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Picar piedra
Noviembre de 2013: antes y para siempre jamás
En la tarde del 2 de noviembre de 2013, más de seis meses después de su decepción en Londres, y cinco semanas después del récord mundial de Kipsang en Berlín, Geoffrey Mutai se asomó a la ventana de su habitación en el piso treinta y dos del hotel Hilton en mitad de Manhattan. Tenía una vista sin obstáculos hacia el norte hasta Central Park. Desde esa atalaya, el espectáculo de las copas de los árboles del parque mientras perdían sus hojas amarillas y marrones era demasiado perfecto, como la maqueta de una ciudad del futuro. En menos de un día, todo le parecería mucho más real: la maratón de Nueva York finalizaba en el parque. Ese sería el escenario de su triunfo o de su fracaso.
Esa tarde, sin nada que hacer más que pasearse por el hotel y esperar a que llegase el día de la carrera, Mutai tenía otras cosas en la cabeza. Ya habían pasado cosas muy extrañas en la temporada de otoño de la maratón. No solo que Kipsang había rebajado en 15 segundos el récord de Makau, sino que en la maratón de Chicago, dos semanas más tarde, Dennis «Mwafrica» Kimetto, compañero de entrenamiento de Mutai, había logrado la victoria con un registro de 2:03:45 tras un duelo brutal con Emmanuel Mutai, que terminó a 7 segundos, en 2:03:52. Las maratones en dos cero tres empezaban a ser habituales.
En Nueva York, Mutai no esperaba conseguir nada por el estilo. Había llegado a la ciudad unos días antes con un estado de ánimo optimista, después de haber corrido una media maratón en Italia en 59 minutos para afinar su preparación. En una rueda de prensa, predijo que rompería su propio récord de la carrera, logrado dos años antes, y que correría la primera maratón en dos cero cuatro en Nueva York para defender su título.
Un frente de bajas presiones que avanzaba hacia la ciudad amenazaba con arruinar su plan. Se preveía que soplase un aire del norte, fuerte y helado, lo que implicaba que los corredores tendrían que correr contra el viento durante más de 30 kilómetros, hasta que girasen hacia el sur en el Bronx. Nueva York siempre es una carrera lenta, con sus cuestas, sus puentes y la ausencia de liebres, pero esta vez el mal tiempo haría que lo fuese aún más. El vencedor tendría que tomar decisiones sagaces y pelear duro. Mutai podía correr una carrera así, pero no era lo que más le ilusionaba.
En su habitación del hotel, caminó despacio en calcetines hasta la cama y se sentó. En la televisión —sin voz— había boxeo. Después de todo lo que había sucedido en su vida profesional desde su glorioso 2011, Mutai deseaba ganar en Nueva York más que cualquier otra cosa. El logro de Kipsang no hacía más que redoblar su ambición. Orgulloso, se dijo a sí mismo que nadie, ni siquiera el nuevo plusmarquista mundial, había corrido más rápido que sus 2:03:02 en Boston. Aún aspiraba a reclamar la corona que creía que le correspondía por derecho.
Pero el que probablemente sería su calendario de maratones en un futuro próximo le ofrecía pocas oportunidades de conseguirlo. A sus treinta y pocos años, el final de la mejor época de su carrera estaba cerca. La del día siguiente sería su decimotercera maratón profesional. La mayoría de los corredores no mejoraban después de seis maratones, y muy pocos lo hacían tras haber corrido más de diez. Makau y Tergat batieron el récord mundial en sus respectivas sextas maratones. Kipsang y Haile, ambos relativamente lentos en su progresión, lo hicieron en su séptima carrera. (Y Haile lo volvió a hacer en la novena.)
