es esta capacidad del lenguaje para ampliar y hacer más eficaz la comunicación interpersonal y la transmisión de información, ideas y opiniones la que, para especialistas como Deacon o Ph. Lieberman-que ha trabajado también en el estudio de la evolución del lenguaje a partir del análisis del escaso registro fósil que ha perdurado de él-ha hecho que, en el largo proceso de la evolución, fuera seleccionada positivamente la adaptación del cerebro y del aparato fonador a los requerimientos de un lenguaje complejo.
Nos referiremos en primer lugar al lenguaje verbal para, después, hacer extensivas sus características a las otras formas de lenguaje. El lenguaje articulado presenta tres rasgos esenciales que nos permiten definirlo. El primero se refiere al hecho de que las unidades distintivas mínimas que lo componen (los sonidos o fonemas) carecen de significado por sí solos. Estos sonidos están predeterminados por nuestras capacidades fisiológicas para la fonación. A pesar de tratarse de unidades no significativas, permiten una amplísima gama de combinaciones a diferentes niveles que van ganando en complejidad. El primer nivel lo constituyen los morfemas, mediante los cuales podemos dotar de flexión en cuanto a género, numero o caso a los sustantivos (nombres o adjetivos), o en cuanto a modo, tiempo y número a los verbos. Los morfemas son las unidades básicas con significado en la estructura de una lengua y cambian el sentido de las palabras a las que se aplican— Las combinaciones de morfemas y lexemas o de palabras, para formar primero sintagmas y luego frases a partir de las unidades básicas, están regidas por normas estrictas que constituyen la morfología y la sintaxis, el segundo de los pilares esenciales a los que nos hemos referido. El tercer pilar ya lo hemos presentado antes: la referencia simbólica del lenguaje. Nuestro lenguaje se refiere a objetos presentes o lejanos, a situaciones presentes, pretéritas o futuras. El uso del lenguaje no requiere que el referente esté presente, está totalmente desvinculado de él espacial y temporalmente. Por eso el mundo que genera es tan particular que nos permite afirmar que el universo de los humanos no queda restringido a lo estrictamente físico, sino que abarca también el de las ideas y las opiniones.
La capacidad simbólica humana constituye la condición sine qua non para la formulación del pensamiento científico y filosófico y de las diferentes ideologías; en definitiva, para el conocimiento, la interpretación y la organización del mundo que nos rodea y del propio mundo interno que hemos creado. Las hipótesis científicas deben su existencia a las propiedades del lenguaje para hacer evidentes y comunicar la organización y percepción del mundo físico. Este mismo texto que estamos componiendo fluye gracias a la interiorización y la organización mediante el lenguaje de una interpretación acerca del funcionamiento de nuestro cerebro. Desde el momento en que fue creado, nada escapa al lenguaje: nos ha servido para dominar y organizar el planeta y para formular las leyes y normas por las que nos regimos, pero también, en un sentido metafórico, somos esclavos de su desarrollo imparable.
El lenguaje resulta imparable gracias a su potencia simbólica, lo cual le permite crecer sin estar limitado por el entorno físico de sus portadores. Existen formas de lenguaje en especies próximas a la nuestra, como los simios, y en otras tan lejanas como las abejas, las cuales señalan de forma compleja, mediante signos estrictos y claros la situación del alimento a sus congéneres.
Existen especies de monos arborícolas (Cercopithecus aethiops, por ejemplo) que, según cuenta Terrence Deacon, han desarrollado sistemas de comunicación muy precisos y eficaces. Son capaces de advertir de la presencia de peligrosos depredadores mediante la emisión de chillidos modulados cuya frecuencia e intensidad varían en función del animal de que se trata, de forma que, analizando sus chillidos, podemos averiguar si se acerca un águila o un jaguar. Se ha podido constatar que la respuesta de estos monos a grabaciones de los sonidos que producen es estereotipada y varía en función del tipo de sonido emitido, aunque los individuos adultos son capaces de distinguir los chillidos de ensayo de los jóvenes que están aprendiendo el código y no se alarman cuando un aprendiz simula el grito de alerta contra el águila. Se trata de un comportamiento sumamente complejo: de un lenguaje regido por unas normas, en el que los sonidos aislados carecen de significado, pero que sí lo tienen si se emiten agrupados; un lenguaje que forma parte del aprendizaje de los individuos jóvenes y que, por lo tanto, es parte integrante de su proceso de adaptación al entorno. Contiene casi todas las características propias de nuestro lenguaje, excepto la función simbólica. Ni los monos ni las abejas usan el lenguaje cuando el referente no está próximo en el tiempo y en el espacio: no se emite jamás el chillido contra el águila si el peligro no es inminente; no se señala el alimento antes de haberlo localizado, ni tampoco después, ni si se halla lejos. Es el tipo de lenguaje denominado lenguaje inflexible. El simbolismo, que nos permite eludir las limitaciones impuestas por el tiempo y el espacio, constituye el rasgo que diferencia nuestro lenguaje de ese otro tipo de comunicación y es lo que hace posible el estudio en profundidad del origen y la evolución de nuestras formas de lenguaje.
A pesar de que el sentido común nos indica la extremada particularidad del lenguaje humano, su definición científica y el establecimiento de sus bases biológicas y neuronales están lejos de haberse resuelto plenamente. Resulta muy difícil averiguar los mecanismos precisos que regulan su funcionamiento y cómo hemos llegado, a través de la evolución, a adquirir ese sistema que ahora usamos constantemente.
Debemos al estudio de las enfermedades, lesiones y deficiencias en ciertas zonas cerebrales el primer impulso en el camino del descubrimiento de las zonas del cerebro implicadas en el control del lenguaje. Más recientemente, las pruebas de laboratorio mediante estimulación eléctrica y otras técnicas aún más sofisticadas, como la tomografía por emisión de positrones (TEP), han permitido establecer las conexiones neuronales que se activan durante el uso del lenguaje y que definen los circuitos en tomo a las áreas principales implicadas en el proceso. Recordemos cuáles son estas zonas: el área de Broca, situada en el lóbulo frontal y próxima a un área que controla facultades motrices, y el área de Wemicke, en el lóbulo temporal, al lado del área auditiva. Como ya habíamos señalado, el importante desarrollo del lóbulo temporal es un rasgo propio de nuestro género y la fisura de Silvio, que lo separa del resto del cerebro, es una característica que poseemos en exclusiva.
Es general la creencia de que el área de Broca controla el uso de la gramática y la de Wemicke, la comprensión del lenguaje. La posición y asociación de cada una de estas áreas respecto de otras áreas dedicadas a diferentes funciones cerebrales aclaran mejor cuál es su tarea. Una deficiencia o daños producidos en estas áreas provocan dificultades en el habla y la comprensión. Un área de Broca afectada por estos problemas causa deficiencias en el proceso de producción de secuencias complejas de palabras. Asimismo puede impedir el uso correcto de la gramática y de la sintaxis, aunque el individuo sea capaz de comprender una por una las palabras aisladas que componen una secuencia determinada. Las personas que padecen este trastorno suelen componer frases de estilo telegráfico que, en ocasiones, contienen formas verbales incorrectas o que no concuerdan entre sí. Conviene recordar que el área de Broca es parte integrante de zonas más amplias relaciona* das con las funciones motrices vinculadas a la producción de sonidos del habla. Por consiguiente, podemos concluir que el uso de la gramática y de la sintaxis no deja de ser una manifestación particular de las capacidades motrices, puesto que las zonas citadas controlan el movimiento de los músculos que intervienen en la formación de los sonidos adecuados en cada situación comunicativa.
Por el contrario, el área de Wemicke está asociada, en el lóbulo temporal, a la audición. Por ese motivo, aunque un daño en esa área no causa sordera, sí comporta una disminución de la capacidad de comprensión del lenguaje oral y escrito, tanto en lo que respecta a la comprensión general de un enunciado como a la de palabras aisladas. Quien sufre una lesión de este tipo puede llegar a hablar con fluidez, pero cambiando algunos sonidos o palabras, de forma que los mensajes que emite resultan incomprensibles. Vemos pues, cómo, a pesar de la relativa independencia y especialización de cada área, existe entre ambas una estrecha conexión, ya que una correcta audición repercute en el habla y viceversa, un área de Broca en plenitud de facultades permite la comprensión de los mensajes. Por supuesto, una lesión que afecte a las dos áreas al mismo tiempo anula totalmente la capacidad de comunicarse mediante el lenguaje verbal.
El estudio de estas dos áreas ha centrado la atención de los neurólogos y la de los paleontólogos que, como veremos, buscan indicios que permitan comprender el desarrollo del lenguaje en nuestro género. Pero lo cierto es que la producción y comprensión del habla se extienden a otras áreas vecinas, vinculadas a cada una de las funciones parciales del lenguaje, como se ha podido constatar mediante la estimulación eléctrica de diversas zonas del cerebro. En la identificación de los fonemas y de las secuencias de movimientos orales intervienen zonas prefrontales, próximas a la de Broca, junto con otras de los lóbulos temporal y parietal, cercanas a la de Wemicke, incluyendo, por supuesto, a estas dos. En la denominación de las cosas, en la lectura y en la gramática intervienen amplias áreas de los lóbulos temporal y parietal, además de la de Broca. En la memoria verbal a corto plazo toman parte, además de las zonas de Broca y Wemicke, pequeñas zonas del lóbulo frontal situadas encima de la primera. La visualización del flujo sanguíneo del cerebro mediante la aplicación de la tomografía por emisión de positrones, permite observar las zonas de máxima irrigación en diferentes funciones del uso del lenguaje: habla repetitiva automática, percepción simple de vocablos y generación de listas de palabras. Esta última fundón es la que presenta un patrón de distribución más disperso, ya que abarca zonas pertenecientes a todos los lóbulos cerebrales, aunque la importancia de las partes situadas delante del área de Broca, en la zona prefrontal, destaca por encima de las demás. Lo más sorprendente es el hecho de que algunos análisis han mostrado que la distribución de las funciones lingüísticas en el cerebro puede variar de un individuo a otro.
Ya hemos aludido a las lesiones en las áreas del lenguaje que provocan deficiencias en la producción y comprensión, deficiencias que resultan generalmente permanentes. Únicamente pueden superarse en el caso de haberse producido antes de los dos años de vida, edad en la que comienza el uso cotidiano del lenguaje. Eso indica que las zonas lesionadas pueden ser sustituidas por otras, pero la sustitución sólo es factible si tiene lugar antes de que se fijen las normas de uso lingüístico en las áreas correspondientes. Más adelante comentaremos las dificultades con las que tropiezan los adultos que desean aprender a hablar, seguramente relacionadas también con el tema del que estamos hablando.
Como ocurre con muchas otras funciones cerebrales, el control del lenguaje es ejercido especialmente desde el hemisferio izquierdo, lo que demuestra una vez más que la lateralidad, aunque desconozcamos su origen, es un fenómeno trascendental en el funcionamiento de nuestro cerebro. En el 90 por 100 de la población el hemisferio izquierdo es el dominante en todo el proceso de producción y análisis del lenguaje y ese porcentaje comprende al 95 por 100 de los diestros y al 70 por 100 de los zurdos. Aunque entre estos últimos sigue existiendo un dominio mayoritario del hemisferio izquierdo, observamos en ellos una buena correlación entre el predominio de una mano y de un hemisferio para otras funciones que no se limitan a la manipulación de objetos. Dicha correlación parece indicar que la manufactura de instrumentos, el predominio de una mano y la lateralización del lenguaje han evolucionado de manera interrelacionada. Por razones diferentes, Ph. Lieberman se manifiesta de acuerdo con esto al decir que actividades motrices, tales como la producción de instrumentos, pueden haber estado involucradas en la evolución de los mecanismos cerebrales necesarios para el habla humana. A este investigador la relación entre el uso de la gramática y de la sintaxis y las actividades motrices le conduce a la misma conclusión a la que llega T. Deacon.
A pesar del predominio del hemisferio izquierdo, el derecho desempeña también un papel fundamental en los procesos de formación y comprensión del lenguaje, particularmente en este último, en lo que resulta un caso especial de análisis conceptual del lenguaje, como el desciframiento de metáforas. También el control del ritmo, del énfasis y de la entonación son funciones desempeñadas por el hemisferio derecho.
Otros datos significativos con respecto a la lateralización es el hecho de que muchos pájaros también presentan especializaciones del hemisferio izquierdo para la producción de sus cantos y que los macacos japoneses perciben y analizan los gritos de sus congéneres mediante el córtex auditivo izquierdo. Cabe destacar que ambos casos constituyen ejemplos importantes del paralelismo entre el lenguaje humano y el de otros grupos zoológicos distintos. En el primer caso el canto y en el segundo el aullido desempeñan funciones muy similares a las del habla entre nosotros: son una adaptación de primer orden, con unas normas específicas de funcionamiento, que forma parte del proceso de aprendizaje de los individuos, características todas que demuestran que poseen un cerebro especializado en esta función.
El lenguaje hablado precisa, además de las estructuras neuronales que ya hemos descrito, de la adaptación de la anatomía del aparato fonatorio: un órgano emisor de sonidos y un aparato que filtre y module las frecuencias y tonos para ser capaces de producir los fonemas que conforman la estructura básica de una lengua. El primero de estos órganos es la laringe y las cuerdas vocales situadas en ella. El segundo conjunto, más complejo, constituye lo que llamamos el tracto vocal supralaríngeo y comprende las cavidades nasal y bucal, los labios, la faringe y la lengua.
La denominada frecuencia fundamental de fonación procede de la laringe y no es siempre constante: al cantar, por ejemplo, la modificamos. De cualquier manera, el filtro ejercido por la acción del tracto vocal supralaríngeo modula la energía acústica que proviene de la laringe mediante complejos movimientos de la lengua y de los labios que se sitúan de formas diferentes respecto al paladar y a la garganta. La longitud y la morfología de este tracto superior, rasgos que modificamos gracias al movimiento de lengua y labios, es lo que determina las frecuencias finales de los sonidos.
Lo que convierte nuestro tracto vocal supralaríngeo en único es el hecho de que, gracias a él, la conexión entre la cavidad nasal y la bucal es capaz de mejorar y ampliar el registro de los sonidos que somos capaces de articular.
El descenso de la laringe, la elevación del paladar, la reducción y engrasamiento de la lengua y, en general, una modificación completa de nuestro rostro son las condiciones necesarias para poder comunicamos verbalmente. A cambio de este lujo, únicamente debemos pagar un peaje insignificante, el peligro de atragantamos. Aunque, si eso ocurre, podemos pedir auxilio gracias al habla.
Los simios, incluso aquellos más próximos a nosotros, no poseen esta morfología supralaríngea, de manera que los sonidos que son capaces de emitir son más limitados en número y complejidad. Todos hemos podido comprobar la facilidad con la que un bebé puede mamar nada más nacer sin atragantarse y, lo que es aún más importante, sin dejar de respirar. Este comportamiento tan elemental nos demuestra que los humanos de temprana edad no poseen la misma anatomía supralaríngea de los adultos. En ellos la laringe está muy elevada y cierra la cavidad bucal evitando el contacto con la faringe, de forma similar a la de otros mamíferos. El cambio se inicia a partir de los tres meses de edad y se completa hacia los dos años, lo que responde a la pregunta de por qué los niños no empiezan a hablar hasta esa edad: la configuración de su aparato fonatorio, junto a su inmadurez mental, se lo impide. La ontogenia del aparato fonador, es decir, el crecimiento y la maduración anatómicas en cada individuo concreto, es responsable, finalmente, del famoso cambio de voz que se produce en la pubertad.
En la madurez, la laringe desciende hacia la garganta y la epiglotis, su parte superior, se sitúa en el ángulo posteroinferior de la lengua que, a su vez, se le coloca justo delante. Cuando nacemos, por el contrario, la epiglotis está libre, en posición relativamente elevada y separada de la lengua. Durante el desarrollo, la cavidad nasal irá situándose más arriba y más hacia atrás, de manera que su tamaño aumenta, así como su profundidad y su recorrido. La boca también crece hacia el interior, en profundidad. El paladar retrocede aumentando también el crecimiento en profundidad de todo el sistema. Este conjunto de modificaciones requiere, por supuesto, que la base del cráneo se adecue a él. Por este motivo decíamos anteriormente que toda la anatomía craneofacial debe adaptarse a las necesidades del lenguaje. Los adultos humanos somos menos eficientes que el resto de los primates cuando masticamos los alimentos porque nuestro velo del paladar y nuestra mandíbula han sufrido una importante reducción respecto a ellos. Gracias a eso es posible la conexión entre la cavidad bucal y la nasal. Todos esos rasgos definen de manera característica nuestra anatomía supralaríngea.
Gracias a la capacidad del velo del paladar para abrir y cerrar el paso del aire hacia la nariz podemos articular sonidos nasales y sonidos no nasales. Esta posibilidad, según expertos como Ph. Lieberman, permite la emisión de sonidos más claros y, sobre todo, más variados. La lengua, de forma general redondeada, puede generar los patrones de frecuencia que definen a las vocales /i/, /u/ y /a/ y a las consonantes fl /J y /g/. Este conjunto de sonidos es, junto a las consonantes oclusivas /b/, /p/, /d/ y /t/, los más apropiados para la comunicación y los más extendidos en todas las lenguas. Son, además, los primeros sonidos que aprenden los niños pequeños.
Cualquier problema que pueda comportar esta configuración anatómica que hemos descrito como propia y exclusiva de los humanos queda superado con creces por el extraordinario crecimiento del registro fonético que permite y por la complejidad lingüística que de él deriva, de la que ya hemos hablado al referirnos a las características esenciales del lenguaje.
Lo más importante en el habla, y también lo más extraordinario, no es tanto la producción de sonidos como su percepción y descodificación por parte de los oyentes. No pretendemos aquí examinar pormenorizadamente el papel que desempeña el oído, un órgano que se dedica a filtrar y transmitir al cerebro, además de los sonidos propios del lenguaje oral, multitud de sonidos diferentes, Al contrario, lo que nos interesa ahora es ver cómo trabaja el cerebro cuando percibe y descodifica los sonidos del habla. Como ya señalaba Lieberman, el oído utiliza estrategias de descodificación diferentes cuando se trata de interpretar el habla humana.
En este proceso se deben interpretar la frecuencia de emisión de las cuerdas vocales y la frecuencia final y debe realizarse la interpretación correspondiente y la adaptación al flujo de voz del que se sirve el que está hablando. Las voces, como sabemos por los conocimientos elementales sobre música, son diferentes según el individuo y varían en función de la edad y del sexo. La articulación de los fonemas no es idéntica para todas las voces y para todos los individuos. ¿Y qué decir de cuando intentamos entender a alguien que habla nuestro idioma si éste no es su idioma materno, o de cuando nos oímos a nosotros mismos hablando en francés, en inglés o en cualquier otra lengua?
Según parece, éste es el problema principal con el que topan los programas informáticos que reconocen la voz humana: son incapaces de interpretar el mensaje cuando la emisión de voz va más allá de unos parámetros prefijados. Ahí tenemos un buen ejemplo para evaluar la complejidad que entraña la comprensión del habla humana y de los recursos necesarios para poderla interpretar correctamente a diario, en multitud de situaciones diversas y de forma inmediata e inconsciente. Pensemos sólo en el problema que supone interpretar el mensaje emitido a través de un teléfono móvil que no tiene buena cobertura y que nos llega con palabras y frases entrecortadas. Pero, a pesar de todo, somos capaces de entenderlo porque nuestro cerebro puede reconstruir las palabras y las frases incompletas, lo que únicamente es posible cuando se dispone de un sistema complejo de interpretación y si el registro emitido es absolutamente estereotipado.
Otro ejemplo aún más ilustrativo nos lo proporciona Kent Weeks, que descubrió la tumba de los hijos de Ramsés II en el Valle de los Reyes de Tebas en 1994 y, en 1999, describió el trabajo que había realizado para reconstruir los frescos hallados en las paredes. En muchas ocasiones los fragmentos que su equipo localizó eran tan pequeños que les ha sido necesario reconstruir la mayor parte del fresco. Un proceso que han podido llevar a cabo gracias a que las figuras del arte egipcio, como los signos de cualquier otro lenguaje, son estereotipadas y repetitivas, y porque la simetría estaba presente en la composición de la obra. Ambos recursos se dan también en cualquier lenguaje, como lo demuestra el hecho de que, de no existir estereotipación, Champollion no habría podido reconstruir la lengua egipcia antigua a partir de un simple fragmento.