Contra toda lógica, el éxito de Mutai dificultó sus aspiraciones. Aunque había unas cuantas carreras de segunda fila que estaban diseñadas específicamente para conseguir marcas rápidas (Eindhoven, Dubai, Rotterdam, etc.), Mutai no correría ninguna de ellas en el futuro inmediato. Su estatus como maratoniano lo obligaba a limitarse exclusivamente a las majors. En la práctica, eso significaba que correría en Nueva York al día siguiente, donde estaba descartado que pudiese batir el récord, y en Londres en primavera, donde las posibilidades de lograrlo eran ínfimas. ¿Quién sabía dónde estaría el otoño siguiente? Dependería de cómo le fuera en Nueva York y en Londres. Sucediese lo que sucediese, era muy posible que su única oportunidad de convertirse en el primer tipo de dos cero dos se le hubiese escapado en Berlín el año anterior.
Mutai se negaba a aceptarlo. Se levantó de la cama, caminó hasta la ventana y miró de nuevo la Sexta Avenida hasta el parque. Cuando hablaba de estos temas, su temperamento jocoso se apagaba. Perdido en sus pensamientos durante un breve instante, se lo vio como cuando lanza ataques en una carrera: inclinó la cabeza, sus fosas nasales se ensancharon y sus labios se retorcieron en una mueca. Al sentarse de nuevo en el borde de su cama doble, en una habitación de 600 dólares la noche en pleno corazón de la metrópolis más famosa del mundo, a miles de kilómetros de su pasado descalzo, se negó a aceptar que su momento hubiese pasado.
«Aún estoy a tiempo», dijo. No había ni rastro de duda en su voz. «Aún estoy a tiempo.»
Cuando Tiger Woods tenía dieciocho años, después que sus compañeros de instituto lo hubiesen elegido como la «Persona con más probabilidades de triunfar», se inscribió en la Universidad de Stanford con una beca de golf. A las pocas semanas ganó su primer campeonato universitario. Cuando Roger Federer tenía dieciocho años, se estaba abriendo camino en el tour de la ATP como tenista profesional. En su primera final, en Marsella, lloró en público tras perder contra un rival más veterano. Cuando Lionel Messi tenía dieciocho años, ya jugaba en el primer equipo del Barcelona. Cuando lo sustituyeron en los minutos finales de su primer partido de Liga de Campeones, frente al Udinese, los 96.000 espectadores del Camp Nou se pusieron en pie para despedirlo.
Cuando Geoffrey Mutai tenía dieciocho años, picaba piedras. En Kenia utilizan piedrecillas llamadas kokoto para reforzar el cemento con el que construyen carreteras y casas. Para que las piedras sean útiles, deben ser aproximadamente del tamaño de una canica y tener una forma más o menos regular. Hay dos maneras de conseguir kokoto: usando maquinaria industrial o empleando a jóvenes de espalda poderosa armados de martillos. En Rongai, donde Mutai pasó gran parte de su infancia, lo hacían a la antigua usanza.
En aquel momento de la vida de Mutai, sus perspectivas no eran halagüeñas. La idea de que un día sería famoso, o rico, le habría hecho reír. Era el primogénito de una familia pobre y, ya cerca de los veinte años, aún no había terminado la escuela primaria. En ocasiones bebía de más. Por otra parte, su padre maltratador detectaba un desafío a su autoridad en cada una de las decisiones que tomaba su hijo. Le había dado palizas de todos los colores. Pero Mutai también era ambicioso y, aunque le costaba ver más allá de sus aprietos actuales, quería terminar la escuela, por muy mayor que fuera ya para su curso. Picar piedra le permitía costearse los uniformes y las tasas de los exámenes que sus padres no podían pagarle.
Mutai recuerda que esos días en la cantera eran agotadores. Primero tenía que partir una piedra grande con un mazo, y después utilizaba un martillo más pequeño, un nyundo, para machacar los pedazos hasta conseguir el kokoto, una especie de gravilla. Le pagaban a destajo. Por un contenedor de plástico del tamaño de un ataúd le daban diez chelines, alrededor de un cuarto de dólar. Incluso aunque se esforzase al máximo, no podía aspirar a llenar más de seis contenedores al día. Ese era su límite: un dólar y medio. Al final del día, con la espalda dolorida y ampollas en las manos, ayudaba a los otros chavales a cargar las pesadas cajas en el tractor antes de volver a casa caminando.