Nosotros interpretamos el lenguaje verbal usando un conocimiento interno, y evidentemente inconsciente, de las características de filtro del tracto supralaríngeo, de manera que somos capaces de prever la articulación que adoptarán los fonemas en un caso particular: es decir, se produce una «normalización» (un ajuste mental, una identificación, entre lo que percibimos y la idea mental que tenemos de un fonema) para poder reconocer los sonidos. Puesto que los tractos supralaríngeos de dos individuos dados no son idénticos por diferencias en la edad o en la anatomía, se pueden sobreponer las frecuencias de fonemas diferentes. El conducto del aire en una persona de gran talla suele ser largo y, en consecuencia, produce sonidos de baja frecuencia que pueden solaparse con los fonemas diferentes de otra persona que produce frecuencias más altas. Como todos sabemos, los niños producen sonidos de frecuencia más alta, hasta dos veces más, que los adultos y todos somos capaces de normalizar y reducir las diferencias. La selección natural ha favorecido las habilidades que demostramos al hablar y al interpretar los sonidos del habla y todo junto ha evolucionado al unísono: tracto supralaríngeo y áreas de producción y de comprensión del habla en el cerebro.
Todo ello pone en evidencia que deben de existir detectores neuronales especializados. Al hablar del cerebro ya hemos mencionado el papel que desempeña el área de Broca en la producción del lenguaje. Y que el área que tiene un papel determinante en la comprensión es la de Wemicke. Ya hemos mencionado también que, además, el uso de la gramática y de la sintaxis está relacionado con las áreas motrices del cerebro y que, de alguna manera, han evolucionado conjuntamente.
El proceso que acabamos de describir es lo que más trabajo supone para un niño que está aprendiendo el lenguaje: relacionar una cadena de sonidos y la entonación con la que son articulados con un significado previamente aprendido, un significado tanto para la entonación como para los sonidos concretos. Los niños, inmaduros, tienen propensión a entender un solo significado y a pensar en una sola función de la semántica y se les escapan metáforas, chistes y juegos de palabras, lo que a menudo les resulta irritante, hasta que no aprenden su valor de relación social y los repiten. En este punto es donde más nos alejamos de los lenguajes inflexibles de los que disponen otros primates e incluso algunos insectos. El simbolismo y el alejamiento del constreñimiento impuesto por la realidad física constituyen la creación esencial del lenguaje humano. Gran parte de nuestra vida y de nuestras relaciones están gobernadas por realidades mentales y lingüísticas de este tipo.
J. A. Marina ha intentado desenmarañar la selva del lenguaje en su obra homónima publicada en 1998. En ella pone de manifiesto el extremo a que llega nuestra adaptación en la creación de mundos irreales: «Hablando del lenguaje nos hemos convertido en espeleólogos de la subjetividad [...] la palabra, gran constructora, se ha convertido en disolvente [...] ha diluido el sujeto en discursos y los discursos en otros discursos». Y más adelante aclara su propio discurso: «[...] las teorías posmodernas no hablan del origen, se limitan a estudiar lo que está plasmado en un libro. Son teorías de ratas de biblioteca [...] En una estantería borgiana las palabras remiten a palabras, los libros a libros, los autores a autores, en una suplantación sistemática, refinada y exangüe. Espero que ahora comprendan mejor mi plomizo interés por restaurar el nexo entre la palabra y la experiencia». Nosotros sí que le entendemos y por eso procuraremos llegar al origen de esta cuestión, a las raíces evolutivas del lenguaje.
Nadie nace sabiendo y la lengua se aprende socialmente. Los niños la aprenden en su contacto con los padres, hermanos y compañeros, y la lengua que aprenderán será la de ellos y no otra cualquiera, tanto en el vocabulario
como en los modismos. Por eso la pregunta que encabeza este apartado parece ciertamente absurda. Pero permítasenos añadir otras observaciones.
Cuando un niño de dos años, o aún menor, empieza a hablar, ¿lo hace como un adulto que está aprendiendo una lengua extranjera, mediante el aprendizaje de normas estrictas y complejas, de formas verbales, de listas de pronombres? ¿O más bien parece que lo haga de una forma automática? Porque no únicamente aprende el vocabulario que, si se quiere, puede ser un proceso repetitivo que también puede realizar un loro mediante la imitación. El niño aprende el vocabulario, las normas sintácticas y la gramática de su lengua materna sin necesidad de que nadie le imparta clases especialmente dirigidas a tal fin ni le dedique horas extraordinarias. Parece pues que nuestro cerebro esté preparado para recibir las normas por las que se rige cualquier lengua y para entenderlas, interiorizarlas y reproducirlas. Por supuesto que, de no existir un entorno que se las transmita, el niño no aprenderá ninguna lengua. Desarrollará el mismo comportamiento que nosotros, lógico, repetitivo, complejo, pero sin habla. Ahora la pregunta que formulábamos ya no parece tan absurda.
De ahí la importancia de las áreas del cerebro a las que nos hemos venido refiriendo repetidamente: son ellas las que contienen, de alguna forma, las normas innatas para interpretar e interiorizar los patrones de uso de cualquier lengua. Gracias a ellas el niño avanzará un poco más cada día, descubrirá una relación lógica nueva y la aplicará. Aunque a menudo los niños aplican su propia lógica y usan las palabras inadecuadamente como sucede, por ejemplo, en las formas verbales irregulares en un intento de convertirlas en regulares sistemáticamente. También residía complejo el proceso de descubrir el género de los sustantivos y frecuentemente construyen frases en las que ellos son los protagonistas, pero lo hacen cambiando el género porque aún no han interiorizado esta modalidad.
Es muy interesante observar el uso telegráfico y conceptual que un niño que no ha cumplido dos años hace de la lengua. En muchas ocasiones las frases se reducen a un solo concepto, a una sola palabra que resume todo el sentido de la sentencia. Y ahí es palpable que está usando una lógica que nadie les ha podido enseñar.
Gerard Conesa y Fabián Isamat, neurocirujanos del Hospital de Bellvitge (Barcelona), llevaron a término una investigación sobre personas que conocen más de una lengua con la finalidad de observar las áreas cerebrales implicadas en el control de las distintas lenguas y evitar así causar lesiones en esas zonas durante una operación quirúrgica. Mediante la aplicación de la TEP para evidenciar el riego sanguíneo en ciertas áreas del cerebro mientras los pacientes leían o hablaban sucesivamente en las distintas lenguas que conocían, pudieron contrastar cuáles resultaban afectadas en el proceso.
El resultado fue en cierta medida extraordinario, puesto que las áreas que intervenían cuando el paciente estaba usando una u otra lengua diferían en cada caso, siempre manteniendo el cuadro general de las zonas que ya hemos descrito a lo largo de este capítulo. Sin embargo aún resultó más extraordinario observar que el espacio que ocupa la lengua materna es mucho más reducido que el que ocupan cada una de las otras lenguas.
De entrada este hecho confirma una percepción que todos tenemos en nuestra vida cotidiana: es bien sabido que nos supone más esfuerzo hablar, leer o escuchar en una lengua diferente de nuestra lengua materna. Y efectivamente, el cerebro dedica a esos procesos un espacio físico y una actividad mayor. Las explicaciones pueden ser diversas. En primer lugar, la materna es la única lengua que aprendemos en la primera infancia y, como ya hemos apuntado, nos resulta más difícil aprender tardíamente. Las otras lenguas las adquirimos con posterioridad y para entonces quizá el cerebro ya haya madurado demasiado para que podamos interiorizarlas tan completamente como cuando actúa a pleno rendimiento para asimilar el lenguaje y adquirir sus normas de funcionamiento que, a partir de entonces, pasarán a ser en gran medida las normas de funcionamiento del cerebro mismo. Por este motivo tendemos a usar las reglas sintácticas de nuestra lengua cuando hablamos otras lenguas, porque el cerebro se organiza a partir de la lengua inicial.
Es necesario reflexionar con mayor profundidad sobre la forma como se adquieren las lenguas. La materna se aprende de forma natural: el cerebro utiliza sus propios instrumentos para captarla, interiorizarla y, finalmente, usarla. Pero el aprendizaje de una lengua en la escuela se realiza mediante protocolos creados por nosotros, por la ciencia, no por la biología. Y se enseñan mediante el lenguaje, las normas y el vocabulario de otras lenguas. La experiencia demuestra que este sistema no resulta tan eficaz como el que ha desarrollado nuestro cerebro hacia los dos años de edad para aprender la lengua materna. Y además, no es algo innato, por lo que parece razonable que el cerebro dedique más espacio a aquel aprendizaje que presenta mayores dificultades.
Aprender a través del razonamiento consciente es menos resolutivo de lo que lo son los instrumentos que la evolución ha puesto al servicio de nuestro cerebro para adquirir esta magnífica adaptación, el lenguaje, que nos abre todas las puertas imaginables hacia la realidad que nos rodea. Parece cada vez más claro que, en definitiva, las normas del lenguaje son en buena medida innatas, por eso el cerebro las adquiere con tanta facilidad y ocupan un espacio tan pequeño en su configuración. Esa es la razón que explica que el uso del lenguaje hablado permita respuestas inmediatas, instantáneas, siempre que necesitamos hacer uso de él (que, por cierto, es constantemente).
Entramos aquí en un terreno que nos interesa especialmente y que, asimismo, incluye una serie de temas susceptibles de ser objeto de polémica. Evidentemente deberemos remontarnos al pasado para localizar el punto de inflexión que pueda determinar el momento en el que apareció el lenguaje. Pero antes de emprender este viaje deberemos pertrechamos con un buen equipaje que contenga los instrumentos necesarios para poder descubrir el objeto de nuestra búsqueda en el tiempo. Y con la selección de esos instrumentos empezará la discusión que pretendemos entablar.