Mucho antes de que Mutai se hiciese corredor, ya sabía lo que significaba trabajar y era consciente de su capacidad para soportar el dolor. Nunca ha olvidado el sufrimiento que padeció. Mutai sabe que el verdadero dolor no es el que padecen los atletas, que es meramente fisiológico, sino el que surge de la carencia de opciones vitales. Sabe también que, para llegar a ser un corredor, antes necesitaba ser un hombre. «Nadie nace con nada», se decía a sí mismo. «Levántate. Trabaja.»[1]
Como atleta, Mutai se enfrentaba a su entrenamiento como había trabajado en la cantera de adolescente: romper todas las rocas que pudiese, volver al día siguiente y hacer lo mismo. Semana tras semana, mes tras mes, partía las piedras y llenaba las cajas. Al Espíritu, tal y como él lo entendía —la electrizante sensación de expresión atlética pura que había experimentado en muy pocas ocasiones— se lo convocaba realizando esas ingratas tareas cotidianas.
Para cuando llegó a la maratón de Nueva York de 2013, llevaba más de una década entrenando casi sin cesar. Su esfuerzo había dado unos resultados extraordinarios. Había ganado algunas de las carreras más prestigiosas del mundo y había llegado a ser el maratoniano más rápido en la historia del deporte. Pero, a pesar de todos esos logros, seguía buscando a tientas en la oscuridad algo que no poseía.
Se daba cuenta ahora de que ser un gran maratoniano no era cuestión únicamente de picar piedra. Su deporte premiaba los momentos especiales. En la maratón, algunos días tenían más repercusión que otros, algunas carreras podían cambiarlo todo. Y la aparición de esos días en la vida de un corredor se debía tanto a la suerte —o quizá a Dios— como a sus mejores esfuerzos. La perseverancia a veces tenía recompensa, pero no siempre. Uno corría en 2:03:02 en Boston y todo el mundo hablaba del viento. Después, en la mejor forma de su vida, uno corría en Nueva York, un recorrido en el que era imposible batir el récord del mundo. Y cuando, al año siguiente, uno tiene su oportunidad en Berlín de reclamar lo que considera que es suyo por derecho, los relojes se quedan congelados y el isquiotibial le da un pinchazo.
Según sus exigentes estándares, Mutai aún no había demostrado su valía.
A veces, de noche en su campamento de entrenamiento en las montañas, Mutai imaginaba un nuevo tipo de carrera. Anhelaba saber dónde estaban los límites de su cuerpo. Quería saber si era realmente capaz de alcanzar la velocidad que creía que poseía. Por eso, imaginaba una prueba cuyo único propósito era ver qué era posible, una carrera estratosférica cuyo único objetivo era el tiempo.
En su mente, Mutai imaginaba que la Nueva Carrera sería algo así: se reuniría a varios corredores potentes y se crearía para ellos un recorrido en algún lugar plano y al resguardo del viento. Equipos de liebres se irían sucediendo en cada tramo hasta el final, de manera que los corredores tuviesen compañía y protección a lo largo de todo el recorrido. Y, si uno de ellos batía el récord del mundo, todos cobrarían. «Si alguien organiza algo así —dijo una de esas noches— yo me sacrificaría hasta donde hiciera falta. Incluso es posible correr en menos de dos horas. La gente puede conseguir marcas disparatadas.»
Mutai no es la única persona que pensaba así. Mike Joyner, de la Clínica Mayo, cree que, una vez que el récord mundial llegue a ser de 2:02 y unos segundos, solo podrá batirse en pruebas contrarreloj especializadas como la que Mutai esbozó. En 2011, le comentó esta idea a Jos Hermens, representante —entre otros— de Haile Gebrselassie.
Hermens quedó fascinado. Siempre le habían interesado las pruebas poco convencionales y las nuevas maneras de entender el deporte. Cuando era atleta, batió dos veces un récord del mundo muy poco atacado, el de la hora: la prueba mide la distancia total que un atleta es capaz de recorrer en una hora sobre pista. Todo el mundo se había olvidado del récord de la hora hasta que apareció Hermens y lo batió en 1976 y 1977.[2] Pero él era un estudioso del deporte.[3] Tanto Paavo Nurmi como Emil Zátopek y Ron Clarke, sus héroes, lo habían batido. Quería formar parte de esa lista. Años más tarde, como representante de Haile, convenció al etíope para que lo intentase él también. Haile hizo añicos la marca: uno más de los veintisiete récords mundiales que estableció a lo largo de su carrera.[4]
La maratón estratosférica es una evolución de la carrera de la hora —una carrera de las dos horas, si se quiere— y Hermens lleva tiempo dándole vueltas a la idea:
Tengo un montón de ideas. Tiene que ser en el bosque, para que haya mucho oxígeno. Hay que pensar en las zapatillas, en el asfalto. Puede que exista algún material nuevo que aún no se nos haya ocurrido. Las condiciones climáticas tienen que ser las adecuadas. Tiene que ser un recorrido cerrado. El problema es que sería muy caro. Pero si el récord mundial llega a 2:01 y alguien pone diez millones…
Hermens está en lo cierto. Diseñar la mecánica y los aspectos económicos de ese asalto al récord mundial sería complejo. Haría falta muchísimo dinero, porque se necesitaría tener a cuatro o cinco de los mejores corredores del mundo, así como todo un grupo de excelentes liebres. Al comprometerse a correr esta prueba, estarían renunciando a alguna maratón (y con ello, posiblemente, a cientos de miles de dólares solo por correrla, además de la posibilidad de optar al bote de las World Marathon Majors), por lo que lo se les debería ofrecer una suma sustancial. Para promover el trabajo en equipo, se les pagaría lo mismo a todas las estrellas si alguno de ellos bajaba de 2:03, algo más si alguno bajaba de 2:02:30, etcétera. Además, se les podría pagar por lograr determinados parciales a lo largo de la prueba. También habría que compensar a las liebres, a una escala inferior, por contribuir a hacer historia.
Esta estructura permitiría resolver muchos de los obstáculos que dificultan la obtención de marcas rápidas en las maratones urbanas. En lugar de fijar una fecha única, y correr ese día con independencia del tiempo que haga, se podría establecer una ventana temporal de varios días y elegir de entre ellos el día perfecto para la carrera: frío y sin viento. Los atletas de élite generan mucho más calor que los corredores amateurs, y la temperatura ideal para que los mejores del mundo corran una maratón rápida, según un estudio reciente realizado en Francia, es de 3,8 grados centígrados. Muy pocas de las majors tienen lugar alguna vez en condiciones tan gélidas.[5]
La carrera se podría correr por la noche. Las maratones urbanas se suelen correr por la mañana por la sencilla razón logística de que es más fácil organizarlas a esa hora. Pero es posible que los corredores de élite corran más rápido por la noche.[6] No es solo que el día iría refrescando a medida que los cuerpos de los atletas se calentasen, sino que es posible que corriesen más rápido al anochecer de forma natural debido a sus ritmos circadianos. Varios estudios han demostrado que los atletas corren ligeramente mejor a primera hora de la noche. (Además, como sabe cualquiera que haya visto imágenes de la victoria de Abebe Bikila en las calles iluminadas de Roma en 1960, es sumamente espectacular ver una maratón cuando el día da paso a la noche.)
También podría ser interesante sugestionar un poco a los atletas. En el estudio de Kevin Thompson, los ciclistas en una bicicleta estática iban más allá de lo que percibían como sus límites cuando competían contra lo que creían que representaba su mejor marca personal pero en realidad era algo más rápido. Eso podría permitir exprimir a los atletas un segundo adicional por kilómetro, aunque quizá habría que volver al tiempo «correcto» cerca del final si se veía que tenían posibilidades de batir una marca significativa. Quienes tratan de batir un récord se esfuerzan con mayor intensidad si creen que pueden conseguirlo realmente. No es conveniente abusar de la sugestión.