La causa de tal discusión resulta clara a partir de todo lo que hemos expuesto en los apartados precedentes. El habla es controlada por unas áreas cerebrales determinadas gracias a complejos anáfisis de laboratorio realizados en cerebros vivos. El aparato fonador gracias al cual podemos articular el habla está constituido por el tracto supralaríngeo y por la laringe, que contiene las cuerdas vocales. Órganos todos formados por tejidos perecederos que, por lo tanto, no fosilizan. No disponemos de fósil alguno de cerebro con las áreas de Broca y Wemicke, ni de laringes en posición baja, ni de lenguas. Las pruebas que poseemos acerca de todos esos órganos son indirectas, circunstanciales, pero extremadamente valiosas.
Las circunvoluciones y la irrigación sanguínea del cerebro dejan marcas claras en el interior de la calota craneana. A menudo estas improntas han quedado registradas de forma natural cuando la materia que ha rellenado el cráneo en sustitución de los tejidos originales es lo suficientemente maleable y, además, resistente. En esas ocasiones hemos podido acceder a moldes del interior de la caja craneana que reproducen con notable fidelidad la morfología cerebral. En otros casos, en los que este fenómeno no se ha producido de forma natural, nosotros mismos podemos realizar moldes similares mediante productos plásticos corrientes, tales como siliconas y resinas. Esta ha sido la técnica aplicada sobre los fósiles africanos más primitivos: Australopithecus africanus, Paranthropus robustus y Homo habilis. Sin embargo, la técnica moderna nos ofrece una nueva posibilidad: la tomografía axial computerizada, que permite extraer imágenes tridimensionales del interior del cráneo mediante las cuales podemos obtener un mapa mucho más preciso y cuidadoso de las circunvoluciones del neocórtex cerebral. Además, soluciona el problema tan común de cómo conservar mejor los fósiles que, a menudo, presentan deterioros. Es esa la técnica que se está usando para trazar el mapa del cerebro de individuos pertenecientes a Homo heidelbergensis de la Sima de los Huesos de Atapuerca.
Otro indicador circunstancial más arcaico que se ha usado frecuentemente y que se considera bastante apropiado para evaluar el uso del lenguaje es el tamaño del cráneo. En este sentido el registro fósil ya nos indica que la aparición del género Homo supone un importante incremento del volumen craneano, al que corresponde obviamente una ampliación del cerebro. Una segunda fase de crecimiento cerebral tiene lugar entre las últimas especies de nuestro género: Homo heidelbergensis, Homo neanderthalensis y, por supuesto, Homo sapiens. Y en gran medida, también en Homo erectus. La consecuencia lógica que puede extraerse de ello es la complejidad creciente en el comportamiento humano, una de cuyas manifestaciones esenciales es el lenguaje.
En lo que se refiere al tracto supralaríngeo de nuestros antepasados, existen diversos métodos para tratar de reconstruirlo; aunque ninguno es tan efectivo como los moldes y mapas endocraneales, resultan igualmente útiles. Ya habíamos señalado que el descenso de la laringe y la formación de una cavidad bucal amplia, con el desplazamiento del paladar, comportaron modificaciones paralelas en la configuración de la base del cráneo, aunque el análisis de este rasgo morfológico ha proporcionado resultados contradictorios. Finalmente, tenemos el hueso hioides, el único hueso de todo el esqueleto cuya morfología indica la modificación del tracto supralaríngeo. Este huesecillo está situado en un punto crucial de la anatomía de esa parte de nuestro cuerpo. Pero el problema es que se han hallado escasos ejemplares de él en el registro fósil.
Hasta aquí hemos presentado los instrumentos que los paleontólogos han usado comúnmente para evaluar la aparición del lenguaje. A partir de ahora debemos examinar y discutir qué resultados ha proporcionado cada uno de ellos e intentar el viaje hacia el origen de la adaptación más característica de nuestra especie.
Por el momento, el estudio clásico por antonomasia sobre las improntas de las circunvoluciones del cerebro en fósiles de los primeros representantes del género Homo y de australopitécidos de África es el publicado por Ph. Tobías en 1991. Este estudio indica que, en lo que respecta al género Homo, la fisura de Silvio-que separa el lóbulo temporal del parietal y en tomo de la cual aparecen las áreas principales del lenguaje-ya estaba presente en Homo habilis. En lo referente a dichas áreas en sí, Tobias señala que el área de Wernicke presenta una clara diferenciación respecto a la morfología y a las dimensiones propias de australopitécidos y parántropos, en los que estos rasgos aparecen muy poco desarrollados o son inexistentes. El área de Broca tiene mayor expansión en Homo habilis y Homo rudolfensis que entre los homínidos de otros géneros. Se ha demostrado que las dos áreas cerebrales citadas desempeñan un papel relevante en la comprensión y la generación del lenguaje, por lo que su expansión se interpreta como indicador de los rudimentos de esta característica típicamente humana. Ambas áreas forman parte de la superficie cerebral que ha registrado una mayor expansión a lo largo de la evolución del género Homo. Transcribimos directamente las conclusiones del propio Tobias, donde indica cuáles pueden ser los rudimentos que estas morfologías ponen de manifiesto: «Es razonable aceptar que la aparición de estas prominencias en los moldes internos del cráneo es una prueba de la existencia de una base neurológica del lenguaje articulado en el cerebro de Homo habilis; pero esto solo no es suficiente para afirmar que Homo habilis era capaz de hablar. Sin embargo, es como mínimo muy significativo que las partes del cerebro que gobiernan el habla ya estuvieran presentes en este estadio cuando (a) el crecimiento cerebral y la encefalización devinieron importantes y (b) cuando aparecieron instrumentos de materiales duros en el registro» (Tobias, 1991: 836). Tobias apunta lo que ya hemos comentado acerca del crecimiento del cráneo en general y presenta un hecho, la fabricación de instrumentos, que hemos tratado ampliamente en capítulos precedentes y sobre el que volveremos más detenidamente, relacionándolo con el lenguaje. En cualquier caso, después del fragmento que hemos citado, Tobías prosigue su trabajo introduciendo la discusión sobre el aparato fonador y las evidencias del lenguaje. Nosotros haremos lo mismo.
Como ya hemos dicho, el tracto supralaríngeo no fosiliza, y sólo podemos contar con el hioides, un hueso situado en la base de la lengua y de la cavidad bucal y delante de la laringe; el hueso donde de hecho se inserta la musculación de la lengua. El cambio en la morfología del hioides puede indicar una modificación de la anatomía de toda esa zona. Pero resulta un tipo de fósil raramente localizado en los registros, puesto que únicamente han sido hallados tres ejemplares fósiles, dos de los cuales provienen de la Sima de los Huesos de Atapuerca y pertenecen a Homo heideíbergemis. el tercero de ellos ha sido objeto de numerosas publicaciones, proviene de la cueva en Kebara en Israel y corresponde a un Neandertal. Ambos yacimientos nos permiten hacemos una idea sobre la morfología de la laringe en las dos especies que probablemente están más próximas a Homo sapiens. El hioides de Kebara tiene una morfología claramente moderna que, relacionada con la alta capacidad cerebral de los Neandertales y con la presencia en su cerebro de las áreas implicadas en la producción del lenguaje, apunta hacia la posibilidad muy verosímil de que tuvieran un lenguaje muy parecido al nuestro. Aunque Lieberman y otros autores que defienden las dificultades fonadoras de los Neandertales a partir de la base del cráneo restan relevancia al híokles y no creen que constituya un factor concluyente a ese respecto.
Además del hioides de Kebara, recientemente han sido descubiertos otros dos en la Sima de los Huesos, en Atapuerca, mucho más antiguos y que, como ya hemos dicho, corresponden a otra especie; Homo heidelbergensis. Su estadio, aún inconcluso, parece indicar que los homínidos del Pleistoceno Medio europeo ya disponían de la arquitectura laríngea que permite la fonación.
Lieberman y Crelin no comparten esa impresión: ya en 1971 expusieron la tesis de que el hioides de los Neandertales se asemeja al de los bebés actuales en el sentido de que permitía un tipo de frecuencias disponibles más bajas que las nuestras. En 1994 Lieberman añade que Homo neandertfademá fue la última especie que mantuvo una morfología arcaica en el tracto «apea— laríngeo. Otros autores, como Fremlen en 1975, opinan que, a pesar de las diferencias que acabamos de exponer, no podemos considerar que d lenguaje de los Neandertales fuera muy diferente del nuestro sólo porque no pedieran pronunciar una vocal concreta. La opinión más extendida es la de que esta especie desarrolló un lenguaje altamente complejo y especializado. Los resultados que exponemos a continuación así lo avalan.
La investigación emprendida por Lieberman encaminada a identificar una morfología presente en los fósiles que pueda relacionarse de forma ciara con la posición de la laringe proporcionó otro instrumento de análisis, el estudio de la base del cráneo. En ella observó que entre los antropomorfos, que presentan una laringe en posición elevada, el plano de la zona del farmmen magnum (el orificio en la base del cráneo que sirve para conectarlo cas la columna vertebral) forma un ángulo muy bajo respecto al plano del paladar. Este ángulo es conocido como flexión de la base del cráneo. El índice que la mide ha sido empleado para analizar la capacidad fonación de los primeros homínidos.
El profesor Lieberman propone que el lenguaje se desarrolló más tardíamente porque las bases del cráneo de los homínidos más antiguos presentan una flexión muy baja. En cambio, los fósiles del Pleistoceno Medio de África y de Europa tienen una flexión alta, similar a la nuestra. Extrañamente, los Neandertales, descendientes de los anteriores, parece que tenían dificultades para pronunciar determinados sonidos.
Por si los datos de los distintos análisis no resultaban ya bastante contradictorios, el último añade una paradoja interna. Cuando se desea demostrar que el lenguaje es una ventaja clara y seleccionada positivamente durante la evolución, no puede ser que se pierda al mismo tiempo capacidad fonadora al avanzar en el proceso de evolución. Además parece difícil aceptar que se hubiera producido un retroceso en la especialización. ¿Qué vías de solución nos quedan? Lieberman propone que una extrema adaptación de los Neandertales al clima frío de Europa habría favorecido una especialización de las fosas nasales en la función de calentar el aire en detrimento de la capacidad fonadora. Sin embargo, el recurso a esa pretendida especialización es ubicuo porque siempre se ha usado como hipótesis ad hoc y de forma secundaria, es decir, cuando falla una idea previa, y jamás ha sido aceptada totalmente.