El mayor obstáculo es el dinero. Tampoco es fácil imaginar que el circuito de las maratones más importantes accediese a que la maratón estratosférica lo interrumpiese. Por otra parte, no es difícil imaginar quién saldría ganando con la prueba. Los diseñadores de calzado de Adidas declararon que, como parte de su debate más general sobre la «sub-dos», habían considerado una prueba contrarreloj notablemente similar a la que imaginaba Mutai. Consideremos la posibilidad de que Adidas, que patrocina a algunos de los maratonianos más rápidos del mundo, decidiese organizar una carrera así. Imaginemos lo que podría pasar si Geoffrey y Emmanuel Mutai, Wilson Kipsang y Dennis Kimetto participasen en ella, y se comprometiesen a trabajar en equipo.
Para un promotor con imaginación, el evento podría constituir una gran oportunidad comercial. Uno de los elementos que ha contribuido a preservar el interés en el boxeo profesional es el documental que se emite antes de la pelea. Antes de un combate que genera gran expectación, HBO emite una serie llamada 24/7 que documenta los entrenamientos de los boxeadores y graba su preparación física y mental al estilo del cinéma vérité. Desde que se estrenó la serie con el combate entre Oscar De La Hoya y Floyd Mayweather Jr. en 2007, los aficionados la han devorado. De manera análoga, se podría generar expectación ante el «Proyecto Dos Horas», o como quisiésemos llamarlo, mediante imágenes de los entrenamientos y las carreras de preparación, intervenciones de conferenciantes invitados, comentarios de científicos deportivos, etcétera.
Sin duda, no es muy probable que nada de esto suceda a corto plazo. La idea choca frontalmente con el espíritu y la escala de valores conservadores de la maratón. Organizar un gran espectáculo no es algo que esté en el ADN de la larga distancia, o de sus promotores más capaces. (Como observó con ironía David Hannah, antiguo director de la maratón de Houston: «Hace mucho tiempo, el atletismo tomó la decisión inconsciente de ser un secreto bien guardado».)[7] Si se hiciese mal, la maratón estratosférica podría ser un desastre. Sería necesario garantizar cuidadosamente la legitimidad de la prueba sometiendo a los atletas a frecuentes controles antidopaje. Si se hiciese bien, podría revolucionar el interés por la maratón.
En 1908, durante la fiebre de la maratón, Dorando Pietri y Johnny Hayes llenaron hasta la bandera el Madison Square Garden para una maratón de 262 vueltas mano a mano entre ambos. Objetivamente, lo que estaban haciendo —dar vueltas al Garden corriendo a una velocidad moderada— era algo aburridísimo. Pero el evento tenía su importancia. La gente quería volver a ver una competición entre Pietri y Hayes por lo emocionante que había sido su primer encuentro en Londres. Imaginemos ahora que los mejores atletas del mundo tratasen de bajar de las dos horas en la maratón. Para los puristas, la maratón estratosférica, que violaría una docena de reglas de la IAAF, sería una perversión del deporte. Para los demás, sería su culminación definitiva.
Estamos programados para descubrir nuevas formas de ponernos a prueba. Esa necesidad reside en algún rincón de nuestros genes nómadas. Por mucha ciencia o sentido común de que echemos mano para rechazar la posibilidad de una maratón de dos horas, no conseguimos vencer su tentación. Escalar el Everest era imposible hasta que alguien lo hizo. La milla en cuatro minutos era imposible hasta que dejó de serlo. Por muy remota que sea la posibilidad, la maratón de dos horas no nos dejará en paz.