Existía otra solución posible: la de que los fósiles hubieran podido estar medidos incorrectamente. Uno de los cráneos de Homo neanderthalensis que habían estudiado Lieberman y su equipo fue el del anciano de la Chapelle— aux-Saints, un yacimiento francés al que nos volveremos a referir en el capítulo sobre la muerte. Ha resultado que, efectivamente, la reconstrucción inicial de ese cráneo, muy deteriorado debido a procesos tafonómicos, era errónea. Después de proceder a una nueva reconstrucción, se ha podido comprobar que el índice de flexión había aumentado y que era más próximo al nuestro. Así la paradoja resultante del estudio de Lieberman quedaba solucionada. Pero ¿cómo repercute eso en la hipótesis de Tobias, opuesta a la de Lieberman? ¿El lenguaje aparece con el género Homo o en un estadio avanzado de su evolución? Si aparece cuando la base del cráneo ya está flexionada y la laringe, por tanto, en una posición baja, ¿qué ocurre con el área de Broca en las primeras especies de nuestro género?
Alan Walker y Begun señalan, respecto de la expansión del área de Broca que se observa en las improntas endocraneales, que es muy probable que no debamos relacionarla con la emergencia del lenguaje articulado sino con la fabricación de instrumentos. A esta conclusión les conducen los resultados de análisis recientes realizados mediante técnicas de tomografía, en los cuales el área de Broca permanece activa durante la manipulación de objetos
con la mano derecha. Ya hemos puesto de manifiesto esta coincidencia cuando señalábamos la posible interacción en la evolución de ambas adaptaciones. Fijémonos además en que una de las adaptaciones, la producción de utensilios, no puede acelerarse sin la adquisición de la otra. En otra obra Alan Walker aporta el análisis tomográfico realizado en un individuo de la especie Homo ergaster con una edad aproximada de i,8 millones de años, a partir del cual puede observarse que el canal medular a la altura del tórax es más delgado de lo esperado, lo que señala, según él, una baja inervación del tórax y una incapacidad para el ritmo de inspiración-expiración necesario para la fonación. Dado que su estudio contradice el de Tobias, necesita algún recurso que pueda explicarlo satisfactoriamente. La especie Homo ergaster es la que generaliza los sistemas técnicos como una forma de comportamiento específicamente humana, un fenómeno que permite a dicha población llevar a término una expansión considerable. Es seguramente la especie a la que se debe el origen del sistema técnico que conocemos como achelense o Modo 2, que inició la presión demográfica que obligó a la primera migración homínida fuera del continente africano, como ya habíamos señalado. Resuka indudable que Homo ergaster fabricó instrumentos igual que Homo bóbilis, y el resultado de ese proceso, de nuevo según Walker, habría sido el desarrollo del área de Broca, que no indicaría necesariamente la existencia de lenguaje en esas especies.
Sin embargo, otro estudio publicado en 1982 por Laitman y Heimbuch apunta que la base del cráneo comenzó a adquirir la morfología moderna a partir de Homo erectus. Nuestros compañeros J. L. Arsuaga e I. Martínez Lo suscriben y añaden que el estudio que ellos mismos realizaron sobre la base del cráneo de fósiles pertenecientes a Homo habilis y Homo ergaster corrobora que en ellos la flexión de este plano ya es muy superior a la que presentan australopitécidos y parántropos de finales del Plioceno e inicios del Pleistoceno Inferior. Es decir, que poseían todas las características anatómicas y la capacidad cerebral necesarias para la articulación del lenguaje. De manera que la validez de las conclusiones extraídas por Walker acerca de un solo individuo podría quedar desvirtuada por ser poco concluyentes.
Para no pecar de optimistas debemos recordar que todos estos estudios contienen algún punto problemático, al igual que lo tiene la reconstrucción de la base del cráneo de la Chapelle-aux-Saints: gran parte de los fósiles analizados presentan deformaciones, especialmente en su parte posterior, lo que dificulta un estudio fiable y detallado del área de Broca. En este sentido, pese a las reservas que Walker, influido por un estudio de la Universidad de Washington, expresa en su obra, la mayoría de los investigadores siguen relacionando el área de Broca con el lenguaje y proponen precisamente que las capacidades motrices y el lenguaje están relacionadas porque comparten áreas en el cerebro. Pero los indicios que apoyan tal pretensión suelen ser demasiado endebles para fundamentar sobre ellos una afirmación tan trascendente sobre el origen del lenguaje. A pesar de todo, quizá debamos evitar reticencias de ese tipo, basadas en el etnocentrismo, que pueden suponernos un pesado lastre que nos impida admitir que otras especies diferentes a la nuestra pudieron poseer tales capacidades. La ceguera producto de esos prejuicios sería aún mayor de imponerse la opinión del profesor B. Wood, según la cual no existe base suficiente para incluir dentro del género Homo los fósiles atribuidos hasta ahora a Homo habilis. Si así fuera deberíamos suponer que el notable crecimiento del cerebro que evidencian esos fósiles sería un rasgo propio del género Australopithecus, puesto que ni siquiera el propio Wood niega que los individuos que ahora consideramos como Homo habilis poseían un cerebro mayor que sus predecesores. Tampoco debemos olvidar que fabricaban instrumentos. ¿Será más fácil, entonces, pensar que Paranthropus también los fabricó, tal como hemos considerado como hipótesis?
Resumiendo, podemos establecer algunas conclusiones bastante sólidas: que las áreas del neocórtex cerebral relacionadas con el lenguaje se habían desarrollado en estadios tempranos del proceso de evolución, aunque existan discrepancias respecto a las capacidades reales que este hecho implica; que la flexión del basicráneo también aparece ya entre las primeras especies del género Homo, por lo menos a partir de Homo ergaster; y, finalmente, que el hueso hioides presentaba una morfología como la nuestra, como mínimo entre los Neandertales y quizá también en Homo heidelbergensis. A tenor de todo ello, debemos suponer que el lenguaje articulado constituye una característica de nuestro género muy anterior a la aparición de la humanidad moderna.
A pesar de ello, ha debido transcurrir mucho tiempo hasta llegar al desarrollo actual del lenguaje articulado: las propiedades que facultan la transmisión oral modulada no emergieron rápidamente ni de una sola vez. Será necesario analizar los fósiles con mayor detenimiento y hacerlo en el contexto de colecciones completas y amplias para comprender el proceso en toda su complejidad. El conjunto hallado en la Sima de los Huesos puede constituir una de las mejores oportunidades para realizar parte de tal estudio: incluye entre sus piezas dos cráneos muy completos que reúnen condiciones inmejorables para llevar a cabo un análisis de su base y en los cuales también se podrán estudiar las áreas de Broca y de Wemicke. Además es previsible que, en el futuro, este registro pueda ser ampliado y proporcionarnos aún más datos que nos ayuden a averiguar si estos homínidos de más de 300.000 años de antigüedad utilizaron un lenguaje articulado. La investigación sobre un conjunto tan complejo servirá evidentemente de base para la interpretación correcta de toda la información que hasta el momento se había estudiado de forma más parcial y fragmentaria.
Ya hemos apuntado con anterioridad nuestro desacuerdo con la tendencia a reducir el lenguaje al habla, aunque para muchos científicos, especialmente paleontólogos, el rastreo de ésta en el registro arqueológico es la forma de saber si tal capacidad estaba o no presente entre nuestros antepasados. Tampoco comulgamos con esta postura. Y en este apartado intentaremos explicar el porqué.
¡Cuántos de nosotros habremos disfrutado con deleite al escuchar los Conciertos de Brandemburgo de Bach! ¿Y con las sinfonías de Beethoven? La mayoría de nosotros es capaz de distinguir entre los graves y bruscos acordes con los que empieza la Quinta y los brillantes y alegres de la Novena que termina con el inconfundible Canto a la Alegría de Schiller. La selección de estas tonalidades y formas musicales no es en absoluto gratuita. No en balde la Quinta está consagrada al destino, con lo que ese término significaba para un alma romántica, y la Novena, como hemos dicho, al júbilo. La elección responde a un deseo de comunicación, porque, en definitiva, la música es un lenguaje que, por sí mismo, nos transmite la intención del autor. Y es un lenguaje que varía con el paso del tiempo: los románticos componen su música de forma muy diferente a como lo hacen los clásicos. Incluso en la trayectoria creadora del propio Beethoven podemos trazar la frontera, por no hablar del actualmente famosísimo canto gregoriano.
El cine nos proporciona más ejemplos de lo que queremos decir. Imaginemos una escena en la que el centro de la imagen lo ocupa una larga escalinata. En la parte superior se ve a una mujer, con el cochecito de su hijo. Tiene lugar una escena de confusión y la mujer, distraída por ella, se separa del cochecito. El desenlace es perfectamente previsible: el cochecito se despeña por la escalera. La cara de la actriz expresa perfectamente lo que el director del filme, S. Einsenstein, pretendía transmitir: el pánico hacia la muerte y la desesperación por no poderla evitar, mezclados con la indignación por una catástrofe que le es impuesta. Todos esos sentimientos pueden leerse en la expresión de la mujer en la célebre imagen de El acorazado Potemkin. Se trata por supuesto de una película de cine mudo y el habla no está presente; aunque es cierto que tampoco hace falta, cualquier diálogo verbal estaría de más.
¡Y qué decir cuando música e imagen cinematográfica se unen! No puede estar más lograda la escena en la que un primate no humano escarba entre los restos óseos de un animal muerto y elige una tibia. La golpea contra el suelo y contra los otros huesos, a diestra y siniestra, comprobando así su resistencia. Al ver que no le resulta fácil quebrarla, golpea con más fuerza. Rápidamente percibe las posibilidades que encierra y, blandiendo la tibia rompe el resto de los huesos. El director intercala ahí imágenes de un animal que es abatido, evocando así la eventualidad de poder matar. A continuación nos muestra la aplicación de ese descubrimiento para agredir a otro grupo de primates. Todas esas secuencias amenizadas con las notas bruscas, viriles y extremadamente expresivas de Also sprach Zarathustra de Richard Strauss. Todos notamos que se trata de una música que casa perfectamente con las imágenes, pero también con el significado de Zaratustra y la búsqueda del hombre nuevo. La escena final acaba con la tibia lanzada al aire: la vemos volar, girar lentamente, suavemente, en el aire y en el tiempo, y convertirse en una magnífica nave espacial. Una vez más el director consigue que el hueso se asimile a una herramienta, a un instrumento de control y de transformación del mundo, como la propia nave. La música cambia. Ante esta sucesión de escenas cinematográficas, hemos de reconocer nuestra incapacidad para explicar de forma más sencilla y eficaz la trascendencia de los instrumentos para nuestra evolución y la forma como surgieron. En este sentido S. Kubricky su 2001 son perfectos, insuperables. Y eso nos lleva a la conclusión de que el lenguaje musical y el visual son más eficaces que el hablado o el escrito. Los estamentos del poder lo saben aún mejor. ¿Podemos dudar todavía de que hemos creado múltiples formas de lenguaje? Todas ellas comparten el sentido simbólico referencial y la característica de que fonema por fonema, o nota por nota, o fotograma por fotograma, aislados, no tienen significado. Pero con estos signos se puede construir un mensaje de gran potencia expresiva. Se trata de unas formas de lenguaje que aparecen, crecen y se potencian unas a otras, buscando el máximo de eficacia.
En el siguiente capítulo analizaremos otra de las adquisiciones que forman parte del lenguaje: el arte. La usaremos como referencia y como ejemplo para las otras formas que se desarrollaron a lo largo de la evolución humana. Como la música, respecto de la cual no faltan restos arqueológicos que abonen la tesis de que los Neandertales la cultivaban: lo indicaría, por ejemplo, el hallazgo de un hueso largo con perforaciones antrópicas que parece ser una primitivísima flauta, aunque esta interpretación no está exenta de controversia.
En general podemos decir, siguiendo a Deacon, que el rasgo más relevante del lenguaje humano es su sentido simbólico, referencial y flexible. Ya hemos visto cómo se ha rastreado con instrumentos propios de la Paleontología la aparición del habla en el proceso de evolución humana.;Es posible encontrar indicios de un comportamiento simbólico sin recurrir a ellos? Creemos que sí. Pero, ¿cómo hacerlo? Parece obvio que, antes de proseguir por ese camino, deberemos determinar qué restos podemos considerar como pruebas de simbolismo.
Anticipándonos al tema que comentaremos en el próximo capítulo, diremos que en Palestina se ha localizado una figurilla realizada en material basáltico donde destaca toscamente lo que podría ser la imagen de una cabeza realzada respecto al cuerpo mediante una profunda incisión hedía con un instrumento de piedra. La figurilla, procedente del yacimiento de Berekat Rham, tiene doscientos cincuenta mil años, más de doscientos mil años más de antigüedad que cualquier otra muestra de figurativismo conocida con anterioridad a su descubrimiento. Si aceptamos la validez de esa pieza, debemos aceptar también que se trata de un símbolo, de un objeto cuyos lenguaje y significado nos resultan totalmente desconocidos.
Más moderna es la placa de piedra grabada de Quneytra, en Israel. Los signos que aparecen en ella son geométricos, líneas rectas y curvas dispuestas en forma regular y simétrica; otro ejemplo de lenguaje avant la kttre. Tiene más de cincuenta mil años de antigüedad y corresponde a una especie diferente de la nuestra, Homo neandertbalensis.
¿Podemos considerar estos objetos como formas de lenguaje? Por supuesto que sí. Cometeríamos un grave error si no lo hiciéramos. Porque es evidente que ambas piezas contienen algún tipo de simbolismo. Aunque podamos conceder que el de Berekat Rham sea muy básico (en realidad no lo creemos así), el simbolismo de la placa de Quneytra no tiene nada de naturalista, al contrario, es totalmente geométrico y abstracto. Un tipo de representación simbólica que requiere algún mecanismo cerebral capaz de asociar unas líneas con un significado no explícito y directo, así como una forma de comunicar ese contenido semántico. Si no fuera así, estas manifestaciones no podrían haber existido ni, por supuesto, habrían llegado hasta nosotros.
Podemos encontrar en el mundo de los Neandertales otros indicios de lenguaje y de simbolismo. En numerosos yacimientos de Europa y de Oriente Próximo se han descubierto sepulturas de Neandertales (véase el último capítulo de este trabajo). Además de la figuración y la abstracción de los signos grabados en ellas, es obvio que la creencia en el más allá y, probablemente, la definición de rituales necesarios para acceder a él requieren del simbolismo.
La muerte y todo lo relacionado con ella originaron desde tiempos remotos la creación de símbolos complejos. Los Neandertales no fueron los primeros en desarrollarlos. La prueba más antigua al respecto obtenida hasta la fecha se encuentra en Atapuerca, en la Sima de los Huesos, donde, como detallaremos más adelante, se han hallado los restos de treinta y tres individuos sin ningún otro vestigio que los acompañe. No hay ni herbívoros ni acumulaciones de instrumentos que puedan señalar un lugar que hubiera sido habitado. Tampoco fueron consumidos por carnívoros. Parece atinado plantear, pues, que se trata de una acumulación intencionada con el objetivo de proteger los cadáveres. Por consiguiente, los símbolos místicos sobre el más allá ya eran usados por Homo heidelbergensis, aunque el ritual haya variado mucho en el transcurso del tiempo. La conclusión es obvia: Homo heidelbergensis era una especie simbólica.
Si queremos llegar más lejos en este viaje debemos hacerlo considerando que los objetos pertenecientes a la industria lítica, a menudo, además de constituir herramientas en todos los sentidos del término, también contienen un significado lingüístico. Numerosos prehistoriadores piensan, y entre ellos nos encontramos nosotros, que las secuencias de reducción de bloques y cantos rodados responden a unas pautas aprendidas perfectamente lógicas y que reflejan un cierto código lingüístico. Ya hemos visto cómo el desarrollo de los órganos necesarios para el control de la talla de la piedra y de los que gobiernan el habla pueden haber estado relacionados. La talla prefiguraría el habla y sin ésta no habría podido progresar de forma tan trascendente la tecnología lítica. Algunos sistemas técnicos exigen pautas aprendidas cuidadosamente que, sin la ayuda del lenguaje, son imposibles de transmitir. Si se limitan a los procesos de ensayo-error y a la mera observación, las técnicas no pueden pasar de estadios muy básicos, como las que usan los chimpancés. Sin pretender que la aparición de los sistemas técnicos sobre piedra y la del lenguaje coincidan exactamente en el tiempo, sí creemos que los primeros lo propiciaron y, después, se alimentaron de él para crecer en complejidad.
Un primer ejemplo de que la relación entre los sistemas técnicos y el lenguaje debió de ser muy parecida a la que hemos apuntado se desprende de nuestra propia investigación en Atapuerca. Los mismos homínidos que en Atapuerca preservaron a sus muertos en la Sima de los Huesos nos proporcionan nuevos indicios sobre su complejidad. El análisis sobre cómo fueron fabricados los instrumentos intenta seguir en el borde de los mismos el orden en que fueron propinados los golpes que los modificaron y qué forma tuvieron las extracciones obtenidas. De esta forma sabemos qué sistema se usó y podemos plantear qué finalidad tuvo ese trabajo. Pues bien, resulta que en los objetos del Pleistoceno Medio, de cerca de 400.000 años de antigüedad y producidos por Homo heidelbergensis, frecuentemente se realizaron extracciones de gran tamaño, irregulares y de ángulo alto en una arista, mientras que la arista opuesta solía dejarse tal como estaba, si ya era lo bastante afilada, o se le podían dar golpes más medidos, que la fragmentaban poco y le proporcionaban una configuración más regular. El estudio de las aristas a través del microscopio electrónico en busca de las formas de desgaste causadas por el uso nos indica que las partes más regulares son aquellas que fueron utilizadas y que las otras formaban el área por donde era asido el objeto.
Este resultado nos indica que en el Modo 2 el concepto de los objetos ha cambiado, a partir de uno en el que los instrumentos no seguían ningún patrón claro respecto a su uso, a otro en el que el tallador decide de antemano qué parte de la herramienta será usada para trabajar y cual será la zona para empuñarla. En muchos casos tenemos, además, desgastes provocados por la existencia de mangos. Por consiguiente, podemos decir que la configuración de los instrumentos es especializada.
Así pues, la introducción en Europa de conceptos mucho más complejos en la gestión de las herramientas data de hace 500.000 años, sin que hayamos retrocedido en nuestro viaje, puesto que nuestro protagonista sigue siendo Homo heidelbergensis. Sin embargo, lo que trataremos a partir de ahora sí que nos llevará muy lejos en el tiempo: daremos un paso de gigante de un millón de años.
Recordemos un hecho que ya hemos discutido en otro lugar: ese cambio en la industria que en Europa tuvo lugar hace medio millón de años en África se produjo mucho antes, hace millón y medio de años. Y en él se halla involucrado Homo ergaster, el supuesto antepasado de Homo antecessor y que inició los nuevos sistemas técnicos de Modo 2. Homo ergaster presenta, en la producción de sus instrumentos, la complejidad conceptual que ya suponíamos en él al estudiar su endocráneo y sus circunvoluciones cerebrales. Los resultados son coincidentes: necesariamente debió de tener un cerebro complejo con áreas especializadas para la generación de símbolos.
Pero debemos ser cautelosos, porque el estudio de los instrumentos presenta algunas trampas, ya que la complejidad presente en el Modo 2 de Europa y África con Homo heidelbergensis y Homo ergaster no está presente en Europa hace 800.000 años con Homo antecessor. Evidentemente, este descendiente de Homo ergaster tuvo que compartir, como mínimo, las capacidades de sus antepasados. Pero no las desarrolló tan plenamente en lo que se refiere a la industria. Si bien no aparece la especialización, sí existe una jerarquización, un orden y un plan lógicos en el momento de aprovechar los bloques de piedra explotados. Y es que los sistemas técnicos no dependen exclusivamente de las capacidades neuronales. Lo mismo ocurre entre los humanos actuales en lo referente al desarrollo moderno del lenguaje: junto a sociedades ágrafas, encontramos otras con escritura y aún otras sociedades con lenguajes informáticos. Todos pertenecemos a la misma especie, pero hemos desarrollado de forma peculiar las capacidades que compartimos.