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Mutai miró por la ventana en la mañana gélida y ventosa del 3 de noviembre y supo que sería imposible lograr un tiempo rápido. Ahora tenía que dejar para otro momento sus pensamientos sobre nuevas carreras y sobre las pasadas (sus récords y su lugar en la historia del atletismo). La victoria tendría que ser suficiente. De hecho, esta idea era liberadora. Le brillaban los ojos mientras completaba sus últimas carreras de calentamiento yendo y viniendo sobre el puente de Verrazano-Narrows y, enfundado en su uniforme Adidas de colores naranja y azul eléctricos, tenía un aspecto impecable.
Corriendo contra el fuerte viento, la carrera comenzó lenta. Un grupo grande, en el que estaban Tsegaye Kebede, Stephen Kiprotich y Stanley Biwott, pasó por la mitad del recorrido en poco más de 1 hora y 5 minutos: se encaminaban hacia un final en 2:10. Durante esa primera mitad, Mutai pasó buena parte del tiempo tranquilo en la parte posterior del grupo, protegido del viento. Era el único integrante del grupo de cabeza que no llevaba algún tipo de protección en los brazos o las manos contra el viento helado, y daba la impresión de que intentaba calentarse.
A mitad de carrera, el ritmo era lentísimo, y Mutai trató de romper el grupo con uno de sus característicos acelerones. Pero, por primera vez en su vida profesional, no encontró la velocidad que buscaba. Pisó el acelerador mental, pero sus piernas no tenían gasolina. «El cuerpo no respondió», recordaba después, divertido, como quien recuerda sus problemas con un vehículo averiado.
Quizá simplemente hacía demasiado frío, pensó. Trató de incrementar su cadencia paulatinamente, de ir aumentando el ritmo poco a poco. Esto pareció funcionar. Entró en calor. Pero en el kilómetro 27, mientras se dirigían hacia el norte por la Primera Avenida, el grupo de cabeza aún estaba compuesto por nueve corredores. Demasiados. Mutai se dispuso a atacar de nuevo, rezando por que su cuerpo esta vez sí reaccionase a sus instrucciones. En el kilómetro 32, en el Bronx, el grupo comenzó a girar hacia el oeste, y a continuación hacia el sur. Por primera vez en la carrera, llevaban el viento a favor. Mutai tomó impulso y lanzó su ataque. Esta vez, su cuerpo reaccionó con ganas. El grupo prácticamente se hizo añicos.
Solo un hombre resistió al ataque: Stanley Biwott. Mutai sabía que era una amenaza. Había volado hasta la victoria en la maratón de París de 2012 con un tiempo de 2:05:21, récord de la carrera, y ese mismo año había liderado la alocada maratón de Londres hasta los últimos kilómetros. En la media maratón de RAK, había sido Biwott el que golpeó la pierna de Mutai desde atrás, provocándole la distensión en los isquiotibiales que degeneró en la lesión que lo había obligado a retirarse en silla de ruedas en Londres. Por nada del mundo iba a permitir que Biwott volviese a hacer algo así. Cuando ambos bajaban solos por la Quinta Avenida, a una distancia considerable de sus perseguidores, Mutai le dijo a Biwott que corriese junto a él, en lugar de hacerlo a su espalda. Biwott accedió y recorrieron Harlem corriendo en paralelo.
En el último puesto de avituallamiento, justo antes del kilómetro 35, a Biwott se le escapó su botella de agua. Ambos sabían que no había más puestos hasta el final, así que Mutai le ofreció su botella a Biwott: un gesto cortés que no es raro ver en la maratón profesional. Era la segunda vez que Mutai hablaba con Biwott en menos de un kilómetro, y puede que fuera también un recordatorio subliminal del atleta veterano al más joven sobre quién de los dos había ganado tres maratones importantes y quién no había ganado ninguna.