Hablando de la capacidad simbólica ya hemos conseguido remontamos hasta el millón y medio de años y hasta las primeras especies del género Homo. A nuestro entender, los primeros fabricantes de industria lítica, hace 2,5 millones de años, ya dejaron testimonio en sus herramientas de un plan de aprovechamiento lógico y bien estructurado, estandarizado y que requiere la capacidad de creación de imágenes mentales previas a la configuración material para que éste tenga lugar bajo su dirección, aunque puedan ser capacidades de menor calado.
Sólo es posible llegar más allá en la búsqueda del origen de las capacidades que hemos desarrollado los miembros del género Homo observando cómo se comportan nuestros parientes vivos más próximos: los chimpancés. Puesto que ambos géneros son herederos de un antepasado común, la presencia o ausencia de capacidad simbólica entre los chimpancés nos proporcionará la clave sobre si esas capacidades existían en la raíz común o si constituyen una adaptación posterior exclusiva de nuestro género.
A través de la experimentación hemos comprendido que esa raíz común es posible. A un bonobo (una especie de chimpancé, Pan paniscus) apodado Kanzi se le enseñó a fabricar herramientas muy simples golpeando una piedra contra otra. A través de una metodología conductista, aprendió que los trozos de piedra resultantes servían para conseguir comida. Aunque no se logró que lo incorporase como un comportamiento básico, sí se pudo comprobar que era capaz de reproducir esquemas lógicos de talla y utilización, según observaron N. Toth y K. Shick.
Sin embargo, el resultado más relevante del experimento llevado a cabo con Kanzi fue su aprendizaje del lenguaje oral humano. En sucesivos trabajos publicados por Savage-Rumbaugh y Rumbaugh en 1993 y 1994 se describe cómo llegó a comprenderlo, a reproducirlo y a utilizarlo asistido por una consola de ordenador. Las teclas de la consola que Kanzi debía presionar contenían símbolos que no reproducían de forma realista lo designado por la palabra correspondiente, sino que representan la característica simbólica de nuestro lenguaje: eran signos elegidos al azar y no naturalísticos. Al presionar sobre la tecla se oía una voz que reproducía la palabra en cuestión. Kanzi es capaz de reconocer las palabras oídas, sabe responder con construcciones muy simples pero perfectamente lógicas que reproducen las reglas sintácticas y gramaticales del inglés. No sabe hablar y no usa el lenguaje aprendido para comunicarse con sus congéneres, únicamente lo usa con los humanos. Tampoco sabe usar los instrumentos fabricados de forma regular y no inducida, pero representa la prueba más palpable de que, en la mente de estos animales, existe una estructura básica innata que les facilita la comprensión, aunque limitada, de una forma de lenguaje. Quizá se trate de la misma estructura que poseían nuestros ancestros que empezaron a tallar instrumentos por una necesidad adaptativa que no concurre en la vida actual de los bonobos. No confundamos los términos: Kanzi no ha desarrollado la capacidad simbólica de forma natural, se le ha inducido un comportamiento simbólico limitado, pero ha respondido satisfactoriamente; por consiguiente, en su cerebro generalista, los bonobos poseen un embrión de comprensión simbólica.
¿Deseáis saber cuál es la prueba complementaria más destacada en la experimentación llevada a cabo con Kanzi? Pues que el adiestramiento lingüístico se le estaba induciendo a su madre adoptiva con unos resultados más bien pobres. Kanzi la acompañaba, como los bebés siguen a sus madres. Inesperadamente, a una pregunta que se formuló a la madre delante de la consola, respondió Kanzi. Resultó sorprendente. Sin ser él el sujeto de experimentación, su contacto cotidiano con el trabajo le permitió comprender el lenguaje y usarlo. Como hacen nuestros niños cuando aprenden de forma automática el lenguaje con sólo asistir a las conversaciones de los adultos, en contraposición a las dificultades con las que lidian los adultos para aprender una nueva lengua. Como en nosotros, el lenguaje debe introducirse en cerebros aún inmaduros porque poseen capacidades más acusadas y están más preparados para recibirlo. A partir de aquel momento y hasta ahora, Kanzi ha seguido usando a diario el lenguaje sirviéndose de la consola.
En definitiva, comenzamos a disponer de pruebas que avalan la tesis de que la base para el lenguaje es realmente muy primitiva. Y también disponemos de la prueba de que el análisis de los instrumentos de piedra para obtener datos sobre la mente de los homínidos es perfectamente válido y eficaz, en contra de la opinión que exponen arqueólogos como S. Mithen.
Pero el estudio de los instrumentos para inferir de él comportamientos simbólicos y capacidades mentales tiene que ser cuidadoso y libre de prejuicios, usando los medios a nuestro alcance de forma rigurosa y eficaz, eligiendo bien los factores que hay que considerar y, sobre todo, partiendo de un sistema de anáfisis apropiado. Estamos lejos aún de poder hacer más que constataciones básicas. Los sistemas de análisis que se han aplicado han sido demasiado arcaicos, a veces más propios del siglo xix, y los resultados son pobres y a menudo tienden a desarrollar hipótesis de evolución monofilética (a partir de un árbol de una sola rama). Actualmente esa tendencia está superada y desfasada porque, si algo está claro, es que la evolución y los factores que en ella intervienen son complejos. Sólo faltaría que quisiéramos buscar rasgos de complejidad entre nuestros antepasados aplicando criterios tan simples y, lo que sería aún peor, simplistas y reduccionistas. Wynn, en 1989, ha intentado probar que los cambios de un sistema técnico a otro, de Modo 1 a Modo 2, y a otros sucesivos, responden a cambios en las especies y, muy probablemente, a modificaciones de sus capacidades mentales. Como se hacía en los años cincuenta del siglo xx, se ha intentado probar que el cambio técnico está vinculado a progresos biológicos. Ya hemos visto que esta interpretación ha quedado refutada. El estudio al que nos referimos ya es algo antiguo, pero debemos procurar ser honestos y aplicar las visiones más recientes. Es suficiente una ojeada al panorama actual, donde coexisten la diversidad técnica y la unicidad biológica de la especie humana, para comprender que debemos crear instrumentos de anáfisis nuevos, potentes y originales.
Al hablar de las ventajas que comporta el uso del lenguaje, no podemos hacerlo, por supuesto, a partir de nuestra experiencia actual. Deberemos trasladamos a las condiciones en las que vivían nuestros ancestros en África tropical, puesto que ahora ya sabemos que el uso de sistemas simbólicos se remonta a los albores de nuestro género, hace 2,5 millones de años.
En aquella época algunas de las adaptaciones que hemos examinado ya se habían logrado prácticamente de forma plena, como el bipedismo, el acceso y la vida en territorios abiertos, la dieta omnívora que ya incluía cantidades significativas de carne y el primer crecimiento importante del cerebro.
De todas las citadas, la principal para explicar la aparición del lenguaje es la nueva vida en espacios abiertos. Los árboles ofrecen una rápida protección y un lugar seguro para refugiarse durante la noche. También es la fuente de alimentación principal: en los espacios abiertos, la comida se diversifica pero su consumo es más discontinuo. G. Isaac, entre otros muchos especialistas que se han ocupado del tema, formuló un modelo interpretativo sobre cómo debió de influir esta nueva situación en la evolución humana: en aquellos espacios abiertos, la colaboración en el seno de un grupo más amplio que hasta entonces fue trascendente. Para mantenerlo era imprescindible mejorar los nexos interpersonales, entre ellos, el de compartir la comida y, lo que más nos interesa ahora, la comunicación. La comunicación rápida y eficiente que supone el lenguaje hablado habría sido un factor decisivo para la supervivencia, y la selección natural la habría privilegiado.
Deacon elaboró un modelo similar, partiendo del acceso a espacios abiertos, en el que la colaboración, que él denomina «altruismo recíproco», y el compartir los alimentos mejoran las relaciones interpersonales. En este esquema, el lenguaje permite el intercambio rápido de información sobre el estado de esas relaciones y sobre el comportamiento de cada miembro del grupo para evitar a los gorrones que consumen sin haber colaborado.
Los modelos propuestos por otros investigadores, como L. Arello, parten de la misma base, pero plantean además que, dado que la vida en espacios abiertos exige grupos más numerosos, para que éstos puedan mantenerse es necesario que cuenten con un sistema nervioso mayor y más especializado. A partir de ahí, habrían aparecido las áreas cerebrales que, posteriormente, se especializarían en el lenguaje simbólico. Aunque no aceptan que el simbolismo sea tan antiguo, sino que creen que se habría iniciado con la segunda expansión del cerebro, hace 300.000 años.
En general, todos están de acuerdo en que la supervivencia en los espacios abiertos requirió la constitución de grupos más amplios y procesos neuronales nuevos. La única diferencia entre los modelos propuestos radica en que algunos no aceptan que esa modificación neuronal hubiera comportado la comunicación oral y, de paso, no admiten tampoco que la producción de industria lítica a partir de Homo habilis ni la estandarización de los instrumentos con Homo ergaster hubieran exigido esa comunicación. Pero, en realidad, esa discrepancia tiene mayor alcance de lo que parece: nosotros creemos que la especialización y la estandarización de los instrumentos que hemos descrito son una manifestación del lenguaje simbólico y, como tal presupone la formulación de simbolismos.
Finalmente, existe una dimensión universal del lenguaje, independiente de las consideraciones sobre el momento de su aparición, que Deacon define claramente: «Los procesos de representación simbólica han aportado un nuevo nivel a este tipo de proceso evolutivo. Su capacidad para condensar relaciones representacionales y sostener referencias virtuales continuadas crea un paisaje totalmente nuevo que deja vía libre al proceso evolutivo de la mente. A fuerza de interiorizar las tentativas físicas, e incluso de interiorizar modelos abstractos de procesos físicos que pueden ser extrapolados a sus extremos posibles e imposibles, tenemos acceso a algo que la evolución genética no controla: la previsión» (Deacon, 1997: 458-459).