Algo más de 6 kilómetros para la llegada. Por mucha guerra psicológica que estuviera haciendo, Mutai sabía que tendría que atacar de nuevo si quería ganar la carrera. Y necesitaba la victoria. Se preparó para otro acelerón, que llegó en la intersección de la calle Ciento Siete y la Quinta Avenida. Mutai agachó la cabeza —esa mirada que decía «ahora, en serio»—, sacudió las piernas y se agitó el borde de sus pantalones. El hueco entre él y Biwott se abrió como una camisa rasgada. De hecho, en cuanto llegó el acelerón, Biwott enseguida giró la cabeza para ver quién llegaba por detrás. Mutai, que tenía ahora una ventaja irrecuperable y el corazón acelerado, siguió corriendo con los brazos bajos y apretando. Se sintió imbuido por el Espíritu.
«No vi a nadie», dijo más tarde y, al mirarlo, uno podía creerlo. Nada de pensar en récords mundiales, récords de la carrera, objetivos, demonios, parciales. No pensó en la siguiente carrera ni en los corredores que venían tras él. Estaba solo, en la Quinta Avenida. Ahora Mutai no era más que su propio cuerpo en funcionamiento.
Era en esos momentos cuando Mutai era más feliz, más plenamente él mismo. Siempre le habían interesado menos los resultados de su actividad —los coches, las casas, la riqueza y las cargas que conlleva— que el acto de correr en sí. Disfrutaba corriendo rápido, se sentía libre. El proceso hacía que entrase en contacto no solo con su propio pasado, sino con el del deporte. ¿Cuántos otros campeones —Pietri, Bikila, Zátopek, Clayton— habrían sentido el Espíritu en los tramos finales de las grandes carreras? Mutai no era ningún historiador y no conocía los nombres de todos los gigantes que lo habían precedido, pero comprendía su experiencia muy de cerca. En aquel momento era un atleta, y nada más que un atleta. En aquel momento sentía la suprema satisfacción del talento recuperado, la expresión de un don que él creía que procedía de Dios. Había sufrido un dolor real —y duradero— para llegar hasta allí. Había picado piedras, había atravesado un pueblo en llamas. Y ahora volaba por las calles de Manhattan, aproximándose a la gloria.
Mutai saboreó esos minutos sagrados. Necesitaría recurrir a sus recuerdos seis meses después cuando, mientras iba en cabeza de la maratón de Londres de 2014, sintió cómo un retortijón en el estómago le retorcía las entrañas y se arrastró hasta la sexta posición final. También lo necesitaría cuando viera a su amigo Kipsang acaparar toda la atención que le aguardaba tras la victoria en Londres, mientras él estaba destrozado en la carpa de lona de los atletas junto a la línea de meta, a la sombra del palacio de Buckingham junto a su mujer y a su hija menor. Mutai necesitaría sacar fuerzas de alguna parte, y la alegría que sintió en la Quinta Avenida siempre le serviría de apoyo.
Mutai cruzó la meta en Central Park entre los vítores y los enguantados aplausos de los espectadores congelados. Alzó los brazos en señal de triunfo. Era su cuarta major, tantas como había logrado su ídolo, Haile Gebrselassie. Para la mayoría de los espectadores, los números que marcaba el reloj situado sobre la cabeza de Mutai en la meta, 2:08:24, eran irrelevantes. Todos sabían que las condiciones habían sido espantosas. Pero Mutai, carcomido por el demonio de Boston e impulsado por fuerzas que apenas alcanzaba a comprender, nunca podría sentirse plenamente satisfecho con un dos cero ocho. La victoria, no obstante, fue una poderosa medicina. Vencedor de nuevo, se envolvió en la bandera de su país, lució su resplandeciente dentadura, y se dispuso a celebrarlo con la multitud.
Esa noche, después de cumplir sus obligaciones con la prensa, Mutai cenó con su representante, bebió un poco de vino y compartió anécdotas de los viejos tiempos: historias buenas, historias felices. Estaba contento. Sabía que la línea de meta de Nueva York no era el final. Volvería a sentir el Espíritu. Seguía siendo el maratoniano más rápido de la historia, y podía serlo aún más.
«Sí —pensó—, aún tengo tiempo.»