La previsión y la creación de hipótesis sobre el mundo físico son las que alimentan la sociedad actual, son la base del éxito evolutivo de nuestra especie y son las funciones del lenguaje. Esperamos que haya quedado claro para qué nos ha servido y nos sigue sirviendo esta adaptación.
De entre todos los primates, únicamente el género Homo ha desarrollado el lenguaje, seguramente durante el transcurso de millones de años de evolución. Ni chimpancés ni gorilas ni orangutanes, entre los vivos, ni parántropos ni australopitécidos, entre las especies fósiles, poseen o poseyeron lenguaje conceptual, articulado o no. Existen dos razones fundamentales que lo explican: la primera es que disponen de un cerebro poco complejo y generalista; la segunda, centrándonos exclusivamente en el habla, es que tienen la laringe muy alta, disposición que imposibilita la existencia de un aparato fonador.
La especies del género Homo, en cambio, presentan una cefalización importante, que incluye la formación de áreas especializadas, como el área de Broca, la encargada del lenguaje. En segundo lugar, la laringe ha adoptado una posición más baja y se ha desarrollado una cavidad bucal amplia que actúa como caja de resonancia, permitiendo la adecuación del tracto vocal a sus nuevas funciones. El inicio de este proceso está relacionado, como indican muchos investigadores, entre los cuales nos incluimos, con la fabricación de instrumentos. Las largas secuencias de talla van desarrollando el neocórtex cerebral y aumentando la complejidad neuronal.
Posiblemente el lenguaje articulado fomentara aún más esa complejidad. Pese a la función motriz del lenguaje, que implica interrelación con la producción de herramientas, parece que aquél hubiera nacido además por necesidades de relación social.
Si bien los chimpancés poseen un cerebro generalista y no especializado, los experimentos que se han realizado demuestran sin lugar a dudas que son capaces de desarrollar una notable actividad simbólica. Kanzi construye su propia lógica sintáctica pero entiende perfectamente la del lenguaje humano y no se muestra desbordado por su carácter simbólico, lo que resulta especialmente significativo. Por lo tanto, existe alguna función en su cerebro que le permite actuar con esas capacidades. Aunque se trate de comportamientos inducidos en cautividad, los chimpancés en estado salvaje también son capaces de modificar objetos simples y de recordar bien su entorno y dónde se hallan los recursos, ya que pueden recordar y buscar cosas que no están a su alcance en un momento determinado. Todas estas habilidades dejarían un camino abierto a la posible utilización de instrumentos muy simples por parte de poblaciones ajenas a nuestro género, como los parántropos, tal como el registro arqueológico insinúa en ocasiones.
La investigación en el campo de las características físicas no es la única vía posible. El cerebro y sus capacidades deben ser estudiados a partir de lo que pueden producir: los instrumentos, la organización del espacio que se habita, el control sobre el entorno, los patrones de conducta, el arte y el tratamiento de la muerte. En definitiva la esfera social, económica y cultural. El comportamiento es, en principio, un producto de la biología, pero, llegado a un punto, posee una dimensión propia que es capaz de modificar la misma biología, tal y como el premio Nobel E. Schródinger ya señaló en los años cuarenta.
Hay quien va más allá y propone una hipótesis actualísima, muy sorprendente y polémica, pero también estimulante. T. Deacon propuso en 1997 que el lenguaje es nuestra especificidad, hasta tal punto que nuestro cerebro dispone de áreas especialmente diseñadas para interpretarlo. Areas que están preparadas para ese fin de forma previa al aprendizaje: existe una forma innata de lenguaje y el cerebro está adaptado a ella. El lenguaje nos ha llevado a trascender el mundo real: gracias a él hemos creado mundos nuevos, como el de la literatura, y hemos podido interpretar el mundo físico e incluso nuestro propio pasado, como lo estamos haciendo ahora mismo. Y nuestro cerebro y nuestro cuerpo se han adecuado a las exigencias de este sistema adaptativo. Según Deacon, hay una coevolución de lenguaje y cerebro. Para él el lenguaje y nosotros somos una única entidad.
Y si partimos de la definición de lenguaje que hemos intentado defender no podemos por menos que estar de acuerdo con él. El lenguaje no es sólo habla, es también cualquier forma de expresión y de transmisión de información mediante un código simbólico, relacionable con un referente y que se someta a las normas de los lenguajes naturales: orden lógico y organizado por reglas sintácticas discernibles. En el capítulo siguiente examinaremos otra de las adaptaciones propias de la Humanidad, estrechamente relacionada con el lenguaje; de hecho, se trata de una forma de lenguaje: el arte. A partir de aquí trataremos en todo momento con creaciones simbólicas que únicamente resultan comprensibles si son reducidas al lenguaje y soportadas por él. No olvidemos, sin embargo, que la visión que propugnamos en este trabajo no es esencialista como la de Deacon, sino más progresiva y múltiple, y para nosotros algo que es también distintivo de los humanos es la técnica, la adaptación que permite que nos sustraigamos a la selección natural.
No queremos acabar la discusión sobre el lenguaje sin proponer nuestra visión en tomo a un tema de absoluta actualidad como es la modificación de los sistemas de transmisión de información gracias a los ordenadores.
Existió una época en la que predominaba la transmisión oral de la información, cuando el lenguaje era juglaresco, como Goytisolo tiene ocasión de vivir a diario en Marraquech, pero ya hace largo tiempo que la transmisión oral fue sustituida por la escritura, con la que se inauguró un tipo de comunicación diferente. El último gran salto (aunque no el definitivo) ha consistido en la generación y la universalización de los lenguajes informatizados.
La gestión de datos, el cálculo, la física, la astronomía, pero también actividades cotidianas, como la gestión de la agenda personal o de la economía doméstica, son más fáciles y eficaces gracias a la tecnología digital. Para nosotros mismos, para escribir este texto o para gestionar todos los procesos que componen una excavación arqueológica, también es la herramienta principal. Hasta tal punto es eso cierto que uno de nuestros compañeros, Antoni Canals, está especializado en procesar informáticamente los datos sobre la situación de los objetos hallados en los yacimientos. Las tres coordenadas que señalan la situación de un objeto en el espacio, la x y la y en el plano horizontal, más la z que indica su profundidad en la estratigrafía, le permiten proponer hipótesis sobre cómo fueron depositados allí aquellos objetos y cuál era la relación que mantenían entre sí, sirviéndose de programas estadísticos diseñados para resolver la relación espacial entre los objetos y mostrarlos en un plano. ¿Pertenecen al mismo periodo de ocupación?;Se encuentran en una posición muy cercana a como fueron abandonados? ¿O han sido removidos y resituados por la acción de procesos naturales y/o antrópicos? Para todos nosotros, es evidente que hoy en día la informática y los lenguajes lógicos que la hacen posible son un instrumento muy potente y necesario.
A pesar de ello, en los últimos tiempos la informática ha generado enfrentamientos y apasionadas discusiones cuando se La ha presentado como la forma más eficaz y universal de comunicación, por encima de la escritura en soportes tradicionales tales como los libros, los cómics o los plafones de imágenes. Recientemente en nuestro país se ha creado una página en Internet donde es posible recuperar ediciones digitales de clásicos de la literatura como el Quijote. ¿Lectura en libro o en ordenador? Escritores, lectores, iodo el mundo da su opinión sobre la cuestión. Los detractores del uso de la informática arguyen el aislamiento de quien trabaja o lee frente a una pantalla de ordenador o el hecho de tratarse de un tipo de comunicación tan individual. Para sus defensores, la masa inmensa de datos y opiniones a los que se puede acceder en poco tiempo y la universalización del sistema son las bazas más importantes. Cuando la discusión va más allá se plantean los temas cruciales: el control de la introducción de la información, la dificultad con que tropiezan para acceder a él los círculos de opinión minoritarios y el papel de concepciones exclusivamente mercantilistas en el diseño y el desarrollo de las técnicas necesarias.
Esta es, sin duda, una dimensión social de la informática que exige una discusión profunda, pero a partir de posiciones no dogmáticas. Fenómenos como el aislamiento del receptor o la mercantilización no han sido introducidos en el mundo del lenguaje por la digitalización. La fractura en la comunicación colectiva se produjo ya con la introducción y la universalización de la escritura codificada, y la mercantilización entró en escena a parar de la comercialización de trabajos escritos después de la invención de la imprenta. El mundo juglaresco de la plaza de Xemáa el Fná de Marraquech que Juan Goytisolo describe constituye uno de los últimos reductos de un mundo en extinción, destruido, no por la digitalización, sino por la esentura y el libro. Es el patrimonio oral de la Humanidad, como él mismo afirma y defiende, que fue la forma cotidiana de comunicación hasta hace unos siglos. Las leyendas y los cuentos convertidos en memoria colectiva por la comunidad, en espectáculos o en transmisiones multitudinarias desaparecieron hace tiempo, sustituidos por Ja palabra escrita, que posibilita la universalización y || comunicación de las ideas a larga distancia a públicos mucho más amplios pero formados por individuos singulares en lugar de por colectividades. halca de Xemáa el Fná y las consejas que padres y abuelos cuentan a los niños sin servirse de ningún soporte escrito ni imagen impresa constituyen la prehistoria del lenguaje articulado que aún subsiste, son sus últimos reductos. Y los ordenadores, el vídeo, la televisión, son los nuevos inventos que desarrollan la línea ya anticipada por la escritura y los libros: por el hecho de llegar más lejos y a más gente, por su complejidad, pervivencia, rapidez en la renovación de las ideas, potencial de comunicación y eficacia máxima del lenguaje. Se ha renovado y optimizado la capacidad de transmisión y la forma como hacerlo, pero el trasfondo sigue siendo el mismo: generación de imágenes, potencial de relaciones interpersonales prácticamente ilimitadas, y creación de nuevos mundos que suplantan el mundo físico de la forma como ya lo hacían las formas prehistóricas y juglarescas. Sí es necesario evitar, no obstante, el peso excesivo de la mercantilización. Mayor humanización por desarrollo de la técnica y el lenguaje, pero siempre bajo formas de socialización.
Solamente el teatro, sobre todo si es participativo, y aún más si combina todas las formas de lenguaje visual y auditivo, mantiene todavía el vínculo con el universo arcaico. ¡Larga vida al teatro! Y que incorpore la tecnología para mejorar su efecto y su objetivo.